miércoles, 19 de octubre de 2011

El árbol (primera parte)

-I-

Aquel día iniciaban las vacaciones de verano, y como cada año, mis padres y yo salíamos de la monotonía citadina e íbamos a provincia, como lo hacían muchas otras familias, sólo que nosotros siempre íbamos al mismo sitio; un pueblo no muy apartado llamado “El Paso de las Bugambilias”. Ahí nos hospedábamos en “La Espiga”, que era el único hotel de la zona. El lugar no era muy vanguardista que dijéramos, de hecho creo que no había cambiado nada desde que lo conocía, pero era muy bonito y acogedor. Al parecer había sido una hacienda que después de muchos años de permanecer abandonada, los propietarios en turno decidieron transformarla en un hotel, hacía más de cien años, o al menos eso es lo que indicaban las fotografías y pinturas que decoraban las paredes del inmueble.

El pueblo era pequeño y lo más vistoso que poseía era el propio hotel y la naturaleza que lo rodeaba; amplios bosques llenos de aves de colores, riachuelos y pequeñísimas cascadas que abastecían “La Laguna del Colibrí”. La cual recibía su nombre por la gran cantidad de colibríes que iban a tomar el néctar de las múltiples flores que la rodeaban.

A mí me encantaba estar ahí, y las dos semanas y media que pasábamos en ese sitio las disfrutaba muchísimo, salvo por el primer día. Lo más emocionante que ocurría entonces era la aburrida carrera de “bienvenida”, de no sé cuantos kilómetros, organizada por el hotel, las autoridades del pueblo y los propios huéspedes, en la que mis padres siempre terminaban inscribiéndome (verano tras verano y sin consultarme siquiera). Esa carrera nunca la gané, de hecho ni siquiera había logrado terminar su recorrido. Las razones de mi escaso desempeño eran varias; a veces me caía y terminaba con más moretones y raspaduras que Cristo, en otras ocasiones, a sólo unos pasos de la meta, mis piernas se negaban a dar un paso más y me advertían que si no quería terminar toda moreteada y sangrando lo mejor era no seguir adelante, sin descartar el factor físico y psicológico de que no me gustaba correr, y menos aún que me obligaran a hacerlo.

El caso es que como cada año, en esa ocasión también tenía puestos esos ridículos pantaloncitos cortos que tal vez cuando era una niña me hacían ver hasta simpática, pero que entonces me incomodaban al grado de no querer siquiera agacharme a amarrar mis agujetas por temor a que los pocos muchachos del lugar pudieran ver más de la cuenta. Ya se lo había platicado a mamá, pero ella me seguía viendo como una niñita, aunque ya no lo fuera.

Estaba a sólo un mes de cumplir mis diez y seis años, pero mis padres me trataban como si tuviera la mitad o menos.

–En otras culturas yo sería toda una mujer –les decía, pero ellos sólo se reían de mí.

–En otros tiempos no sólo serías vista de esa manera, sino también serías considerada la más vieja del grupo –replicaban. Luego me abrazaban y decían que aunque tuviera canas y estuviera rodeada por un enjambre de niños que me llamaran abuela, para ellos siempre sería su “bebita”. Lo cual, admito me hacía sonreír, pero aún así no me dejaba satisfecha.

            Mientras esperaba en la línea de salida, pensaba que quizás algún día recordaría ese momento y sonreiría, como lo hacía mi abuela cuando nos contaba de su infancia. Pero pronto tuve que borrar esa idea de mi cabeza, cuando llegó un grupo de muchachos que nos empezaron a ver de arriba abajo mientras otros silbaban o reían entre ellos. No, definitivamente eso no se los contaría a mis nietos, sino al psicoterapeuta algún día.

A mi lado se colocó una chica de cabello rubio. Tenía que ser nueva en la carrera porque no recordaba haberla visto antes, y ahí todas nos conocíamos desde siempre. Parecía nerviosa, aún más que yo, por lo que traté de ser amistosa y le extendí mi mano al momento de decirle que me llamaba Vanesa.

Ella sonrió tímidamente, correspondió el saludo y dijo llamarse Erika.

Le pregunté si ésa era su primera carrera y ella un tanto insegura respondió que sí, mientras volteaba a ver a las demás competidoras. Le dije que no se preocupara, que al igual que ella todas ahí participábamos más por la presión ejercida por nuestros padres, que por las ganas de competir. Ella se sonrió y me preguntó si alguna vez había ganado la carrera, yo le respondí con una mueca desaprobatoria, y agregué el hecho de que ni siquiera había terminado una, y eso que había participado en todas las categorías desde que era muy pequeña.

Entonces volteé hacia mi derecha y con la cabeza le señalé a Diana.

–Ella  es la chica que año tras año se lleva la carrera. Tal vez sea la única de nosotras que realmente la disfruta –agregué.

–¿No te llevas bien con ella? –me preguntó Erika como si fuera a molestarme la duda.

–Al contrario, Diana es mi mejor amiga. Nos conocemos desde pequeñas y quizás desde antes de nacer, pues nuestras madres también son amigas desde niñas –respondí.

–¿Qué tal si después de la  carrera, sin este incómodo y pequeño uniforme, las tres nos reunimos en el recibidor del hotel y vamos por ahí? Me encantaría enseñarte el rumbo –le dije y sin pensarlo demasiado asintió con la cabeza, aunque luego dijo que tendría que consultarlo primero con sus padres, a lo cual no me quedaba más remedio que acceder.

La competencia terminó y como siempre Diana nos ganó a todas. Lo único nuevo fue que ahora sí logré terminar el recorrido y no quedé en tan mal lugar (o al menos yo he oído que no hay quinto malo). Mis padres estaban felices y me llenaron de besos y abrazos como si hubiera llegado en primero. Yo estaba exhausta al igual que Erika, que quedó sólo un lugar después de mí. No sé cómo le hice, ni por qué me importó concluirla (aunque igual y fue por no perder delante de alguien que corría la ruta por primera vez, que tuve el coraje de terminarla en esa ocasión).

Casi sin aliento, Erika se me acercó y después de darnos felicitaciones mutuas, dijo que en más de una parte del recorrido estuvo apunto de abandonarlo, pero el ver que yo no cedía la había motivado para seguir adelante, hasta donde le fuera posible. Luego sonrió, tomó aliento y me abrazó con lo poco que le quedaba de fuerza.

Diana se nos acercó, fatigada pero más entera que nosotras dos, me felicitó por haber terminado la carrera, y yo a ella por su triunfo. Entonces le presenté a Erika. Diana la aceptó de buen grado, parecía que le había caído tan bien como a mí, y me dio la impresión de que también a Erika le habíamos caído bien nosotras dos. Sobre todo cuando sacó una pequeña cámara y le pidió a una de las muchachas que pasaba por ahí que nos tomara una foto juntas, bajo la sombra de un viejo árbol.

Nuestra nueva amiga habló con sus padres y ellos no encontraron ningún inconveniente en que saliera a caminar por ahí con nosotras. El único problema era que tanto Erika como yo estábamos tan fatigadas que no podíamos dar ni un paso más. Por lo que ese día sólo nos repondríamos de la carrera y platicaríamos sobre cualquier tontería, mientras nos refrescábamos en la piscina. El recorrido por el lugar tendría que esperar un nuevo amanecer, si es que para entonces podíamos caminar.

-II-

Al día siguiente y en contra de lo que supuse la noche anterior, amanecí sin que me doliera nada y completamente repuesta de la carrera. Aún acostada, estiré mi cuerpo para echar afuera toda la pereza que aún pudiera quedar por ahí, y vi el reloj.

–¡Pero qué tarde es! –grité.

Con razón me sentía tan descansada, cómo no, si había dormido más de doce horas. No había nadie más en la habitación y el único rastro que pude encontrar de mis padres fue una nota que dejaron sobre el tocador:

            Dormilona, tu padre y yo nos fuimos a recorrer el pueblo, esperábamos que vinieras con nosotros pero por más que intentamos despertarte no pudimos despegarte de la almohada. Tu desayuno ya está pagado, pero en el segundo cajón de la cómoda te dejamos algo de dinero para cualquier cosa que puedas necesitar. Desayuna bien y diviértete con tus amigas.

Cuídate y recuerda que te queremos mucho.

Tus padres.

            Bueno, al menos ya sabía dónde estaban y dónde sería mejor no ir a pasear ese día. Lo siguiente que pensé fue darme un buen baño, alistarme, desayunar e ir a mi encuentro con Diana y Erika, pues esperaba que no se hubieran ido sin mí.

            Apenas estaba escogiendo la ropa que me iba a poner, cuando escuché que alguien estaba tocando a la puerta de la habitación. Me asomé por la mirilla y vi que se trataba de Diana y Erika, que seguramente ya se habían cansado de esperarme en la salita de la recepción. Les abrí con más pena de que me vieran en esas fachas que por el detalle de haberlas hecho esperar. Les expliqué que me había quedado dormida, aunque bastaba con verme toda despeinada y en pijama para hacer innecesaria tal aclaración.

Las dos se cruzaron de brazos y pusieron un gesto de enojo, sólo por un instante, ya que al ver mi aflicción se miraron entre sí y soltaron una sonora carcajada.

–También nosotras nos quedamos dormidas. ¿Por qué crees que venimos a buscarte hasta ahora? Me encontré con Erika en la cafetería hace unos veinte minutos, y al preguntar por ti en la recepción nos dijeron que tus papás habían salido, pero que no se fijaron si ibas con ellos, entonces temimos que te hubieras cansado de esperar y decidido salir sin nosotras –dijo Diana mientras Erika cogió una almohada de la cama y la lanzó de lleno contra mi cabeza.

Definitivamente eso era una declaración de guerra que por su puesto no habría de ignorar…

            Después del cese de las hostilidades y de dejar la cama aún más desordenada de lo que ya estaba, puse a las dos derrotadas a ordenar todo ese alboroto, mientras me bañaba y alistaba para salir a desayunar y caminar por el campo.

Diana insistió en que ese día fuéramos al pueblo y al siguiente o después visitáramos la laguna, pero yo no quería eso. El día anterior podríamos haber ido a donde ella hubiera querido. Pero ese día yo ponía las reglas, porque yo había ganado la guerra de almohadazos, no era mi culpa que ella desaprovechara su oportunidad.

Tal vez Diana estaba invicta en “carreras largas”, pero a mí nadie me ganaba en “el dominio de la almohada” y menos aún en mi propia cama, o en la que por varios días más habría de serlo.

-III-

El sol brillaba con todo su esplendor, pero los árboles eran lo suficientemente altos y frondosos como para cubrirnos de sus rayos, mientras nos adentrábamos cada vez más por el bosque. Erika se veía un poco nerviosa, pero la tranquilizamos diciéndole que no había ningún riesgo de perdernos, además de que nunca habíamos visto u oído a algún animal salvaje que pudiera hacernos daño, ni siquiera una huella. Sólo pájaros, pequeñas lagartijas y uno que otro conejo. No había ningún peligro mientras siguiéramos el pequeño sendero que nos llevaba justo a la Laguna del Colibrí. Ésa no era precisamente la ruta turística, pero sí la más bonita pues podías disfrutar de la naturaleza de un modo más directo, además de que después de todas las visitas que tanto Diana como yo habíamos hecho, la verdad es que no nos sentíamos como turistas.

            Sólo faltaban unos cuantos metros más de camino para llegar a nuestro destino. Ya se podía oír el golpeteo de las pequeñas cascadas que alimentaban a la laguna, además de que el perfume de las flores, así como la humedad en la tierra que pisábamos y la frescura del aire que tocaba con suavidad nuestros rostros, ya nos daban la bienvenida.

La laguna brillaba con los rayos del sol y sus aguas cristalinas nos permitían ver hasta los pequeños peces multicolores que nadaban en el fondo, así como uno que otro que casi rozaba la superficie. Los colibríes danzaban de una flor a otra y de un lado de la laguna al otro, con la mayor naturalidad posible, casi como si no estuviéramos ahí, o nuestra presencia no les importara en absoluto. Por momentos parecían detenerse en el aire sobre el espejo de agua y nos miraban un poco curiosos, sólo para retomar su camino hacia otra flor.

Ni a Diana ni a mí nos extrañó que fuera Erika la primera en caminar hacía la orilla mientras veía con asombro a su alrededor. Parecía estar sin palabras hasta que al fin nos volteó a ver con una sonrisa que apenas le cabía en el rostro, y dijo que lamentaba no haber traído su cámara, aunque quizás no habría servido de nada, pues no habría cámara, lienzo o paleta que pudiera capturar tantos colores y formas a la vez.

–Este lugar no está aquí para que lo dibujemos o fotografiemos. Nada ni nadie podría capturar su belleza. Este sitio está aquí para que lo vivamos y una vez que nos hayamos marchado lo recordemos y deseemos regresar aquí para volver a vivirlo –dijo Diana, mientras se ponía cómoda sobre una piedra.

Erika y yo nos la quedamos viendo por un instante, sin que pudiéramos pensar en algo que pusiera en duda su dicho. Se oía cursi, pero era cierto. Luego nos sonreímos y nos colocamos junto a ella. Todo estaba en calma y el único sonido que podíamos apreciar era el del medio ambiente, enriquecido únicamente con tres respiraciones extras; las nuestras.

Estábamos sentadas en el pasto mojado, conscientes de que quizás nos reprenderían por ensuciar así los pantalones, pero seguras de que esa experiencia era algo que había que vivir, aunque estuviera de por medio la posibilidad de un regaño. No hablamos de nada, ni hurgamos en nuestras bolsas buscando algo que pudiéramos llevarnos a la boca. Nuestros sentidos estaban absortos hasta que una barriga empezó a exigir comida, y esa vez por suerte no fue la mía.

–Ya vez “Dianita”, eso es lo que obtienes cuando despiertas y desayunas primero que las otras –le dije, mientras el estómago de Erika secundó al de Diana y las tres comenzamos a reír.

Esa era la señal que nos indicaba que lo mejor sería que emprendiéramos el camino de regreso al hotel, antes de que a mi estómago le diera ganas de unirse al debate y entre las tres arruináramos la paz y tranquilidad que aún se vivía por ahí.

Aún no salíamos por completo de la protección de los árboles y el aroma de las flores seguía fresco en nuestro olfato, pero tanto Erika como yo no hacíamos más que hablar de lo maravilloso que había sido haber visitado ese lugar, con cierta añoranza y ánimos de volver algún día.

–¡Quiero que regresemos mañana! –les dije emocionada.

Pero Diana me paró en seco.

–Si por ti fuera, acamparíamos ahí todos los días. No, nada de eso señorita. Aún hay muchos lugares por visitar y ya se me ocurrió el sitio perfecto para ir a recorrer mañana –dijo.

Ante la posibilidad de que estuviera hablando del pueblo, como lo había sugerido antes, le pedí que lo pensara mejor. Ahí podíamos ir la siguiente semana, al fin nunca había nada interesante qué ver, sólo monótonas casas y personas que se te quedan viendo como si fueras de otro planeta, sin mencionar a los muchachos tontos que se habían burlado de nosotras.

–No te preocupes –me dijo con una sonrisa un tanto maliciosa.

Luego señaló con el dedo un sendero que no recordaba haber visto con anterioridad.

–¿Y a dónde lleva eso? –pregunté.

–No sé y tampoco lo había visto antes, pero es un buen pretexto para hacer uso de nuestro deseo de aventura, como cuando éramos niñas –respondió.

–Recuerda que el camino secreto a la Laguna del Colibrí tampoco lo conocíamos y ya vez. Igual y encontramos un lugar bonito, sin casas monótonas, personas curiosas, ni tus “muchachitos tontos” que tanto te preocupan y quitan el sueño –me dijo y siguió su camino, haciendo como si no notara que me había hecho enojar un poco.

            Una vez en el hotel y delante de un plato de comida, el enfado no duró mucho y cedió su lugar a la camaradería. Entonces me pareció que era cierto eso de que con el estómago lleno todo luce mucho mejor que cuando está vacío. Incluso la loca idea de Diana no me pareció tan descabellada como al principio. Después de todo, si existía un sendero seguramente fue hecho por el ir y venir de la gente del pueblo. Quizás como una ruta alterna a algún otro lugar ya conocido por nosotras dos. Tal vez hasta fuera un camino más corto (o mucho más largo) a la Laguna del Colibrí. Pensé en el chasco que se llevaría Diana si así fuera.

Recordé que la primera vez que recorrimos el sendero a la laguna no me dejaban de sudar las manos y temblar las rodillas. Gritaba con cualquier ruido que escuchaba, ya fuera producido por las ramas que se agitaban con el viento, la presencia de algún pájaro o los conejos que se escabullían entre los matorrales, quizás más temerosos que yo. Esa fue mi primera aventura con Diana. Ahí se ganó mi confianza y yo me forjé la idea de que mientras estuviéramos juntas nada malo podría pasarnos.

-IV-

La mañana siguiente desperté más temprano que de costumbre. Tuve una pesadilla horrible. Soñé que estaba sola en el bosque y corría atemorizada como si alguien estuviera detrás de mí. Corría y corría pues no podía detenerme, hasta que me tropecé contra algo y caí. Desorientada, miraba hacía todos lados pero no podía localizar la causa que me provocaba ese miedo. Podía sentir como si los árboles me vigilaran, como si ellos o algo más entre las sombras estuviera acechándome.

Entonces escuché un grito desgarrador que se esparcía como el viento, pero no era eso. Volví a correr hasta que llegué a un claro, donde reinante en el centro había un gigantesco árbol que ardía en llamas que llegaban hasta el cielo. Era descomunal y sólo un poco más alto que grueso, pero soportaba el fuego sin quemarse, como si éste fuera parte de él, cual hojas encendidas.

De repente escuché una voz desde el interior del tronco del gigante, como de mujer. Pronunciaba mi nombre. En eso el árbol se abrió como una fruta madura y empezó a derramar sangre. Yo estaba paralizada de miedo y tan empapada como el suelo que me rodeaba. Todo se tiñó de rojo.

Grité con todas mis fuerzas hasta que pude sentir una vibración que parecía originarse por debajo de la tierra. Me quedé muda y entonces del árbol brotó una mano que se estiraba hacía afuera, mientras seguía escuchando mi nombre como si procediera de todas las direcciones. Fue entonces que me despertó mi madre con una sacudida.

–Tranquila hijita, sólo fue un mal sueño –dijo sólo un instante antes de tomarme entre sus brazos y consolarme hasta que dejé de temblar.

Ya que estuve un poco más calmada, papá preguntó qué había soñado. Yo mentí y dije que no recordaba.

–Así es mejor. Ahora olvídate de todo y vuelve a dormir. Recuerda que mientras esté papá y mamá a tu lado, nada podrá hacerte daño –dijo mi madre, me dio un beso en la frente y los dos regresaron a su cama.

Yo no quise volver a quedarme dormida, por miedo a soñar nuevamente lo mismo. Ni siquiera intenté cerrar los ojos, mejor volteé hacia la ventana, y esperé a que amaneciera del todo.

-V-

A las ocho de la mañana ya había desayunado con mis padres y me quedé en la recepción a esperar a Diana y Erika, tal como habíamos acordado. Sólo era cuestión de esperar unos cuantos minutos más, pues ya las había visto despiertas y arregladas, desayunando con sus respectivas familias.

Yo veía el reloj de la pared y enfoqué mis pensamientos en mil tonterías, con tal de olvidar el extraño sueño que había tenido en la madrugada. Pero no podía, no había sido una pesadilla cualquiera. No era la primera vez que tenía una, pero esa tenía algo especial, algo que me llenaba de miedo con sólo recordarla.

Estaba tan inmersa en mis pensamientos que casi me da un infarto cuando oí que gritaban: “¡Vanesa!”

Pero ahora no era ninguna voz de ultratumba sino la de Diana, quien dijo haber estado parada frente a mí por casi un minuto, sin que yo notara su presencia.

Me disculpé con ella y le platiqué que había tenido un sueño horrible en la madrugada. Ella se me quedo viendo y dijo con una voz muy seria que tal vez no había sido ningún sueño.

Yo sentí que los brazos y piernas me flaqueaban cuando escuché eso, hasta que Diana se sonrió y dijo que lo más probable era que anduviera de sonámbula y hubiera visto mi propia imagen en el espejo del baño.

–¡No seas tonta! –le dije un poco molesta.

–En verdad tuve un sueño muy feo y creo que lo mejor sería que el día de hoy no nos movamos del hotel. Podemos quedarnos en la piscina a platicar y nadar un poco, o por ahí recorriendo el lugar, no sé, pero sin salir de aquí –concluí nerviosa.

Diana se me quedó viendo con cara de duda, como si pensara que estaba jugando, burlándome de ella o algo parecido.

–Mira, los sueños son sólo eso, no le des más importancia de la que se debe. Yo también he tenido pesadillas y créeme, también he tenido ganas de no salir, ni de debajo de las cobijas. Sin embargo he salido y nunca ha ocurrido algo de lo cual me haya tenido que arrepentir después. ¿Tú sí? –preguntó con una sonrisa y sujetándome con ternura de las manos.

–Anda, ya verás que no nos pasa nada. Y si ocurre… esperemos que sea divertido –me dijo al tiempo que Erika se sentó a mi lado con una sola pregunta.

–¿Ya están listas? Porque yo sí –respondió emocionada.

Diana y yo asentimos con la cabeza y emprendimos el camino. 

-VI-

Volvimos al bosque y tan pronto entramos en aquel sendero, poco a poco la belleza de los árboles y los rayos del sol filtrándose entre las ramas eclipsaron el nerviosismo que sentía al principio. Diana y Erika se veían muy felices, tanto que me hicieron sentir como una tonta al no haber querido venir a ese lugar, todo por culpa de un mal sueño. Entonces sí olvidé lo ocurrido y empecé a disfrutar el paseo, sus colores, texturas y aromas.

            Sentíamos como si fuéramos unas exploradoras que por primera vez se abrían brecha por un nuevo mundo, aunque el camino no era muy distinto del que ya habíamos recorrido para llegar a la laguna, por lo que pensé que podría haber tenido razón con mi suposición del día anterior, y lo único que estábamos haciendo era encontrar un camino alterno y más largo al sendero ya conocido. Pero eso no importaba entonces, porque lo estábamos disfrutando mucho, hasta que no hubo más camino.

–¿Y ahora, para dónde seguimos? –le pregunté a Diana.

–¿Después de todo lo que tuvimos que caminar? Que decepción. Yo esperaba encontrar algo nuevo, un paisaje maravilloso, no sé, cualquier cosa con excepción de esto; un sendero que no nos lleva hacia ningún lado –nos dijo Diana con cierta pena y un poco desanimada.

–¿Cómo que a “ningún lado”? ¿Por qué la gente de aquí haría un camino sin destino? Debe haber algo, quizás no lo notamos antes, pero sólo es cuestión de buscar con más ganas y con los ojos bien abiertos –dijo Erika.

–U oídos –agregó Diana, mientras nos pidió guardar silencio con el dedo sellando sus labios, y nos invitó a captar el sonido casi imperceptible de una caída de agua, no muy lejos de ahí.

            Llenas de entusiasmo, Erika y Diana se apartaron del camino con el objeto de llegar al origen de ese incesante goteo. Por mi parte, algo en el pecho me decía que no saliera del sendero, pero la curiosidad pudo más que la prudencia y sin pensarlo demasiado me uní a las otras dos.

Juntas llegamos a una fuente natural de agua, rodeada de flores rojas, azules, violetas, blancas y amarillas. Sin embargo eso no fue lo más curioso que encontramos, pues a un lado de ella vimos lo que parecía ser una caverna cubierta de bugambilias de muchos colores.

Las tres nos quedamos sin habla, eso era algo que no nos esperábamos, pues a pesar de que el lugar se llamaba “El Paso de las Bugambilias”, nunca habíamos visto ni una sola por los alrededores, hasta ese día.

            Las tres estábamos tan emocionadas por haber encontrado ese maravilloso lugar, que haciendo a un lado el buen juicio, decidimos entrar a explorar sólo un poco. No debíamos aventurarnos demasiado en esa caverna, pues no sabíamos que tan larga y profunda era, además de que nuestra única fuente de luz eran los pocos rayos de sol que iluminaban sus rocosas paredes, por lo que corríamos el riesgo de perdernos si nos internábamos más de la cuenta. Sin olvidar que en caso de extraviarnos, nadie sabría dónde buscarnos, pues sólo nosotras conocíamos ese lugar.

            El suelo de la caverna era arenoso y crujía con cada paso que dábamos, lo cual nos puso un poco tensas, pero no lo suficiente como para regresar por donde veníamos. Las paredes eran ásperas como el granito, húmedas y tan irregulares que nos gastaban bromas con la luz que se proyectaba entre sus rincones. Sentíamos que no estábamos solas.

Temerosas y extasiadas por el lugar y la incertidumbre, volteábamos la mirada a todos lados como si quisiéramos abarcar su plenitud de una sola vez. Entonces oímos un ruido que nos inquietó; un aleteo.

–¡Murciélagos! –gritó Diana y las tres nos echamos al suelo.

Pero estaba equivocada. Lo que venía hacia nosotras era una parvada de golondrinas que volaban hacia la salida. Las tres nos sonreímos, aliviadas de que no fuera lo que pensábamos, pero después nos sentimos un poco afligidas al suponer que con nuestra presencia las habíamos espantado.

Pero la pena no duro mucho, pues a sólo unos pasos pudimos ver un poco de luz y el canto característico de estas aves. Motivadas por la curiosidad, continuamos la exploración hasta llegar a una cámara abierta que dejaba pasar libremente los rayos del sol.

El lugar era enorme, no nos hubiéramos podido imaginar sus dimensiones con sólo verla desde afuera. Adentro había una cascada que alimentaba un riachuelo que corría y atravesaba la caverna, hasta donde los rayos del sol no nos permitieron seguir viendo. Había plantas de muchos tipos, pero las que predominaban por los colores y distribución eran las bugambilias.

Las golondrinas revoloteaban entre la apertura de la cámara, las ramas, el riachuelo, el cielo abierto y nosotras. Ahí acampamos y comimos lo que habíamos preparado para el camino. No nos dirigimos la palabra, no era necesario. Casi podíamos saber lo que estábamos pensando con sólo mirarnos. No queríamos irnos nunca de ahí. Era fantástico y en ese momento lo sentimos todo nuestro.

Las horas fueron transcurriendo, hasta que advertimos que la luz amarilla se fue tornando cada vez más roja. Ya era hora de volver a la realidad y eso significaba regresar al hotel con nuestros padres, antes de que oscureciera por completo.

–¡Mañana volvemos! ¿Verdad? –dijo Erika, a lo que tanto Diana como yo asentimos con la cabeza.

–Y quizás hasta con lámparas, botas para trepar y cuerdas. Hay que explorarla toda –agregó Diana, a lo que tanto Erika como yo respondimos con una carcajada. La última que daríamos juntas.

-VII-

Seguimos el camino de salida cada vez con menos luz. No podíamos creer cómo en tan poco tiempo el cielo rojo de la tarde se fue tornando negro. A tientas y casi a gatas salimos de la caverna, pero sólo Diana y yo.

–¡Apúrate “tortuguita”! –le grité a Erika.

–¡Si no puedes ver nada, sólo tienes que seguir nuestra voz! –gritó Diana, pero ninguna de las dos pudo escuchar respuesta alguna.

–Hay que volver por ella, no la podemos dejar ahí sola –le dije a Diana muy asustada.

–¿Y si nos perdemos también? –replicó ella.

–Entonces mientras yo entro por Erika tú vuelve al hotel por ayuda –dije muy seria.

Indecisa, Diana me miró como si se quisiera echar a llorar, pero sólo dejó escapar un tímido “sí”, y nos abrazamos para desearnos suerte, como si supiéramos que nunca más nos volveríamos a ver.

Ella se fue corriendo en dirección al sendero y yo entré de nuevo a la caverna.

No podía ver ni dónde ponía mis pies, y mientras gritaba “¡Erika, Erika!” me preguntaba cómo le íbamos a hacer una vez que nos encontráramos para salir de ahí, si no podíamos ver nada.

Entonces las preguntas empezaron a inundar mi cabeza; ¿y si se confundió y se fue para otro lado? ¿Si se lastimó con cualquier cosa, resbaló y tiene roto algo y no puede caminar? ¿Y si le pasó algo peor?

No sabía qué pudo haber ocurrido con ella, pero sólo podía pensar en lo peor que se podrían poner las cosas.

¿Y si Diana no encontraba el camino de regreso al hotel? ¿Si le llegara a pasar algo en el trayecto? Entonces pensé que quizás deberíamos haber ido juntas a pedir ayuda, pero no podíamos dejar sola a Erika. Además, Diana era la más veloz y yo sólo sería un lastre para ella.

            Absorta en un mar de preocupaciones, de repente sentí un ligero temblor en el suelo y literalmente me tragó la tierra. No sé por cuanto tiempo resbalé por ese tobogán de arena que se había formado bajo mis pies, pero temí lo peor y mantuve cerrados mis ojos hasta que todo acabó.

Una vez que abrí los párpados me vi rodeada de luces de colores, como luciérnagas que revoloteaban por todo el lugar, pero sin hacer ruido. Poco a poco me puse de pie y noté que inexplicablemente no me había roto ni un hueso. Ni siquiera me pude encontrar un pequeño raspón, yo que me cortaba con sólo ver una punta afilada. Estaba confundida y por un segundo me olvidé de mis amigas.

Miré hacia arriba y los lados, mas no podía ver nada, salvo las luces de colores. Entonces me puse a llorar hasta que a lo lejos escuché que alguien gritaba mi nombre. No podía reconocer la voz, pues se oía distorsionada y con eco, podría ser cualquiera pero rogué por que fuera Diana o Erika.

Me sequé las lágrimas con la mano y caminé hacia la voz. No fue nada fácil. Las luces me confundían y hacían que viera muros y pasillos donde no los había. Hasta que por fin llegué al lugar donde provenía la voz; era Erika. Entonces pensé que seguramente había caído en un agujero de arena igual que yo.

Ella estaba a gatas gritando mi nombre.

–Erika, soy yo, Vanesa, no te preocupes todo va ha estar bien, Diana fue por ayuda y ya verás que pronto van a dar con nosotras. Ahora lo importante es que guardes la calma y averigüemos dónde estamos –dije al tiempo que me fui acercando a ella, hasta que pude posar mi mano sobre su hombro, entonces alzó su cabeza y no pude más que soltar un grito y echar a correr.

Erika tenía por ojos dos manchones negros de sangre coagulada, y por dientes dos hileras de filosos colmillos que laceraban su propia boca.

Corrí con todas mis fuerzas y ella seguía tras de mí. Se impulsaba velozmente con sus brazos y piernas. Sólo se detenía para alzar la cabeza, gritar mi nombre y jalar aire, como si me estuviera olfateando.

Yo tenía mucho miedo, no entendía qué pudo haberle pasado o si esa “cosa” era realmente ella.

Mientras corría no dejaba de pensar que tal vez todo eso no era más que una horrible pesadilla, como la del árbol en llamas. Entonces las luces desaparecieron y la voz que pronunciaba mi nombre también se fue con ellas. Sólo había oscuridad. No se podía oír nada más que mi respiración agitada y el latido de mi corazón que se me quería salir por las orejas. En ese momento ya no podía dar ni un paso más y me dejé caer…

Seguramente me desmayé o algo así, porque no sé qué pasó después. Sólo desperté afuera, pero no en la entrada de la cueva, sino en medio del bosque. La cabeza me daba vueltas y trastabillando me puse de pie. No sabía dónde estaba, ni qué había pasado, aunque la luna brillaba en lo más alto y su luz me permitía ver dónde posaba mis pasos.

Caminé sin parar, tal vez en círculos, no lo sé. El caso es que todo lo que me rodeaba parecía siempre lo mismo. Hasta la luna se veía estática, como si el tiempo no pasara. De repente, como un destello frente a mis ojos, me encontré con un gigantesco árbol de follaje de fuego, casi tan ancho como alto, justo como el de mi sueño, pero se sentía distinto, podía percibir su luz y calor en la cara y en todo mi cuerpo.

            No lo pensé dos veces y empleé la poca fuerza que me quedaba para alejarme lo más que pudiera de ahí. Corrí tan deprisa y sin darme cuenta, que tropecé no sé con qué y terminé de bruces en el suelo mojado. Me dolía todo el cuerpo, y tanto la nariz, como las palmas de las manos y las rodillas me sangraban, pulsaban y ardían. Entonces no sé cómo, pero ya me encontraba justo afuera de la entrada de la cueva de las bugambilias y ya era de día.

            Muy despacio y con más dolor que ganas me incorporé en pos del sendero que nos había llevado hasta ahí. No tardé mucho en dar con él y mientras lo recorrí de regreso al hotel, no pude apartar de mi cabeza lo que había vivido esa noche. ¿Cómo podría?

Me preguntaba qué habría sido de Erika y por qué no llegó Diana con la ayuda. Sólo esperaba llegar pronto al hotel, buscar a mis padres, a Diana, a los padres de Erika, al administrador del hotel, o al primero que me encontrara. Alguien que fuera capaz de iniciar la búsqueda de mi amiga. Sólo así podría olvidarme de todo eso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario