miércoles, 19 de octubre de 2011

-10 a.m. Capítulo VIII: La huída

-I-

Hace unos veinte minutos escuché la sirena de una patrulla y sentí que todo el pesimismo que les dejé ver a mis compañeras de trabajo se esfumaba rápidamente. Casi inconcientemente me llevé las manos al vientre y le dije al bebé que llevo conmigo que todo habría de salir bien. Quizás hablé antes de tiempo, o simplemente no termino de ver el lado positivo a todo esto.

Después de que escuchamos los primeros disparos, mis compañeras y yo acudimos a ver a la mayor cantidad de pacientes que pudimos, para tratar de calmarlos y explicarles que se había presentado un contratiempo en el hospital, pero que todo estaba bajo control. No sabíamos si lo que decíamos era cierto, pero desde lo más profundo de nuestro corazón esperábamos que así fuera.

Lamentablemente el pánico provocado por el segundo temblor ya había causado el deceso de varios de ellos en algunas de las habitaciones a las que acudimos.

Inertes, víctimas del mal estado de sus corazones, varios internos yacían muertos en sus camas con el rostro llenó de angustia. La culpa por no haber hecho algo antes, era más fuerte que la noción de que no se podía haber hecho nada para prevenir lo ocurrido. En el trabajo me había tenido que acostumbrar a lidiar todos los días con la muerte, pero no de esta manera.

Con la moral por los suelos e impotencia en las manos, abracé a una de mis compañeras y no pude contener más el llanto. Ella me devolvió el abrazó y dijo lo mismo que posiblemente yo le diría a cualquiera de ellas en una situación semejante. Pero no podía dejar de pensar que debido a mi falta de acción se habían perdido vidas que quizás pudimos haber salvado. Sentía mis manos manchadas por la sangre de aquellos pacientes que depositaron su vida en nosotras, sólo para fallarles de la manera más rotunda.

Solté a mi compañera y salí corriendo lo más rápido que pude. Aunque en ningún momento se apartó de mi mente la posibilidad de que no hubiera lugar hacia donde correr, ni refugio en el cual pudiera esconderme.

Afuera de la habitación, la tarde rojiza cedía su lugar a la noche, mientras el viento helado secaba mis lágrimas soplando de lleno en mi rostro. No podía pensar en otra cosa que no fuera salir de ese lugar lo más rápido que pudiera. Tomé aliento y sin mediar palabra con mi compañera, que seguía esperándome en el cuarto, emprendí mi caminó hacia la escalera principal.

–Soy una cobarde –dije o tal vez sólo lo pensé.

Pero esa apreciación no modificó en lo absoluto mi decisión de abandonarlo todo y largarme de una buena vez de ahí. Lo único que detuvo mi marcha fue el grito que mi compañera dejó escapar desde la habitación.

Yo no podía dejarla sola. Cerré con fuerza mis manos y corrí hacia donde estaba ella. A pocos metros de mi objetivo mi amiga salió con una herida en el brazo derecho y gritando.

–¡Los muertos despertaron! ¡Vete de aquí! –dejó escapar y se vino abajo.

Yo no huí inmediatamente. Mis rodillas temblaban y mi cabeza me daba vueltas pero me aferré a ella y corrimos juntas hacia las escaleras. Nunca volteamos la mirada para ver si nos seguían, sólo escuchábamos los quejidos que provenían de todas las habitaciones.

Un poco antes de salir del pabellón, entré con mi amiga en una de los dispensarios del hospital. Si su herida no era atendida de inmediato podría perder más sangre, sin olvidar una posible infección. No teníamos tiempo que perder y sólo le lavé la herida con un poco de agua y un desinfectante. El daño no era profundo, pero para no correr riesgos le pregunté cómo es que habían sucedido las cosas.

Mientras le colocaba una gasa y un poco de venda, mi compañera me contó que pocos segundos después de que salí del cuarto, ella se acercó a cada uno de los cadáveres para darles su respeto y disculparse con ellos. Estaba rezando en silencio cuando le pareció escuchar que uno de ellos se movía. Rogando por que nos hubiéramos equivocado al declarar la muerte de aquel paciente, corrió hacia él, le quitó la sábana del rostro y le sujetó la mano, mientras que le buscaba el pulso en el cuello. Aquel sujeto estaba frío, amoratado y carente de pulso, aún así movió su cabeza y labios, como si quisiera decir algo. Para poderlo escuchar, ella se acercó un poco más y se inclinó hacia su rostro. En ese momento aquel sujeto comenzó a latir como si su cuerpo entero palpitara, abrió sus ojos, dejando ver un vacío absoluto en la mirada, y trató de morderle la cara. Ella reaccionó rápidamente y logró salvar su rostro, pero no pudo evitar ser mordida en el brazo derecho.

Su herida ya no sangraba y la prioridad seguía siendo salir del hospital lo más rápido posible. En cada pabellón y piso que cruzábamos, la misma escena se repetía una y otra vez. De todos los cuartos salían pacientes muertos que gemían y caminaban pesadamente hacia donde estuviéramos nosotras. No nos observaban, más bien nos olían. Pese al andar lento de esas… “cosas”, no subestimábamos su peligrosidad, por lo que seguimos caminando lo más rápido que pudimos hasta llegar a la planta baja. Entonces ya no pudimos avanzar más.

Toda el área estaba infestada de muertos caminantes que habían hecho pedazos a los guardias. Las paredes, ventanas y techo estaban cubiertos de carne y salpicaduras de sangre que escurrían hasta llegar al suelo. No se podía ver hacía ninguna dirección sin encontrar órganos palpitantes esparcidos por el piso. Los muertos desgarraban los cuerpos que yacían tendidos por todos lados y devoraban con violencia toda la carne fresca que estuviera a su alcance.

Estábamos rodeadas, pero ellos no hacían el menor intento por acercarse, quizás olíamos demasiado a carne muerta, o tal vez había trozos humanos más suculentos a su alcance. No abusamos de nuestra suerte y corrimos lo más rápido que pudimos de ahí. Aunque tal vez nos hubiera convenido más caminar, porque no sé si fue nuestro sudor o la adrenalina de la que hicimos uso para correr sin parar, pero nos volvimos nuevamente apetecibles.

De un momento a otro todos los muertos que no estuvieran masticando o desgarrando algo, se incorporaron y comenzaron a seguirnos con suma lentitud, pero no por ello menos intimidantes. Parecía como si fuera la nariz la que los guiara, puesto que su mirada no parecía enfocar hacía ninguna parte.

Le pedí a mi compañera que no flaqueara, ni volteara a ver atrás. Ya faltaba muy poco  para llegar a la salida y desde el sitio en donde nos encontrábamos podíamos ver el resplandor de algunas patrullas justo del otro lado de la barda del hospital.

Yo tropecé con una loza suelta, pero mi amiga no se dio por enterada y siguió corriendo justo como le pedí que hiciera. Yo aún no sabía que ése sería el último consejo que ella recibiría en su vida, así como nuestra última plática. Porque al tiempo que intentaba ponerme de pie, alcancé a ver cómo ella cruzaba el portal sólo para ser acribillada por la policía. Ellos no estaban ahí para rescatarnos, sino para mantenernos adentro. Tal vez sólo seguían órdenes, pero no creo que aquél que se las dio supiera realmente a qué se estaba enfrentando.

Ella yacía tendida en el suelo con su cuerpo destrozado y cubierto de sangre. Yo sentí que le había fallado a alguien más y por un segundo preferí morir ahí que enfrentar la realidad de un mundo que prefiere disparar primero y preguntar más tarde. Pero no podía pensar sólo en mí, mi bebé no habría de morir en ese lugar. Tal vez no quedaba ningún sitio seguro en el mundo, pero prefería morir buscándolo que simplemente perecer sin haber hecho nada.

Mientras me alejaba por otro camino, hacía el estacionamiento de las ambulancias, escuché nuevamente disparos y miré por última vez hacía atrás. Observé cómo en el lugar donde había caído mi compañera, sólo permanecía un enorme charco de sangre. Ella había despertado, pero ya no era la misma. Tal como pasó con la mujer en maternidad, mi compañera había vuelto a la vida como una de esas cosas. Los disparos la atravesaban de un lado a otro, pero ella seguía avanzando hacia sus agresores. Las balas le arrancaban pequeños trozos de carne y huesos. Fueron tantos que ella cayó al suelo con el tronco destrozado, pero a arrastras seguía aproximándose a los policías. Pronto ella se convirtió en el menor de sus problemas, porque del interior del hospital empezaron a salir más y más muertos, que tal vez atraídos por el ruido, me pasaron de largo y enfocaron su hambre en aquellos hombres armados.

Ellos no tenían suficientes balas para destrozar a todos los muertos que salían por decenas del hospital, pero siguieron disparando hasta que no tuvieron parque y sus intestinos terminaron esparcidos por todo el lugar.

No sé por qué pero no podía dejar de mirar. Quizás quería ver cómo terminaban destrozados los policías que asesinaron a mi amiga. Tal vez después de haber visto tanto horror me había desensibilizado, o sólo contemplaba mi destino, ya sea como presa de aquellas criaturas o como una de ellas.

Un pequeño dolor en mi vientre me regresó de aquel trance de carne y sangre en el que me encontraba. Aún tenía que llegar al estacionamiento y encontrar un vehículo que me sacara de ese lugar, antes de que la noche me impidiera ver más allá de mi nariz. Yo sólo esperaba que en el trayecto hacia mi destino no me topara con alguna de esas cosas o más policías.

El estacionamiento estaba vacío y sólo encontré algunas ambulancias que necesitaban reparaciones mayores. La noche caía y en el hospital no se oían más que quejidos y alguno que otro grito de los que no pudieron salir o encontrar un escondite eficaz para seguir con vida. No podía permanecer ahí o mis gritos y quejidos formarían parte del concierto nocturno. Tenía que regresar a la puerta principal, con la esperanza de que ya no quedara ningún policía que me usara de blanco, y que los muertos se hubieran alejado lo suficiente de las patrullas, aunque sólo fuera de una.

Mi “Plan B” no había resultado mejor que el anterior y no podía seguir arriesgándome. Sabía que la única razón por la que los muertos no nos habían atacado cuando tuvieron su oportunidad, tenía que ser el aroma a carne muerta que nuestra piel y ropa absorbió en nuestra huída. Por lo que decidí regresar a la recepción y untarme de cuanta sangre y carne en descomposición me encontrara esparcida por el lugar.

Tenía ganas de vomitar por el olor a muerte y putrefacción. Tampoco era agradable el contacto de esos trozos de carne que palpitaban sin parar sobre mi piel. Pero no podía renunciar en ese momento. Sólo esperaba que toda esa incomodidad valiera la pena.

Ya no corrí, no quise arruinar mi oloroso disfraz con mi propio aroma. Caminé con calma hasta llegar a la entrada. No alcancé a escuchar ningún disparo y los muertos seguían devorando la carne fresca de los policías caídos. No logré reconocer a mi amiga, y creo que fue mejor de esa forma. No me detuve ni un instante y caminé hasta encontrar una patrulla que no estuviera destrozada o invadida por los no muertos.

A sólo unos pasos de mi objetivo, la suerte estuvo apunto de abandonarme cuando el cielo se iluminó con un fuerte relámpago y empezó a llover. Apenas logré entrar al vehículo antes de que el agua lavara el olor a muerte de mi cuerpo y ropa, delatando mi presencia. Por fortuna las llaves de la unidad permanecían pegadas, no podía darme el lujo de salir a buscar entre los trozos de los policías la llave correcta, y no sé como hacer arrancar un automóvil sólo con los cables de mando (sin importar cuantas veces lo haya visto en las películas y lo fácil que lo hagan parecer).

Sin perder la calma, arranqué el motor y me fui. Quería reír de satisfacción, pero mi risa se tornó amarga por las lágrimas que terminaron por deslavar la sangre que la lluvia no quitó. Quizás había conseguido huir del hospital, pero sabía que la pesadilla aún no había terminado.

-II-

Mis peores miedos se fueron confirmando cuando a sólo unos kilómetros del hospital pude contemplar un horizonte de fuego, en medio de una tormenta eléctrica que pintaba de rojo y humo el cielo que cubría más allá de lo que mi vista alcanzaba a distinguir. La ciudad estaba en ruinas y ardía en llamas.

Mientras dejaba atrás el letrero de “Bienvenidos”, mi corazón se contrajo al ver cómo los pocos sobrevivientes trataban de defenderse de las oleadas de muertos vivientes que los atacaban. Algunos disparaban desde las ventanas de los pocos edificios que permanecían en pie, pero era inútil, pues los muertos seguían avanzando.

Un poco más adelante encontré las calles bloqueadas por centenares de automóviles abandonados, chocados, algunos envueltos en llamas y aún con personas que se agitaban y retorcían en su interior. La patrulla ya no me iba a servir de nada, pero no me animaba a salir y seguir mi camino a pie. Por lo que permanecí adentro a esperar, aún no sé qué cosa.

La sangre y el lodo recorrían las calles, inundando a la ciudad entera con el mismo hedor que traía en mi pelo, piel y ropa; el aroma de la muerte.  

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