lunes, 17 de octubre de 2011

-10 a.m. Capítulo VI: El ascensor

Cuando me dijeron que llevara a la morgue al cadáver que fue donado a los estudiantes de medicina, pensé que todo sería como de costumbre. Después del ajetreo que se había estado dando en el pabellón de maternidad, pensé que a mí sólo me tocaría conocer los detalles una vez que todo hubiera terminado, como siempre.

Tomé la camilla, en la que reposaba el cuerpo de aquel desconocido, le tapé el rostro con la sábana que lo cubría hasta el pecho y me dirigí al elevador.

Nunca me ha gustado faltarle al respeto a nadie, y mi relación con los muertos no es diferente. Todos hemos tenido alguno en nuestra existencia, y lo mínimo que esperaríamos es que sus cuerpos sean tratados con el mismo respeto con el que fueron, o debieron haber sido, atendidos en vida. Por esa razón me tomo muy enserio el ser cuidadoso con todos los cadáveres que llevo a la morgue, aunque sepa que terminarán destazados en las manos de los futuros médicos de este hospital.

Una vez en el elevador, como es mi costumbre, empecé a platicar con el cadáver. Le conté que hace unos tres años había perdido a mi hija y esposa en un accidente vehicular, por lo que le pedí que en caso de que se encontrara con ellas, les dijera que yo seguía aquí de camillero, y sin superar del todo su ausencia, pero con la firme intención de no defraudarlas nunca. Sabía muy bien que este hombre no me escuchaba y no enviaría mi mensaje, pero siempre existía una posibilidad, o al menos me serviría de terapia.

Estábamos a sólo un piso de nuestro destino cuando el elevador se sacudió con otro temblor semejante al de hacía unos días. Faltaba muy poco para llegar a la morgue pero ya no había electricidad y mi acompañante y yo nos encontrábamos varados en medio de los pisos. Descolgué el teléfono de emergencia, pero no funcionaba. Traté de no perder la calma. Mis compañeros de trabajo sabían dónde estaba y pensé que enviarían ayuda de un momento a otro. Tenía oxígeno suficiente para mí, y no creía que eso le importara a mi compañero de viaje.

Pasaron los minutos y el silencio se volvió más insoportable que el ajetreo diario del hospital. De momento comencé a escuchar gritos que, amplificados por el cubo del ascensor, se oían de los pisos de arriba. Me preocupé mucho y empecé a culparme por estar pensando sólo en mí, cuando era posible que allá afuera hubiera gente realmente en problemas o con heridas graves. Pensé que quizás el hospital no había soportado este segundo embate.

Mil pensamientos recorrieron mi cabeza y de momento los gritos cesaron. Hubo un minuto de silencio y entonces empecé a oír gemidos, pero ahora del otro lado de la puerta, como provenientes del piso anterior. Yo golpee con fuerza las paredes y le pedí a quién fuera que estuviera del otro lado que me ayudara a salir de ahí. Pero lo único que obtuve por respuesta fue el silencio, seguido por un golpeteo que tamboreaba el ascensor. Pedí que dejaran de hacer eso, pero no cesaban del otro lado.

–¡Ya estuvo bien! –grité con todas mis fuerzas.

–¡Basta! –pero no se detenían y ahora no sólo eran del piso anterior, sino de la propia morgue.

Sin luz, con cada vez menos oxígeno y encerrado en un pequeño espacio, asediado por múltiples manos que golpeaban sin descanso mi única salida posible, mi cerebro comenzó a jugarme bromas pesadas. Empecé a escuchar la voz de mi esposa y la risa de mi hija, como si me llamaran.

Nunca le he tenido miedo a la muerte, pero jamás pasó por mi cabeza morir de esta manera. Los susurros se volvieron cada vez más confusos y envolventes. Mis sentidos se tornaron más torpes por el ruido que retumbaba, a la vez que la falta de aire me fue adormeciendo, haciéndome más difícil mantener los ojos abiertos. Quizás así debí haber permanecido, pero no. Algo que nunca contemplé ni en la más absurda de mis pesadillas se exhibía ante mí.

Como camillero he bajado cadáveres a la morgue en muchas ocasiones, en las cuales he visto desde cómo los músculos de los muertos se tensan y provocan algunos movimientos de pies, manos y cabeza, hasta he oído cómo los gases encerrados se liberan, produciendo en ocasiones que se escuche como si el muerto respirara, pero lo que estaba viendo en ese momento era completamente diferente. Mi compañero de ascensor comenzó a gemir como un animal herido, empezó a mover sus brazos como quien se levanta de un largo sueño y se enderezó frente a mí.

En ese momento deseé que mis ojos no se hubieran habituado a la oscuridad de mi entorno. El hombre se me quedó viendo fijamente. Yo traté de no hacer ningún ruido y me arrinconé muy despacio en un extremo del elevador.

Justo cuando pensé que mi táctica me había dado unos minutos de seguridad, los golpeteos del exterior cesaron, y entonces me di cuenta de que mi respiración estaba tan agitada como si hubiera corrido en un maratón, y el ruido que producía no era fácil de ignorar. Pensé que con tal exaltación no había forma de que aquel hombre o lo que fuera ignorara mi presencia. Mi corazón latía cada vez más aprisa, pero no era el único que lo hacía. Sorprendido me di cuenta de que aquel hombre también latía con fuerza, aunque con un poco de dificultad. Entonces creí que quizás se habían equivocado los médicos y él no estaba realmente muerto.

Sentí que me volvía el alma al cuerpo y me incorporé. Muy lentamente me aproximé a aquel sujeto, tan despacio que el ascensor que apenas rebasa los dos metros cuadrados, me parecía tres veces más grande. Él giró la cabeza hacia donde yo estaba y volvió a gemir lastimeramente. Le pregunté si se sentía bien y me acerqué un poco más. Con cada paso que daba hacia él, su corazón latía más fuerte y a mayor velocidad. Con miedo de ser yo el que le provocara un paro cardiaco, me detuve y le hice saber que no había nada de qué temer. Le expliqué que estábamos atrapados en el ascensor de un hospital, pero que pronto nos sacarían de ahí. Mentí, pero qué otra cosa podía hacer. Sin embargo el hombre no respondió nada y su corazón siguió latiendo cada vez más y más de prisa.

Prácticamente a un paso de la camilla me percaté, ya demasiado tarde, que mi compañero de ascensor había estado muerto desde un inicio. El hombre estaba sentado frente a mí con la sábana con que lo había cubierto en su cintura y su pecho expuesto. No sé que era o de dónde provenía ese latido que escuché, pero una cosa era segura, no era de su pecho. Justo en medio de su tórax pude ver una herida profunda sin cerrar, y en el lugar en donde tendría que estar su corazón había un espacio vacío.

Con todas mis fuerzas intenté una y otra vez abrir las puertas del elevador mientras aquel hombre se aproximaba muy lentamente hacia mí. Por fin, con mis dedos ensangrentados pude abrirlas un poco, sólo para ver cómo los muertos de la morgue habían despedazado a todos los médicos forenses, y deambulaban con sus quijadas sangrantes por toda la habitación. Eran como veinte o más, caminaban torpemente pero no dejaban de masticar cualquier trozo de carne que pareciera fresca, incluyendo la propia. Algunos se habían abierto las entrañas y con toda tranquilidad introducían sus manos para llevarse a la boca sus propios órganos palpitantes.

El piso estaba lleno de sangre, vísceras y demás fluidos corporales. Ya no seguí viendo, ni pensé seguir luchando más. Di un último respiro y dejé que el ascensor cerrara sus puertas para siempre. 

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