lunes, 17 de octubre de 2011

-10 a.m. Capítulo II: El periodista

-I-

Todo empezó hace sólo unos días después de un terremoto. Los expertos no le dieron mucha importancia, pues dijeron que no había sido el peor en cuanto a magnitud y consecuencias. Pero fue el más fuerte que haya sentido en mi vida. Yo me encontraba en un hospital, no precisamente de visita.

Soy reportero gráfico de un pequeño periódico urbano de no muy buena reputación, y eso me obliga a estar en ciertos lugares y horarios en los que la mayoría de las personas no quisieran estar ni con armadura. En fin, el caso es que me vi en  medio de un tiroteo entre dos grupos criminales y la policía. Eso parecía una película, con la diferencia de que las balas no eran de salva.

No era el primer tiroteo que me tocaba cubrir, pero sí mi primer fuego cruzado. No sé cómo pasó, lo único que sentí fue un dolor muy fuerte en el estómago y mi vista se nubló. Cuando todo había pasado me encontraba hospitalizado y “de milagro vivo”, según el médico que me extrajo la bala. “Por un centímetro de más, en vez de sentirte apaleado, enchufado a una bolsa con suero, y otra con antibiótico, estarías embolsado esperando que tus familiares reconocieran tu cadáver”, dijo el especialista. Si bien el médico careció de tacto, por lo menos fue honesto y eso es algo que como reportero siempre he sabido agradecer.

En cuanto al temblor, duró unos dos o tres minutos y realmente me sorprendió que el edificio no se hubiera caído, o mostrara algún daño en su estructura. Por lo menos desde mi cama el techo, el suelo y las paredes lucían tranquilizadoramente iguales. Eso sí, todo aquello que colgaba y las cortinas que me separan de los demás pacientes no dejaban de moverse, incluso varios minutos después de haber terminado el sismo.

Ante el pánico, las enfermeras nos pedían que conserváramos la calma sin mucho éxito. ¿Qué otra cosa podían hacer? No me encontraba precisamente en un pabellón en el que pudieran evacuarnos con facilidad, porque a más de uno se nos podría haber ido la vida en el puro desalojo.

Todos estábamos muy nerviosos y la zozobra aumentaba en la medida en que escuchábamos los llantos y gritos de terror generalizados. Incluso me cruzó por la cabeza lo irónico que sería sobrevivir a un balazo en el abdomen, sólo para venir a morir aplastado en el hospital donde me acababan de salvar la vida. Nunca supe de cuantos grados fue el siniestro, ni su epicentro. Sólo que a partir de ese momento ya nada fue lo mismo para nadie.

-II-

Al principio todo era más bien un rumor entre las enfermeras, quienes cuchicheaban incrédulas mientras me cambiaban el suero, casi como si no quisieran que se les escuchara, pero con suma avidez de mantenerse al tanto de lo que las demás supieran. Nada de lo que decían tenía sentido para mí. Encontrar la lógica en los fragmentos de conversación que me tocaban oír, era como armar un rompecabezas al que no sabes si le faltan o le sobran piezas.

Sólo sabía que hablaban de algo relacionado con el pabellón de maternidad. Al parecer, una mujer que estaba a sólo unos días de entrar a quirófano para que se le aplicara una cesárea, comenzó a tener unos dolores muy fuertes en el vientre e intensos sangrados, lo que obligó a los médicos a suministrarles plasma y chequeos permanentes. Los calmantes que le podían aplicar no parecían hacerle efecto, y los médicos se rehusaban a subir la dosis por miedo de que resultara afectado el bebé que estaba por nacer. En unas siete horas la mujer se encontraba al borde de la muerte, aunque el ultrasonido no daba indicio de qué algo pudiera estar saliendo mal con su hijo. El pequeño corazón del niño latía con fuerza mientras que el de la madre estaba a punto de detenerse.

Las enfermeras me mantenían informado del caso, de manera parcial pero permanente. Sin embargo las versiones del hecho distaban de ser las mismas, aún proviniendo de la misma persona. Decían que la mujer tenía algún tipo de virus desconocido hasta ese momento, que era drogadicta y sus malos hábitos habían terminado por destruir por completo su organismo e incluso llegué a escuchar que su extraño padecimiento era fruto de algún tipo de brujería o posesión demoníaca.

Yo no sabía si todo eso estaba pasando realmente, o si concientes de que las escuchaba y de que era periodista, sólo querían burlarse de mí. Esta última alternativa se veía cada vez más remota al tiempo que las enfermeras comenzaron a mostrar más miedo y preocupación que curiosidad morbosa. Debido a que la mujer del pabellón de maternidad ya no era el único caso reportado en el hospital. 

-III-

Al día siguiente, la enfermera que llegó a tomarme la temperatura lucía realmente mal. En silencio me dio el termómetro, revisó el suero, las medicinas, esperó dos minutos sin dejar de voltear al techo y a las paredes, me quitó el termómetro, y después de que otra enfermera le hiciera señas por la pequeña ventana de la puerta, se marchó casi temblando. Yo me puse muy nervioso al ver semejante actitud, pues ella siempre se había portado muy amable y cortés con todos nosotros. Mi primer pensamiento fue: “¿Tan mal estaré?” Seguido por un: “No, yo me siento bastante bien, tiene que ser algo más”.

Con cuidado me incorporé muy despacio, lo cual no fue fácil, pero no por nada dicen que “la curiosidad mató al gato” y se debe tener mucho de gato para ser periodista. Descalzo me aproximé muy lentamente a la puerta, y de la manera más burda posible pegué lo más que pude mi oreja. Logré oí una que otra risa, pero ésta provenía de uno de mis solidarios compañeros de cuarto. Entonces traté de concentrarme en cualquier otro sonido que pudiera parecer una conversación, hasta que alcancé a escuchar un murmullo muy tenue.

A sabiendas de que no estaba entendiendo absolutamente nada, me dispuse a aceptar mi derrota y a regresar sin presa a la cama. Hasta que mi vecino de enfrente, aquél que no dejaba de reírse de mí, tomó uno de los vasos que nos dan para el agua y colocó la base del mismo en su oreja. Al principio no entendí lo que me quería decir, pero una vez recibida la observación, me dispuse a acatar lo que mi nuevo maestro de espionaje me había enseñado y pegué la boca del vaso a la puerta y mi oreja al vaso. El sonido no era mucho mejor, pero era lo suficientemente claro como para no poder dormir esa noche.

Mi vecino de la cama de enfrente me hacía señas, pues quería saber qué era lo que había escuchado, pero yo no me atrevía a decirle nada y eso fue lo que le contesté. Por supuesto que no me creyó, mas no podía decirle lo que había escuchado. ¿Cómo hacerle saber que la mujer del pabellón de maternidad había muerto y que su bebé no? ¿Cómo explicarle que el recién nacido se había comido a su madre desde la matriz, vaciándola por dentro? ¿Cómo decirle que unos minutos después de muerta, el corazón de la madre volvió a latir, abrió sus ojos carentes de vida, mordió y devoró el rostro del médico que la estaba atendiendo y después deglutió a su propio bebé?

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