miércoles, 19 de octubre de 2011

En la pared. Capítulo II: La grieta

-I-

Aún no son las doce de la noche, pero la calle se encuentra vacía, o al menos yo no he visto a nadie desde que salí del lugar que por siete años llamé de mil formas menos “mi casa”. Tal vez así sea mejor, no quiero atemorizar ni llamar la atención de nadie. No creo que a mí me hubiera agradado encontrar a estas horas de la noche a una mujer en mis circunstancias; cabizbaja, con la ropa hecha tirones, empapada en sangre y sujetando contra su pecho esta vieja y pesada cruz de madera.

Camino despacio. No tengo prisa de llegar a mi destino, mas mi falta de premura no quiere decir que no acepte las consecuencias de mis actos, o no esté dispuesta a pagar por la falta cometida. He matado a un hombre, no a cualquiera, sino al que por siete años llamé “esposo” y quién por esa misma cantidad de tiempo, no hizo más que abusar de una y mil formas de mí. ¿Por qué continué con él? Realmente no lo sé. Tal vez tomaba sus abusos como un proceso natural, algo que viene con el matrimonio y la vida en pareja, después de todo mi padre también abusaba de mamá… y de mí. Tal vez sea en este abuso paternal donde radica la razón por la que hace siete años decidí compartir mi vida con alguien, quien fuera, pero que me diera un pretexto para salir de mi casa, aunque no hubiera amor y eso implicara recrear la vida de mi madre, sólo que en otra parte.

            Mi marido era policía, patrullero cuando lo conocí, pero en siete años ascendió a sargento. Tenía un próspero futuro en la Fuerza. Lo que a otros les había tomado décadas alcanzar, él lo logró en unos cuantos años, o al menos eso me decía constantemente.

Cada noche regresaba borracho o drogado y se desquitaba conmigo de todos los avatares molestos que hubiera tenido en su jornada. Me golpeaba una y otra vez hasta que alguno de los dos perdía el sentido, él por el alcohol o la droga y yo por los golpes. Cuando era yo la que sucumbía primero, me violaba hasta lastimarme de tal forma que el inmenso dolor me despertaba de nuevo. Por causa de estas violaciones quedé embarazada en repetidas ocasiones, pero la historia siempre era la misma. Tan pronto él se enteraba de mi estado, me acusaba de ser “una golfa”, “prostituta” y demás variantes. Afirmaba que no tenía derecho de ser madre, y me golpeaba en el vientre hasta provocarme el aborto. Después me decía que “cómo pensaba cuidar de una criatura, si no era capaz de cuidar de mí misma”.

Todo eso acabó hasta que me lastimó tanto que perdí la matriz, entonces él no hacía más que echarme en cara mi desgracia. Decía que ya no era más una mujer sino “un ser inservible que no podía hacer nada bien”, y hasta lo “más básico”, aquello que los animales hacen sin saber por qué, era un acto imposible para mí. Argumentaba que si no fuera por la lástima que le provocaba ya se hubiera deshecho de mí como lo que era, no más que “una molestia”, “una bolsa de basura que aún no se animaba a echar a la calle”, pero que algún día lo habría de hacer.

            Día a día él hacía lo que yo sólo tuve que hacer una sola vez: “matarlo”. Realmente no sé cómo fue, aún ahora que camino con dirección a la delegación para entregarme a las autoridades, no estoy segura de lo que les voy a contar.

Tal vez lo único que estoy haciendo es caminar hacía el matadero. Después de todo él era un policía, un sargento, uno de ellos. ¿Cómo podré explicarles qué pasó? ¿Cómo podrían ser capaces de entenderme cuando tal vez varios de ellos hacen lo propio en sus casas con sus esposas e hijos? Quizás ni siquiera crean que fui yo quien lo mató. Él no sólo era un hombre armado y entrenado, sino más alto, fuerte y pesado que yo. De un sólo manotazo podía derribarme y ni siquiera tenía que ser uno fuerte. Tal vez piensen que estoy encubriendo al verdadero criminal, y quizás tengan razón, aunque no me gusta la idea de llamarlo de esa forma, al fin de cuentas fui yo y no “Él” quien lo mató.

-II-

Después de perder mi matriz, caí en una profunda depresión que me sumió aún más hondo en mi miseria. En más de una ocasión llegué a pensar en quitarme la vida, sin atreverme a hacerlo, hasta que un día mis pensamientos se tornaron en hechos y terminé con las venas de mis brazos abiertas en canal, con la ayuda de un cuchillo viejo que encontré en la cocina. El dolor era insoportable, pero mis deseos de terminar con todo podían más que las pulsaciones en los brazos y el dolor de cabeza.

            Había tomado una decisión y no podía volver atrás, ya no, o por lo menos eso pensaba, hasta que lo conocí a “Él”. Al principio no sabía quién era, no sabía si era un “él”, una “ella” o un “eso”. Era algo que me hablaba desde dentro de mi cabeza, con mi propia voz, pero transfigurada y empleando palabras que yo sabía que no me las estaba diciendo a mí misma. Miré hacía todos lados, pero no era capaz de ver nada más que las paredes del cuarto. Entonces sentí algo, una especie de vacío y paz, que no me es fácil de describir, pues nunca antes lo había sentido. Como si por un instante dejara de ser quien soy y me convirtiera en pensamiento puro. Fue en ese momento que lo sentí conmigo.

            Mi cuerpo regresó a mí, o yo a él (no lo sé), el caso es que las heridas en mis brazos se cerraron y la sangre que yacía derramada sobre mí piel y ropa se esparció en el aire que me rodeaba, como si fuera una especie de rocío rojizo. Frente a mí tenía una pared y en medio de ella una fractura, una grieta provocada hacía un par de días por un martillazo fallido.

Sin saber por qué y casi sin percatarme del hecho, toqué la pared con la mano y sentí que vibraba, era como si se estuviera comunicando conmigo. Entonces observé un destello que provenía de la fractura. Una luz tan potente que iluminó todo el cuarto, pero no me cegó o lastimó ni un instante. Era como un fuego azul que me hablaba con mi propia voz y decía que el castigo no había sido hecho para las víctimas, sino para los victimarios. Entonces le pregunté si era Dios, a lo que me respondió con una voz firme, pero muy suave y dulce que “no”. Él no era Dios, sólo era alguien que ya estaba cansado de ignorar las voces que Dios había estado evitando desde siempre.

            A partir de ese día “Él” ha estado siempre conmigo. No me abandonó cuando maté a mi marido y no lo ha hecho en mi camino a la delegación. Por lo que no creo que sea diferente en la soledad compartida de la celda. De igual forma yo tampoco lo abandonaré, pues es una parte de mí. Me pertenece y yo a “Él”.

-III-

Ante la autoridad competente narré lo ocurrido, pero no fue hasta que acudieron a la escena del crimen y vieron el cuerpo de mi marido que me tomaron en serio.

“Yo lo maté”, eso fue lo único que obtuvieron de mí, además de los dos ojos que encontraron en una de las bolsas de mi falda, al momento de detenerme. La cruz no se las quise dar, pero ellos me la quitaron a la fuerza. Un inspector la observó por un buen rato como si le estuviera buscando algo en sus costados, entonces puso una mueca y se la entregó a un oficial para que la llevara a analizar con “los expertos”. Me miró a los ojos y preguntó sobre el origen de ese objeto, tan preciado para mí. Yo dije la verdad: “me la regalaron”.

–¿Quién se la entregó a usted? –preguntó el inspector un poco alterado.

Entonces también contesté con franqueza, y le dije que me la había entregado el fuego azul que vivía en la grieta de mi pared.

El inspector se molestó mucho, no parecía que le hubiera complacido la respuesta, pero era la verdad, por lo menos para mí.

            El interrogatorio duró muchísimo, pero no me preguntaron casi nada sobre mi marido o las razones por las que lo había asesinado. Tenían más curiosidad sobre mi relación con tres personas que no recuerdo haber visto nunca en mi vida, salvo una. Me preguntaron acerca de un abogado, un sacerdote y un político, al cual conocía pero sólo por la televisión (era alguien importante y cercano al presidente, pero muy alejado de una persona como yo).

No sabía por qué me hacían ese tipo de preguntas, y la mayor parte del tiempo ignoraba de qué me estaban hablando, o qué relación tenía todo esto con el asesinato de mi marido. Yo sólo había ido ahí a entregarme, pero parecía que eso no era suficiente, ya que después me enteré por medio de un abogado que me asignaron, que no estaba detenida por homicidio, sino que me mantenían ahí como testigo de un crimen. Aparentemente no habían entendido ni una sola palabra.

–“Él” salió de su grieta en el momento que más lo necesitaba. Mi marido había llegado borracho y con ganas de desquitar todas sus frustraciones conmigo. Me golpeó en el rostro con su mano abierta y en el estómago con el puño. El dolor me puso de rodillas, pero no quise derrumbarme frente a él, porque sabía que si me apoyaba en el suelo tan sólo un poco más de la cuenta, sus puños me parecerían unas caricias ante la contundencia de sus patadas. Entonces el cuarto se iluminó con el fuego azul que me hablaba desde mi cabeza. “Él” rodeo todo mi cuerpo, mas no me hizo daño. Por el contrario, pude sentir como el dolor desaparecía y sanaba repentinamente. “Él” estaba en mí, dentro de mi cuerpo, abrazándome y protegiéndome. Con mis ojos pude ver a través de los suyos y en mis venas pude sentir el fuego de su sangre, hasta llegar al corazón que latía en mi pecho, pero con su fuerza. Entonces maté a mi marido –les dije, pero se burlaron de mí.

            –Tuve la opción de irme de ahí, marcharme con “Él”, lejos de mi esposo y a un lugar dónde él jamás me podría encontrar, un sitio donde podría ser libre, pero no quise seguir huyendo. Preferí quedarme ahí y usar la fuerza que se me había entregado para matar al hombre que me había orillado a desear la muerte –agregué, pero las burlas no disminuyeron.

–Una vez eliminado mi esposo, otra vez tuve la opción de marcharme, pero elegí no hacerlo. Había matado a un hombre y no podía irme como si nada hubiera pasado. No podía negar la realidad o la responsabilidad de mis actos, después de todo es ahí dónde radica la verdadera libertad. Entonces el fuego azul salió por un instante de mí y me entregó la cruz, no sé de dónde la sacó, sólo la tomé entre mis brazos y la sujeté como si mi vida dependiera de eso. El fuego volvió a mí, llenando mis pulmones e integrándose a mis pensamientos. Me dijo que la cruz me la entregaba sin marca, porque las sentencias no se habían hecho para los inocentes. Después la voz se fue apagando, hasta que sólo quedó su eco resonando en mi pecho –dije, pero ellos seguían riendo.

-IV-

Yo respondí con sinceridad a todas las preguntas que me plantearon los investigadores. Pero no parecía que mis respuestas les complacieran en absoluto, aunque sí que les hacían gracia. Me decían que querían nombres y no cuentos sobre fuegos azules que brotaban de las paredes. Ironizaban sobre mi historia y en tono de burla me preguntaban ¿cómo una mujer como yo pudo siquiera clavar al techo a un hombre tan pesado como mi marido? O ¿cómo pude sujetarlo de esa manera y con esos cables tan finos y filosos, sin resultar con múltiples cortaduras o al menos algún arañazo?

No me gustaba el tono de sus preguntas, pero no dejé que sus burlas me afectaran demasiado. Entonces contesté como lo había hecho anteriormente; con la verdad

–Yo fui quien mató y mutiló a mi marido. Lo golpeé con todas mis fuerzas y degollé con mis propias uñas, pero él permanecía vivo. Mientras se desangraba lo desvestí por completo para que antes de morir se concibiera como lo que era en realidad, sin uniformes ni insignias o rangos, sólo un ser humano más, un ser vivo, un animal desnudo ante los ojos de la naturaleza. Después el fuego azul lo clavó al techo como quien coloca una pieza faltante en un rompecabezas. Entonces desgarré el estomago de mi esposo con mis propias manos, pues quería ver como se iba vaciando poco a poco, así como él me había vaciado a mí. Sus intestinos colgaban, mientras él seguía respirando y gritando de dolor, entonces le arranqué sus genitales de un solo tirón y los tiré a la basura, para asegurarme de que nunca más volviera a agredirme con ellos. Lo siguiente fue su lengua, la cual también se la extirpé de un fuerte tirón hacia abajo, en pago por tantos años de silencio forzado –dije, y las burlas cesaron.

–Él seguía vivo, podía ver como sus ojos me observaban con temor e impotencia. Entonces me pareció curioso que ellos no mostraran el mismo sentimiento cuando era yo la que terminaba retorciéndome en el suelo por el dolor que sus golpes me provocaban. Sus ojos habían atestiguado todo por lo que se los arranqué y me los guardé en una de las bolsas de mi falda. Sabía que si me iba a entregar a la policía necesitaría de testigos. Entonces el fuego azul atravesó mi piel, como un fino vapor que rodeó el cuerpo de mi marido y lo sujetó con finos hilos metálicos que emanaban del mismo techo, con los que también coció sus labios. Fue en ese momento que regresó a mí, como una brisa refrescante y purificadora –les dije, y ellos tragaron saliva.

–Mi esposo seguía con vida, no sé cómo, aunque sospechaba que el fuego azul se había asegurado de que él siguiera sintiendo el dolor y agonía de la muerte con cada célula de su cuerpo. Yo me quedé ahí, mirando cómo se moría. Saboreando el momento de mi liberación y venganza. Hasta que por fin sucedió –concluí y no hubo más ironías al respecto.

El investigador y los policías que lo acompañaban sólo guardaron silencio, mientras sus ojos miraban de un lugar a otro como si no quisieran cruzarse con mi mirada. Yo los observaba a ellos con firmeza y hablaba con seguridad. No les estaba mintiendo. Les había contado las cosas tal y como fueron. No me guardé nada para mí, por lo que ya era asunto suyo si me creían o no. 

-V-

Me canalizaron al área de psicología de la policía. Ahí, una doctora muy amable pero engreída, me interrogó y conectó a un aparato por medio de unos cables que me pusieron tanto en la cabeza como en los brazos. Me planteó todo tipo de preguntas, desde mi nombre, sexo y domicilio, hasta si yo era una silla o si llovía petróleo en ese momento. Pero cada vez que me atrevía a preguntarle la razón de semejantes interrogantes, y cuál era su relación con mi estancia en ese sitio, me respondía con un tajante “concrétese a responder SÍ o NO”.

            Terminó el examen y me desconectaron del aparato. Yo estaba aburrida y sobre todo fastidiada de no saber por qué estaban haciendo todo eso. La doctora salió de la habitación y después de unos veinte minutos volvió con unos policías. Pensé que por fin me habían creído y me iban a encerrar.

Mientras me escoltaban por un pasillo, logré escuchar que la doctora le comentaba al investigador asignado que según el polígrafo y la dilatación de mis pupilas, yo estaba diciendo la verdad. “Al fin me creen”, pensé, pero mi perspectiva cambió cuando la psicóloga casi en susurros le comentó al investigador que el trauma de haber presenciado tal acontecimiento me había trastornado tanto, que mi mente creó toda una “historia alterna” alrededor del hecho. Una tan fantasiosa que me permitía omitir cualquier aspecto que contara lo que realmente había ocurrido, al grado de culparme a mí misma por el crimen, como un mecanismo de defensa, en donde el sentimiento de culpa en muchas ocasiones es preferible al dolor de haber perdido a un ser querido. 

-VI-

Terminé recluida tal como lo pensaba, pero no en la cárcel sino en un hospital psiquiátrico, donde me administraban drogas casi cada tres horas. Apenas estaba consciente de dónde me encontraba o qué hacía ahí. Al igual que yo, en ese sitio había muchas mujeres que la mayor parte del tiempo permanecían inconcientes en sus camas, o deambulando de un lado a otro de un enorme salón, al que llamaban patio de “relajación y recreo”. La gente iba y venía de aquí para allá todo el tiempo, ni un minuto estuve sin la supervisión de alguna enfermera, doctor o guardia.

–Muchas personas de aquí son peligrosas –me decía la doctora que periódicamente me venía a examinar.

            Me sentía sola y por un instante pensé que “Él” me había abandonado. Hacía tiempo que no lo sentía junto a mí. Pero hoy me di cuenta de que no era así. Esta mañana oí su voz y sentí su fuego azul acariciando mi rostro. Mis ojos se iluminaron al verlo aquí conmigo, justo en frente y a la vista de todos, iluminando el salón con su presencia. Me habló desde el fondo de mi cabeza, pidiendo que me marchara con “Él”. En esta ocasión acepté su propuesta y de repente me vi envuelta por un manto de llamas que consumió mi cama y ropa, pero no dañó mi piel. Me estaba haciendo el amor con su fuego y no quise separarme nunca más de “Él”.

            Las demás internas, médicos y enfermeras gritaban, mientras los guardias trataban de sofocar las llamas con sábanas y extintores, pero no consiguieron nada. “Él” ardía con mayor intensidad, como si cada intento que hicieran por apagarlo, lo avivara y fortaleciera. Ante la mirada incrédula de todos me puse de pie, emanando fuego con cada exhalación que daba y carbonizando el suelo con mis pisadas. Miré a todos a mi alrededor y sin mediar palabra atravesé el muro.

Tras de mí dejé el pasado, el miedo, la pérdida, el dolor, una cama en llamas, cenizas de lo que fuera mi ropa de hospital, miradas de incertidumbre, gritos y una grieta en la pared…

No hay comentarios:

Publicar un comentario