miércoles, 19 de octubre de 2011

-10 a.m. Capítulo XI: El hijo

-I-

Dudo que alguien pueda entenderme, porque ni yo mismo estoy convencido de estar haciendo lo correcto, pero no voy a detenerme ahora. Además, cuántas veces hacer “lo correcto” ha implicado dejar de realizar lo que uno realmente quiere, o ignorar aquellos detalles que hacen de la vida un milagro.

No, no estoy haciendo lo correcto, lo sé, pero no me importa, porque prefiero vivir con esto en mi consciencia, que verlo sufrir a él.

            La mayoría de los que no murieron por los efectos del terremoto, o en manos de los no muertos, huyeron de las ciudades y corrieron a esconderse en pueblos cada vez más pequeños o poco poblados, como si todo lo que estaba ocurriendo fuera un fenómeno exclusivo de las grandes urbes, como la contaminación.

Mis vecinos huyeron, igual que mi esposa, mas no sé si habrán llegado con bien a su destino, pero yo no. Yo decidí quedarme en casa, no porque buscara la muerte, sino por la mera posibilidad de recuperar lo más preciado que llegué a tener en mi vida.

            Hace unos días, cuando aún no ocurría esta locura y los muertos se resignaban a permanecer “así”, recibí la peor noticia que un padre podría imaginarse. Mi pequeño, de sólo siete años, había sido atropellado y agonizaba en el hospital. Poco después murió, sin darme la oportunidad de despedirme.

En ese momento el mundo se me vino abajo; comer, hablar, o salir a trabajar careció de sentido. Me negaba a aceptar el hecho, aunque absolutamente todo me gritaba que mi pequeño nunca más habría de regresar a mi lado.

            Por eso, cuando los muertos volvieron a caminar sobre la faz de la Tierra, mientras el resto del mundo pensaba que esto sería el “Final”, yo lo vi como una nueva oportunidad que me brindaba la vida, para poderme recuperar a mi hijo.

            Las últimas noticias que los medios de comunicación alcanzaron a transmitir, antes de que el mundo entero se quedara en silencio, decían que permaneciéramos alertas y no nos fiáramos de nadie. Afirmaban que no prestáramos atención a nuestros sentimientos, pues sin importar que los cadáveres fueran los de nuestros seres queridos, “ellos” ya no lo eran, y no habrían de distinguir entre nosotros y un trozo más de carne fresca. Sin embargo, yo no hice caso y esperé el arribo de mi niño.

La casa no era un lugar seguro para aguardar por él, pero por yo contaba con otro sitio para emprender mi temeraria espera; un enorme y frondoso árbol, donde acostumbraba jugar mi pequeño. Tal vez no era un sitio cubierto, pero había resistido muy bien los temblores. Además, aunque las hordas de muertos fueran capaces de derribar murallas, de a uno por uno no eran más fuertes que una persona común, por lo que no tendrían por qué ser un problema si alguno intentaba subir por mí.

Entonces emprendí el dificultoso ascenso, armado únicamente con el bate de béisbol de mi hijo, unas cuerdas y un garrafón de agua.

Por tres días fui testigo de un ir y venir de hordas de muertos vivientes que se reunían alrededor del árbol. No parecía que pudieran verme, pero sabían que estaba ahí, mas nunca hicieron el menor intento de trepar, quizás no sabrían cómo hacerlo.

Yo estaba aterrado, pero nada habría de hacerme cambiar de opinión, pues estaba confiado de que mi hijo regresaría algún día.

A punto de desfallecer, una mañana escuché que alguien trepaba por el árbol. Al principio me sobresalté, tomé el viejo bate y me puse en guardia, por si alguna de esas “cosas” se hubiera animado a subir por mí. Pero aunque mis ojos no daban crédito de lo que veían, mi corazón se llenó de una felicidad que me resultaría muy complicado de explicar con palabras, cuando reconocí a mi pequeño escalando grácil y decididamente por el tronco.

Su piel estaba deteriorada y de aquel trajecito con el que lo sepultamos sólo quedaban jirones, pero era él… aunque sus ojos vacíos y gestos no parecieran reconocerme. Para él yo no era su padre, sino su cena. Entonces solté el bate y dejé que se acercara. Su andar era pausado y su mirada perdida, me dolía verlo de esa manera, pero me hubiera dolido mucho más no volver a verlo nunca.

Tan pronto estuvo a sólo unos pasos, se abalanzó sobre mí, pero yo logré dominarlo con facilidad y lo até con las cuerdas. Ya no me haría daño, ni se lastimaría él mismo al intentarlo.

-II-

A partir de ese día mi vida cambió por completo y los no muertos que asediaban el árbol se esfumaron, posiblemente en pos de todos aquellos que habían huido unos días antes.

Por un instante temí por la seguridad de mi esposa, pero opté por distraer mi atención en aquello que consideraba más importante; mi hijo. Después de todo, ella se había ido por su propia voluntad.

            Mi pequeño y yo estábamos a salvo, por lo que bajamos del árbol y volvimos a casa. Ahí todo estaba desordenado, pero seguía siendo habitable. Por lo que desaté a mi hijo, y antes de que él pudiera intentar hacer cualquier otra cosa, lo encerré en su habitación.

            Desde afuera, yo podía escuchar cómo mi niño se azotaba contra las paredes y gemía, era demasiado doloroso atestiguar eso, por lo que con todo el pesar de mi corazón, me armé nuevamente con el bate y abrí la puerta de la habitación.

Para mi sorpresa, tan pronto mi hijo me vio entrar en su recámara, se arrinconó tras un estante, como si me tuviera miedo. Por supuesto que eso me estremeció y dejé caer mi improvisada arma contra el suelo, pensando que quizás entonces mi niño intentaría satisfacer su hambre conmigo, a lo cual ya no opondría resistencia, pero no lo hizo.

Esa actitud, y el hecho de que a diferencia de los demás muertos él hubiera tenido la iniciativa de trepar por el árbol, me dio a entender que mi hijo no era como “ellos”, sin duda estaba muerto, pero aún albergaba algunos recuerdos en su memoria.

Entonces supe que no me lastimaría y lo tomé entre mis brazos, sin temor alguno, hasta que él hizo lo mismo.

Yo estaba feliz de haberlo recuperado, pero preexistía un problema; mi pequeño sufría por no poder saciar un hambre que no habría de complacer conmigo.

Por lo que tomé una decisión de la que no estoy orgulloso, pero no tenía otra alternativa; habría de ser yo el que le consiguiera su alimento.

-III-

Por eso ahora estoy aquí, en medio de lo que queda de nuestra mancillada civilización, deambulando con mi hijo de la mano. No me importa si hay que matar a un animal o a otro ser humano, de los pocos que han sobrevivido a esta carnicería.

            No hay mucho en el menú, y cada vez son menores las opciones que se nos presentan. De hecho ya no hay mucha diferencia entre mi niño y yo, pues ambos parecemos un par de muertos andantes más, que se unen a las hordas de cadáveres que transitan en búsqueda de alimento, como nosotros.

            Soy consciente de que mi hijo cada día se deteriora más, y su descomposición no habrá de detenerse hasta que su cuerpecito desaparezca por completo, pero hasta entonces lo tendré conmigo y saciaré su hambre, aunque eso implique hacerlo con mi propia carne.

No hay comentarios:

Publicar un comentario