miércoles, 19 de octubre de 2011

En la pared. Capítulo III: Sotana

-I-

Lo último que el Padre Javier habrá de recordar de la noche anterior, será haber hablado con el sacristán, para encomendarle dejar todo limpio y preparado para la misa de seis del día siguiente, sólo unos minutos antes de recoger la Biblia del púlpito y entrar en su habitación. No sospechaba que adentro y sobre su cama habría de encontrar una cruz rústica de madera, con una inscripción en su costado: De profundis clamavi ad te (desde lo más profundo llamé por ti). Pero antes de que pudiera salir para preguntar por el origen de ese objeto, sintió un fuerte golpe en la cabeza, acompañado por un ensordecedor zumbido que lo obligó a tambalearse hasta perder el sentido.

Pero ahora, tan pronto el sacerdote recobra el conocimiento, se ve completamente desnudo, atado de pies y manos con varios cordeles de cuero a la vieja silla de madera, en la que acostumbraba meditar. No puede moverse, ni pedir ayuda con un grito, pues sus labios están cocidos con algún tipo de hilo de alambre. Salvo que ese saborcito metálico sea provocado por la sangre que se filtra por entre las comisuras de su boca, hasta llegar a la lengua.

            Su vista aún es borrosa, no sólo por el fuerte golpe que recibiera sino por la escasa luz que se alcanza a colar por el ventanal de la habitación. Moviendo su cabeza hacia adelante y atrás, trata de aflojar las ataduras sin obtener resultado. Cuando sin darle tiempo para nada, alguien por detrás lo sujeta firmemente de los cabellos.

–No hagas tanto ruido. ¿No sabes quién murió hace sólo unas semanas? ¿Verdad? –le dice una voz profunda y calmada.

El sacerdote ignora de qué le hablan, pero no puede esconder su nerviosismo y trata de mover los ojos más allá de sus capacidades, con la idea de ver a su agresor aunque sea sólo un poco. ¿Quién puede estar atormentándolo de esa manera? ¿Quién puede estar cometiendo la osadía de amenazar a un servidor de la Iglesia? ¿Quién puede estar detrás de semejante “blasfemia”?

–Hace unas semanas murió Sebastián –le dice la voz pausada, sin soltarle los cabellos y acercándose a su oído.

–¿Recuerdas a Sebastián? ¿No? –le dice al tiempo que el sacerdote toma un respiro profundo y centra su mirada en la pared que tiene en frente, casi como si en ella se le estuviera proyectando una película.

            Palabra por palabra, su nerviosismo va cediendo su lugar al terror, aunque ya no lo tienen sujeto del pelo.

Con pasos pequeños y sin ninguna prisa, su agresor camina pesadamente sin dejar de darle la espalda. Trae puesta una sotana de monje con una capucha que cubre su rostro. Camina con los pies descalzos, y con cada paso va dejando un pequeño hilillo de sangre en el suelo.

El padre no ha dejado de verlo y aquel sujeto lo sabe. Puede sentir su mirada y oler su miedo. Hasta que se detiene a tan sólo unos cuantos pasos de la pared.

–¡No te bastó con traicionar su confianza y arruinar su vida, tanto afuera como dentro del seminario! –le dice el agresor ya con un tono mucho más severo.

El padre no sabe qué hacer, salvo bajar la barbilla contra su pecho mientras cierra los párpados con toda la fuerza que aún tiene en el cuerpo, como si al hacerlo aquel hombre fuera a esfumarse  o él despertara de su pesadilla.

Pero sabe bien que cerrar los ojos y hacer cómo que no pasa nada no habrá de funcionar esta vez. Es más, tal vez se pregunta si esa táctica le ha funcionado en algún momento. Su estado, la presencia de aquel individuo y el hecho de que después de algunos años de lo ocurrido traiga consigo “ese nombre”, le revela que negar las cosas no cambia lo sucedido.

Por más que cierre los ojos su agresor no deja de estar parado frente a él. Así como el nombre de “Sebastián” no ha dejado de resonar en sus oídos desde el momento mismo en que le informaron de su muerte.

Ante la oscuridad que envuelve el rostro de su agresor y sintiendo en sus huesos el frío acero de sus palabras, no puede más que aceptar que son sus propias manos las que están manchadas de sangre.

Tras casi un minuto de silencio, el extraño de la capucha se pone frente a él y lo vuelve a sujetar por los cabellos mientras le exige que alce la mirada e intente descubrir su identidad. El Padre solloza y tímidamente entre abre uno de los ojos.

–¿Qué  es lo que ves? –le pregunta la voz.

Pero él no puede ver nada, es casi como si debajo de esa capucha no hubiera rostro alguno, sólo la oscuridad y el frío aliento que transpira.

Moviendo su cabeza de un lado a otro, el sacerdote responde lo que ha visto y el encapuchado lo suelta.

–Veo que aún no sabes quién soy –le dice mientras da un par de pasos atrás y mete su mano en la bolsa izquierda de su sotana.

En los ojos del cura se proyectan por igual tanto la curiosidad como el miedo. Su agresor no tiene porque hacerlo esperar, por lo que le muestra los cuatro enormes clavos que había mantenido consigo.

–Tú no tuviste piedad cuando violaste a Sebastián ni a los otros chicos ¿verdad? Yo tampoco la tendré contigo.

El sacerdote tiene miedo, pero no de aquel desconocido, sino de que se sepa el tipo de bestia que en realidad es. Sus ojos están desorbitados, pero no hace ni un sólo intento por gritar, tal vez por miedo a desgarrarse los labios y probar un poco más de su propia sangre. Siempre ha sido muy delicado en lo referente al cuidado de su persona y a la atención de sus necesidades, sin importar la naturaleza de las mismas o lo que tuviera que hacer para “satisfacerlas”, así fuera pasar por encima de la dignidad de los demás; acólitos, seminaristas o los hijos de los propios feligreses, que incautos o cómplices confiaban en él como en Dios mismo.

–¿Cuantos niños has vejado Javier? –pregunta el desconocido, aunque sabe muy bien que no obtendrá respuesta.

–¿Recuerdas a Luís, José, Ramiro, Pablo, Juan, o al pequeño Jesús? –el Padre sigue buscando en la pared como si la respuesta a cada una de esas preguntas las fuera a encontrar impresas en ella.

–Hace un par de semanas murió Sebastián, como ya te lo había informado, pero no te he dicho cómo es que ocurrieron las cosas. Él se quitó la vida con una navaja de afeitar. Los médicos ya no pudieron hacer nada cuando lo encontraron tirado en su casa. Sebastián ya no podía aguantar más la vergüenza, cuando el que debería estar avergonzado eres tú. ¿Recuerdas? Justo cuando aquel niño tuvo el valor suficiente para denunciarte, no admitiste tu culpa e hiciste lo que sabes hacer mejor que nadie; mentiste y responsabilizaste a alguien más. ¿A quién le iban a creer las autoridades y tus feligreses? ¿A ti, a un hombre probo ante Dios y tu comunidad o a un joven que tú mismo te encargaste de desprestigiar y calumniar en cada uno de tus sermones? –le pregunta al Padre.

–Lo culpaste a él de “conspiración” contra la Iglesia, así como responsabilizaste a los demás niños ante Dios por “hacerte pecar”. ¿Y qué puedes decir sobre el asesinato de Isabel? La mujer que te cocinaba, limpiaba la parroquia, la habitación y ahí mismo te hacía “otros favorcitos”. Hasta que descubrió tus malos hábitos y te amenazó con ir a la policía. No podías permitir que por “su culpa” tu reputación se resquebrajara. Nadie debía dañar tu buen nombre y menos que nadie una “mujer”. Tenías demasiado que perder y su vida no “valía tanto” para ti. La mataste y te deshiciste de su cadáver tan fácilmente como si sólo hubieras sacado la basura. Tampoco la policía se tomó la molestia de investigar nada. Bastó con tu testimonio para que las autoridades aceptaran que Isabel no era más que una “perdida” que desaprovechó las múltiples oportunidades que tú le dabas, y seguramente andaba por ahí con algún hombre o en algún prostíbulo. “No le arrojes rosas a los cerdos”, no todos aceptan la gracia del Señor –le dice el desconocido y parece que el resto de acusaciones se las guarda para más tarde.

El Padre Javier sólo se le queda viendo. No puede hacer otra cosa, aunque intenta escudriñar en la oscuridad de su capucha para ver a su acusador y verdugo, en espera de que pase algo más. Pero el desconocido no va a hacerlo esperar más tiempo. Sujeta la mano derecha del sacerdote y le inserta el primer clavo en su palma, hasta que penetra la madera del descansa brazos.

El sacerdote quiere gritar, pero sólo alcanza a soltar un gemido. Entonces el encapuchado toma otro clavo y repite el procedimiento contra la otra mano. El dolor es tal que el cura deja escapar algunas lágrimas. Intenta gritar, pero lo único que consigue es desgarrarse aún más los labios.

–Aún no derrames las lágrimas que no vertiste por ellos, ni rompas tu boca, que aún no he acabado contigo –le dice su verdugo y se inclina para hacer lo propio con los pies.

Le desata la pierna derecha y le pega la planta del pie en la pata de la silla. Después le entierra el tercer clavo hasta que su sangre nutre la veta de la madera y el suelo. Luego repite el proceso con la otra extremidad y se incorpora.

–Ahora no luces tan imponente como cuando sometiste a esos niños. Es más, si no supiera que eres un monstruo vestido de siervo, un depredador devorador de infantes, hasta tendría piedad de ti. Pero no te hagas ilusiones, porque aún no te he hecho nada –le dice el agresor.

–De  haber sabido que un buen día vendría a visitarte habrías cesado tus malos hábitos por miedo de mí, y no por temor a Dios –remata incisivo.

El desconocido se aleja un poco y de uno de los cajones del escritorio de la habitación extrae un abrecartas de plata. Es obvio que conoce cada rincón de ese lugar, tan bien o mejor que el propio sacerdote

–¿No te parece esto un poco lujoso para alguien que ha hecho votos de pobreza? –le pregunta mientras se aleja del mueble y se acerca a él.

Entonces el encapuchado hace uso del abrecartas para grabar varias cruces en la carne del clérigo. Una vez que termina su labor con uno de los hombros, se dispone a hacer lo mismo con el pecho. El sacerdote cierra los ojos y parece apretar los dientes cada vez que le acerca el filo a su cuerpo.

Todo marcha bien con el decorado, hasta que la simetría buscada en los trazos se ve obstruida por uno de sus pezones. Sólo se pueden hacer tres cosas con los obstáculos que uno se encuentra en el camino; ignorarlo e ir por otro lado, brincarlo y seguir la marcha.., o eliminarlo de enfrente.

El desconocido toma la tercera opción y de un tajo lo anula. El Padre Javier lanza un grito de dolor, importándole ya muy poco desgarrarse los labios en el proceso.

–¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? –le grita al encapuchado, escupiendo sangre y sin poder evitar el temblor en su voz.

Lo amenaza. Le dice que no sabe con quién se está metiendo. Vocifera que él es muy poderoso en la Iglesia. Que tiene influencias no sólo en Roma, sino también con los políticos de este país. Le ofrece dinero. Lo maldice y condena a los infiernos. Mientras tanto aquel sujeto parece esbozar una sonrisa que permanece oculta tras la oscuridad de su manto.

–Tú no tienes nada, ni aquí ni en ningún lado. ¿Acaso crees que Dios vendrá a salvarte ahora? No acudió a socorrer a los otros que te encubrieron por tantos años. Él ya no puede escucharte. No es que el trono de Dios se encuentre vacío, lo que pasa es que no hay trono, ni reino, ni Dios. Con Él ausente, el reino se ha venido abajo ladrillo por ladrillo, cabeza por cabeza y oración tras oración –dice su agresor.

Pese al grito liberado, nadie se ha aparecido por la habitación.

–¿Ya ves? Estás solo y ya me cansé de jueguitos –le dice su verdugo.

–¿Crees que he sido injusto contigo? ¿Crees que he sido cruel? Yo no he sido ni la mitad de injusto o cruel que tú. ¿A cuántos niños les has arruinado el pasado, presente y futuro? ¿Cuántas vidas has condenado a la muerte, sólo por no saber controlar tu voracidad? –pregunta el encapuchado, pero no obtiene respuesta alguna. 

–Cada vez que tienes la oportunidad dices hablar en nombre de la Santa Iglesia, ser un mensajero de Dios, cuando sólo lo haces en nombre de un poder corrupto, que te permite todo tipo de abuso contra aquellos a los que has jurado guiar por el camino de la fe. Pero tú no crees en nada, salvo en el poder mundano y tráfico de influencias. Te sientes seguro sólo porque has usado tantas veces tu agua bendita para lavar la mierda que han arrojado los poderosos, que sabes que no dirán nada de tu “insignificante hedor”. ¿Quieres saber quien soy? –le dice enérgico, al tiempo que se despoja de la capucha.

–¡No! ¡No puedes ser tú! –dice el sacerdote balbuceando.

–Sí… Yo soy tu verdugo. Soy quien te coció la boca, ató a esa silla, clavó de pies y manos a ella y ha lacerado tu piel. Mírame bien, porque el daño que tú y tu gente me han hecho no tiene comparación. Has deshonrado mi casa y mi nombre como nadie. Pero ahora seré yo quien ponga fin a todo esto, empezando por ti –le dice mientras le abre la piel y los músculos de su estómago de tajo, teniendo mucho cuidado de no dañar ningún órgano interno. No quiere matarlo aún, sólo quiere que él vea y sienta sus vísceras expuestas a la luz.

Después sigue con los ojos, podría sacárselos, pero prefiere hundirle los pulgares hasta que sólo logra ver una masa sanguinolenta en sus cuencas. En esta ocasión parece que no necesita dejar testigos.

El sacerdote no detiene sus gritos, ni cuando el agresor le ha introducido la mano en su boca y ha arrancado la lengua de un sólo tirón. Quiere que se desangre y se ahogue en su propio veneno.

–Tómate tu tiempo que no llevo prisa. Al fin de cuentas la eternidad es mi mañana –le dice y sonríe, mientras el sacerdote se desangra.   

-II-

Al Padre Javier lo habrán de encontrar una hora más tarde. Desnudo, lacerado y crucificado en el techo de la habitación. Con los ojos sumidos en su cráneo, sin lengua, ni genitales. Con los intestinos de fuera, colgantes y aún tibios. Sujeto con un alambre muy delgado que lo mantiene firme en el techo.

¿Tal vez sospechen del sacristán? ¿Quizás culpen a alguna secta satánica? ¿Es probable que piensen que fue algún imitador, alguien que estuviera al tanto del caso del “asesino de la Cruz”, quizás un periodista o incluso un policía involucrado?

–No  puede tratarse del mismo individuo, él está muerto –dirán.

–¿Qué hay de aquella mujer? Nunca supimos qué pasó realmente con ella –se mirarán con incredulidad, y después harán como que no escucharon la pregunta.

No encontrarán huellas, ni nada que les indique la identidad del asesino. La puerta estará cerrada por dentro y el vitral de la ventana intacto.

–El asesino no pudo haber salido –dirán y mirarán a todos lados buscando culpables.

Tal vez alguno de ellos dará con el responsable, lo verá a los ojos pero no sospechará nada. ¿Quién pudiera saber que él lo ha visto todo? ¿Quién se atrevería siquiera sospecharlo?

Lo verán ahí tan tranquilo como siempre, quizás un poco manchado de sangre o fuera de lugar. Pero tan pronto los policías se marchen y abran de nuevo el caso, las monjas lo limpiarán, se persignarán ante él y volverán a sus ocupaciones diarias.

¿Quién pudiera sospechar de él? Si tan sólo es un viejo Cristo de madera clavado en la pared. 

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