miércoles, 19 de octubre de 2011

-10 a.m. Capítulo IX: La última salida

¿Quién se lo hubiera imaginado? Yo, que siempre soy el primero en salir de la oficina, ahora me encuentro encerrado en ella, sujetando entre las manos las llaves de mi celda.

            Parece que todos se han vuelto locos allá afuera. Hace unos minutos pude ver desde mi ventana cómo el edificio de enfrente se desplomó tras el último sismo. No era para tanto, pero se vino abajo como si una fuerza invisible lo jalara hacia dentro. Se podían oír los gritos de pánico y angustia tanto de víctimas como testigos. Sin excepción, todos corrimos a salvar nuestras vidas. La lógica era muy simple, si aquel edificio que era más nuevo que éste se cayó como un castillo de naipes frente a un ventarrón, qué podíamos esperar nosotros.

            Al intentar evacuar el edificio no nos importó correr, empujarnos en las escaleras o pasar por encima de quien fuera, con tal de ser los primeros en salir y ponernos a salvo.

            Afuera todos actuábamos como cucarachas sorprendidas por la luz. Aunque también pude ver algunas personas que sacrificando su integridad física, corrían al auxilio de los posibles sobrevivientes del edificio colapsado. Unos movían los escombros con las manos desnudas hasta hacerse sangrar los dedos, otros con varillas y tubos. Todo con el fin de ayudar al otro sin importar quién fuera éste. Ver eso me hizo sentir vergüenza de mí mismo, por no haber pensado en nadie más con tal de salvar mi pellejo. No sólo el saco, el pantalón y los zapatos traían manchas de sangre, sino también mis manos y conciencia, y esas no se podrían quitar ni con el mejor de los detergentes.

Entonces pensé que tal vez no podía hacer nada por todos aquellos que dejé atrás, pero aún podría ayudar a alguien en aquel edificio derrumbado.

Corrí hacia allá, pero no había dado más de unos cuantos pasos cuando uno de los rescatistas gritó con todas sus fuerzas: “¡Encontré a uno! ¡Parece que sigue con vida!”

Todos acudimos a ayudarle y desenterrar al sobreviviente. Yo estaba feliz de que al menos se hubiera podido encontrar a uno, pero mi alegría se hizo mayor cuando los demás voluntarios dieron con más personas con vida.

            Dentro de lo que cabía, todo marchaba mejor de lo que cualquiera podía haber esperado. Por lo que era imposible entender lo que pasó a continuación. Los gritos de júbilo y emoción se tornaron rápidamente en lamentos, cuando las personas rescatadas empezaron a atacar a sus salvadores.

            Yo no podía entender qué era lo que estaba pasando. ¿Por qué los sobrevivientes atacaban a los rescatistas? Tal vez algunos podrían estar confundidos o en shock. Pero ¿por qué todos estaban reaccionando de esa manera? ¿Por qué estaban manifestando tanta agresividad, como si en vez de dolor o angustia tuvieran rabia o algo parecido?

            Las preguntas se agolpaban en mi cabeza, pero se esfumaron de golpe aún sin ser respondidas, ante la presencia de una pregunta mayor: “¿Qué diablos es eso?”

De entre los escombros empezaron a emerger restos humanos y personas que no podían estar con vida. Cuerpos sin cabeza o piernas, individuos que se impulsaban con las manos, o en su defecto se arrastraban como serpientes hacia nosotros. Era como una danza de brazos, piernas y torsos que se agitaban y latían como si fueran un solo organismo.

            No me quedé a esperar que me respondieran. No quise saber más, sólo corrí con todas mis fuerzas al interior del edificio del que hacía sólo unos minutos había salido como un niño al recreo.

            En el interior, el olor a sangre y muerte no era menor que afuera, pero no podía pensar en un mejor lugar para esconderme. Las escaleras estaban cubiertas por restos humanos palpitantes, pero preferí subir por encima de ellos que arriesgarme a descubrir qué era eso que golpeaba con tanto esmero desde el interior del elevador.

            El olor era nauseabundo, pero el terror era mayor. No podía creer todo el horror que había atestiguado, ni darme el lujo de detenerme a descansar, por que en cada piso podía escuchar cómo los restos destrozados crujían y palpitaban con mi presencia. Las escaleras parecían alfombradas por una masa roja, amorfa y viscosa que chapoteaba. No se podía distinguir el suelo de la carne molida.

            Por fin, después de haber subido un sin número de escalones, vomitado unas cuantas veces y resbalado en más de una ocasión, en frente tenía a la oficina; el único lugar donde podría esconderme mientras todo volvía a la normalidad.

            Y aquí sigo, encerrado en mi propia oficina y con las llaves en la mano. Afuera puedo oír quejidos, gritos de dolor y voces aterradas que suplican que los deje entrar. No me costaría nada ponerme de pie y salir de este rincón para abrirles las puertas. Pero no puedo, el terror me tiene paralizado. No me queda más que arrinconarme y hacer como si no escuchara los lamentos.

Trato de pensar que quizás ellos hubieran hecho lo mismo de estar en mi lugar. Pero no sirve de nada cubrirme los oídos, pues no dejo de escuchar los gritos y golpeteos en la puerta de cristal templado. ¿Cuánto tiempo más durará antes de hacerse pedazos? ¿Cuánto más les tomará ingresar a este lugar y destrozar la delgada puerta de madera de mi privado? Sólo es cuestión de tiempo y nada más.

            La puerta principal ha cedido. No sé si la rompieron, o sólo la sacaron de los rieles que la soportaban. El caso es que puedo escucharlos adentro. No tardarán mucho en dar conmigo.

Me cuesta trabajo respirar, pero debo tranquilizarme para pensar un poco mejor. Quizás deba abrirles para que esta pesadilla termine de una buena vez… No… Eso sería demasiado fácil. No dejaré que me destrocen como lo hicieron con esos pobres infelices de allá afuera. Tal vez deba hacerles frente… pero… ¿cuánto tiempo podría durar contra esa horda de…? Ni siquiera sé que diablos son.

No puedo hacer nada, salvo esperar el final. Pero no voy a dejar que sean ellos los que determinen mi muerte. En todos estos años no he sido libre de escoger ni el color de mis sacos, al menos seré yo quien decida cómo terminar con mi propia vida.

            Me incorporo y me despojo del espantoso saco gris que me vistiera por tantos años y de la corbata negra. Mi corazón palpita como nunca antes y no sé si tengo más miedo de mi decisión o de estar ahí. Abro la ventana y no veo más que desolación. Parece que éste ha sido el único edificio que sigue en pie. Los demás yacen en el suelo o en llamas. El humo llega hasta el cielo y va más allá de lo que alcanza mi mirada.

Hay tanto ruido afuera que es imposible distinguir los gritos de ayuda de los gemidos de esas cosas. Lo único inconfundible es ese palpitar endemoniado que parece provenir de todas partes.

            Me tiemblan las piernas, pero sé perfectamente qué es lo que tengo que hacer ahora. No se ve muy alto, pero quizás sea lo suficiente para morir al instante. Espero que los cálculos no me fallen, lo último que quisiera es sobrevivir a la caída y terminar con la espina destrozada o alguna pierna rota. Esta opción en ningún momento es deseable, pero terminar desvalido en medio de esas cosas sería peor que la muerte.

            Ya están golpeando la puerta, no van a tardar mucho en pasarle por encima. No tengo tiempo que perder y la elección está tomada, mas no logro mover ni un sólo músculo. Permanezco estático, sentado sobre el borde de la ventana. No pensé que fuera a ser tan difícil. Si tan sólo el edificio se viniera abajo…

Hace un rato no me importó pasar por encima de cualquiera con tal de no morir sepultado por estas paredes, pero ahora envidio la suerte de aquellos que se quedaron en el camino.

¿Qué habrá sido de esa secretaria tan guapa que siempre endulzaba de más el café? No recuerdo haberla visto allá abajo, pero tampoco la busqué, sólo me interesaba encontrar la salida y ponerme a salvo.

            La puerta ha cedido. Ya no hay nada qué pensar, aunque realmente nunca lo hubo.

No salto, sólo me dejo caer.

Mi cuerpo golpea en repetidas ocasiones las paredes exteriores. Me resulta sorprendente seguir conciente a pesar del dolor que siento. Ahora no estoy tan seguro de que esto hubiera sido una buena idea, pero ya no puedo hacer nada al respecto, salvo seguir cayendo y esperar que el dolor termine una vez que impacte contra el suelo. Siento como si el tiempo se detuviera hasta que…

            Un golpe…

Me duele todo…

La vista se me nubla, pero logro ver un poco de mi cerebro regado por la acera, justo antes de quedarme en penumbras…

Ya no siento dolor, ni nada…

No sé qué me pasa o qué va ha ocurrir conmigo…

Debería estar muerto… Pero no lo estoy…

No sé… cómo me llamo…

No sé… quién soy…

Me cuesta trabajo… hilar… mis… ideas… pero aún escucho… latir… mi… corazón… y tengo hambre… tengo mucha hambre…

No hay comentarios:

Publicar un comentario