viernes, 28 de octubre de 2011

Por teléfono

Hace tres meses me separé de Karla. Después de quince años de matrimonio y tres hijos, de repente un día la mujer que creí amar ya no parecía ser la misma, y sin duda ella pensaba lo mismo de mí. Nos separamos antes de odiarnos, pero sin saber realmente por qué lo estábamos haciendo. Aunque también nos preguntábamos por qué no lo habíamos hecho antes, o por qué decidimos unir nuestras vidas en un inicio.

Además de aceptar la derrota de no haber podido salvar mi relación con la que por tanto tiempo fue mi compañera, lo más doloroso de todo ha sido separarme de mis hijos. Los veo cada semana y hablo con ellos todos los días, por lo que he podido mantenerme al tanto de sus vidas, sentimientos, amistades y estudios. Pero no es lo mismo vivir en la misma casa y compartir nuestra existencia todos los días, que comunicarnos sólo por teléfono y vernos únicamente los fines de semana. Como sea, lo hemos ido superando y sé que mi ausencia no ha implicado una verdadera separación entre nosotros. Eso siempre lo he sabido, pero desde hace algunas semanas esta preconcepción se ha hecho cada vez más tangible.

Desde que regresé a mi antigua casa, mi hogar previo a mi vida como pareja y padre, he tenido la oportunidad de reencontrarme con una parte de mí que había olvidado casi por completo, o simplemente pensaba que ya la había dejado muy atrás.

Todo empezó con una llamada telefónica. Eran las ocho en punto de la noche y me encontraba aún desempacando algunos libros, retratos y discos viejos, cuando el sonido del timbre del teléfono vino a romper con la silenciosa soledad que me venía haciendo compañía. Contesté esperando que fuera alguno de mis hijos, mi ex esposa, el banco, un número equivocado… en fin, cualquier cosa, menos escuchar del otro lado de la línea la voz de mi madre, quien estaba gratamente sorprendida de encontrarme en casa. De alguna manera se había enterado de mi separación y quería saber de mí. Yo no sabía qué decir, por lo que ella se encargó de llenar con su voz cada uno de mis largos minutos de silencio.

Me platicó de papá y su colección de estampillas, cada vez más polvorientas y pálidas como sus corbatas, camisas y trajes.  Me contó que el otro día, después de mucho tiempo sin salir a caminar, decidieron dar la vuelta por el parque. Les sorprendió ver todo tal y como lo recordaban, como si el tiempo no hubiera pasado. Aunque admitía que era posible que fuera tan grande su deseo de ver las cosas así, que tal vez de manera inconsciente hubieran omitido ver todos los cambios que en efecto han ocurrido.

También me habló de Cuco, mi perro.

–Lo llevamos con nosotros al parque, vieras lo feliz que se veía. Le ladraba a cada paloma, ardilla y gato que se encontraba en su camino. Hasta que una perrita mucho más pequeña que él le hizo frente, y de un ladrido lo hizo correr despavorido, hasta ocultarse tras las piernas de tu padre. Lo hubieras visto, estábamos muertos de risa al ver esa escena, y a Cuco se le quitó lo bravucón, al menos por unos días –dijo y mis ojos se llenaron de lágrimas.

Me contó que papá había tratado de persuadirla para que no me hablara, y así poderme brindar la oportunidad de superar la separación por mí mismo. Pero ella, como siempre, lo desoyó con el clásico argumento de “nuestro hijo nos necesita ahora más que nunca”. El mismo que utilizaba cada vez que desoía el “déjalo que se levante sin ayuda” o “él debe aprender a defenderse solo”, que solía decir papá. Yo me reí y agradecí el detalle. Sin duda me hacía falta hablarles y saber de ellos, aunque sólo fuera de esta manera.

Después de extenderme la mano, metafóricamente hablando, pasó lo que siempre ocurría con mamá, y vino el tan esperado jalón de orejas.

–Habla con tu esposa, no seas cabezón. Si habían podido estar juntos por tanto tiempo, ¿por qué tirar la toalla ahora? Si aún sientes algo por Karla, no seas testarudo y admite que todo fue culpa tuya. Lo sé porque siempre es así. Una llega al matrimonio llena de sueños y proyectos por cumplir con el ser amado, y ustedes; hombres insensibles, van matando cada uno de los sueños y proyectos compartidos, sustituyéndolos con ideales egoístas. Si lo sabré yo ¡Y tú no me contradigas, Ramón! ¡Que bien sabes que lo que digo es cierto! –le replica a papá, que a lo lejos escucho que dice… no sé qué cosa.

–Tal vez olvidaste que ella también tiene sus necesidades. Cuando eran novios, seguramente eras de los que le abría la puerta, cargaba con sus cosas o incluso a ella misma, para que no se cansara al caminar. Pero después de quince años de matrimonio, de seguro le has de haber cerrado la puerta en la nariz en más de una ocasión, sin importarte que tuviera los pies hinchados, estuviera cargando todas las bolsas del mandado ella sola, o tuviera a la familia entera sobre sus hombros. Está bien, entiendo que ya no se vea tan joven ni hermosa como cuando se casaron, pero tú tampoco eres ningún “Adonis”. Perdona que te diga todo esto, pero recuerda que soy tu madre y me preocupo por ti, siempre lo he hecho y eso no habrá de cambiar nunca –dijo sin que pudiera contravenirla en nada.

–Una cosa es que el trabajo te mantenga ocupado y te quite mucho tiempo, y otra es que no hagas nada por dedicarle un minuto de tu vida a aquello que verdaderamente debería ser lo más importante para ti. ¿O acaso crees que tu padre y yo no teníamos nuestros problemas como pareja, o nada más qué hacer? Pues sí, pero tú eres más importante que cualquier pequeñez o grandiosidad que tuviéramos en mente –dijo mientras yo seguía sin palabras.

–Habla con Karla, recuerda que es la madre de tus hijos. Trata de arreglar tu relación con ella hasta donde puedas, luego insiste un poco más. Si después de todos tus intentos, las cosas siguen igual… bueno, ya no habrá quedado por ti y tendré que admitir que toda la culpa ha de ser de la “bruja” con la que te casaste… perdón… Pero piénsalo, ya me cuentas mañana que te vuelva a hablar –dijo y colgó la bocina.

Al día siguiente, a la misma hora volvió a sonar el teléfono y de nueva cuenta era mamá, y así ha sido desde entonces.

Cada noche me consuela y regala un sermón, que en cualquier otra circunstancia hubiera implicado que me inventara alguna excusa para no estar en casa a la hora en que habrá de efectuarse su llamada, pero el caso es que las cosas son distintas, y tan pronto llego por las noches, después de trabajar, me siento frente al teléfono a esperar que timbre y del otro lado de la línea esté ella.

Sé que Cuco murió cuando yo aún cruzaba los primeros años de la educación superior. También soy consciente de que a papá lo enterramos hace tres años y que mamá se reunió con él sólo un mes más tarde. Pero eso no me importa o incomoda de alguna manera. No sé si me hablan desde el más allá o si lo hacen desde una dimensión alterna, otro tiempo o… yo qué sé. El caso es que la vida me ha regalado la oportunidad de volver a escuchar las voces de mis padres y el ladrido de mi perro.

No sé por cuánto tiempo más me seguirán hablando todos los días, pero espero que sea por siempre, aunque mamá me regañe y a papá apenas le preste la bocina para hablar conmigo.

Como sea, he seguido sus consejos y ya hablé con Karla. De hecho hemos vuelto a salir al cine y al teatro, tanto como pareja como con nuestros hijos. Incluso creo que la empiezo a ver como cuando sólo éramos dos locos que querían permanecer juntos por siempre. La verdad no me puedo imaginar la vida sin ella y nuestros “diablillos”.

Hace dos días Karla me preguntó por qué decidí buscarla de nuevo y yo no sabía qué decir, pero no quise inventarle nada y opté por contarle la verdad. Le dije que mamá me había convencido.

–Ya sabes lo difícil que siempre me ha sido decirle que no a ella –contesté.

Karla me miró con ojos incrédulos, pero al final me sonrió complacida.

–Recuérdame entonces comprarle un gran ramo de flores, la próxima vez que vayamos a visitarla al cementerio –dijo y me regaló un beso.

Aún seguimos separados, pero no creo que esto dure por mucho tiempo. Lo cual me da gusto aunque no deja de confundirme un poco. Por un lado quiero estar con mi familia, pero tal vez eso implique que las llamadas de mamá y papá terminen tan repentinamente como empezaron. En fin, de ser así no significa que tenga que dejar de hablar con ellos, aunque ahora sean mis padres los que guarden silencio y se limiten a escuchar mi voz.

La canción

Llevo más de treinta y cinco años en este negocio, y aún recuerdo con qué nerviosismo la banda y yo nos presentamos a nuestra primera audiencia; diez o doce personas, contando a las dos meseras y al cantinero, en aquel pequeño bar del barrio. Éramos cinco jóvenes que no contábamos con la edad suficiente para votar, o entrar como clientes a ese mismo lugar, pero teníamos más ganas de tocar nuestra música que talento para interpretarla.

Con un repertorio de no más de siete canciones, compartimos el escenario con otros tres grupos más experimentados, pero con rostros cansados, quienes preguntaban cuánto se les iba a pagar antes que cuántas, o qué canciones habrían de querer escuchar esa noche. Ellos sólo se nos quedaban viendo y cuchicheaban acerca de lo ilusos, ingenuos o estúpidos que éramos y lo pronto que caeríamos por esa misma ilusión, ingenuidad o estupidez.

            Recuerdo que fuimos los primeros de esa noche. Cinco soñadores, cada uno a cargo de su propio instrumento, alquilado o prestado; Nacho en la batería, Chema en la guitarra, Rafa en el bajo, Xavi en el teclado y yo en la voz. Todos juntos éramos los “Rayos U-V”. Por que no se ven pero como fastidian, solíamos decir en tono de broma.

También recuerdo la primera canción; era simple, corta, pero nuestra. Todos tuvimos un poco que ver con ella, aunque la paternidad de la letra era absolutamente mía. Era y sigue siendo una historia común; una chica, un chico, un auto, un amor y una despedida. En fin, el tipo de historia que un chico de diez y seis años escribiría. Recuerdo que esa noche nos salió perfecta, lástima que a nadie le importó. Los clientes del bar ni siquiera nos voltearon a ver, pero aún así les agradecimos su atención y apoyo.

            Pasaron los años y nos seguimos presentando en pequeños locales, así como tocamos las puertas de algunas disqueras (igualmente pequeñas) con la esperanza de que alguien nos diera una oportunidad y escuchara lo que teníamos que ofrecerles. Habíamos grabado una cinta con treinta canciones, todas nuestras. Pero sistemáticamente las disqueras echaban nuestro trabajo a la basura, sin oír más que la melodía de la primera.

Entonces decidimos reducir el contenido y presentar sólo un demo o maqueta con dos o tres canciones, las que considerábamos mejores, entre ellas aquella primera canción. Hasta que un buen día un productor nos prestó atención, decidió arriesgarse con nosotros y accedió a escuchar un poco más de nuestro repertorio, con la oferta de grabarnos un disco si es que le gustaba lo demás. Por suerte así fue y en la primavera de nuestro quinto año como agrupación, nerviosos como aquella primera noche, los cinco muchachos que ya teníamos la edad suficiente para votar (y otras cosas), nos presentamos nerviosos a aquel pequeño estudio de grabación para hacer realidad nuestro sueño; el primer disco, ya no como “Rayos U-V”, sino, simplemente como “U-V”, porque decían que era más comercial y menos rebuscado.

            Al principio nadie notó nuestra presencia en el mercado musical. Pero poco a poco empezamos a sonar en las estaciones de radio, primero en las locales y luego a nivel nacional, con aquella primera canción. El disco se empezó a vender muy bien, y al mismo tiempo que preparábamos nuestros primeros conciertos formales como teloneros de otras bandas más importantes, preparábamos las canciones que habrían de venir en nuestra segunda producción. Aún teníamos más ganas que talento, pero sabíamos que llegaríamos muy lejos.

            El segundo disco resultó más exitoso que el primero, pero el triunfo no vino sólo, pues llegó acompañado de más responsabilidades, un poco más de dinero, nuestros primeros conciertos como titulares, más tentaciones, ausencias de casa y alejamiento de la familia. Pero seguíamos persiguiendo nuestro sueño, queríamos dar a conocer a la mayor cantidad de personas nuestras canciones, y si para hacer eso era necesario no dormir por varios días, eso habríamos de hacer.

Pese a la naciente fama, seguíamos siendo simples, auténticos y agradecidos. En todas nuestras presentaciones tocábamos esa canción que nos había abierto las puertas a todo eso, aunque ya no se oía tan inocente como entonces, pero seguía siendo sencilla y nuestra.

            No todo fue miel sobre hojuelas, poco a poco a la prensa especializada ya no le parecía tan interesante hablar de nuestra música, sino de nuestra vida privada; estaban más curiosos de saber qué preferencias sexuales teníamos, o si consumíamos drogas, o si teníamos conflictos familiares (o entre nosotros), y otras cosas semejantes, antes que hablar de nuestro trabajo. No nos preguntaban cómo nos conocimos, cuándo decidimos formar la banda, o el por qué del nombre, es más, quizás ni siquiera sabían cómo nos llamábamos. Eso sí, nos preguntaban qué opinábamos de tal o cual persona o dicho, o de tal grupo o medio de comunicación. Pero eso no nos importaba entonces, aunque luego nos resultaría demasiado molesto. Pero en ese momento estábamos dispuestos a saborear las mieles del éxito, auque éstas estuvieran acompañadas de un veneno lento que no supimos, o pudimos distinguir oportunamente, hasta que nos consumió de lleno, y nos volvimos parte de lo mismo que criticábamos en un inicio.

            El tercer disco se vendió tan bien como el segundo y fue nuestro trampolín a la internacionalización. Nosotros, que no conocíamos ni siquiera todo el país, nos topamos con la noticia de que nuestras canciones y un disco recopilatorio de los primeros dos, ya se escuchaban con mucha energía del otro lado del mundo. Se empezaba a hablar de una posible gira en el extranjero. Era como un sueño hecho realidad, que poco a poco se volvió otra cosa, cuando no nos dimos cuenta de que ya no preguntábamos cuántas o qué canciones querían escuchar, sino cuánto habrían de pagar por vernos y escucharnos en directo.

Nos volvimos soberbios y llegamos a pensar que el éxito y aceptación del público era algo que nos merecíamos de antemano, y no como una conquista diaria. Ya no sentíamos que tuviéramos que convencer a nadie. Pensábamos que teníamos al público en nuestros bolsillos, cuando lo único que teníamos eran sus billetes… en fin, quizás creíamos que eran lo mismo. Ya no nos preocupábamos por la música o letra de nuestras canciones, pensábamos que bastaba con que los fanáticos supieran que habíamos sacado un nuevo álbum, para que salieran como locos a las tiendas para apoderarse de una de las copias. Nos embriagamos de éxito, alcohol, tabaco, soberbia y otras drogas.

            Las presentaciones personales y conciertos eran un fiasco. Ya no nos preocupaba sonar o cantar bien. Incluso llegamos a subir a los escenarios tan borrachos que los conciertos duraban sólo unos minutos, o tan drogados que después de tres horas ya no sabíamos ni lo que estábamos haciendo ahí.

Ni hablar de aquella primera canción, eso era algo del pasado, cuando no éramos nadie y queríamos serlo. Pero en ese momento éramos algo que parecía querer desaparecer por completo, tal como había nacido; poco a poco.

            Rafa fue el primero en dejar la agrupación. Una noche, después de una presentación y por culpa de los excesos, conoció a la muerte al impactar su vehículo contra otro que estaba estacionado. Fue un duro golpe para todos, pero no demasiado contundente como para hacernos entrar en razón, ya que el mismo día que enterramos a nuestro bajista, los cuatro restantes nos emborrachamos hasta ya no poder recordar nuestros nombres, o la razón por la que habíamos empezado a beber ese día. Pero lo peor fue que para la mañana siguiente, la disquera ya tenía una lista de prospectos a ocupar el lugar de “Rafita”. Ese día nos dimos cuenta que no éramos indispensables.

            El siguiente disco no tuvo tan buena recepción como los anteriores y como era de suponerse empezaron las críticas más devastadoras. Al principio desde afuera; medios especializados y otras bandas. Después al interior del grupo y la disquera. Todos responsabilizábamos a los otros y no éramos capaces de admitir nuestros propios errores, por lo que seguimos repitiéndolos hasta llegar al quinto disco. Éste era tan malo que ni siquiera la disquera confió en recuperar su inversión si lo sacaba al mercado, y prefirió dejarlo embodegado hasta que no tuviera más remedio que darlo a conocer.

            Por su puesto que culpamos a la disquera del fracaso (por no respaldarnos), al productor (por no grabarnos bien), a la familia (por no brindarnos el apoyo suficiente y demandarnos más tiempo del que podíamos ofrecerles), a los fans (por no comprar más nuestros discos), a los medios de comunicación (por no sacarnos en sus espacios), y hasta a Rafa (por morir de una manera tan absurda).

Poco a poco todos estos elementos fueron desapareciendo; primero el productor y la disquera, después los medios de comunicación, seguidos por los fans, y al final la familia. Nosotros que lo teníamos todo, y a todos los amigos que el dinero podía comprar, tan pronto se fue el capital, las casas, los coches, el alcohol, el tabaco, las drogas, las mujeres y los amigos se fueron con él. Lo habíamos perdido todo tan vertiginosamente como había llegado.

La banda se disolvió meses más tarde, así como llegó a la cima; poco a poco. No hubo conciertos de despedida, ni un disco compilatorio de nuestros grandes éxitos, nada. Tal y como pasó en aquella primera presentación nos fuimos sin que nadie lo notara, ni pusiera una objeción al respecto. Ya no éramos esos cinco soñadores que querían tocar las estrellas con sus canciones, sino cuatro patanes y un colado, que estábamos tan ensimismados que nos importaba muy poco o nada lo que le pudiera pasar al otro, sobretodo al quinto miembro no invitado.

Yo seguí cantando como solista y conseguí un representante con lo poco que me quedaba. Ahora era más fácil contratarme, no era lo mismo pagarle una moneda a cada miembro de la banda que darle dos a la voz y casi nada a los músicos que lo acompañaban. Me sentía libre de componer las canciones que me diera la gana, y de la manera en como quisiera, pero solo. Paulatinamente me fui volviendo “monocromático”, de hecho así fue como llamé al primer disco en solitario. No fue un éxito, pero tampoco un fracaso como los últimos dos que había sacado con la banda. Yo ya no quería saber nada de ellos, y cada vez que alguien me preguntaba por el grupo, daba por terminada la entrevista y me retiraba del plató.

Por terceros, sabía que Chema tenía un bar y se había divorciado otra vez. Nacho era productor en una de las disqueras que nos habían cerrado las puertas quince años atrás, y vivía felizmente casado con Laura (su novia de toda la vida). De Xavi no sabía nada hasta que una mañana, antes de alistarme para salir a dar una entrevista a un programa matutino de televisión (por motivo de mi cuarto disco en solitario), me enteré por medio de la misma televisora que habían encontrado a Xavi en un miserable cuarto de hotel, muerto por una sobredosis de drogas, mezcladas con alcohol y algo de soledad. Inmediatamente le hablé a mi representante para que cancelara la entrevista, y sin darle la más mínima oportunidad de contradecirme, colgué y me fui al lugar del sepelio.

En la funeraria ya estaba Chema con Patty (su nueva esposa) y Nacho, en compañía de Laura y sus dos hijos, acompañados por sus respectivas parejas. ¡Cómo pasa el tiempo! Tan pronto me vieron, ellos se acercaron a darme un abrazo y llorar conmigo. De esos cinco muchachos soñadores ya sólo quedábamos tres hombres maduros que cargábamos con la memoria de dos amigos muertos.

–Cómo es la vida ¿no? –comentó Chema con la voz entrecortada.

–Parece que sólo podemos estar en paz en los sepelios –remató mordazmente Nacho, quien siempre fue el más centrado de los cinco.

–Dejemos esto para otra ocasión, que hoy estamos aquí por Xavi –agregué y les volví a dar un fuerte abrazo.

Después de enterrar a nuestro amigo, nos reunimos los tres en la casa de Nacho. Ahí, entre pláticas regresaron algunas anécdotas de los momentos que compartimos juntos los cinco originales. Las cosas malas, las buenas, las canciones y aquella primera que nos abriera las puertas.

–Aún me la siguen pidiendo en los conciertos –comenté.

–Por cierto, ¿ya habrá salido a la venta nuestro quinto disco o seguirá congelado por ahí en la bodega de la antigua disquera? Porque yo no lo he visto por ninguna parte, ni siquiera pirata o en la Internet –dijo Chema y todos nos soltamos a reír.

En fin, volvimos a ser amigos (aún más que antes) y al final de la velada brindamos por los dos “U-V” que se nos habían adelantado. De repente una pregunta (de Laura) nos movió el piso y corazón a todos;

–¿Por qué no se reúnen otra vez?

–Sería bueno… digo, antes de que muera otro y los U-V termine siendo sólo un dueto; U y V –dije muy serio, pero después de un largo silencio nos soltamos a reír todos.

Unas cuantas semanas después, Chema fue a buscarme al terminar una de mis presentaciones. Me dio mucho gusto volver a verlo, ahora bajo mejores circunstancias. Nos tomamos una copa (sólo una) en un pequeño restaurante que había por ahí, y como no queriendo la cosa preguntó si iba en serio la posibilidad de reunirnos otra vez, o sólo lo había dicho para salir del aprieto airosamente.

Mi respuesta fue sincera, le confesé que si bien aquella noche no lo decía enserio, si me volvieran a realizar la pregunta respondería de la misma manera, pero ahora sin ningún tono de broma.

–Hablemos con Nacho, si el está dispuesto y también tú, pongámosle fecha al concierto –le dije y sus ojos se iluminaron como aquel día que les avisé que había conseguido unos cuantos minutos en el escenario de aquel pequeño bar del barrio.

            Bastó un mes para que todos se enteraran de nuestro regreso. El boletaje se agotó en minutos y el auditorio donde se habría de dar la presentación, parecía insuficiente para albergar a todos los que querían ir a vernos. Pensábamos toparnos con puros contemporáneos, pero nos llevamos la grata sorpresa de encontrarnos con personas de todas las edades, incluyendo jovencitas y muchachitos que no habían nacido cuando el grupo se había separado. Todos con nuestros discos (ahora remasterizados) en las manos y gritando nuestros nombres, como si nunca nos hubiéramos ido, o siempre hubiéramos sido parte de sus vidas.

            En fin… todo está listo. Hoy es el gran día y mañana sólo será historia. Estamos tan nerviosos como cuando salimos por primera vez al escenario, algo más viejos, pero igual de ansiosos por darles a conocer a la mayor cantidad posible de personas nuestras canciones, quizás hasta nos animemos a tocar los temas de nuestro quinto y nunca editado disco. Lo que sabemos es que no faltará “la primera canción”, con la que debutamos hace más de treinta años; una historia simple, sobre una chica, un chico, un auto, un amor y una despedida.

Visitantes

Realizo esta transmisión como una advertencia quizás tardía, más que  un grito desesperado de ayuda. Pues ya no hay nada más que se pueda hacer por mí, los míos o nuestro planeta. No sé siquiera si ésta señal tendrá la fuerza suficiente para cumplir su objetivo, y llegar más allá de nuestra solitaria luna, o sólo quedará como un testimonio más, perdido en nuestra malherida atmósfera; como un eco que habrá de seguir contando nuestra última historia mucho tiempo después de que ya no quede nadie vivo para poder escucharla.

Llegaron hace muy poco tiempo, aunque en los hechos pareciera que lo hicieron desde hace muchos años. Nos conocen muy bien, demasiado para nuestra suerte y fatal destino. Llegaron como “amigos”, entre nuestro asombro, incredulidad y temor ante lo desconocido. Por años se había hablado de ellos o de su tipo, quizás desde antes de que nos estableciéramos como cultura.

Tal vez si hubieran llegado en otro momento, cuando nuestros ojos, oídos y demás sentidos estaban alerta, antes de sentirnos la especie dominante de este planeta, tal vez hubiéramos actuado distinto. Quizás no habríamos sido tan confiados e ingenuos. Eso nunca lo sabremos.

Aunque tal vez siempre han estado entre nosotros, aguardando el momento idóneo para hacerse presentes, o quizás en la oscuridad de nuestra ignorancia. Porque pareciera que desde siempre han estado enhebrando una red de engaños que no nos hiciera sospechar nada, y entonces hacer lo que hemos estado haciendo desde que se presentaron ante nosotros; entregarles el planeta, los recursos y nuestras vidas, gramo por gramo, litro por litro y una por una.

            Llegaron el último día del año viejo, como si hubieran querido estar seguros de que su arribo no fuera a pasar desapercibido. Sin hacer ningún ruido, el mundo se despertó con la noticia de que todas sus capitales y áreas urbanas estaban siendo sobrevoladas por enormes estructuras ajenas a nuestro planeta. Eran unos gigantescos andamios metálicos tubulares e interconectados, como un modelo atómico, que emitían una vibración casi imperceptible pero constante, a través de unas pequeñas varillas, como antenas que le sobresalían a los lados. El zumbido que estas vibraciones producían no era molesto, ni parecía afectar a algún ser vivo, pero todos los sistemas de comunicación quedaron bloqueados.

Sin excepción, todas las naciones del mundo se pusieron en guardia, principalmente las potencias económicas y militares, pero se toparon con la novedad de que sus sistemas de defensa y ataque estaban inutilizados. Nuestras más poderosas armas eran tan eficaces como lanzar al cielo una maldición, o escupir para apagar un incendio. Estábamos indefensos e inmersos en la incertidumbre y el caos.

Los disturbios sociales no se hicieron esperar. Rápidamente las principales capitales mundiales se vieron consumidas por el fuego provocado por motines callejeros, vandalismo y terror de nuestros propios ciudadanos. Hubo suicidios en masa, y la economía se desplomó como nunca antes había ocurrido.

Todos teníamos miedo y cada hora que pasaba nos desmoronábamos más, hasta que una señal del cielo estremeció al planeta entero con un primer mensaje de los invasores:

–No tengan miedo… venimos en paz.

El mensaje cimbraba los cielos del mundo en todos los idiomas y dialectos. Era evidente que nos conocían muy bien, aunque nosotros no a ellos, por lo que no teníamos ni idea de qué podríamos esperar de ese primer encuentro.

            Sobra decir que nadie pudo celebrar el año nuevo, ni dormir nada esa noche, o las que le siguieron. Yo estaba temeroso, pero al mismo tiempo emocionado. Me sudaban las manos y en la espina dorsal podía sentir cómo una ligera corriente eléctrica recorría todo mi cuerpo.

Yo trabajaba en una pequeña radiodifusora local como asistente de cabina, por lo que si había algo que supiera hacer muy bien, era estar atento a cualquier dificultad y guardar silencio en el proceso. En la mirada de todos se podía ver el miedo, incertidumbre y curiosidad, tal vez ésta última en menor grado que las dos primeras. La gente quería saber cada vez más de los invasores, sin que nosotros pudiéramos satisfacer sus exigencias, por lo que nos limitábamos a repetir una y otra vez la información existente.

Nuestra capacidad informativa había sido rebasada por mucho. Tampoco el gobierno nos aportaba nada nuevo. Ellos se limitaban a decir que estaban a la espera “de lo que pudiera pasar”, y nos pedían que invitáramos a la gente a mantener la calma y no salir de sus domicilios, al menos que fuera indispensable hacerlo. Al igual que nosotros, ellos no sabían nada, ni siquiera para poder especular acerca de un posible encubrimiento. También esto los había rebasado a ellos y encubrirlo sería querer tapar el sol con un dedo, o apagarlo de un soplido. 

            El primer contacto físico con estos seres sucedió ese mismo día, a la misma hora en que el día anterior habían transmitido su mensaje al mundo. De las enormes estructuras suspendidas en el cielo, bajaron unas esferas metálicas que se posaron suavemente en el suelo. Todos en la estación salimos a ser testigos de dicho acontecimiento, dando por hecho que esto estaría pasando en todo el mundo, y suponiendo que casi nadie estaría en casa escuchando la radio, sino presentes en el evento, o viendo la televisión. Era un argumento muy poco profesional, pero al menos era nuestra única excusa para dejar de transmitir en ese momento.

Del interior de cada una de las esferas salieron dos seres altos, con dos piernas e igual número de brazos, ataviados con trajes metálicos y cascos, que nos impedían verles los rostros. No parecían estar armados y sus movimientos eran muy sutiles, como si no quisieran asustarnos más de la cuenta. Así, paso a paso, se fueron acercando a la muchedumbre que rodeábamos el evento, hasta que se despojaron de sus cascos.

Todos los presentes estábamos atentos a la gran revelación que estaba por suceder. Por primera vez íbamos a ver el rostro de un ser venido de otro planeta y en vivo, sin edición, censura o algún tipo de encubrimiento gubernamental. El silencio era general y sólo el sonido de nuestra respiración y corazones se podía percibir en el ambiente. Entonces sucedió, en medio de una muchedumbre enmudecida.

Sus rostros eran simples, aunque no sabría cómo describirlos. Nos causaban cierta repulsión, pese a que no eran del todo desagradables. Eran enigmáticos, de piel lampiña y ojos pequeños, eran seres de otro planeta pero eran como nosotros, quizás demasiado.

Se reunieron con los líderes del mundo en la primera cumbre con puertas abiertas, por exigencia de los ya no llamados “invasores”, sino “visitantes”. Decían que no tenían nada que esconder y querían que el planeta entero fuera testigo de su mensaje de “buena fe”. Dijeron ser originarios de un sistema planetario muy viejo y en decadencia. Su planeta nativo estaba condenado a morir por causa de la estrella que por tanto tiempo les había dado calor, luz, vida y sustento. Por lo que se vieron obligados a buscar nuevos lugares dónde habitar. Pero eso era historia vieja para ellos, por lo que ya no podían decir que eran de un mundo en específico, sino de muchos. Por lo que después de establecerse en diferentes y lejanas galaxias, consideraron que era necesario ir en búsqueda de nuevas formas de vida.

–El Universo es tan vasto y diverso, que la única manera de no sentirnos solos y perdidos en su inmensa oscuridad, es buscar a otros como nosotros. Extenderles nuestra mano y caminar juntos hacia la luz del conocimiento y la verdadera comprensión –dijeron antes de ser vitoreados por todos los presentes, quienes nos pusimos de pie para aplaudirles por un buen rato.

Como todo fenómeno social, desde un inicio empezaron a surgir simpatizantes, retractores e indecisos como yo. Su discurso era atrayente y los resultados de su presencia en nuestro planeta provocaron que cada vez fueran más sus seguidores que aquellos que no terminaban por creerles del todo, hasta que de éstos no quedó ninguno. Mas no fue con métodos represivos cómo acabaron con la disidencia, esto tal vez la habría fortalecido, sino a través de hechos fehacientes, promesas cumplidas y la nula posibilidad de probar algún dicho en su contra.

Nos prometieron la cura para todas las enfermedades conocidas hasta entonces y cumplieron. Desintoxicaron el aire, suelo, mantos acuíferos, ríos, lagunas y mares. Era como haber vivido en penumbras y de repente, tener de frente un nuevo amanecer, uno más claro y próspero, un paraíso. Nos entregaron todo, mas no nos estaban pidiendo nada a cambio. Debimos de haber sospechado en ese momento. ¿Quién da todo por nada? Pero no lo hicimos y ahora ya es demasiado tarde.

Estábamos tan distraídos en el recuento de sus bendiciones, que no nos fijamos en la red venenosa que habían estado tejiendo a nuestro alrededor. El mundo estaba en paz y el planeta más sano que nunca, hasta que se cumplió el primer aniversario de su arribo. La gente empezó a enfermar y morir como nunca antes en la historia. Ni todas las guerras, pandemias, ni desastres naturales juntos habían cobrado tantas vidas en tan poco tiempo.

Como fieles devotos a un Dios que nos había dado todo, acudimos a los visitantes para que nos sacaran también de este atolladero, pero ellos nos cerraron las puertas, abordaron sus esferas y volvieron a las estructuras que seguían suspendidas sobre las ciudades. No entendíamos qué pasaba. No sabíamos qué habíamos hecho para enojarlos tanto, y nos abandonaran cuando más los necesitábamos. Hasta que por fin nos dimos cuenta de que no nos iban a salvar esta vez, porque ellos habían sido los que planearon nuestra caída desde un inicio.

La primera prueba que cuestionaba la “buena fe” de los visitantes era que aquellos que habían recibido las curas “milagrosas”, fueron los primeros en morir. Uno a uno, cada persona que fue atendida por la medicina alienígena, pereció casi al año de su tratamiento. No nos curaron, sino enfermaron con un virus que anulaba toda la sintomatología de los demás padecimientos, sólo para desencadenarse violenta y fulminantemente al año de su inoculación. Parecía algo tan absurdo y paranoico que muchos nos negamos a creerlo. ¿Por qué habrían de hacer algo así? ¿Si tenían la capacidad de matarnos a todos, por qué esperar todo un año para hacerlo? ¿Por qué se tomaron tantas molestias en recorrer la enorme distancia que había entre su planeta y el nuestro, sólo para conocernos y matarnos? ¿Qué ganaban ellos con nuestra muerte? Las preguntas nos confundían y la imposibilidad de responderlas nos oprimía el alma, y nos dejaba algo más que un simple dolor de cabeza. Mas no tardamos mucho tiempo en darles respuestas, y éstas fueron tan desgarradoras y repentinas como la enfermedad misma que nos habían dejado.

Nosotros nunca les importamos ni un poco. Lo que en realidad buscaban no era otra cultura hermana con la cual caminar “hacia la luz”, sino un planeta al cual saquear impunemente como un ladrón meticuloso, que entra a tu casa y repara todo aquello que esté roto, se gana tu confianza para luego envenenarte lentamente y, mientras aún agonizas, llevarse el objeto más preciado que tenga a su alcance, en nuestro caso; el agua.

La segunda prueba fue la última. De un día para otro el mar se convirtió en una gigantesca fosa común, dónde todas las criaturas que en él habitaban: desde las más pequeñas hasta los gigantes más colosales, yacían muertas o agónicas sobre la arena y rocas desnudas del fondo. Lo mismo ocurrió con los ríos, lagos, lagunas, pozos, glaciares… en fin. No quedaba ni una sola gota de agua en el planeta.

Quizás sobra decir que ese mismo día los saqueadores también se fueron, dejándonos moribundos y secos. ¿A dónde? Quién sabe, tal vez a su propio mundo para descargar el resultado de su pillaje e iniciar los preparativos para su siguiente cosecha. Tal vez ni siquiera tengan un mundo propio al cual regresar, y simplemente se fueron a otro planeta tan rico en vida como lo fuera éste, sólo para dejarlo seco, muerto y a la deriva. 

Eso es todo, simple y llanamente. De seguro en mi mundo no quedará nadie con vida para el día de mañana y quizás esa sea la buena noticia. La mala es que ellos siguen allá afuera.

No sé si esta transmisión vaya a servir de algo. Ignoro si será capaz de ir más allá de la capa atmosférica que herida de muerte nos rodea. Desconozco si ésta habrá de llegar a tiempo a tu mundo o si arribará demasiado tarde. Si es esto segundo no me queda más que desearte una muerte rápida. Si es lo primero te pido que mantengas los ojos abiertos. No te fíes de nada que venga de afuera, ni siquiera de mi transmisión. Pueden parecer tus amigos, pero no lo son. No te dejes engañar por sus palabras o promesas. Que no te confunda su fragilidad física o su andar pausado. No les creas cuando hablen de o en nombre de Dios. No sé de dónde vengan, en qué crean, ni quiénes son realmente, sólo sé que son mortalmente peligrosos y entre ellos mismos se hacen llamar: “humanos”.

A tiempo

Todos en la central ferrocarrilera la conocemos como Santi, es toda una leyenda e ícono de nuestra corporación. Cuando se trataba de llegar de una estación a otra en el menor tiempo posible, y sin poner en riesgo la integridad de los pasajeros, personal abordo o carga, sabíamos que podíamos contar con ella para hacer el trabajo. Nunca existió un pretexto de su parte para no cumplir con el deber, era puntual y siempre estaba lista para recorrer la distancia que fuera necesaria para completar el itinerario. Sin importar cuanto frío, calor, lluvia o neblina hubiera, siempre llegaba a tiempo.

Hasta antes de llegar a trabajar a esta compañía, no creo haber visto nada parecido a ella, y tampoco creo que algún día llegue a ver otra locomotora que se le equipare en algún aspecto. Por eso, cuando veo cómo el sol rojizo de la tarde se refleja en su lámina, siento una gran nostalgia y pena por saber que nunca más recorrerá de nuevo estas vías, sobre las colinas, a través de las montañas o dándoles la vuelta. Nunca más volverá a ver un nuevo amanecer estando a toda marcha, o evaporará la lluvia con el calor de su maquinaria. Ahora Santi descansa fuera de las vías pero a la vista de todos nosotros, quienes le seguimos dando los cuidados y mantenimiento que se merece una “Dama” como ella.

Cuando entré a trabajar como maquinista a este lugar, Santi ya era la locomotora más respetada de todas. Al principio, cuando escuchaba a los demás hablar de sus hazañas, yo pensaba que se referían a un maquinista más, posiblemente una conductora; ya que no dejaban de mencionar lo maravillosa que era y hermosa que lucía bajo los rayos del sol. Tendría que ser una Dama muy especial; toda una experta en el manejo de trenes (lo suficientemente hábil como para haberse ganado el respeto y admiración de todos los compañeros), además de toda una beldad. Cuando por fin la conocí, me llevé un buen chasco, pues no creí que sería a una máquina, pero una vez que la vi en acción comprendí la veneración que todos ahí sentían por ella.

Según mi patrón, nadie sabe de dónde vino o quién la fabricó. Asegura que cuando se terminaron de colocar las vías, y su abuelo estaba apunto de inaugurar la primera generación de trenes de la compañía, Santi apareció como si nada, en el área de carga de la empresa. No tenía registro ni nada que les pudiera decir de dónde era o quién se las había enviado. Se le preguntó a todas las dependencias conocidas, pero ninguna supo dar razón de esa misteriosa locomotora. Al final su abuelo la tomo como suya, y como la encontraron el día de la Santa patrona del pueblo, la llamaron “Santa Inés Misericordiosa”, pero como el nombre era un poco largo en su placa de registro, sólo aparece como “Santa-I”, que con el paso del tiempo se fue derivando hasta llegar a “Santi”.

Con su lámina verde botella, remaches dorados, chimenea pulida y brillantemente cromada como la plata, que alumbraba como un faro cada vez que la luz del sol la bañaba, Santi se volvió la locomotora más solicitada por todos los operadores. Todos queríamos manejarla al menos una vez en la vida. Para evitar un conflicto interno se llegó al acuerdo de turnarnos su manejo, de esa manera Santi se convirtió en la locomotora de todos, y se volvió nuestra responsabilidad colectiva, aunque la compañía nos tuviera asignada cualquier otra unidad.

Me han contado que siempre existió la tentación de unificar la apariencia de las demás locomotoras, pero cada vez que se intentaba igualar el aspecto de Santi, sin importar cuánto dinero se invirtiera, se fracasaba. No es que no quedaran bien, pues todas lucían preciosas, simplemente no quedaban como la original. Su fabricante debió haber tenido un talento especial e inigualable. Sin duda debió ser todo un artista. Santi es una pieza única, mas no sólo en su exterior sino también en eficiencia y comodidad. A bordo de ella no se sentían las vías sobre las que se desplazaba la máquina, como si ella flotara o volara por encima, y no sobre éstas. Cuando nos tocaba llevar pasajeros, al terminar el recorrido ellos salían encantados, hablando maravillas del camino, la unidad y el conductor.

Sin importar a dónde se fuera, cuántas horas se hicieran, o quién condujera la máquina, Santi siempre llegaba a tiempo, sin prisas o esfuerzo, e independientemente de cuál pudiera ser la carga o cantidad de carros que se tuviera que remolcar. Conducirla era un lujo y no un trabajo. Era como pasear al lomo de un ser volador, pero en tierra firme. Se podía escuchar el corazón de Santi en la caldera, sus palpitaciones en la máquina y su voz a través del silbato. Por momento pareciera como si disfrutara el poder recorrer los caminos sin prisas, pero a toda máquina.

En una ocasión, y ante la fama de Santi, una compañía rival retó a la nuestra a una competencia. Sin carga ni pasajeros, las mejores locomotoras de cada corporación se enfrentarían en una carrera. Las dos partirían del mismo lugar y en vías paralelas, hasta un punto donde los caminos se cruzaran y sólo hubiera espacio para una sola máquina. Después tendrían que atravesar un largo túnel y llegar a la estación. La primera que lo hiciera ganaba la apuesta, además de la reputación de ser la mejor, y su compañía obtenía el derecho de anunciarse como la más eficiente de la región, sin que la otra pudiera decir lo contrario.

El jefe no quería que se participara, decía que podía ser peligroso, además de innecesario.

–Nuestros pasajeros y clientes saben que somos los mejores, no entiendo por qué habría que demostrárselo a la competencia, y meno si se pudiera estar arriesgando la vida de uno de ustedes, o la integridad de mi mejor máquina –dijo y nos pidió no volver a hablar del asunto.

Nosotros cumplimos, pero la otra empresa no, y empezó a hacer uso de nuestra negativa para competir, en nuestra contra. Entendiendo la decisión como una rendición anticipada de nuestra parte. Con semejante publicidad sólo los clientes más antiguos se quedaron con nosotros. Pero por desgracia ellos no eran los más, y el dinero comenzó a escasear, por lo que el jefe se vio obligado a cambiar de opinión y aceptó el reto de la competencia.

Todos estábamos muy nerviosos y emocionados, hasta el jefe (a pesar de seguir un poco renuente). De entre nosotros se escogió al conductor más experimentado, y él eligió a su equipo de trabajo. Quisiera decir que estuve involucrado estrechamente con ellos, mas no fue así. Recuerdo que hasta me mordí los labios para no rogarles que incluyeran mi nombre el la lista, pero sabía que había personas más experimentadas que yo, y que este reto significaba mucho más para todos nosotros que cualquier ambición personal. Por lo que les manifesté mi apoyo y prometí echarles “porras” durante todo el recorrido. 

El día de la competencia el sol brillaba y Santi lucía imponente bajo sus rayos. La máquina de la empresa contraria era mucho más moderna y aerodinámica, por lo que sus empleados no desaprovecharon la oportunidad de echarnos en cara la antigüedad de la nuestra.

–Será como enfrentar a un atleta olímpico en su mejor momento, contra el mentor de su tatarabuelo en su peor día –decían mientras nos señalaban con el dedo.

Entre risas burlonas, ellos agregaban que no teníamos ninguna oportunidad contra su locomotora. Pero nosotros no rogábamos por una, sabíamos que ganaríamos. Ellos habían sido los que lanzaron el reto, por nuestra parte sólo debíamos ser lo que de hecho ya éramos; los mejores.

La carrera empezó y para sorpresa de la empresa rival, Santi en ningún momento quedó atrás de la locomotora moderna. Nariz con nariz, las dos máquinas lucían como verdaderas fuerzas de la naturaleza, destacando por su puesto la imponente Santi y su faro solar. De repente, la otra máquina aceleró aún más y tomó el cruce de vías antes que Santi. Incluso nuestro conductor tuvo que reducir la velocidad, casi al punto de detenerse por completo, para no impactarse contra la otra locomotora.

Los de la empresa rival estaban felices y fanfarroneaban, sólo era cuestión de tiempo para que atravesaran el túnel y llegaran primero a la estación. Ya no teníamos esperanza. Por primera vez Santi no iba a llegar a tiempo a su destino y nuestra situación económica, sin lugar a dudas empeoraría antes que mejorar. Los clientes ahora tendrían un pretexto ideal para no buscar nuestros servicios. Era muy posible que estuviéramos recibiendo un golpe del que no podríamos levantarnos en años.

Cuando la locomotora rival entró al túnel, mi jefe tenía el rostro desencajado. Era demasiado recio para mostrarnos alguna debilidad, o cualquier otra emoción que no fuera seguridad y temple, pero por un instante me pareció ver cómo le resbalaba una solitaria lágrima de impotencia. Apagó el monitor a través del cual seguíamos el recorrido, tragó saliva y nos pidió que lo acompañáramos afuera a recibir al ganador.

–No se los pido como su jefe, ni los veo ahora como empleados, sino como compañeros. Permanezcan a mi lado, recibamos al ganador, reconozcamos su triunfo y hagamos extensivo el mismo respeto a Santi y a nuestros compañeros, pues dieron lo mejor de sí –nos dijo de frente y lleno de orgullo.

Afuera alguien gritó:

–¡Ya salieron del túnel!

Entonces todas nuestras miradas se fijaron hacia el mismo punto. A simple vista no se podía distinguir más que una estela de humo blanco, gris y polvo. Hasta que un brillo característico golpeó de lleno en mis ojos y grité:

–¡Es Santi! ¡La que viene a la cabeza es Santi!

Nadie lo podía creer. ¿Cómo era posible que en un túnel de una sola vía, la locomotora que entró primero ahora estuviera detrás de la otra? Pero no había duda, conforme se fueron acercando el verde botella de Santi, sus vivos dorados y reluciente chimenea, resultaron más inconfundibles que nunca. Nuestra fábrica de nubes había ganado la competencia.

Hasta la fecha nadie sabe qué fue lo que pasó. Ni siquiera el conductor y su equipo nos han sabido dar razones de lo ocurrido ese día. Dicen que en algún momento dentro del túnel, dejaron de ver la estela de la locomotora rival y pensaron que ésta había vuelto a acelerar, y ya estaban tan adelante que no podían ver ni su humo. Hasta que salieron y se percataron de que ellos eran los que habían dejado muy atrás a la competencia.

Las vías y el túnel fueron revisados minuciosamente por ambas compañías y terceros, sin que se encontrara nada anómalo. Tampoco pudieron dar con algo irregular en la maquinaria de ambas locomotoras. “Era un misterio”, decían unos, mientras otros alegaban que era una “aberración espacio-temporal”. Para el jefe era un “milagro”, para nosotros era lo habitual con Santi, que no podía renunciar a llegar a tiempo, ni siquiera por una vez.   

Pasaron diez años más de viajes, montañas, túneles y vías, antes de que la nueva ley, que prohibía a las locomotoras de más de quince años seguir circulando, nos obligara a sacarla de los rieles. Santi estaba fuera de las vías y del itinerario, mas no de nuestras vidas, de ahí era imposible sacarla.

Todos los días la atendemos como si fuéramos a partir con ella en cualquier momento, y quizás algún día de éstos lo hagamos. Mientras tanto Santi sigue brillando bajo los rayos del sol, o la luna, manteniendo su caldera tibia al tacto. Como si sólo esperara pacientemente la hora de salir, quizás para hacer un último viaje, recorrer las colinas e iluminar los oscuros túneles con su deslumbrante faro, y como siempre llegar a su destino sin prisas, ni sobresaltos, pero a tiempo. 

Hoja en blanco

Todos los días salgo de la casa y veo aquel viejo árbol con sólo unas cuantas hojas sujetas a las ramas, mientras que el resto descansan a sus pies. Veo a la misma señora que pasea a sus tres diminutos perros, tan ruidosos como si fueran seis, pero que no han de pesar ni dos kilos todos juntos. También está el vecino que barre las hojas de su entrada, al cual siempre saludo sin que hasta la fecha me haya dirigido alguna vez la palabra.

Está también aquel gato vagabundo, que no es de nadie pero que todos alimentan. Se pasea como dueño de la acera e intimida con su presencia a los tres pequeños perritos, quienes salen corriendo despavoridos, provocando la angustia de su dueña, y el enojo del vecino que barre su entrada, en especial cuando los perros pasan y desordenan las hojas que ya tenía apiladas en una esquina. Siempre es lo mismo.

            Todos los días tomo el metro después de hacer una larga fila en la taquilla. Tal vez debería comprar más de un boleto cada vez, pero cuando estoy en frente con la despachadora, invariablemente le pido sólo uno, pago y me voy.

Parece que siempre voy retrasado, porque cuando llego al andén el tren ya se ha ido. Todos los días espero que llegue el otro, mientras veo como se van llenando los espacios vacíos a mi alrededor, hasta que me encuentro rodeado de desconocidos, que después de tanto tiempo ya no deberían serlo del todo.

Siempre está presente la mujer que lleva al colegio a sus tres hijos, todos con el mismo peinado de raya a un lado, la misma mochila casi tan grande como ellos, e idéntico suéter azul marino. Tampoco falta el señor del traje gris, corbata negra y sombrero, como esos que ahora se usan muy poco, pero que eran infaltables cuando yo era pequeño. Él siempre se ve muy malhumorado, como si estuviera peleado con el mundo, o se le debiera algo. Pero aún así no duda en quitarse el sombrero y saludar con una sonrisa amigable, a esa joven de faldita que todos los días se para junto a él y lo saluda cordialmente. Seguramente hoy también le cederá su asiento.

Un poco más al fondo está el grupo de estudiantes de siempre, tan distintos entre sí como para parecer hermanos, pero tan semejantes en su vestimenta y peinado que parecen siameses. Sin olvidar a las jovencitas de calcetas blancas y suéteres verdes, siempre amarrados a sus cintura, que cada día cargan consigo un pliego de papel “bond” y una bolsa transparente, donde se ve que guardan tijeras, lápiz adhesivo, algunos plumones anchos y colores brillantes. En fin, siempre es lo mismo.

            Todos los días salgo del metro y me topo con la misma gente en la monótona calle. Ahí está el señor del periódico que tan pronto me ve pasar, me tiene listo y en la mano el diario de hoy. Hurgo en mi bolsillo y como todos los días encuentro la moneda correcta en el mismo lugar, y la entrego sin pensar ni haber leído el titular de esta mañana. Hoy tampoco creo tener tiempo ni de hojearlo, pero de todas formas lo compro. Todos los días me propongo no volver a hacerlo, pero siempre lo adquiero aunque nunca lo lea.

            Todos los días saludo al viejo de la papelería, aunque ya no recuerdo cuándo fue la última vez que le compré algo. Él me devuelve el saludo con la mano derecha extendida y me sigo de largo. Aquí también hay un hombre que barre su acera, pero él sí devuelve el saludo cuando se le desea un “buen día”. No sé ni cómo se llama y no creo que él sepa quien soy yo, pero han sido tantas las mañanas que lo he visto barriendo su entrada y él a mí cruzar por su puerta, que realmente no sé si sigamos siendo un par de extraños. Aunque lo único que sepa de él es lo que le veo hacer todas las mañanas y él sepa lo mismo de mí. De cualquier forma, no creo que a ninguno de los dos nos interese saber algo más del otro.

Un poco más adelante hay un Jardín de niños, donde los pequeñines entran formaditos y uniformados, con las “loncheras” en la mano, las cantimploras colgándoles del cuello, y cargando unas pequeñas mochilas en sus espaldas. Nunca faltan las lágrimas, tanto de hijas e hijos como de madres y padres. Algunos lloran cuando cruzan el portón de la escuela, otros lo hacen cuando ya se cerró. Todos los días es lo mismo, pero parece que la separación es tan difícil como la primera vez.

            Todos los días tomo el mismo camino y aunque cada vez me propongo tomar uno distinto, no puedo. Quiero hacerlo y de hecho lo hago. A veces cruzo a la acera de enfrente para variar un poco o tomo una calle diferente, pero termino recorriendo lo mismo todos los días. No recuerdo cuándo fue la última vez que tomé unas vacaciones o no salí de la casa. Ni siquiera recuerdo como es ésta por dentro, sólo me veo salir de ella todas las mañanas. No sé qué día es, qué el mes, o qué el año. Siento cómo pasan los días y transcurren las horas, pero tengo la sensación de que no hago más que repetir el mismo día cada vez.

En alguna ocasión intenté llevar un conteo de los días que he estado así, haciendo uso de una vieja libreta que siempre cargo conmigo. La metodología es sencilla; cada día trazaría una pequeña línea en la primera hoja y así. El problema es que recuerdo haber abierto la libreta y trazado una línea el día anterior, pero cada vez que me propongo trazar una más, me topo con la novedad de que la primera hoja siempre está en blanco.

            Esta monotonía me hace pensar en la muerte y todos los días me pregunto cómo será no despertar a la mañana siguiente. Creo entender el concepto, pero no recuerdo cuando fue la última vez que supe del deceso de alguien. Me pregunto si la razón por la que creo haber vivido tantas veces este mismo día es porque será el último. O quizás he estado muerto todo este tiempo. No lo sé, pero el caso es que todos los días salgo de la casa, mas no sé a dónde voy. Día tras día sigo un mismo camino aunque no quiera, ni sepa hacia dónde me lleva. Siempre pienso lo mismo e invariablemente me detengo a media calle y espero la muerte.

Todos los días me paro en el mismo lugar y sin falta, algo o alguien distrae al conductor del camión, el tiempo suficiente para que no pueda esquivarme o detenerse. Todos los días la muerte me encuentra y despoja de todo placer y dolor, pero el día siguiente salgo de la casa como si nada hubiera pasado.

No sé si todo esto sea un sueño o una alucinación. No sé si estoy condenado por alguna fuerza superior a revivir una y otra vez el día de mi muerte, o es que con la esperanza de no volver a vivirlo, todos los días busco cómo morir de una vez por todas.

Quizás hoy sea diferente. Es posible que piense lo mismo que siempre, pero hoy no me detenga a la mitad de la calle, o ni siquiera la cruce. Tal vez hoy no me encuentre con la muerte, o me tope con ella en otro lugar, quizás más tarde.

Aunque puede ser que así sean todos los días.

A lo mejor mañana abra la libreta y vea una pequeña línea trazada en la primera hoja… O tal vez no.

La bestia

-I-

De no ser por la enorme herida que tiene en su costado, y la gran cantidad de sangre salpicada por doquier, yo pensaría que sólo está durmiendo. Entre mis manos temblorosas sostengo el arma aún humeante y su cuerpo tibio e inerte. Mientras en mi cabeza todavía resuena el disparo y mis oídos zumban con un silbido insoportable, casi aturdidor.

Tal vez debería echarle la culpa a las circunstancias que desencadenaron este resultado. Quizás podría culpar al que inventó ésta escopeta, al que la fabricó, al viejo Enrique (que me la vendió hace como veinte años), a Benito (por no haber hecho nada para evitarlo), o quizás a la sociedad que permite que individuos como yo puedan tener un arma. Pero sé muy bien que el único responsable aquí soy yo.

            Nunca había disparado una escopeta, al menos no con una carga letal. De joven cacé conejos con municiones y quizás en más de una ocasión fallé el disparo y terminé disparándole a algo que no quería cazar, o a alguien que terminaba con un tremendo moretón en el área afectada, pero lo suficientemente ileso como para corretearme por todo el bosque en busca de venganza. Ésta era la primera vez que descolgué el arma, la limpié y cargué con la firme idea de acabar con aquello que creía que era una amenaza. De haber sabido antes la consecuencia de esta decisión es posible que hubiera jalado del gatillo de todas maneras, pero con el cañón apuntando a mi cabeza.

-II-

Hace unos cinco o seis meses empezaron a desaparecer mis borregos, pensándolo bien fue hace seis meses exactamente, lo sé porque desaparecía uno cada veintiocho días, más o menos, y la cantidad de animales sustraídos y muertos bajo estas circunstancias sumaban siete. Siempre desaparecían en la noche, pero lo más extraño era que los perros no ladraban para nada. De hecho parecían tan nerviosos y asustados, que ni siquiera se querían acercar al corral a la mañana siguiente.

Yo sabía que no eran ladrones los que asustaban a los perros y se llevaban a las ovejas, porque de haber sido así habrían dejado huellas. No podría ser un solo individuo; pues era necesario alguien que ahuyentara a los perros, otro que vigilara que yo no saliera de la casa, uno más que estuviera alerta en algún vehículo, y al menos dos que entraran al corral por el animal (uno para cerrar la puerta y evitar que los demás borregos salieran corriendo y otro para cargar al animal en cuestión, suponiendo que bastara con un solo hombre para sostener a un borrego asustado). Tanta gente no podría entrar a mi propiedad sin dejar algo que los delatara. Además, por qué no robarse todos los animales de una buena vez, ¿para qué tomarse la molestia de tomar uno cada veinte… y tantos días? Sin mencionar el hecho de que los restos despedazados y a medio devorar de las ovejas hurtadas siempre los encontré a sólo unos cuantos metros colina abajo.

Tampoco podría tratarse de algún animal. Los coyotes les temen a mis perros, y en caso de que alguno lograra entrar al corral, no creo que sólo se conformaran con uno de los borregos. Además, ¿qué animal se toma la molestia de sacar el cuerpo destrozado de su presa, cuando es más seguro comer y huir sin nada a cuestas? Sin hablar del escándalo que la presencia de un coyote en el corral implicaría. No, fuera lo que fuera que se estaba robando y devorando a mis animales tendría que ser tan sigiloso para no alarmar a los otros borregos, o tan intimidante como para asustar a mis perros y obligar a los otros animales a guardar silencio.

No había huellas, ni nada que me pudiera decir qué o quienes me habían hecho eso. Tampoco tenía a quién acudir. Como en muchos lugares, aquí las autoridades no le hacen mucho caso a la gente y la relación es recíproca. Por lo que el día que le conté al comisario ejidal lo ocurrido (después del tercer incidente), no me extrañó que me dijera que lo investigaría, a sabiendas de que haría lo mismo que el párroco cuando lo buscas en el templo para contarle tus pesares o pedirle un consejo, es decir, hizo como si me estuviera escuchando y me prestara atención, pero en realidad estaba dejando todo en las manos de Dios.

Tampoco tengo muchos vecinos a los que pudiera acudir. Los más cercanos están como a un kilómetro, atravesando el bosque y yendo hacia las montañas. Son una familia de granjeros como yo; la mamá, el papá, una hija, como de diez y seis años, un hijo de catorce, y una pequeñita de nueve, de nombre Paola. No nos frecuentábamos muchos y sólo los veía cuando venían a mi granja a ofrecerme queso, mantequilla y crema que elaboraban con la leche de sus vacas, o cuando era yo el que subía a las montañas a ofrecerles un poco de carne y lana de los borregos.

Pese al poco trato que habíamos tenido, yo sabía muy bien que eran buenas personas, algo reservadas como todos por acá, pero de buen corazón. Al menos nunca me habían hecho nada malo, ni se habían querido pasar de listos conmigo. Lo mismo hacía yo, sobre todo por la pequeña Paola. Ella siempre era tan dulce y cariñosa, con sólo nueve añitos encima era de lo más atenta y considerada. Cada vez que me veía entrar en su propiedad con la mercancía a cuestas, nunca faltó la ocasión en que me ofreciera un poco de leche fresca, algo de queso o un fuerte abrazo de bienvenida. Sus papás luego se apenaban conmigo, sin embargo dejaban que la niña tuviera este tipo de comportamiento porque yo era de confianza, además de que sabían del dolor que habitaba en mi corazón. Pues ya en alguna otra ocasión les había contado de mi pequeña Lorena, mi única hija, quien muriera a la edad de Paola, por una enfermedad que acabó con un tercio de la población del lugar, y dejó a los sobrevivientes con problemas de piel y dolores en los huesos de por vida. Mi esposa me dejó unos cuantos meses después de la muerte de nuestra pequeña, pero no la culpo, digamos que no supe afrontar muy bien la pérdida de mi hija, además de que nunca he sido una persona con la que sea fácil convivir. Desde entonces estoy solo con mis perros y borregos.

            La pequeña Paola era una niña especial, no sólo por la manera en que se comportaba conmigo, sino también en cuanto a su apariencia. Recuerdo que cuando la vi por primera vez me asustó un poco, no es que me pareciera un monstruo o algo así, todo lo contrario, siempre me ha parecido una niña muy bonita y expresiva. Lo que pasa es que cuando la conocí creí que era un fantasma, su cabello se veía completamente blanco, y bajo los rayos del sol radiaba como si la luz proviniera de ella misma. Sus papás, hermana y hermano tienen el cabello oscuro, pero el de ella no. Ni siquiera era rubio, sino blanco como un copo de nieve, mucho más que el tono plateado de mis canas. Tampoco era albina, su piel no era diferente a la de sus papás y hermanos, de hecho sólo era un poco más pálida que la mía. Simplemente ella había nacido así: diferente.

Cuando acudí a ellos por un consejo y para prevenirlos, no fuera a ser que “eso” que estuviera matando a mis borregos y asustando a los perros, lo empezara a hacer también en su propiedad y pusiera en peligro la integridad física de alguno de ellos, en especial la de la pequeñita, parecieron consternados. Agradecieron la preocupación y me manifestaron su apoyo ofreciéndome una de sus vacas para solventar un poco la pérdida de mis animales. Fue tentador, pero no acepté. No soy del tipo de gente que abusa cuando alguien le extiende su mano. Por lo que agradecí el gesto, pero me rehusé a aceptarlo, intenté hacerlo de la manera más cordial que se me ocurrió, pero no me negué cuando la pequeñita llegó con una canasta repleta de quesos y dulces de leche.

–¡Ande! Acéptelos, no irá a decirle que no a ella también ¿o sí? –dijo su padre, mientras me daba unas cuantas palmaditas en el hombro en señal de aprobación y apoyo.

Les dije que aceptaba la canasta con gusto y agradecimiento, pero les pedí que ellos también tuvieran mucho cuidado y no desoyeran mi experiencia

–No dejen que sus hijos se alejen mucho, ni anden por el bosque a altas horas de la noche. No soy nadie para decirles cómo deben proteger a su familia, pero no echen en saco roto mis consejos y cuídense ustedes también –les dije con la canasta entre mis manos.

–Usted también cuídese, tome nota de los días en que sus animales son hurtados y masacrados. Tan pronto vea que se aproxima el plazo, mejor encierre a los perros en su casa y no salga para nada. Total, sólo es un borrego al mes. No vaya a arriesgar su vida por tan poco, ya sabe que nosotros estamos aquí para apoyarlo en lo que sea necesario –dijo la madre y todos me desearon buena suerte.

Eso ocurrió después del tercer incidente. Yo seguí sus consejos y después del cuarto caso, me di cuenta de que todos los robos ocurrían en luna llena; cada veintiocho días. Por lo que la siguiente vez puse un doble candado al corral, guardé a todos los perros en la casa y no salí para nada, sin importar lo que pudiera escuchar esa noche.

Como lo esperaba, en la mañana siguiente encontré los restos del quinto animal en el mismo sitio; a sólo unos cuantos metros colina abajo.

-III-

De nuevo en el pueblo, para comprar alimento y vender algo de lo que produzco, me encontré con el viejo Enrique, casi tan viejo como yo pero con mucho más dinero guardado. Me preguntó como iba todo y yo le respondí que bien. Le dije que en la granja siempre hay algo que hacer y eso me mantenía ocupado, lejos de las tentaciones y los vicios. Él se rió de mí como acostumbraba hacer con todo el mundo. Quizás sea más fácil reírse de los demás cuando ellos no tienen tanto dinero como uno. Pero como yo no lo tengo, he aprendido a no reírme de nadie y procuro ignorar a los que se ríen a mis costillas.

–Ven y tómate una copa conmigo, no te preocupes que yo invito, por lo que puedes estar seguro de que sólo será una –dijo y se volvió a reír de mí, pensando el muy tonto que me estaba haciendo creer que se reía conmigo.

Él sabía que yo tenía un problema de bebida, sobre todo después de la muerte de mi pequeña, una razón más por la que mi esposa hizo sus maletas y me dejó tirado en el suelo, abrazando una botella.

Rechacé la invitación de Enrique, pero lo acompañé a la cantina. Me sorprendió ver detrás de la barra al viejo Benito

–No cabe duda que este pueblo ya está lleno de viejos –le dije tan pronto lo vi.

Él dejó la barra un instante y salió a recibirme con un fuerte abrazo.

–Hace mucho que no te veíamos por aquí, ya los muchachos te extrañaban y yo también. Creíamos que te habías muerto o peor, que ya habías dejado el trago –me dijo a carcajadas y volvió a la barra.

Ante la pregunta obligada de “¿Qué te sirvo?” vino una cara larga cuando le dije: “un vaso de leche fría, por favor”.

–Así que siempre sí dejaste el vicio, bueno, como amigo me alegro, pero como cantinero… creo que hubiera preferido que tu ausencia hubiera significado que te habías muerto –me dijo mientras le servía a Enrique un vaso con whisky sin hielo, y antes de ir al refrigerador por la leche que pedí.

Entre una plática y otra salió el tema de los borregos muertos, y las acciones que yo había tomado al respecto. Ninguno de los dos estuvo de acuerdo con mi decisión.

–Si cualquiera, llámese animal o persona, conocida o no, se atreviera a entrar en mi propiedad y hacerle eso a uno de mis animales, yo le daría caza hasta encontrarlo. Como cuando nos reuníamos a cazar conejos –dijo Benito sosteniendo una copa con una mano y pasándole un trapo en su interior con la otra.

–¿No me digas que ya no tienes la vieja escopeta que te vendí hace años? Era un estupenda arma –dijo Enrique al tiempo que terminaba su vaso.

Yo asentí con la cabeza y él me replicó con: “si lo tienes, pues úsalo”.

–Si ya sabes que esto ocurre cada noche de luna llena, yo que tú cargaba la escopeta, encerraba a los perros para que no se estuvieran entrometiendo en mi camino, y me quedaba sentado en algún lugar cercano al corral, hasta que “eso” que está matando a los animales apareciera, entonces sí, le haría entender lo que significa “meterse conmigo” –agregó Enrique y Benito pareció estar de acuerdo con él.

Después de terminar mi vaso salí de ese lugar con la firme decisión de hacer lo que me habían sugerido; cazar y exterminar al asesino. Pasé a la armería por un poco de pólvora, pues la que tenía en casa ya estaba tan vieja que seguramente habría de estar humedecida. Luego regresaría a la granja.

-IV-

Ya en la casa, descolgué la escopeta de la pared que por tantos años sólo la adornó a cambio de soportar su peso. Con el arma entre las manos, me pregunté por qué la había comprado en primer lugar si nunca tuve la necesidad de emplearla, pero no supe darme respuesta. La limpié, le quité las telarañas y revisé el cañón. Luego la cargué con la esperanza de que nada se fuera a aparecer esa noche.

La luna llena apenas se podía ver en el horizonte, casi como un segundo amanecer. Encerré a los perros en la casa y les pedí que guardaran la calma, pues estaban bastante inquietos. El viento soplaba y golpeaba mi rostro como si intentara hacerme recapacitar, pero no tuvo éxito.

El frío congelaba mis mejillas y orejas, pues no era suficiente la protección que me brindaba el viejo sombrero, ante el beso helado de la noche. De igual modo, las botas y los guantes apenas impedían que se me entumecieran los pies y las manos. Mientras tanto, por mi mente pasaba el mismo pensamiento que por tanto tiempo había estado evitando, pero que no cesaba de asomarse insolentemente y en actitud retadora: “ya no tengo edad para estas cosas”.

Me preguntaba qué ocurriría si el asesino de mis animales no faltaba a la cita de esa noche. Ignoraba si yo habría de estar listo para enfrentarlo o si bastaría un solo tiro para hacerlo huir, pues eso era lo único que tenía contemplado.

Esperaba que los ojos no me fallaran, ni el frío entumeciera más mis dedos. Me quité los guantes porque nunca he podido disparar con ellos puestos, los coloqué en una de las bolsas de mi chamarra y en ese momento pensé: “¿…y si no se trata de un animal?”

¿Qué tal que fueran unos ladrones? ¿Estaría listo para dispararle a una persona? ¿Estaría preparado para matar a otro ser humano? ¿El que me robara y despedazara un borrego cada luna llena, me daba el derecho de cegarle la vida a alguien? ¿Sería capaz de hacerlo?

            Mil pensamientos cruzaron por mi mente y me dejaron más confundido que antes. Tal vez me estaba volviendo blando. Quizás estaba pensando demasiado.

Al momento de sentarme en aquel viejo tronco, donde antes amarraba a mi yegua, pensé que quizás el asesino de mis animales no vendría. Tal vez me habría visto de lejos con la escopeta entre las manos y prefirió no acercarse a mi propiedad, al menos por esa noche. Realmente deseaba que fuera de esa manera. Estaba en eso cuando algo cambió en el ambiente. El aire que hasta hacía unos instantes meneaba las ramas de los árboles y amenazaba con arrebatarme el sombrero de la cabeza, cesó de repente. Los grillos dejaron de anunciar su presencia y casi puedo jurar que escuché a las ratas del campo correr a sus madrigueras. Mis borregos se paralizaron y escuché un aullido que heló mi sangre. No se trataba de ningún coyote. Parecía como una docena de lobos aullando al unísono.

            Sujeté el arma con fuerza y coloqué el dedo en el gatillo con más miedo que ganas de apretar del mismo y disparar. Entonces vi al asesino; una gigantesca bestia, más grande que cualquier lobo que hubiera visto antes. Su melena larga brillaba bajo la luz de la luna llena y ondulaba conforme se desplazaba entre los árboles. Y sus ojos eran tan resplandecientes como un lucero en la oscuridad de la noche.

De un solo impulso, esa bestia se acercó al corral de los animales desde las laderas. Entonces jalé del gatillo. El fogonazo y la explosión me dejaron ciego y sordo por un instante. Pero cuando recobré la vista pude ver a aquel enorme animal agonizando a unos cuantos metros de mí. Su melena brillante yacía ahora enrojecida por la sangre. No sentí ningún tipo de placer u orgullo al ver eso. Me sentí avergonzado, como si le hubiera robado al  mundo la existencia de un ejemplar tan maravilloso.

            Hasta ese instante pensé que eso era todo lo que me tenía preparado la noche, pero no fue así. Horrorizado, fui testigo de cómo esa enorme bestia fue disminuyendo su talla y cambiando de forma. No podía ser verdad lo que mis ojos atestiguaban. Quien agonizaba en frente de mí ya no era la bestia que cada luna llena se robaba y masacraba una oveja, sino una pequeña niña, Paola, que aún en su agonía no me lanzó ninguna mirada de odio o resentimiento. Su expresión seguía siendo de dulzura y comprensión, aunque no dejaba de botar sangre por la herida y su boca.

Cuando estaba casi muerta me le acerqué y ella aún alcanzó a estirar su mano, como si quisiera que la ayudara, pero ya no se podía hacer nada. Sólo la abracé lleno de un inútil arrepentimiento, y permanecí así hasta que su pequeño corazón dejó de latir.   

-V-

Y aquí sigo, de rodillas y sujetando el cuerpecito sin vida de mi pequeña víctima. Veo su carita y por instantes vuelvo a pensar que sólo se encuentra dormida, quizás sea verdad, pero de este sueño no creo que despierte nunca. Así como yo tampoco creo poder despertar de mi propia pesadilla.

En este momento sólo puedo pensar en el dolor que le he provocado a su familia. Nunca creí que fuera capaz de hacerle a otro la misma pena que he sufrido por tantos años. A mi hija la mató una enfermedad y yo me encargué de terminar con mi matrimonio. No sé de qué hubiera sido capaz si la muerte de mi pequeña la hubiera provocado la mano de un asesino. Tal vez ellos tengan la consideración que yo no hubiera tenido, ni tuve con su pequeña, y me permitan acabar con esto yo mismo. Tal vez para mañana mis perros, ovejas y borregos amanezcan masacrados, o quizás el único cuerpo que encuentren sin vida sea el mío.

Puedo escuchar atrás de mí a los otros. Me imagino que han de ser tan majestuosos como lo era su pequeña. Casi puedo sentir su respiración, y aunque no me atrevo a verles de frente, de reojo he visto sus ojos brillantes por entre los matorrales. No sé qué esperan para saltar sobre mí y acabar conmigo, quizás en su corazón no ha dominado la venganza, sino el dolor de perder a un ser amado.

Hace falta tener carácter para ver al responsable de un acto tan aberrante y no hacer nada más que mirar. Tal vez sólo esperan que sea yo quien acabe lo que empecé esta noche.

Hoy encerré a los perros, cargué el arma y esperé pacientemente sentado en un tronco, con la firme idea de matar a un asesino, a una bestia, o ambos. Tal vez ya sea hora de hacerlo, porque en este momento la única bestia aquí soy yo.