miércoles, 19 de octubre de 2011

En la pared. Capítulo I: El asesino de la cruz

-I-

Sin duda alguna ése fue el caso más difícil que me tocó afrontar en mi vida como policía. Todo empezó hace sólo un par de semanas en un hotel muy lujoso de la ciudad. Como siempre este tipo de cosas les pasan a las personas que menos se lo esperan, es decir, a cualquiera. O al menos no creo que una camarera que ingresa a una habitación aparentemente desocupada para realizar sus labores cotidianas, pudiera esperar encontrar además de un cuarto en desorden, una cama completamente manchada de sangre y por encima de ésta el cuerpo de un hombre, no mayor de cincuenta años, desnudo y sin genitales, clavado en forma de cruz, sujeto al techo con una especie de alambre que le ha ido cortando muy lentamente la carne, pero no lo deja caer, y con los intestinos colgándole.

            No... Imposible… Realmente quién podría imaginarse encontrar semejante escenario con sólo abrir una puerta. Por su puesto que la camarera nunca estuvo bajo sospecha. ¿Cómo podría esa joven de menos de veinte años, con cincuenta kilos (o menos) de peso, hacer algo así sin dejar una sola huella que la incriminara? Lo único que la vinculaba con el caso era que el crimen sucedió en el mismo hotel en el que ella trabajaba, además de que el vómito que encontramos en el suelo de la habitación sí era suyo.

El que la camarera volviera el estómago justo en la escena del crimen fue una ventaja, porque si hubiera utilizado el retrete nos hubiera costado mucho más trabajo notar que en el agua del mismo, flotaban la lengua, el pene y los testículos de la víctima. Por su puesto que era notorio la ausencia del los genitales en el cuerpo encontrado, pero percatarnos de que también había sido extraída la lengua nos hubiera tomado un poco más de tiempo, porque sus labios estaban cocidos con el mismo tipo de alambre que lo mantenía atado al techo.

            Estudios más profundos nos revelaron que los órganos no fueron cortados por ningún utensilio quirúrgico o algún tipo de navaja. Más bien, y tomando en cuenta el tipo de desgarre encontrado, fueron arrancados… tal vez manualmente. Era difícil de precisarlo, puesto que no se localizó ninguna marca en ellos, además de que estaban un poco hinchados y dañados, pero por el agua clorada del excusado.

También se pudo determinar que la lengua y los genitales no fueron los únicos órganos que fueron sustraídos del cuerpo, pues el asesino o asesinos se habían llevado también los ojos. Y una cosa más, la sangre encontrada sobre la cama y en las ligeras huellas de cicatrización, tanto en las cuencas de sus ojos como el la boca, ingles y área abdominal, nos revelaron que la víctima no murió al instante, sino varios minutos después (o quizás horas) de que se le sujetara al techo y fuera mutilado.

            Lo principal era averiguar quién era la víctima, porque a partir de eso podríamos plantearnos las distintas hipótesis sobre el móvil del crimen. Hasta entonces no ganábamos nada especulando qué sentido o tipo de mensaje se podría estar mandando al martirizar y matar a una persona de esa manera. Porque tenía que haber algo más. ¿Quién se tomaría tantas molestias en preparar un escenario como éste sólo porque si? Era demasiado para ser sólo una distracción.

La duda rondaba en nuestras cabezas, pero una vez que conocimos la identidad de la víctima, la incertidumbre no disminuyó, porque se trataba de un sacerdote. ¿Quién pudo atreverse a hacer semejante cosa y actuar con tanta saña contra él? ¿Quién podría ser capaz de hacer algo así sin dejar una sola huella? Aunque por otro lado ¿Qué hacía un hombre que juró humildad y pobreza en un hotel como ése?  

-II-

El alambre con el que estaba sujeto el cuerpo al techo era otro callejón sin salida. No era acero común, parecía quirúrgico, pero resultó ser una especie de tejido de algodón, hierro y un material que no logramos determinar del todo. Además no parecía provenir de fábrica, debido a su acabado rústico y diferencias estructurales entre una muestra y otra del mismo tramo. Haciendo a un lado el origen y composición, lo que más nos inquietaba era la manera en que se encontraba sujeto al techo. Parecía como si el tejido procediera de la propia estructura del edificio.

            El alambre era filoso como un bisturí. El sólo hecho de que uno de mis compañeros tocara el cuerpo de la víctima para evitar que cayera en pedazos, era suficiente para que él mismo terminara con cortaduras, aún utilizando guantes protectores. ¿Cómo es que alguien o un grupo de personas pudieron colgar a un ser humano de esa manera y con ese material, sin terminar con sus propias manos destrozadas? Tal vez el cuerpo no fue sujeto al techo manualmente, quizás se utilizó algún tipo de máquina o algo. Pero el caso es que no dejaron ninguna evidencia que nos pudiera indicar cómo ocurrieron las cosas.

            Desesperados, la teniente adjunta al caso sugirió empezar con lo básico. Se retiró la cama y cuatro policías extendieron una cobija a unos veinte centímetros  por debajo del cuerpo. Entonces ella tomó unas tijeras de entre los utensilios del forense y se las dio a un oficial, pidiéndole que intentara cortar uno de los hilos de alambre muy cuidadosamente. Él acató las indicaciones y cortó tímidamente un extremo. El alambre dio de sí como un simple cordel, pero reaccionó como látigo y alcanzó a rebanar la cobija como si fuera un trozo de papel, por lo que se desechó la misma, se sustituyó por tres más (acomodadas una sobre otra) y se extendió a un metro por debajo de la víctima.

El oficial siguió cortando y el alambre fue cediendo como si fuera de nylon, poco a poco hasta que sólo quedaban unas cuantas ataduras en los hombros, rodillas y cabeza. Fue entonces que el cuerpo no pudo soportar más la presión y se desplomó sobre las cobijas, ya sin brazos y cabeza, sólo colgado de las rodillas que para entonces ya estaban rotas. Los forenses no quedaron muy complacidos con el resultado,  pero por lo menos se logró liberar al cuerpo de las ataduras. ¿Quién hubiera pensado que ese material tan filoso como una navaja, cediera de esa manera frente a unas simples tijeras? Por suerte ninguno de nosotros salió severamente lastimado.

-III-

El sacerdote sólo fue la primera víctima encontrada. Al día siguiente nos reportaron un caso similar. Demasiado parecido como para tratarse de una coincidencia. Pero en esta ocasión no fue un sacerdote sino un senador del partido en el poder. Alguien muy cercano al gobernador y según algunos, muy afín al presidente. Las condiciones fueron más o menos las mismas: un hotel lujoso, el senador desnudo, sin ojos, lengua, genitales, crucificado en el techo, con los intestinos de fuera, etcétera.  

            De nueva cuenta la camarera fue quien encontró a la víctima. Salvo que estuviéramos dispuestos a abrir el caso de “las camareras sádico asesinas y metalúrgicas”, no teníamos ninguna evidencia que nos indicara un posible móvil, aunque nos resultaba evidente la vinculación con el otro caso. No pensábamos que se tratara de un imitador. Se supone que nadie más que la policía y algunos funcionarios de la Iglesia sabíamos del caso del sacerdote. No tenía sentido provocar el morbo de la gente contándole a los medios de comunicación los detalles del crimen.

            Este caso tenía que ser tratado con la misma discreción que el anterior, aunque al tratarse de una persona reconocida públicamente, era un poco más difícil evitar las preguntas de los periodistas. Sin embargo teníamos que guardar silencio, no sólo por respeto a los familiares de las víctimas, sino también para evitar darle fama a quien quiera que estuviera detrás de todo esto. De igual manera, queríamos evitar que la investigación se enrareciera con crímenes perpetrados por imitadores. Es curioso cómo pueden ser algunas personas, si alguien cruza nadando el Canal de la Mancha, sólo un puñado de personas muestran algún tipo de interés en repetir tal hazaña. En cambio, si un desquiciado se sube a un edificio público y se pone a disparar a las personas que circulan por el lugar, en días u horas de que se sabe la noticia, no faltará alguien que quiera hacer lo mismo.

            Teníamos que descartar todas las posibilidades, pero nos parecía claro que independientemente de quién cometió la mutilación y asesinato del sacerdote, era la misma persona o grupo de personas que victimaron al diputado.

            Realmente no teníamos mucho por dónde empezar, salvo un elemento que en el caso del sacerdote nos pareció irrelevante. No es extraño que entre las pertenencias de un cura se encuentre un viejo crucifijo de madera de unos quince centímetros de alto. Pero no resulta tan lógico hallar el mismo tipo de objeto entre las ropas de un senador. Es cierto que cualquiera puede tener uno, inclusive si no se cree en el simbolismo que carga. Sin embargo encontrar dos crucifijos casi idénticos, datados según los expertos entre el siglo II y III de nuestra era, no era algo tan usual. Salvo que fuera una extraña coincidencia, o las dos víctimas se hubieran topado con la misma oferta en la venta de garaje de los “primeros cristianos”. De no ser el caso, entonces existía la posibilidad de que estas reliquias no les pertenecieran a ellos originalmente, sino que fueron colocadas por el, o los asesinos, tal vez a manera de firma (como su fetiche personal) o un mensaje para alguien más.

Definitivamente el hallazgo de las cruces no era una evidencia que pudiéramos darnos el lujo de pasar por alto. Sobretodo si considerábamos el hecho de que no contábamos con nada más.

            Las dos cruces eran prácticamente idénticas; tamaño, forma, color, antigüedad y materia prima. Además parecían proceder del mismo tablón, considerando las formas de las vetas. Incluso las dos tenían grabadas en un costado una inscripción en latín, y fue en esta semejanza donde pudimos encontrar la única diferencia entre ellas. Mientras que en la cruz encontrada entre las pertenencias del sacerdote se podía leer: Post mórtem nihil est (después de la muerte no hay nada), en la cruz hallada entre las cosas del senador estaba inscrito: Ab alio species alteri quad féceris (espera de otros lo que a otros hayas hecho).

El mensaje estaba ahí, las cruces eran advertencias para las víctimas. Quizás las recibieron el mismo día en que fueron asesinadas, y por ello las traían consigo o algo así. Pero la forma en que fueron mutiladas tenía que implicar algo más, no podía tratarse de una simple venganza, es decir, era evidente que el, o los asesinos, ejecutaron una suerte de castigo, tomando en cuenta todo el suplicio que las víctimas tuvieron que padecer antes de encontrarse con la muerte. Pero de qué sirve tal pena si el castigado termina muerto. ¿Para qué tomarse tantas molestias si el infractor no tendría la oportunidad de demostrar que ha aprendido su lección? El mensaje final no era para ellos, sino para alguien más. No sabíamos si era una simple amenaza o advertencia jurada, el caso es que sabíamos que íbamos a encontrar más cuerpos mutilados, por el que ya nombrábamos entre nosotros como “El asesino de la Cruz”.

-IV-

La tercera víctima fue la que le dio un vuelco a toda la investigación. Porque a pesar de haber sido encontrada una semana después que el cadáver del senador, el forense nos informó que su muerte ocurrió incluso antes que la del sacerdote.

El tercer cuerpo fue encontrado en el sótano de su propia casa, no estaba solo y yacía rodeado de evidencias, no necesariamente vinculadas con su propia muerte, pero sí con las de los otros dos.

            La víctima era un abogado recientemente retirado, que fue encontrado por la policía local, después de que algunos vecinos empezaron a preocuparse por un olor muy desagradable que provenía del interior de su casa, además de que no se le había visto salir por algún tiempo. Temieron lo peor, llamaron a los policías y ellos no sólo confirmaron su miedo, sino que lo empeoraron.

El abogado estaba clavado en el techo, sujeto con ese extraño alambre, sin ojos, genitales, con el estómago abierto e intestinos y demás órganos internos expuestos. Exactamente igual que los otros dos casos, con la diferencia de que en ese mismo sótano además de una cruz (con las mismas características que las encontradas en los incidentes anteriores, pero con la leyenda: Fiat lux, hágase la luz), encontramos una serie de monitores de televisión, cámaras digitales, cintas, discos y videograbadoras, además del cuerpo sin vida de un par de niños de no más de ocho años (una niña y un niño). Los cuales no recibieron el mismo tratamiento dado a las otras víctimas, simplemente porque no fue el “asesino de la Cruz” el que los había liquidado.

            Según la evidencia tanto videográfica como forense, fueron las manos del propio abogado las que le causaron la muerte a ambos infantes. Según los videos encontrados los niños fueron explotados sexualmente en distintas ocasiones y por distintos personajes, entre los que pudimos reconocer tanto a la primera como a la segunda víctima mutilada, entre otros tantos (políticos, empresarios, deportistas, cantantes y otros sacerdotes) que quizás nunca podríamos poner tras las rejas, por la enorme cantidad de intereses que los protegen, al mismo tiempo que corrompen a la sociedad entera.

            También constatamos que lamentablemente los dos pequeños asesinados no habían sido los únicos, sólo que no sabemos qué fue de los demás. Quizás el abogado no tuvo tiempo de deshacerse de estos dos últimos. Tal vez los infantes tenían uno o dos días de haber muerto cuando el abogado fue victimado. Una parte de mí me decía que él mismo se había buscado su suerte, aunque tal vez ésta lo encontró demasiado tarde. Sin embargo, en el fondo sabía que sin importar quién o qué fuera la víctima en vida, se tenía que encontrar a sus asesinos.

El que tanto el sacerdote, como el senador y el abogado fueran partícipes del delito de pederastia, tráfico de menores y homicidio, no eximía a sus asesinos de ninguno de sus crímenes. Porque si empezáramos a tomar la “justicia” por nuestras propias manos, es posible que al paso de unos cuantos días no quedara nadie para enterrar lo que quedara de los enjuiciados, y el hedor terminaría por envenenar a Dios mismo.

-V-

No hicimos ojos ciegos ante la evidencia encontrada. No podíamos ignorar el cúmulo de crímenes cometidos en ese lugar. Pero no podíamos distraernos de nuestra primera encomienda. Por lo que turnamos la investigación a otros. Aseguramos el material y nos concentramos en los tres asesinatos, o por lo menos eso pensábamos. Porque una vez entregada la evidencia sobre el delito de abuso y explotación sexual contra menores, la oficina en donde se recopilaba la información y se trazaban las líneas de investigación fue incendiada, con nuestros compañeros adentro.

No hubo sobrevivientes y toda la evidencia fue destruida. A todos nos embargó la sensación de que había alguien dentro de las esferas más altas de poder, o de nuestra propia organización, que no quería que se supiera más del caso. Sobretodo cuando un par de horas después fuera detenido el incendiario y todos los involucrados en la investigación recibiéramos la orden directa de no indagar más al respecto.

            Nos sentíamos asqueados, varios de nuestros compañeros habían muerto en aquel incendio, pero lejos de que nos permitieran seguir investigando, existía la intención de darle “carpetazo” a todo. No les interesaba aclarar las muertes de aquellos niños, ni dar con los demás responsables. De igual modo, también se aseguraron de dar a conocer a los medios de comunicación los tres asesinatos y la detención del asesino, sin mencionar nada de las circunstancias en que fueron encontrados los cuerpos, ni sobre los niños muertos y el resto de evidencia encontrada en la casa del abogado.

            Nuestros superiores estaban tan molestos como nosotros, o por lo menos aparentaban estarlo. No sólo por la operación mordaza que nos impusieron, so pena de perder el trabajo, sino porque también daban por cerrado el caso del “asesino de la Cruz”. ¿Quién? No sé y tal vez nunca lo sepa. Todos se limitaban a decir que se trataba de “órdenes superiores”.

La paranoia reinaba entre todos nosotros. Nos parecía obvio que el que le ordenó al individuo que incendiara el lugar donde se guardaba la información, tenía que ser alguien dentro de la propia organización policíaca, o haber recibido la información de alguien de adentro. Yo sospechaba de todos y estoy casi seguro de que todos pensaban lo mismo de mí.

            Me hice policía y después investigador para atrapar a los “criminales” que piensan estar por encima de la ley. Y dentro de este concepto cabían tanto “el asesino de la Cruz”, como el sacerdote, el senador, el abogado, el incendiario y quien quiera que fuera el que se empeñó en dar el caso por cerrado e interrumpir la investigación. Por lo que si ya no podía hacer aquello por lo que asistía todos los días al trabajo, entonces no me importaba si me despedían o no. Yo tenía que hablar y decir lo que sabía.

            No tenía pruebas de lo que acusaba, ya no, por lo que se me fueron cerrando las puertas, una por una. Lo único que podía ofrecer como garantía era mi palabra y mi trayectoria como investigador, nada más. Lo primero no parecía tener ya ningún valor, así como las voces acalladas de los niños abusados y muertos por todo el mundo. Y mi trayectoria se encontraba empañada por no haber sido yo el que atrapara al asesino.

Mi carrera en la fuerza policíaca estaba truncada y mi único futuro, si no quería traicionar mis principios, era en la sociedad civil, desde la que he participado como consultor de una agrupación que defiende los derechos de los niños, y hemos podido presionar lo suficiente para que el Estado haga lo propio, y la policía se ocupe de su trabajo y encierre a los agresores.

-VI-

Hace unos días leí en un periódico que el asesino de la Cruz había sido encontrado muerto en el interior de su celda, a sólo unas cuantas semanas de su juicio. Las autoridades de la prisión y la policía aseguraban que él se había suicidado, mas no especificaban nada. Según una buena amiga investigadora (y teniente adjunta al que fuera mi último caso) no hubo tal “suicidio”, salvo que se le llame así al hecho de encontrar a un hombre desnudo, clavado al techo, sujeto con alambres cortantes, con el estómago abierto, los intestinos colgándole, sin lengua, genitales, ni ojos, y los labios cocidos.

Si fue suicidio, lo que dejó como nota de despedida fue una cruz rústica de madera del siglo I o II, con una inscripción en latín en uno de sus costados. ¿Qué decía la inscripción? Bueno, al principio no me quiso decir y cambió de tema tan pronto le pregunté, pero antes de marcharse me estrechó la mano, me dio un beso en la mejilla y me susurró al oído: “Dura lex, sed lex. In artículo mortis, adhuc sub júdice list est.” Me miró a los ojos (con miedo de haber dicho demasiado) y se fue. Me quedó claro que esa era la inscripción encontrada, mas no estoy del todo seguro, no la he vuelto a ver y no sé nada de ella desde ese día.

No hablo latín, pero la frase quedó grabada en mi memoria, al menos el tiempo suficiente como para preguntarle a un amigo que sabe de leyes, y está versado en sentencias de este tipo. Con problemas de pronunciación, sin revelarle la fuente, ni explicarle el contexto, mi amigo me miró y con una sonrisa juiciosa en la cara, como quien aparenta saber más de lo que realmente sabe, me dijo algo que me comprobó que el asesino era otro y que esto aún no había terminado: “Dura es la ley, pero es la ley. En la hora de la muerte, la causa aún está en las manos del Juez.”

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