lunes, 17 de octubre de 2011

-10 a.m. Capítulo VII: La ley

Llevo quince años como policía y nunca había visto o escuchado algo igual. Estaba acostumbrado a lidiar con ladrones, golpeadores, alguno que otro traficante menor e incluso diputados borrachos, que a la primera provocación me salían con el “tú no sabes con quién te estás metiendo”. Pero en esta ocasión en verdad no tenía ni idea de contra quién estaba lidiando, porque de saberlo hubiera preferido que me corrieran del trabajo antes que acudir al llamado de emergencia de aquél hospital. Aunque de nada me hubiera servido, porque tarde o temprano la horrible realidad hubiera dado conmigo.

            Me encontraba patrullando en las afueras de la ciudad con mi compañero de guardia, cuando una llamada de la delegación nos reportó un disturbio ocurrido en un hospital cercano. No nos dieron muchos datos, sólo nos dijeron que había un médico muerto y el asesino permanecía en el mismo lugar donde se había dado el acontecimiento. Lo único que nos extrañó un poco fue la última frase que escuchamos de la comandancia: “Es el noveno hospital que nos reporta una emergencia en los últimos treinta minutos”. Pero en ese momento, sólo pensamos que los otros ocho reportes se debían al segundo temblor que había sacudido la ciudad en menos de una semana.

Nuestro trabajo era simple, examinar la situación y actuar, si es que lo creíamos conveniente, o esperar a los refuerzos que ya iban en camino. No nos detuvimos mucho a pensarlo y acudimos al lugar.

Una vez ahí, nos presentamos ante el personal de seguridad para saber si había alguna novedad o si todo permanecía tal y como nos lo habían reportado. Ellos nos informaron que el asesino no era un “él”, sino una “ella”, lo que nos hizo suponer que era un crimen pasional y que con un poco de “persuasión agresiva”, tendríamos todo controlado para antes de que llegaran los refuerzos, el ministerio público y la prensa. Todo sin disparar una sola bala, y sin que nadie más pudiera resultar lastimado.

Nos llevaron al lugar específico, pero los “valientes” guardias se detuvieron unos diez metros antes, y sólo nos indicaron con la mano la habitación donde se encontraban, tanto el médico muerto como la responsable. Con sigilo preparamos nuestras armas, y desde afuera del cuarto le hicimos saber a la agresora que éramos la policía y que no le convenía complicar más las cosas. Pero no obtuvimos respuesta.

De nuevo le gritamos que saliera con las manos en alto y sin poner resistencia o nos veríamos obligados a entrar por ella. Pero sólo nos respondió el silencio.

Sin más, le hice una seña a mi compañero para que se preparara para entrar y realicé la última advertencia a la mujer. Pero la respuesta nunca llegó.

Despacio y sin más aspavientos entramos. Mi mayor temor era que la mujer estuviera armada y reaccionara instintivamente si entrábamos con lujo de violencia. No queríamos más muertos y menos aún que éstos fuéramos nosotros. En ese momento pensé que quizás debíamos haber esperado a los demás, pero ya estábamos en la habitación y no era seguro volver atrás.

Al principio sólo logramos ver una cama ensangrentada y algunos restos humanos esparcidos por el suelo. La cortina de la habitación cubría la ventana y las lámparas no respondían al interruptor, por lo que tuvimos que conformarnos con una tenue luz que se colaba por entre los pliegues de la gruesa cortina. Esa mujer debía ser una loca, porque no sólo había matado a ese hombre, sino que lo despedazó o algo peor, quizás hasta devoró, porque no estaba seguro de que al unir todos los restos encontrados ahí, lograríamos armar un cuerpo entero.

La habitación estaba llena de pedacitos de carne y huesos que no hacían sino crujir a cada paso que dábamos. Si bien la poca luz no nos brindaba una mejor imagen de las cosas, el olor a muerte era algo tan insoportable que nuestros estómagos estuvieron apunto de traicionar nuestras habilidades policíacas.

Por fin, en un rincón junto a la ventana y detrás de un estante, nos encontramos con una mujer en ropa de hospital que estaba sentada en el piso y nos daba la espalda. Parecía sostener algo entre sus brazos.

Con la mano le hice entender a mi compañero que descorriera la cortina muy lentamente. Siguiendo la indicación, mi pareja se acercó a la ventana y con mucho cuidado la fue develando, mientras yo apuntaba con el arma a la mujer. El horror y asco de mi compañero llegó al límite y, pese a su profesionalismo, terminó por volver el estómago y dañar por completo la maltrecha escena del crimen. Pero no lo culpo, pues la mujer sostenía entre sus brazos el tronco y media cabeza de un bebé, que aún agitaba lo que en algún momento fueron sus piernas y extremidades. Se podía notar entre sus dedos, muñecas y brazos, varias heridas y algunos pedazos arrancados que palpitaban en el piso. La mujer tenía los labios descarnados, como si ella misma se los hubiera desgarrado con sus uñas y dientes. Sus ojos eran tan pálidos que parecían no tener iris, ni pupilas. Pero lo más grotesco de todo era la enorme herida en su vientre, la cual dejaba ver algunos trozos de carne colgando entre sus costillas rotas.

La mujer tenía la cabeza fija, como si estuviera viendo con atención algo, o no se hubiera percatado de nuestra presencia. Movía suavemente su mandíbula, pero no parecía tener nada en la boca, apreciación que supimos errónea cuando una falange se le escapó de entre los dientes. Sólo después de eso pareció notar que estábamos ahí.

Ella giró la cabeza y pareció mirarme. ¿Cómo saberlo ante esos ojos en blanco? Sin soltar lo que quedaba del cuerpo del bebé, que no dejaba de mover su abdomen como si respirara, la mujer se fue incorporando despacio, pero sin tropiezos.

Le grité que no diera un paso más o dispararía, pero ella sólo movía la cabeza como si no entendiera nada de lo que le dijera. Quizás un poco confundido por lo que habíamos visto ahí, mi compañero la sujetó del hombro derecho y apuntó a la nuca con su arma. Sin que pudiera hacer nada al respecto la mujer giró la cabeza y de un mordisco le arrancó a mi pareja tanto el dedo meñique como el anular. Entonces él disparó por reflejo. La bala atravesó la cabeza de la mujer y sus sesos se esparcieron por igual entre el suelo y mi chaqueta. Ella cayó, pero mientras yo acudía a auxiliar a mi compañero, los dos vimos aterrorizados cómo la mujer se volvió a incorporar frente a nosotros.

Mi corazón latía como nunca, pero aceleraba su ritmo a medida de que la mujer se nos acercaba. Mi arma temblaba en la mano y de momento la sentí tan pesada que apenas conseguí apuntar a aquél monstruo. Sacando fuerzas de no sé dónde, le disparé todo lo que tenía hasta quedarme sin balas. Cada impacto dio en su objetivo atravesándola de un lado a otro, pero ella reaccionó como si le hubiera arrojado rosetas de maíz. Su lenta y pesada marcha no se detenía

–¡Al Diablo! –grité y le arrojé el arma.

Miré a mi compañero, que apenas conseguía mantenerse de pie por el dolor de la mordida, lo apoyé en mi hombro y salimos de la habitación sin voltear a ver si esa cosa seguía tras nosotros.

Los guardias ya no nos estaban esperando en el pasillo. Pero no los culpo, mi compañero y yo estábamos haciendo lo mismo al abandonar la asignación para tratar de salir vivos de ese lugar.

En todos mis años de servicio nunca había experimentado algo semejante y nada me hubiera preparado para algo así. Mi compañero sangraba profusamente, pese al improvisado torniquete que le apliqué a su mano. Mis rodillas flaqueaban no tanto por el cansancio sino por el miedo que sentía con cada paso que daba. Ya pronto estaríamos afuera de ese endemoniado lugar, y desde la patrulla (ya en marcha y con dirección a la comandancia) daríamos nuestro reporte y advertencia a nuestros demás compañeros.

Ya todo habría terminado para nosotros. Pero estaba en un error, todo lo vivido en aquel lugar era tan sólo el principio de algo mucho más grande.

Tarde me di cuenta de que hubiéramos estado mejor en la habitación con aquella “cosa”, tal vez ahí habríamos tenido más oportunidades de salir vivos. Porque tan pronto bajamos las escaleras, vimos cómo de todas las habitaciones salían más mujeres con su mirada en blanco, labios descarnados, grandes heridas sangrantes en sus vientres y cargando entre sus brazos trozos palpitantes de bebés.

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