miércoles, 19 de octubre de 2011

En medio

-I-

Hace algunos años, tanto Rebeca como yo decidimos dejar la ciudad y empezar de nuevo en algún lugar más sano y amable para nuestra familia. Las cosas en la gran urbe marchaban más o menos bien, más en lo que se refiere a lo laboral y económico, pero menos en lo relacionado con lo familiar y afectivo. Para ser honesto, mi esposa y yo estuvimos a sólo un par de discusiones más de tomar la decisión de separarnos de una buena vez. Pero por suerte ninguno de los dos permitimos que ese “par” siquiera se acercara a tocar a la puerta, por lo que decidimos poner tierra de por medio a esa tentación y nos mudamos al campo.

En medio de un bosque de pinos encontramos la casa perfecta, a sólo unos veinte o treinta minutos del pueblo más cercano. Pese a la proximidad y al hecho de saber que caminar es un buen ejercicio cardiovascular, por lo general preferimos llegar al pueblo en la pequeña camioneta que había viajado con nosotros desde la ciudad, quizá el único recuerdo que conservamos de nuestra antigua vida.

Ahora Rebeca da un taller de pintura y artes gráficas en la pequeña escuela del pueblo, mientras yo me hago cargo de la única clínica de la comunidad.

A ella le va muy bien y tanto sus alumnos como el resto de los profesores le reconocen su habilidad, no sólo en sus pinturas sino también como educadora. Sólo si amas lo que haces eres capaz de transmitirle a los demás la pasión y la energía que te motiva para seguir haciendo las cosas. Rebeca lo sabe y yo admiro su dedicación.

Por mi parte, soy el único médico del lugar, pero por fortuna los casos que he atendido no han sido ni tantos, ni tan peligrosos como los que llegué a ver en la ciudad. Si bien se carece del equipo y las medicinas que hay en lugares más grandes, no falta la materia prima para la elaboración de los medicamentos. Por suerte hay un curandero en la región que sabe mucho de herbolaria y he conseguido que acepte trabajar conmigo. No fue fácil convencerlo, pero después de algunos días intentándolo, y una vez de que le dejé claro que no sería su jefe, ni su reemplazo, sino compañero de trabajo y aprendiz, dejó de verme como una amenaza y accedió a enseñarme un poco.

En la pequeña clínica y con los pocos pacientes no gano, económicamente hablando, tan bien como en la ciudad, pero me siento mucho mejor, tanto afectiva como profesionalmente, que cuando veía a los enfermos como “billetes” y no como “personas”. La gente del pueblo siempre me manifiesta su agradecimiento cada vez que he tenido la oportunidad de hacer algo por los suyos, pero yo soy el que está más agradecido con todos ellos, por permitirnos empezar de nuevo entre sus caminos, montañas y pinos.

            Vivo agradecido por tener una segunda oportunidad en un mejor lugar y con la mujer que amo. Sobre todo ahora que me enteré que dentro de unos cuantos meses dejaremos de ser sólo dos, y aunque ella aún no está muy segura, siente que va a ser niña.

-II-

Hoy mi esposa se enteró de que su madre se ha puesto repentinamente enferma. Pese a mi insistencia de ir con ella, Rebeca me ha dicho que lo mejor es que vaya sola.

–Soy médico, tal vez pueda hacer algo por tu madre... –pero antes de que pueda concluir, me ve fijamente con esa mirada de “no discutas conmigo”.

–Allá  también hay médicos y muchos, mientras que aquí sólo estás tú. Esta gente te necesita más que mi mamá. No te preocupes, me llevo la camioneta y tan pronto llegue a la ciudad me comunicaré contigo –me dice con una seguridad que no me permite contravenirla en nada.

Qué más podría agregar, nunca me ha servido de mucho discutir con ella y menos cuando sé que tiene razón.

Sin nada más que decir, ella toma del ropero unas cuantas mudas de ropa, las empaca con ligereza y una vez terminada su maleta, me pide que se la lleve al vehículo.

Yo guardado el equipaje, mientras ella se pone al frente del volante y echa a andar el motor. Entonces hago mi último intento:

–¿Estás segura de que no quieres que te acompañe?

Ella me ve con ternura y un poco de lástima, mientras asiente con la cabeza.

–Más te vale no hacer enojar a una madre y no sólo hablo de la mía –me dice y reímos juntos, al tiempo que le deseo la mejor de las suertes en su camino.

Ambos sabemos que mi suegra nunca ha estado “conforme” con el hecho de que me haya casado con su hija, por lo que no creo que le dé más gusto verme estando ella enferma que sana.

            Rebeca me da un beso de despedida, cierra la portezuela y emprende la marcha.

Yo no puedo evitar tener el presentimiento de que algo no anda bien. Sé que es una buena conductora, de hecho es mucho mejor que yo. Además la camioneta funciona perfectamente y el camino a la ciudad no es demasiado largo. Aún así me quedo preocupado. Quiero pensar que es normal. A veces quisiéramos poder controlarlo todo, pero siempre hay cosas que se escapan de nuestras manos. Lo mejor será que deje de pensar en eso y me vaya a la clínica.

-III-

Pasa del medio día y aún no sé nada de mi esposa, ni de su madre. No sé qué pensar. Si algo le hubiera ocurrido en el camino y aún no llegara a la ciudad, es muy probable que su padre o alguno de sus hermanos ya se hubieran comunicado conmigo, a la casa o al consultorio, para preguntar por ella. Pero eso no ha ocurrido.

Mi teléfono está en silencio y no ha sonado ni para pedirme una sola consulta, lo cual también es un poco extraño. No es tiempo de lamentar la racha de buena salud que ha de vivir el pueblo, ya en invierno volverán los enfermos y añoraré estos días de tranquilidad. Lo que ahora me preocupa es mi esposa. Por otro lado, quizás ella esté bien, pero sea su madre la que se encuentre peor de lo que nos imaginábamos y posiblemente eso la ha mantenido ocupada.

Tal vez debiera agradecer el no haber tenido ningún paciente en todo el día. Porque no me siento lo suficientemente concentrado como para ocuparme de nada ni nadie por ahora. Creo que debí de haber ido con ella, porque tampoco me siento muy útil por aquí en estos momentos. Lo mejor será que regrese a casa.

Cierro la clínica y dejo en la puerta un recado en el que aviso mi ubicación, así como el número telefónico en el que se me puede localizar en caso de presentarse alguna emergencia. Honestamente espero que nada malo ocurra en el pueblo. Simplemente hoy no tengo cabeza para lidiar con ninguna mala noticia.

Salgo del consultorio y veo al cielo. El sol brilla solitario y no se vislumbra ninguna nube en su entorno. Ayer cayó una fuerte lluvia, pero el día de hoy no parece que pueda darse ninguna tempestad, o siquiera una pequeña lloviznita. ¿Cómo alguien puede tener un problema o preocupación en un día tan maravilloso como éste?

El pueblo está muy tranquilo, quizás se deba al calor. Ni siquiera alcanzo a oír el trinar de los pájaros que  habitan en el gran árbol de la plaza central. Siempre me detengo unos cinco minutos a refrescarme bajo su sombra, pero hoy tengo prisa por llegar a casa. Sólo espero que mi esposa haya tenido un buen camino y todo se encuentre bien con sus padres.

-IV-

Tan pronto llego a casa lo primero que hago es revisar los mensajes de la máquina contestadora, pero no encuentro nada que no hubiera escuchado antes. La última llamada es la que hice yo mismo hace un poco más de media hora, para verificar que funcionara el teléfono de la clínica, por lo que la borro y me siento a esperar.

Podría hablar a la casa de sus padres, pero sólo conseguiría complicar las cosas. Si ella se encuentra ahí y no me ha hablado ha de ser por una buena razón. De igual modo, si aún no ha llegado, tal vez porque se encuentra atrapada en el mar de coches característicos de toda gran urbe, sólo preocuparía a su familia sin razón alguna.

Además, qué tal que yo hable justo en el momento en que ella esté intentando comunicarse conmigo y ninguno pueda concretar la llamada. Eso ya nos ha pasado en un par de ocasiones. Lo mejor será esperar, aunque deseo no tener que hacerlo por mucho tiempo. Nunca he sido un buen “paciente”, tal vez por eso es que soy médico.

-V-

Ha transcurrido sólo una hora desde que espero en casa, pero siento como si ya hubieran pasado días enteros desde que mi esposa se fue, y sigo sin saber de ella. Si tan sólo el reloj marchara con la misma lentitud los días lunes por la mañana, esos cinco minutos de más que siempre me tomo serían más que suficientes para ahuyentar la pereza.

Tengo que distraerme en algo para evitar llenarme la cabeza de pensamientos que no me han de conducir a nada bueno.

            Como casi nunca lo hago, me pongo a sacudir los libros de los estantes y a reorganizar mi escritorio. Pero todo es inútil, no creo que sea una buena forma de matar el tiempo, porque tan pronto volteo a ver el reloj, pareciera como si las horas se detuvieran cada vez que vuelvo la mirada. De igual modo, el escritorio luce igual de desordenado que antes.

El sol sigue brillando allá afuera y el teléfono continúa aplicándome la ley del hielo. Tengo frío pese a estar sudando como maratonista, y por momentos siento que todo me da vueltas. No puede ser por falta de alimento, pues hace media hora comí un poco del guisado que sobró de ayer. Tienen que ser mis nervios. Quizás debiera tomar un calmante. Pero ¿qué tal si me quedo dormido y no alcanzo a escuchar el teléfono? No, lo mejor será que sólo me tome un té caliente. Quizás también debiera salir a caminar.

            Cojo mi teléfono móvil y salgo de la casa. No he caminado más que unos cuantos minutos cuando el celular suena, pero sólo para indicarme que carece de cobertura en esa área. Seguramente los árboles bloquean su señal. Lo mejor será que siga avanzando hasta encontrar un lugar en el que me pueda dar servicio.

            Sin darme cuenta camino como si siguiera las huellas que dejara la camioneta de mi esposa en el suelo mojado. Los dibujos de los neumáticos se ven con tanta claridad que parecieran adornos del camino.

Me siento mejor, no cabe duda de que el ejercicio te ayuda a despejar la mente.

Sigo caminando aunque mi teléfono continúe sin señal. Total, cuando llegue a casa escucharé el mensaje que pudiera haber dejado mi esposa y todas mis preocupaciones no serán sino la resaca del café cargado de esta mañana.

De pronto me encuentro con algo que hace que mi corazón se detenga por un instante y un segundo después palpite como si se me quisiera salir del pecho. Justo a la mitad del camino que lleva a la carretera, las huellas de la camioneta desaparecen. Sólo “así”, como si en ese preciso lugar mi esposa y el vehículo se hubieran esfumado en el aire. Sé que es imposible. Quizás lo que pasa es que a partir de aquí el camino ya no se encontraba tan mojado como para que las llantas se marcaran.

Sin embargo, mi teoría se esfuma en el momento en que doy el siguiente paso al frente y veo como mi pie se hunde en el lodo, tal fácilmente como se había estado hundiendo durante todo el recorrido.

Volteo a ver a todos lados, como si mi esposa o la camioneta pudieran estar a la vista o entre los árboles. Pero nada. Simplemente no consigo ver nada que me dé una señal de lo que ha ocurrido ahí.

            Sin pensarlo demasiado corro lo más rápido que puedo hasta llegar a la autopista. Mis huellas quedan impresas por todo el camino hasta que llego a la grava y el asfalto de la carretera. Sé perfectamente bien a quién busco, pero no sé qué es lo que debo esperar encontrar ahí.

            Por fin mi teléfono suena, sólo para avisarme que ya tengo señal. Ya no me importa si se enoja mi mujer o su familia, voy a marcar a todos los números que conozco, hasta saber algo de ella. Le marco a todos, pero el resultado es el mismo; suena repetidamente el tono pero nadie contesta. Hasta que casi inconcientemente marco a mi propia casa. Al darme cuenta de mi error estoy apunto de colgar pero oportunamente escucho que descuelgan el auricular y escucho su voz. Es ella, Rebeca contesta pero no escucha mi respuesta y cuelga, o se corta la llamada.

Mi esposa está en la casa y ha de estar tan preocupada por mí como yo estuve por ella. ¿Pero cómo puede estar ahí? ¿Cómo pudo regresar a la casa sin que la viera? Éste es el único camino que nos lleva a la ciudad. ¿Cómo pudo regresar por aquí sin que nos encontráramos en medio?

            Si tan sólo no estuviera funcionando mal la señal de mi teléfono podría haber hablado con ella y le hubiera puesto fin a esta pesadilla.

No hay tiempo que perder, menos aún para seguir formulándome preguntas sin respuestas, por lo que corro lo más rápido que puedo de regreso a casa, llevando conmigo un insoportable dolor de cabeza. Casi siento como si ésta me fuera a estallar o estuviera ardiendo por dentro, aunque sigo sudando frío. 

-VI-

Por fin, y después de múltiples caídas llego a casa sólo para encontrarme con nadie. La camioneta no está, mi esposa tampoco, no hay nuevos mensajes, ni nada que no estuviera antes de que saliera hace unas cuantas horas, con excepción de las múltiples huellas de lodo que he esparcido por toda la duela.

Siento que todo me da vueltas. Espero estar teniendo una horrible pesadilla. Sólo un mal sueño podría explicarme todo lo que me ha estado ocurriendo.

No sé con qué fuerzas, pero subo las escaleras con los zapatos llenos de lodo. Arrastro los pies hasta llegar a la habitación principal y caigo agotado. Rendido en el suelo, desfallezco a sólo medio metro de llegar a la cama. Sólo quiero despertar de todo esto. Insisto en la idea de que esto debe tratarse de un loco sueño. Mañana temprano todo habrá terminado, y abrazaré y reiré con mi mujer cuando le cuente todas las tonterías que he soñado esta noche. Sólo espero que en realidad sólo se trate de eso; tonterías de una horrible pesadilla.

-VII-

Despierto mas no me encuentro ya en casa. Estoy en un lugar a cielo abierto como una plaza y está lloviendo. No sé si anochece o está por amanecer, sólo que las gotas de lluvia caen como en cámara lenta. Una a una veo como las perlas de agua caen y explotan sobre el suelo y mi cuerpo, pero no las siento o escucho caer. Sólo percibo el sonido de mi corazón que al igual que la lluvia palpita muy lentamente.

De repente escuchó el chapoteo de unos pasos, no muy lejos de donde me encuentro. Alguien corre alejándose como si quisiera refugiarse de la lluvia. Al ser el sonido de esos pasos lo único que puedo escuchar, además de mis latidos y respiración, no me resulta demasiado difícil ubicar el paradero de la persona que corre bajo la lluvia.

Entonces consigo ver a alguien, a sólo unos pasos de una construcción de paredes blancas, rodeada de una tapia que por momentos se confunde con el cielo nublado.

            Apenas logro levantarme del suelo, me dirijo hacia aquella construcción, que se me asemeja cada vez más a un mausoleo, con una gran cúpula en el techo y columnas que sirven como marco de un pequeño umbral, que conforme me acerco se vuelve cada vez más grande, hasta que me hace retroceder… intimidado por su tamaño.

No sé si esto también sea un sueño, porque me resulta muy difícil de distinguir frente a la realidad que me rodea. Indudablemente veo cosas que no percibo cuando estoy despierto, pero mi corazón late tan exaltado y mis pulsaciones se agitan tan vívidamente que no me atrevo a decir que todo esto es producto de mi mente.

            En frente tengo una colosal puerta de madera que se abre tan pronto me atrevo a dar un paso hacia ella. No entro, algo me dice que no debo hacerlo, sólo dejo que se interne mi mirada, pero no logro ver más que oscuridad. Una voz dentro de mi cabeza, tal vez el sentido común me pide que no entre, pero otra voz en el interior de ese mausoleo, la de Rebeca, me motiva a ingresar en lo más profundo de esa “boca de lobo”, de la que no sé si habré de salir con vida.

Tan pronto pongo un pie adentro, la puerta me demuestra su impaciencia absorbiéndome y cerrándose tras de mí, sin darme la menor oportunidad de impedírselo. Ahora me encuentro en la más absoluta oscuridad y en mis oídos resuena el golpeteo de mi corazón, como si se alojara en mi cerebro. Temeroso me animo a caminar en ese manto negro que me rodea. Con las palmas de mis manos abiertas intento hallar al menos una pared que me guíe, pero no encuentro nada y lo único que puedo sentir con firmeza es el suelo bajo mis pies. Casi instintivamente trato de aferrarme a esa única certeza, pero no importa cuanto me agache, porque mis manos no alcanzan a tocar el piso.

Trato de calmarme, pero mi corazón va más rápido cada vez, y más ahora que me acabo de percatar de que no estoy solo en este lugar, pues alguien acaba de respirar junto a mi oreja.

Manoteo tratando de encontrar algo o a alguien, cualquier cosa, pero no consigo nada, hasta que siento cómo una mano fría me roza la cara con sus yemas. En ese momento mi corazón se detiene y escucho como resuena en mi cabeza el latido del corazón de alguien más.

            No sé cómo, mi corazón se ha parado pero siento en mi pecho la opresión de un corazón que no es el mío, y camino hacia el lugar donde la sensación se hace más grande.

No sé por qué sigo adelante, simplemente avanzo en medio de la densa oscuridad hasta que frente a mí se recorre una especie de cortina que me deja ciego por un instante.

Cuando por fin logro ver algo, noto que lo negro le ha cedido su lugar a lo blanco, pero aún así no logro ver ni mis manos. Es como si me hubiera difuminado y mezclado con el entorno, como si dejara de ser yo para convertirme en el escenario mismo, pero no, la voz de mi esposa me hace salir de ese lugar, y como en un parpadeo desaparece tanto la luz como la oscuridad, y me encuentro de nuevo en mi casa, o por lo menos parece ser mi estudio.

Ahí hay una joven que me da la espalda y está sentada frente a un escritorio. Trato de identificar su rostro, pero invariablemente sólo le veo la nuca. Su cara sólo mira hacia abajo y el pelo oculta sus facciones. Entre sus manos sostiene un retrato, parece ser una foto en la que estoy con mi esposa, el día que nos mudamos a esta casa. La joven aprieta los puños y deja caer la foto, que se hace pedazos con sólo tocar el suelo.

–¿Por qué? –dice ella.

Yo quiero hablar pero no puedo emitir sonido alguno.

–¿Por qué papá… por qué nos dejaste solas? –dice, mientras yo siento como si la sangre se congelara en mis venas.

No sé por qué pero creo que se está refiriendo a mí. Pero eso es imposible. Yo no tengo hijas, o al menos aún no. ¿Cómo es que mi niña puede estar frente a mí, con diez y siete años o más, cuando apenas tiene un mes de gestación?

Es imposible, pero no puedo evitar sentir que ella es mi hija. La joven solloza y con una mano acomoda hacia atrás el pelo que ocultaba su cara. Mi corazón vuelve a palpitar otra vez. Sin duda tiene el mismo perfil que mi esposa. Me acerco para abrazarla, pero tan pronto la toco, empieza a llorar con tanto dolor que… me despierta.

-VIII-

Me encuentro en el piso de la habitación a sólo unos pasos de la cama. Los rayos del sol siguen proyectados sobre las cortinas y parece como si no hubiera pasado ni un minuto desde que llegué de la carretera.

Salvo por un pequeño dolor en la mandíbula, seguramente por la caída, todo parece seguir exactamente igual… pero no. Oigo voces provenientes de la planta baja y algunas risas. Me parece que una de ellas es la de mi esposa, pero la otra pareciera ser la de una niña.

Me incorporo lo más rápido que puedo para ver qué es lo que pasa.

Apenas llego al borde de la escalera veo a mi esposa que sostiene entre sus manos una maceta con una hermosa flor blanca.

–¿Qué te parece? ¿Te gusta? La escogió Andrea –dice mientras coloca la planta sobre la mesita que está a un lado de las escaleras.

Es mi esposa, pero no es ella. Es su ropa, cuerpo, pelo, e inclusive percibo su aroma, pero no es su cara. De hecho no es la cara de nadie, pues la mujer que veo en el piso de abajo no tiene rostro.

Horrorizado retrocedo hasta tropezarme con un estante que está pegado a la pared.

–¿Qué te pasa? –me pregunta esa mujer.

–¡Andrea, princesa, ve y sube a ver qué le ocurre a tu papá!

En ese instante alcanzo a oír unas pequeñas pisadas que suben las escaleras y al poco rato, veo a una pequeña niña como de cinco años que viste un pantaloncito rosa y una playerita blanca con un corazón estampado. Trae el mismo corte de pelo que mi esposa, con el cabello apenas rozándole los hombros. Se acerca muy despacio y me deja ver que tampoco tiene rostro.

–¿Qué tienes papi? –me dice con una dulce voz infantil que proviene de mi propia mente.

Pienso que me he de estar volviendo loco.

–¿Estás otra vez enfermo? –insiste la niña y a continuación me abraza con fuerza.

Yo no sé realmente por qué, pero termino abrazándola. No puedo desprender de mi cabeza la imagen de aquella joven que había soñado anteriormente. En mi pecho aún guardo la culpa que mi contacto con ella ha dejado. No sé por qué, pero al tener entre mis brazos a esta niña siento que me disculpo también con esa joven.

La abrazo con fuerza, pero sin lastimarla, prometiéndome a mí mismo no dejarla nunca. Siento su calor y respiración. Por fin mis mejillas logran percibir unos pequeños y húmedos labios que me preguntan: “¿Me extrañaste mucho papá?”.

Yo le contesto que sí y le doy un beso en su delicada frente.

La pequeña niña levanta lentamente su cara y puedo ver sus facciones. Me deleito con su par de ojos, tan grandes y hermosos como los de su madre, beso su pequeña nariz y mejillas, tan suaves como la piel de un durazno.

–¿Cómo no te voy a extrañar princesa? –le digo, mientras lloro con ella entre mis brazos.

Sé que todo esto es un sueño, pero es uno del que no quiero despertar nunca.  

-IX-

Despierto en medio del bosque, descalzo y cubierto de lodo. Tenues rayos de sol apenas se asoman entre las ramas de los árboles. Mi camisa y pantalón están hechos jirones. No tengo idea de qué está pasando, pero por desgracia eso se ha vuelto una costumbre.

Siento el calor del sol sobre mi piel, a la vez que mi nariz percibe un ligero olor a quemado. Sea cual sea el origen de ese aroma no parece estar muy retirado del lugar en que me encuentro. No sé si por curiosidad o falta de sentido común, pero me dirijo a ese sitio. Sé que no es lo más prudente, pero creo que no ganaría nada yendo hacía el lado contrario.

            El suelo está muy mojado e inevitablemente no puedo dar más de tres pasos consecutivos sin caer. Mis rodillas me duelen y no tardo mucho en darme cuenta de que he estado perdiendo sangre. Sin embargo no logro identificar de dónde proviene la hemorragia.

            Por fin consigo llegar al origen del humo, pero no me agrada lo que veo. Parecen las ruinas calcinadas de lo que fuera mi casa. El sol brilla con todo su esplendor y no veo ninguna nube en el cielo, pero empieza a llover tan fuerte que el agua remueve las cenizas de lo que fuera mi hogar. Entre los escombros, puedo ver lo que parece una mano humana que aún humea un poco.

Intento remover los restos quemados, pero no puedo retirar los suficientes como para saber de quién se trata. La poca piel que aún cubre la mano no me da pista alguna de la identidad de esa persona, pero alcanzo a ver que en su dedo anular aún reposa un anillo dorado, escalofriantemente familiar.

Pero no… No puede ser… Espero de todo corazón que en efecto no sea lo que estoy imaginando.

Estrecho la mano como quien se aferra a lo más preciado de la vida. Me siento terriblemente mal, pero aún así tengo que hacer algo para salir de dudas de una buena vez.

Intento aflojar poco a poco el anillo, pero no parece estar dando resultado. Entre la lluvia y la piel quemada, la pequeña pieza de metal se ha vuelto resbaladiza.

Respiro profundamente y me convenzo a mí mismo de que tengo que tomar otro tipo de medidas. Exhalo y de un tirón extraigo el anillo con todo y dedo. No puedo evitar sentir una profunda pena, e incluso lloro al verlo entre mis manos. El anillo aún tiene restos de piel por dentro, por lo que hago uso de la propia lluvia para poder leer la inscripción grabada en su interior.

Una vez limpio, ya no hay nada que me evite confirmar mis temores o borrarlos de una vez por todas. Aprieto el puño con todas mis fuerzas como si no quisiera soltar nunca ese pequeño aro dorado, pero no puedo darme ese lujo. Tengo que saber…

Me armo de valor, retengo el aire y abro mi mano para poder leer la inscripción. El fuego la ha deformado un poco, pero aún se puede leer lo que dice: “Rebeca”.

Exhalo y cierro los ojos. No es el anillo de mi esposa, el de ella tiene mi nombre inscrito en su interior. Éste es el mío.

            Estoy cansado y me siento como un reloj que se va atrasando de a poco por el mismo peso de sus manecillas. No me puedo mantener en pie, me derrumbo sobre mis rodillas y alzo la mirada como si buscara la respuesta a todas mis preguntas en el cielo infinito, pero no obtengo nada.

Bajo esta lluvia torrencial el aire me parece cada vez más denso y viciado, al grado de empezar a aspirar humedad y exhalar humo. Siento que mis órganos hierven por dentro y estallan de a uno en uno. De repente me veo envuelto en llamas, aunque no lo sienta en la piel, pero sí que lo hago en los huesos. Veo con claridad cómo el fuego quema mis pestañas y retinas, después de eso sólo siento como ardo en una absoluta oscuridad.

-X-

Ya de madrugada, Rebeca irrumpe abruptamente en la habitación de Andrea, su hija. De nuevo los gritos de la pequeña han obligado a su madre a despertar y cerciorarse de que la niña no corra ningún peligro.

Andrea llora sentada sobre su cama. Está sudando como si hubiera corrido toda la noche, y el corazón le late tan aprisa que sólo los brazos de su madre consiguen apaciguar su marcha. Después de un rato de ser consolada, la niña comienza a respirar con mayor tranquilidad, y sus lágrimas disminuyen su fluir hasta que por fin cesan.

–¿Qué pasó princesa? ¿Acaso volvieron esas pesadillas? –pregunta Rebeca sin dejar de confortarla con sus brazos, mientras la niña asiente con la cabeza.

–No te preocupes corazón, no fue más que un mal sueño, ya mamá está contigo y no permitirá que nada ni nadie te haga daño –agrega.

Andrea la abraza con fuerza y tomándose su tiempo le cuenta a su madre su pesadilla.

De nuevo es ese hombre sin rostro que busca desesperadamente a su familia, sin poder dar con ella.

–En el sueño también sales tú mami, aunque un poco más joven –dice Andrea.

Rebeca le acaricia la cara y con lágrimas que aún no se deciden a brotar, le dice que no tiene nada de qué preocuparse. Ya todo está listo para que tan pronto amanezca emprendan su camino a la ciudad y nunca más regresen a ese sitio, tan lleno de recuerdos y sombras.

–Ya verás que en la casa de los abuelos vas a encontrar muchas cosas bonitas que te harán olvidar todos esos horribles sueños que tienes aquí –le dice a su hija.

            Desde que era muy pequeña Andrea ha tenido la misma pesadilla, pero cada vez se ha vuelto más recurrente, sobre todo en los últimos tres meses. Lo que hace que las noches en ese lugar se vuelvan insoportables. Los psicólogos que han visto a la pequeña dicen que lo que tiene es tensión, posiblemente provocada por la propia madre que no se resigna a la desaparición de su esposo, y lo sigue esperando, con la ilusión de que un buen día él cruce el umbral de la puerta como si nada hubiera pasado.

Además de las drogas que Rebeca se ha resistido a darle a su hija, porque quiere que Andrea sea una niña sana, activa, normal y no un zombi, los especialistas y amistades le han sugerido que deje todo atrás, que venda la casa y empiece de nuevo en cualquier otra parte que ella y su hija escojan.

Por la salud mental de la niña y de ella misma, le han dicho que aprenda a olvidar, o de lo contrario las pesadillas no terminarán nunca y el frágil equilibrio mental de Andrea puede convertirse en un problema mucho mayor, que terminará afectándola por el resto de su vida. Eso es un riesgo que Rebeca no está dispuesta a correr. Su hija es lo más preciado que tiene, por encima de cualquier cosa o cualquier recuerdo que se resista a perder.

            Las dos permanecen abrazadas por un tiempo, hasta que ninguna parece tener más lágrimas que dejar escapar y la luz del incipiente día ha ahuyentado a los fantasmas nocturnos.

En ese momento, Andrea le formula a su madre la ineludible pregunta, que ella sabía que tarde o temprano le haría:

–¿Dónde está papá y por qué no está con nosotras?

Los ojos de Rebeca se vuelven a humedecer y el silencio entre las dos parece eterno mientras se ven a los ojos.

Después de un profundo respiro, la madre rompe el silencio y responde:

–No sé… honestamente ignoro dónde pueda estar tu padre, así como desconozco por qué se fue y nos dejó solas. Hace más de cinco años que no sé nada de él, desde esa despedida… “la última…” De hecho en ese momento no sabía que lo fuera. 

            –En ese entonces, tú aún no habías nacido y los dos estábamos ansiosos por conocerte, o por lo menos eso pensaba yo. A las pocas semanas de saber que crecías en mi vientre, salí a la ciudad para ver a tu abuelita que se había puesto enferma. Tu papá insistió en acompañarme pero yo me rehusé, no era necesario que fuera conmigo y pensé que la gente del pueblo lo necesitaría más que mi mamá. Todo parecía estar bien, tomé la camioneta y me fui a la ciudad con la esperanza de que mi madre se encontrara mejor de lo que tu abuelo y tus tíos me habían dicho. La verdad es que lo último que hubiera cruzado por mi cabeza era la posibilidad de que no volvería a ver a tu padre –continúa Rebeca.

            –Por suerte tu abuelita no tenía nada serio y para cuando llegué a su casa, ella ya se encontraba estable y de buen humor, incluso me extrañó que preguntara tan amorosamente por tu papá, ya que nunca se llevaron bien. Tranquila de que mamá se encontraba estable y que en sólo un par de días el médico la daría de alta, traté de comunicarme con tu padre, pero no pude. Le hable a la casa, al consultorio y a su teléfono celular, pero no obtuve respuesta. Alarmada, quise regresar de inmediato pero tus tíos y abuelos no me dejaron conducir en ese estado. Decían que me tranquilizara, que tal vez había surgido alguna emergencia y que conociendo a tu padre seguramente habría dejado olvidado el celular en algún cajón o en otro sitio, o quizás hasta habría olvidado encenderlo cuando salió de casa –prosigue la madre.

–El hecho es que me quedé ese día con tus abuelos, pero a la mañana siguiente salí, antes de que los demás despertaran y me impidieran regresar a este lugar. Sabía que era peligroso manejar tan nerviosa y sin haber podido dormir en casi toda la noche, pero no podía quedarme sin hacer nada, esperando alguna noticia de tu padre. Podía sentir que algo malo le había ocurrido. No sé cómo describírtelo, simplemente era una sensación que se albergaba muy dentro de mi pecho –aclara Rebeca.

–Yo no cargaba con ningún tipo de teléfono portátil, por lo que compré una tarjeta telefónica y en cada gasolinera que me encontré en el camino, me detuve para llamar a tu padre, e incluso a los míos, para saber si ellos tenían alguna noticia de él. Sólo quería que me contestara la llamada, que me dijera que todo estaba bien y que yo estaba sobredimensionando las cosas, quería gritarle y decirle sus verdades por haberme puesto tan nerviosa… Simplemente quería saber de él. Pero nunca contestó el teléfono –sigue la madre mientras acaricia el rostro de su pequeña.

            –Tan pronto llegué a casa lo busqué por todos lados, pero no lo encontré. Salí corriendo al pueblo, fui a su consultorio, hablé con el viejo curandero con el que trabajaba, acudí a la policía, incluso lo busqué en la escuela donde yo daba clases, pero nadie sabía nada, era como si se lo hubiera tragado la tierra –Rebeca toma un respiro para secarse las lágrimas y prosigue.

–Regresé a casa acompañada de un pequeño grupo de policías que se ofrecieron a buscarlo en los alrededores. No muy lejos de aquí uno de ellos encontró los restos quemados de algo que aún humeaba un poco. Yo me horroricé al pensar lo peor, pero no pudieron encontrar evidencia de que se tratara de una persona, más bien parecía ser sólo ropa quemada y el anillo de bodas de tu padre… el mismo que llevo siempre conmigo, colgado del cuello, como si fuera mi amuleto personal. Entonces escuché que el teléfono de la casa estaba sonando. Corrí lo más rápido que pude, como si mi vida dependiera de llegar a contestarlo, pero tan pronto descolgué el auricular y dije “bueno”, lo único que pude escuchar fue la estática. Apenas de reojo alcancé a ver en un parpadeo el número celular de tu padre en el registrador de llamadas, después desapareció como si nunca se hubiera efectuado la misma. Nunca más supe de él –concluye la madre.

            Rebeca llora, pero en esta ocasión no lo hace sola, y eso la conforta un poco, como si se liberara de un enorme peso que no la hubiera dejado seguir adelante. Ahora es la hija la que consuela a su madre, le dice que no se preocupe, que no está sola y que nunca lo ha estado. La abraza y con delicadeza la invita a levantarse de la cama, para ver con ella el amanecer. Tal vez eso sea lo único que las dos extrañen de ese lugar; los colores que el sol dibuja en el cielo y deja caer sobre las copas de los árboles, como si el follaje despertara con los primeros rayos de la mañana, dejando atrás y vencidas a las sombras de la noche.

            La madre le sonríe a su hija, la abriga y sólo entonces abre la ventana. Hace un poco de frío, pero es más la calidez que les da el sol al alumbrar sus caras. Rebeca le da un beso en la frente a su pequeña y sin decir nada se quita con delicadeza el anillo de bodas de su dedo y desabrocha la cadena que sostenía el de su esposo. Los sujeta con su mano izquierda y la aprieta como si quisiera fundirlos con su propio calor. Cierra los ojos y parece que clama una oración para sí misma. Abre sus párpados, y suavemente le entrega la cadena y los anillos a la pequeña.

Andrea la ve con duda, pero con una sola mirada de su madre, tan llena de luz como el amanecer mismo, la niña le sonríe como quien ha entendido perfectamente qué es lo que tiene que hacer a continuación. Entonces la pequeña saca su delicada mano por la ventana y con la misma suavidad con la que le fueron entregados, los deja caer, sin dejar de ver la sonrisa de aprobación y rostro iluminado de su querida madre.

            Las dos llenan sus pulmones con el aroma del bosque. Colman sus ojos con la luz que se desborda del sol y se asoma reinante sobre la copa de los árboles. Saben que en unas pocas horas partirán a la gran ciudad y el resto será historia, como si se tratara del relato de la vida de alguien más. Alguien completamente desconocido para ellas. Una historia que saben que oyeron pero que no recuerdan quién se las contó, ni dónde. Lo único que sabrán es que a ellas no les pasó, ni les volverá a ocurrir nunca.

Rebeca no habrá de esperar más la llegada de ese desconocido que la dejara sola. Andrea no tendrá esa horrible pesadilla de nuevo, no soñará con ese solitario hombre sin rostro… Nunca más volverá a soñar con… migo.

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