miércoles, 19 de octubre de 2011

El árbol (segunda parte)

-VIII-

Mamá estaba en la recepción, muerta de angustia por mi ausencia. Pero tan pronto llegué, sus ojos se iluminaron y corrió a abrazarme.

–¿Dónde estabas? Nos tenías muy preocupados. Tu padre ya fue con las autoridades y toda la noche te estuvieron buscando por el pueblo y el bosque. Temimos lo peor… Pero lo importante es que ya estás aquí –dijo mientras se secaba las lágrimas, hasta que vio mis heridas.

–¡¿Pero qué diablos te pasó?! –gritó.

Luego no supe más de mí.

Desperté en la enfermería del hotel, no sé cuanto tiempo después. Mi madre me sostenía la mano, mientras papá me acariciaba la cabeza hasta que me vio despierta.

–¡Hay mi niña, ¿dónde te fuiste a meter esta vez?!–exclamó.

Yo traté de enderezarme pero ellos me contuvieron, dijeron que no tratara de hacer movimientos bruscos y procurara descansar. Yo les dije que no tenía tiempo para eso, pues había que regresar a la cueva de las bugambilias por Erika.

–¿Quién es ella? –preguntó mamá confundida.

Yo les expliqué quién era y dónde habíamos ido en compañía de Diana. Entonces papá se me quedó viendo extrañado.

–¿Quién es Diana?

Yo no tenía cabeza para seguir respondiendo sus preguntas, así que le pedí a mi madre que le explicara. Ella me miró consternada y dijo que ignoraba de quién estaba hablando.

–Diana… la hija de tu amiga Fernanda, la que siempre gana esa tonta carrera con la que empezamos las vacaciones cada año, mi mejor amiga –dije, pero mamá lucía tan o más confundida que antes.

Entonces papá me tomó de la mano y dijo que descansara. Me explicó que había recibido un fuerte golpe en la cabeza y no estaba pensando con claridad. Añadió que no me preocupara, porque ellos harían todo lo posible para encontrar a mis amigas y me mantendrían informada.

Sus palabras no fueron de gran ayuda, pues no me tranquilizaron ni un poco, pero no tuve más remedio que conformarme con su promesa.

Esa misma tarde me dieron de alta parcialmente, pues me dejaron salir de la enfermería, pero sólo para recluirme en mi habitación, bajo los cuidados de mis padres. Ahí me quedé en espera de recibir noticias sobre Diana y Erika.

Pasaron dos días de angustia y molestia por las evasivas respuestas que mis padres me daban cuando les preguntaba sobre el paradero de mis amigas. Hasta que me les enfrenté.

–¿Qué pasó, por qué no me quieren decir qué ocurrió con ellas? Ya ha pasado suficiente tiempo y la región no es tan amplia como para no haber dado con ellas.

Mis padres se voltearon a ver entre sí como si no supieran qué decir, y después me miraron. Papá me dijo que esperaba que con el tiempo se me fuera desvaneciendo esa idea de la cabeza. Luego mamá se sentó a mi lado y me tomó de la mano.

–Hemos hablado con todos los huéspedes del hotel y con la recepción, pero ninguno sabe quiénes son estas amigas de las que hablas, nunca las han oído mencionar, ni las han visto contigo. Nadie conoce a Diana o Erika, salvo tú –dijo pausadamente.

Yo no entendía de qué me estaban hablando. Eso no era posible, entonces le pedí a mamá que le preguntara a su amiga Fernanda. No podía ser que ella no hubiera oído hablar de su propia hija. Pero entre lágrimas ella me dijo que dejara de decir esas cosas. Aseguró que yo sabía perfectamente bien que su amiga no podría haber tenido ninguna hija, hijo o siquiera una vida.

–Fernanda murió cuando tenía tu edad más o menos. Le dio un infarto después de ganar la carrera con la que cada año le dábamos la bienvenida a las vacaciones de verano. La cual yo nunca pude terminar, salvo la última vez que llegué en quinto sitio. Desde entonces la carrera no se ha vuelto a correr nunca más, para evitar otros incidentes como los de mi amiga–dijo y yo me quedé sin palabras.

-IX-

Pasó el tiempo y nunca más volvimos a ese lugar. Después de varios años de terapia psicológica, no sé si para comprender lo que había ocurrido, olvidarlo o aprender a vivir con esa incertidumbre en la cabeza, los recuerdos de mi infancia y adolescencia estaban truncos o difusos, como si todo hubiera sido una fantasía o un sueño. Mi memoria me jugaba bromas que le daban sentido y cronología a mi vida, pero todo se trataba de una mentira, un engaño de mi propia cabeza que carecían de validez para el resto del mundo.

En mi afán por comprender un poco más lo que me había sucedido decidí estudiar psicología, mas no me ayudó mucho a entender esa experiencia, pero me permitió saber que yo no era la única que en algún momento de su vida se había construido un mundo alterno. Por mil razones posibles; miedo, frustración, apatía… en fin, sin mencionar el abuso de sustancias psicotrópicas, o diversos daños cerebrales. Aprendí que eso era algo muy común en la adolescencia. Resulta que puede ser tan traumático para una persona, en especial para una joven, transitar por el cambio que implica dejar de ser niña para convertirse en mujer, que su mente se inventa un mundo distinto, tan personal, bizarro o diferente que la pueda distraer de su realidad“adolescente” y su inminente “metamorfosis”.

Muchos trastornos psicológicos que me tocó estudiar tienen su origen en esa etapa de la vida, tanto para hombres como para mujeres, pero ninguno explicaba lo que me había ocurrido. Yo no había inventado un mundo alterno para escapar de la adolescencia. Según recuerdo, simplemente un mal día me informaron que mi mejor amiga nunca había existido. Por lo que no pudimos haber hecho juntas nada de lo que la memoria me decía haber realizado.

De tal suerte que si todo fue un invento de mi mente, no era una mentira que me ayudara a sobrellevar la adolescencia, pues la había creado desde hacía mucho tiempo atrás, volviéndose una parte muy importante para mí. O lo que es lo mismo, me conté tantas veces y por tanto tiempo el mismo cuento, que terminé por creérmelo y llegué a pensar que no era cuento sino la vida misma.

-X-

El verano siguiente, después de terminar mis estudios y graduarme como psicoterapeuta, en un congreso del gremio conocí a Germán, quien tiempo después se convertiría en mi marido y con quien echaría a andar dos anhelos muy importantes que tenía en la vida. El primero era poner nuestro propio consultorio (lo cual conseguimos un año después) y el segundo y más importante: Sofía, nuestra hija (quien nació tres años más tarde e inmediatamente se volvió el centro de nuestras vidas).

Él, ella y nuestro consultorio fueron mi terapia más efectiva y la mejor manera de gastar mis energías en algo que enriquecía mi vida. Las pesadillas acerca de aquel árbol en llamas, la voz, Diana y Erika, que por tantos años me despertaron sobresaltada en medio de la noche, eran cosa del pasado. Al grado de que el día que a mi marido se le ocurrió que pasáramos nuestras vacaciones de verano en un pintoresco pueblecito llamado “El paso de las Bugambilias”, sólo atiné a contestar: “¡Que gran idea!”.

El viaje lo hicimos en automóvil y durante todo el recorrido mi memoria permaneció bloqueada. No se presentó ni un solo indicador o evento que desencadenara algún recuerdo. Todo me parecía nuevo, como transitado por primera vez. Incluso el viejo hotel de “La Espiga”, me pareció del todo desconocido y pintoresco. No podía recordar nada. Hasta que en la sala de recepción, al momento de registrarnos me quedé viendo un viejo mural en la pared. En él se representaba al pueblo y bosque entero, casi como un mapa de la región. En el centro de la pintura se podía identificar un lago con un colibrí en el medio, al sur el pueblo con su iglesia y viejos puentes, al este el hotel como una fortaleza amurallada, y al norte y oeste el bosque, como si los árboles abrazaran al mural mismo.

Cada espacio de la pintura estaba finamente cubierto, salvo por un claro, casi imperceptible, donde se podía ver un árbol de follaje rojo, no como las hojas en otoño sino como si estuviera pintado con sangre fresca, o como si fueran flamas. Entonces sentí un zumbido muy fuerte en los oídos, un dolor paralizante en la cabeza, y como las luces en un túnel, empecé a ver imágenes que bombardeaban mi memoria. Recordé vívidamente a Diana, Erika, al árbol en llamas rodeado de ríos de sangre bañando sus raíces, y a una mujer de cabello largo, vestida de blanco y rostro descarnado…

Entonces no pude más y perdí el conocimiento.

-XI-

Desperté un poco después en el mismo recibidor del hotel. Un médico me revisaba las pupilas, a la vez que me medía el pulso, sosteniéndome la muñeca. Estaba apenada y confundida. Mi marido me preguntó si me sentía bien y le contesté que “sí”, con la palabra, pero “no”, meneando la cabeza. El médico dijo que me encontraba bien, salvo por la presión que la tenía un poco alterada. Preguntó si padecía de hipertensión y respondí que “no”.

–Bueno, entonces quizás se deba al largo viaje o al cambio de latitud y temperatura. Le recomiendo que hoy se quede a descansar en su cuarto y si experimenta alguna otra molestia, por pequeña que ésta sea, llámeme o pídale a la recepcionista que mande a alguien por mí –añadió, muy amablemente y le regalo un dulce a mi pequeña Sofía, quien me miraba un tanto preocupada desde los brazos de su papá.

Yo traté de minimizar el problema con una mueca a manera de sonrisa y aunque Germán no parecía estar muy convencido, confió en mi respuesta gesticulada y no me hizo ninguna pregunta. Él sabía reconocer cuando las cosas andaban mal conmigo o le ocultaba algo, pero confiaba en mí y en lo que existía entre nosotros, por lo que sabía que en caso de que yo lo necesitara, se lo haría saber sin que él tuviera que presionarme de alguna manera. Sofi en cambio, pese a su corta edad era muy inquisitiva y no dudó en preguntarme más de una vez con su media lengua, si me encontraba bien. Ni siquiera el problema que le implicaba quitarle el celofán al dulce, fue suficiente para distraerla del hecho de que su madre se hubiera desplomado como uno de sus títeres de trapo.

Una vez en el cuarto, Germán desempacaba, mientras yo me quedé recostada abrazando a mi pequeña.

–Bien podría acostumbrarme a esto –bromeé con él, a lo que me respondió con un beso en la frente, seguido de un “espero que no”.

Me alegraba saber que las cosas parecían recuperar su cotidianidad y decidí ignorar lo ocurrido. Pensé que todo había sido mi imaginación, resultado del cansancio, estrés, recuerdos suprimidos… en fin, factores que mejorarían con un buen descanso y auto-terapia, la cual no tenía ninguna intensión de ejecutarla ese día.

El médico me había recomendado descansar, y era precisamente eso lo que iba a hacer en ese momento.

Pedimos por teléfono que nos llevaran algo de comer al cuarto y mientras mi dos “terapeutas favoritos” veían la televisión, yo intenté dormir un poco hasta que llegara la comida.

Según yo no me dormí, aunque sí que sentí distinto mi cuerpo, como si no fuera mío, cual si fuera el traje abultado de alguien más. Entonces me enderecé y volteé a ver a Germán y Sofía, quienes seguían viendo la televisión. Estiré los brazos y pregunté por la comida, sin obtener respuesta alguna. Insistí pensando que me ignoraban a propósito para gastarme algún tipo de broma, pero ni mi pequeña, que siempre me volteaba a ver tan pronto escuchaba mi voz, pareció hacerme caso. En ese momento miré a mi alrededor sin saber qué estaba buscando, pero sea lo que fuere lo hallé en la ventana del cuarto.

Fue entonces que supe que estaba soñando, pues aquello que pude ver en el reflejo era mi propia imagen, pero como si aún tuviera diez y seis años. No me sobresalté al ver mi rostro adolescente de nuevo, sabía que era un sueño. Lo que me estremeció fue ver como la joven de mi reflejo cubrió su rostro con las manos, y al momento de descubrirlo de nuevo, ya no tenía ojos, sino un par de agujeros negros y ensangrentados. La imagen me horrorizó y desperté sobresaltada, justo cuando el servicio al cuarto tocó a nuestra puerta.

–No te preocupes cariño, enseguida los atiendo yo –dijo Germán, al momento de incorporarse para abrir la puerta.

Luego, recibió los alimentos, firmó, dio propina al muchacho y cerró la puerta tras de sí, entonces me volteó a ver, y noté que las cuencas de sus ojos estaban vacías, como la joven de mi pesadilla, entonces fue que solté un grito que realmente me despertó.

Germán, que acababa de recibir los alimentos y se encontraba en el baño lavándose las manos y haciendo lo propio con nuestra hija, corrió a mi lado y me tomó entre sus brazos.

–Sólo fue un mal sueño mi amor, respira profundamente. Mira, ahí está nuestra pequeña preocupada por ti, y aquí estoy yo. Bien sabes que puedes contar con nosotros para todo. Somos tu familia y siempre estaremos contigo. Sea lo que sea que te perturbe, no tienes por qué afrontarlo tú sola–dijo al tiempo que incitaba a Sofía a venir a darme una avalancha de abrazos y besos devoradores.

–Luego te digo, te lo prometo –le dije, antes de darle un beso, como esos que nos dábamos cuando éramos novios y que hacía mucho tiempo que no nos regalábamos.

–Bien podría volver a acostumbrarme a eso –me dijo con una sonrisa que apenas le cabía en la cara, a lo que contesté con un fuerte abrazo, y un “espero que sí”, susurrado al oído.

-XII-

Sin más pesadillas por esa noche, a la mañana siguiente y antes de que Sofi despertara, cumplí mi promesa y le conté todo a Germán.

Al principio tuve mucho miedo, ni siquiera sabía cómo empezar, pero conforme le fui platicando el temor se convirtió en alivio y empecé a sentirme mucho más liberada, como si me hubieran quitado una carga muy pesada de encima. Él me escuchó sin hacer ninguna pregunta, pero sin ocultar la empatía que mi relato le provocaba. Al final me abrazó, comenzó a llorar y yo con él. Por un segundo me hizo olvidar que en realidad era él quien lloraba conmigo.

Me pidió que lo disculpara por haber elegido ese lugar para pasar nuestras vacaciones. No había nada qué dispensar, él no sabía nada y a mí ya se me había olvidado todo.

–Esto puede ser una oportunidad para superar éste trastorno de una vez por todas. ¿Qué te parece si aprovechamos este viaje para recorrer esos lugares que visité cuando era niña, pero ahora sin amigas imaginarias que desaparezcan sin dejar rastro, pero sí en compañía de Sofi y mi mejor amigo? –le dije entre sus brazos.

Él se me quedó viendo y muy seriamente dijo:

–Me parece muy buena tu idea, el único problemita que veo es tener que regresar a la ciudad y convencer a “tu mejor amigo” de venir a tomarse unas vacaciones con nosotros.

Ya no le dije nada, no hubo necesidad, un simple codazo de mi parte en su estómago fue suficiente para hacerle saber que no me había hecho ninguna gracia su chiste. Aunque al final terminé riendo con él.

-XIII-

La Laguna del Colibrí era el destino ideal para empezar la terapia. Por su puesto que no nos fuimos por la ruta turística. Una vez más me sentí como lugareña, por lo que tomamos el sendero que por tantos años recorrí de pequeña. Era maravilloso a la vez que un poco perturbador poder recordar con tanto detalle algo que por años mantuve bloqueado en mi cabeza; los colores de los árboles y el juego de luces que había cada vez que los rayos del sol se filtraban por entre las ramas más altas, el olor a humedad y vegetación mezclado con el perfume de las flores que poblaban todo el sendero, el sonido de nuestras pisadas en el pasto verde y mojado, el canto de los pájaros y el crujir de las ramas y hojas meciéndose por las tenues corrientes de aire.

Tanto Germán como Sofía estaban encantados con el camino, pero se quedaron boquiabiertos cuando llegamos a la laguna; el lugar más hermoso que sus ojos hubieran visto en su vida. Todo era tal y como lo recordaba. Me pareció increíble que por tantos años hubiera podido borrar de mi memoria ese maravilloso sitio. Pero ya no más.

Germán me reclamó por haberle impedido traer la cámara.

–Esto es precioso, imagínate una foto ampliada de este sitio en nuestro consultorio. No sé por qué te hice caso...

Pero antes de que siguiera con su alegato, lo interrumpí con un beso en la mejilla y le dije que no había cámara ni lienzo en el mundo capaz de capturar tanta belleza. “Este sitio está aquí para que lo vivamos, y una vez que nos hayamos marchado lo recordemos y deseemos regresar aquí para volver a vivirlo”.

–¿De donde sacaste eso? –preguntó intrigado.

–Lo pensé cuando era adolescente… o quizás me lo dijo una amiga hace mucho tiempo –dije y me recosté en el suelo.

Sofía estaba paradita, quieta y mirando hacia todos lados. Sólo abría y cerraba sus pequeñas manos, como si quisiera sujetar algo pero no supiera por dónde empezar. Entonces, casi como si nos estuvieran esperando, apareció una parvada de colibríes que no paraban de ir y venir de una flor a otra. Sentía como si hubiera vuelto a ser niña, y al igual que mi hija, sólo atiné a quedarme sentada y disfrutar del espectáculo que nos estaba ofreciendo la naturaleza.

Al poco rato se nos unió mi marido a nuestro sofá de pasto y los tres nos quedamos en silencio, simplemente “viviendo” el momento hasta que uno a uno nos fuimos quedando dormidos. Primero Sofi sobre mi brazo, después él recostando la cabeza sobre mi pecho, y al final yo.


-XIV-

No sé por cuánto tiempo estuve dormida, pero cuando desperté me encontraba completamente sola en medio del bosque y rodeada por la oscuridad de la noche.

Casi de inmediato me pareció escuchar algo entre los árboles. No estaba segura pero creí escuchar la risa de mi hija.

Me levanté lo más rápido que pude y corrí hacia ella. Mis pisadas eran torpes, un tanto por la oscuridad y otro poco por la incertidumbre de lo que estaba ocurriendo ahí. No podía dejar de pensar en lo que había ocurrido la última vez que me separé de alguien en ese sitio. No podía permitir que pasara eso de nuevo. Esta vez no. De ningún modo dejaría que Sofi y Germán sólo existieran como un mero recuerdo confuso, o en mis sueños.

En ese momento empecé a dudar seriamente de mi sanidad mental. ¿Acaso me estaba volviendo loca? ¿Tal vez lo he estado durante todos estos años? Si algún paciente que hubiera llegado a mi consultorio, me contara todo esto que ahora se agolpa en mi cabeza y me hiciera esas mismas preguntas, es posible que le dijera que no, pero sin duda alguna guardaría todas las reservas del caso.

No sabía dónde estaba y las risas parecían provenir de todos lados, como si cada rama reprodujera el mismo sonido. Hasta que se concentraron todas en un solo lugar; la caverna de las bugambilias. Tan pronto la vi sentí como se erizaba cada centímetro de mi piel. No estaba lista para enfrentar eso, y mucho menos sola. Pero ahí estaba, frente a mí y como una gigantesca boca que me decía “entra y busca a tu familia”.

De repente la risa de Sofía cesó, temí lo peor y sin pensarlo dos veces entré a ese lugar. La sensación de aventura que sentí la primera vez que había ingresado a ese sitio, parecía estar sepultada por una tonelada de miedo, desesperación y angustia. Sólo recuerdo que con cada paso que daba mi cerebro me atormentaba con el mismo pensamiento: “no otra vez”. En ese momento comprendí que ni Diana o Erika fueron en ningún momento una invención de mi mente para sobrellevar la adolescencia. Ellas eran reales, tanto como Sofi y Germán. Diana había sido mi mejor amiga desde que supe el significado de esa palabra, y Erika también lo pudo haber sido de habernos conocido un poco mejor.

La caverna estaba tan oscura como la última vez que había entrado. No era capaz de ver ni mis manos, mucho menos dónde ponía los pies. No tardé mucho tiempo en tropezar, resbalar y caer sin ningún control sobre mí. Yo sólo podía sentir cómo las piedras me golpeaban inclementemente mientras caía. Hasta que se acabó el camino. No había más fricción bajo mi cuerpo, sólo la sensación de caer y seguir cayendo por un hueco que parecía no tener fondo. También en eso me había equivocado, lo supe cuando de la nada caí sobre un montón de pasto y hojas que por suerte amortiguaron el descenso.

Ya no estaba tan oscuro, había un poco de luz que provenía de algún lugar por debajo de mis pies. Entonces oí la voz de una mujer que preguntaba si me encontraba bien.

Yo no podía ver a nadie, hasta que de entre las sombras surgió una silueta; una mujer como de mi estatura, con un cabello de tonos rojizos y rubios (tan largo que rozaba con el suelo) y ataviada por un delicado velo blanco que apenas cubría su desnudez.

Yo estaba aterrada, no podía dejar de pensar que tal vez se trataba de la mujer de rostro descarnado que me seguía y gritaba en mis pesadillas, o esa cosa de las cuencas ensangrentadas y colmillos lacerantes, que me asustó la segunda vez que entré a ese lugar. Pero conforme se fue acercando hacia mí, pude observar que se trataba de alguien más. Su rostro no estaba descarnado, sino lleno de vida y dulzura. En ese momento no creí haber visto un rostro más hermoso que el suyo en toda mi vida. Sus ojos eran preciosos y tenían la misma expresión que mi… Sofi. Pero no podía ser ella, mi niña no tenía ni siquiera seis años y la mujer que tenía delante lucía como de mi edad.

Esa extraña persona se acercó un poco más y extendió su delicada mano hacia mí, para ayudar a ponerme de pie. Acepté su gesto sin poner alguna objeción, hasta que por detrás de su velo aparecieron dos horribles criaturas con cuerpo de jabalí, pero rostros humanos, como si alguien le hubiera arrancado la cara a dos niños pequeños para injertarlos en esos animales. Las dos bestias tenían un horrible chillido que me ponía los pelos de punta, pero lo más perturbador era escucharles emitir el sonido de un infante al reír.

Al ver esas bestias, yo di un brinco hacia atrás y volví a caer sobre las hojas apiladas.

–No tengas miedo –dijo.

–No te harán daño, al menos que tú quieras hacértelo. No me preguntes a mí qué son, no son míos, aparecieron el mismo día que lo hiciste tú. Hace ya mucho tiempo de eso. ¿No te parecen simpáticos? Tal vez sean tus miedos y angustias. Quizás sólo son tus pesadillas –dijo y se agachó a acariciar el lomo de esas horribles criaturas.

–¿Quién… eres tú..? ¿Qué quieres de mí? –pregunté mientras intentaba ponerme de nuevo de pie.

Ella me miró y con un ademán de su mano, les ordenó a esas bestias que se fueran de ahí, como si quisiera estar sola conmigo. Entonces me respondió con otra pregunta:

–¿En serio no sabes quién soy?

Luego se acercó tanto a mí que me sentí intimidada por su presencia. Sujetó con suavidad mi barbilla con una mano, mientras que con la otra me acarició gentilmente el pelo.

–¡Vamos!, tú sabes quién soy, ya nos hemos visto antes, al menos en tus sueños –dijo y su hermoso rostro dejó de serlo.

Como una vela que se derrite, su cara se fue despojando de piel, nariz, orejas y ojos, hasta que quedó frente a mí la horrible mujer que me asechaba en mis pesadillas.

Las rodillas me temblaban de tal forma que apenas podía permanecer de pie, mientras ella seguía acariciándome la cara y el pelo con sus delicadas manos. Los pocos músculos que aún quedaban firmes en su rostro, me dejaron ver una sonrisa que de nos ser por lo macabro del resto, podría decir que era hermosa.

Yo estaba más confundida que nunca. Quería huir, salir corriendo de ahí sin mirar atrás, ni importarme nada, pero de alguna manera sabía que si huía de ese lugar y en especial de ella, no volvería a ver a mi niña, ni a mi esposo de nuevo.

Tenía que permanecer ahí, viendo como poco a poco ella acercaba lo que quedaba de su rostro al mío. Entonces me besó en los labios y me soltó. Yo caí cual castillo de arena ante un chubasco. Quedé a gatas sobre el suelo húmedo y no sé por qué, pero volví a alzar la mirada como si quisiera ver su horrible rostro de nuevo. Pero ya no lo era, de hecho era otra vez hermoso y lleno de vida como antes.

Luego ella me miró y luego sonrió como si me hubiera gastado algún tipo de broma. Después se alejó un poco y me retó a que yo misma respondiera mi pregunta

–Yo sé que sabes quién soy. Si quieres te puedo dar una pista –dijo, mientras adoptó una extraña pose: alzando su cabeza y brazos como si intentara tocar el techo y paredes al mismo tiempo.

–¿Eres la muerte? –contesté.

Ella interrumpió la pose por un segundo para soltar una carcajada y decirme que no.

–Inténtalo de nuevo –dijo y volvió a colocar sus manos y cabeza de la misma manera.

Era extraño pero ya no me encontraba tan nerviosa como antes. Hacía sólo unos minutos, bien pude haberme orinado en los pantalones, pero en ese momento me sentía tranquila, como si nada malo le fuera a ocurrir a mi familia o a mí, mientras estuviera con ella. Entonces lo intenté de nuevo

–¿Eres mi pequeña Sofía? –dije y ella no dijo nada, sólo movió su cabeza en señal de desaprobación.

–¿Eres Diana? –pero de nuevo su respuesta fue no.

–¿Erika? –una vez más, no.

–¿Mi madre? –dudó un poco, como si estuviera considerando la respuesta, me vio con ternura, pero volvió a decirme que no.

–Fíjate bien, no sólo veas mis brazos a lo alto, observa los detalles y no sólo lo que salta a la vista. Pon atención a lo que “subyace enterrado” y no te daré más pistas –dijo y me guiñó un ojo.

La volteé a ver de arriba a bajo y casi de inmediato me percaté de algo que no me pareció haber notado antes. Sus pies no estaban posados sobre el suelo como los míos, sino enterrados, prácticamente integrados a la tierra. Entonces su cabello se alborotó como si una ráfaga de viento lo impulsara hacia arriba. El pelo ondeaba como si fuera una entidad independiente, entremezclando sus tonos rojizos con los rubios, como si danzaran, elevándose más allá de todo, como si fueran llamas que ardieran en su cabeza. En ese momento lo supe y contesté:

–¡Eres el árbol!

Ella sonrió y las llamas de su pelo iluminaron todo el lugar, dejándome ver las bugambilias multicolores que habitaban por todos lados.

–Ya sé quién eres, pero aún ignoro ¿qué quieres de mí?–dije al tiempo que me acerqué cada vez más a ella.

–Sólo te quiero ayudar. No tengas miedo. No busco y nunca he buscado nada más de ti y los tuyos –respondió al momento en que bajó los brazos y acarició nuevamente mi rostro y pelo.

Entonces le pregunté por mi familia.

–No te preocupes, ellos están bien –respondió cándidamente, colocando mis manos entrelazadas contra su pecho.

–Tanto él como ellas lo están… justo en el lugar donde los dejaste. Diana está corriendo lo más rápido que puede en busca de ayuda. Erika está inconciente en una de las cámaras de la cueva con una fractura de tobillo. Tu pequeña hija está durmiendo entre tus brazos, y tu querido esposo sigue recostado a tu lado, abrazando a ambas bajo la sombra de un árbol .

–¿Entonces todo esto es un sueño solamente? ¿Cómo es posible que sólo sea eso? –dije y me solté a llorar más confundida que nunca.

–¿Acaso los sueños no son una parte muy importante de la realidad? –dijo y me abrazó con mucha ternura, como si fuera mi madre, hasta que me tranquilicé un poco.

–Eres muy real para ser un sueño, o al menos no recuerdo haber tenido uno como éste antes –dije y la besé en la mejilla.

Ella me miró como si fuera su pequeña y dijo que no me sintiera tan extrañada.

–Así son estas cosas, o igual y este sueño no es tuyo, sino mío –dijo dibujando con el dedo índice una sonrisa en mi cara.

-XV-

Todo era un sueño, tan real como lo puede ser la peor de las pesadillas. Un árbol de fuego con forma de mujer o viceversa era mi guía, en un mundo onírico que bien podría nunca haber sido mío, sino suyo. Era un ser que se presentaba ambigua ante mis sentidos; a veces como la criatura más aterrorizante, o el ser más encantador. Tal vez ella misma era sólo un invento más de mi mente o yo una creación de la suya. Quizás hasta se tratara de mi inconsciente hecho persona. El caso es que la caverna era su casa y yo una intrusa que entró sin saber a dónde me estaban llevando los pies.

La cabeza empezaba a dolerme, cuando ella me tomó de las manos y dijo que ahora dependía de mí la decisión de despertar en la realidad donde mis amigas existen, pero mi familia no, o en la que Diana y Erika no son más que el fruto de mi imaginación, y Sofía y Germán me aguardan en el mismo lugar donde los dejé dormidos.

Ante mi se me presentaba una sola salida con dos posibles destinos, partiendo de la misma caverna, ocupando el mismo espacio, pero no necesariamente el mismo tiempo. Tenía que cruzar el umbral de la cueva si ninguna duda en el corazón o en mi pensamiento. Sólo gozaba de una oportunidad y nada más. Tan pronto estuviera del otro lado no podría regresar nunca a la otra realidad. Sin importar cuantas veces volviera a entrar o salir de nuevo.

Afirmar una realidad negaría por completo la otra, al menos para mí. Podría volver a tener diez y seis años y regresar con mis amigas, mas no podría recordar nada de mi vida adulta; mi hija, mi marido, ni nada que me hubiera ocurrido después, mas que en sueños.

Podría arriesgarme a volver con mis amigas, con la esperanza de “reencontrarme” con Germán en el futuro y juntos volver a tener a mi pequeña Sofi. Pero no lo hice. Si perder a mis amigas para siempre implicaba recuperar a mi familia, entonces lo haría una y mil veces. Lo sentía por Diana y Erika, pero yo no quería conocer a otro Germán o tener a otra Sofi, yo quería a los que ya tenía en mi vida y amaba. Por lo que abracé por última vez a esa extraña mujer y le dije adiós.

–Nos volveremos a ver – me susurró al oído y salí de la caverna.

Desperté bajo la sombra de un árbol casi tan ancho como alto y de hermosas hojas rojas y amarillas, que no recuerdo haber visto en el momento en que me recosté. Entre mis brazos dormía mi pequeña Sofía, mientras los de mi marido nos rodeaban a las dos. Los pájaros trinaban entre las ramas y el perfume de las flores, en compañía del chapoteo de los sapos sumergiéndose en la laguna, me hacían pensar que si la vida era un sueño solamente (como dicen algunos), sería mejor no hacer demasiado ruido, pues no nos vayamos a llevar un chasco el día que sin previo aviso tengamos que despertar, quizás en otro sueño, o tal vez en el de alguien más.


Diana

-I-

Sin más luz que la reflejada por la luna, llevé al equipo de rescate que me facilitó el hotel a la entrada de la cueva de las bugambilias. Vanesa ya no estaba, pero supuse que estaría adentro haciéndole compañía a Erika. Sólo esperaba que no hubiera llegado demasiado tarde, pero es que me demoré más tratando de localizar a sus padres. Los mío y los de Erika aún no regresaban del pueblo cuando llegué al hotel, pero me dijeron que les avisarían tan pronto los vieran, pero nadie me supo dar razón del paradero de los papás de Vanesa. Según la recepcionista ellos no estaban registrados en el hotel y el cuarto en el que según yo estaban hospedados, estaba ocupado desde hacía una semana por una pareja de recién casados. Qué locura, pero no había tiempo para aclarar nada.

A los pocos minutos los rescatistas volvieron con Erika en una camilla. Decían que estaba bien. Tenía una pequeña fractura en el tobillo, algunos hematomas por la caída y algo de hipotermia, pero nada grave. Habíamos llegado a tiempo, un par de horas más y la humedad y frío de la caverna hubieran sido suficientes para acabar con su vida, por no hablar de los animales salvajes que salen a cazar por las noches, y suelen deambular por este tipo de lugares.

–¿Y Vanesa? ¿No encontraron a Vanesa? –pregunté.

–Lo siento pero no encontramos a nadie más y las huellas en el lodo no nos dieron indicio de que alguien más hubiera estado ahí adentro.–dijo uno de los rescatistas, mientras los paramédicos se llevaban a Erika por el sendero.

En el hotel me topé con dos escenarios. Para la administración, los rescatistas y el papá de Erika, yo era una heroína por haber atravesado sola el bosque en pos de ayuda para su hija, pero para su madre y mis padres yo era una irresponsable que pude haber causado la muerte de alguien ese día. No es que no estuvieran de acuerdo con el resultado final, pero era claro que para sus ojos las cosas bien podrían haber tenido algún otro desenlace, mucho menos agradable o fatal.

Lo único que no entendía era dónde estaba Vanesa y por qué sus padres no aparecían por ningún lado. Cada vez que preguntaba por ellos a la administración del hotel, me respondían con un: “no hay ninguna familia registrada bajo ese nombre”. Y cada vez que hacía lo propio con mis papás, ellos evadían el tema o me mandaban a descansar.

–¡Basta de evasivas, mamá, no puede ser que no te interese el paradero de tu amiga Fabiola y su hija! ¡No puede ser que actúen como si no las conocieran cuando su familia y la nuestra han sido amigas desde que tengo memoria! –les dije con los ojos enrojecidos y llena de coraje.

Mamá me abrazó y papá abandonó el cuarto.

–Mi amor, descansa, sólo estás un poco confundida, bien sabes qué pasó con Fabiola. Todos los años, antes de venir a descansar aquí me has acompañado al cementerio donde descansan sus restos. Has elegido las flores y hasta rezado junto a mí. Bien sabes que ella murió cuando yo tenía más o menos tu edad, después de la carrera de bienvenida. Yo al igual que ella nunca habíamos ganado una, ni siquiera concluido, salvo la última. Para participar en ella entrenamos muy duro y corrimos como nunca. Ninguna de las dos ganó, pero ella quedó en segundo y yo tres lugares más abajo. Lo habíamos logrado, pero el esfuerzo había sido demasiado para ella y murió de un paro cardiaco tras cruzar la línea de meta. La competencia se prohibió por mucho tiempo, hasta que hace unos veinte años la volvieron a permitir. Ya ves, Fabiola está en paz, por lo que debes estar confundida, esa amiga tuya de la que hablas debe ser hija de alguien más –respondió sin dejar de mirarme a los ojos.

No tenía sentido lo que me contaba, pero no parecía estarme mintiendo.

Mi madre me dejó consternada. No podía dudar de lo que decía, pero tampoco podía hacerlo de lo que yo recordaba, aunque pareciera como si sólo yo la hubiera conocido. Erika tenía que recordar algo, después de todo fue Vanesa la que nos había presentado.

Rogando por que Erika no me saliera con una historia completamente diferente a la que recordaba, acudí a su habitación para hablar con ella.

Su madre no me quería dejar pasar, pero su padre aún agradecido por haber vuelto con ayuda al lugar donde se encontraba su hija, intercedió por mí y me dejaron a solas con ella.

Erika lo recordaba todo y tampoco entendía nada, pero el sólo hecho de saber que existía alguien más que recordara lo mismo era suficiente para mí. En ese momento volvió a mi memoria la foto que nos tomamos juntas bajo aquel árbol.

–¿Ya revelaste la foto que nos sacaste al terminar la carrera? –le pregunté como si mi cordura dependiera de su respuesta.

–Ésta mañana mamá me iba a enseñar las fotos que tomaron en el pueblo y sus alrededores. Yo me sentía un poco cansada y le dije que después las vería. Me imagino que entre ellas ha de estar la fotografía que nos tomamos juntas ese día –respondió y me indicó el lugar dónde su mamá las había colocado.

Una a una fuimos revisando las fotografías; puentes, edificios viejos, murales, riachuelos, estatuas, y hasta un OVNI fortuito al querer fotografiar un ave en pleno vuelo. Pero no había nada más, hasta el final.

–Tal vez debimos haber empezado al revés –me dijo con una sonrisa, que si no supiera que estaba tan consternada como yo, le hubiera borrado de un almohadazo en la cabeza.

La evidencia estaba delante de nosotras e impresa. Erika con su tímida sonrisa y pose un poco seria a la derecha, Vanesa con los ojos bien abiertos (cubriéndose las piernas con su suéter y recargada contra el árbol al centro) y yo con la medalla de primer lugar colgada al cuello y una sonrisa que apenas me cabía en la cara, a la izquierda.

–¿Sabes lo que significa esto, verdad? –le pregunté.

Pero antes de que ella pudiera decir cualquier cosa la imagen impresa de Vanesa desapareció de la foto y sólo quedamos Erika, el árbol y yo.

Entonces Erika se me quedó viendo a los ojos y dijo, casi susurrando:

–Me imagino que significa que estamos completamente locas ¿no?

Yo no supe qué decirle y el silencio entre nosotras duró hasta que sus padres regresaron a la habitación.

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