lunes, 17 de octubre de 2011

Flores para la abuela

-I-

La vida de Justa cambió drásticamente hace muy pocos años, debido a una enfermedad que le fue afectando la vista progresivamente, hasta llegar al punto de verse obligada a habitar en un mundo de luces difusas, penumbras y sonidos. Mas no tuvo que enfrentar semejante imprevisto sola, porque pese a haber perdido a sus tres hijos en un accidente de carretera, hacía más de quince años, y que su marido enfermara y muriera, sólo unos meses después, su nieta Nora, y de la cual no había sabido nada desde la muerte de su nuera, se ofreció a cuidar de ella.

A pesar de que Nora se había mantenido alejada de Justa, después de que su madre muriera de cáncer tres años atrás, ella quería mucho a su abuela y no dejaba de repetirle lo agradecida que estaba con ella por haber estado al tanto siempre de su madre, sobre todo después de la muerte de su papá.

            Nora y Justa se fueron a vivir a una casa antigua a las afueras de la ciudad. El sitio era grande y viejo pero estaba muy bien conservado, aunque la nieta aseguraba que había sido toda una ganga.

La casa tenía un hermoso jardín con flores de mil colores, de las que Justa sólo podía percibir el aroma y tocar su suavidad, porque no podía ver más que manchones de hermosas tonalidades. También tenía amplios ventanales, que dejaban entrar la luz y el calor del sol por todos lados. Para la abuela era como vivir en un palacio con paredes cálidas y brillantes.

La habitación de Justa era la más grande e iluminada de la casa. Además de que siempre conservaba un hermoso perfume, debido a los dos enormes floreros repletos de rosas rojas que reposaban a los extremos de la cabecera. Las flores siempre estaban rebosantes de vida, pues todos los días Nora se encargaba de sustituir a las muertas o marchitas por nuevas. Eso no era ningún problema para la nieta, pues era dueña de una florería y siempre veía la forma de conseguir flores frescas para su querida abuela. 

-II-

Con ellas vivían dos gatos. Uno se llamaba Sócrates; un minino regordete y melenudo, no muy agraciado pero sí muy agradecido, aunque en ocasiones parecía que su propósito de la vida fuera descontrolar a los demás. Uno podía verlo dormir plácidamente en un cojín y un segundo después se le podía ver dándole cacería a una mariposa intrusa o simplemente desaparecer de una habitación para aparecer en otra. Nora decía que era demasiado ágil para estar tan “rellenito”. Era un gato juguetón y saludable, aunque no era extraño que de repente se enfermara del estómago, por andar comiendo cuanta cosa se encontraba en su camino.

El otro gato se llamaba pomposamente Fredrich, aunque de cariño y en tono de broma todos le decían Nietzsche. Fredrich era un gatito de talla pequeña y “bigotón” que por lo general se la vivía en casa todo el día, a veces dormido o deambulando de un lado a otro; rasguñando y maullándole a las puertas cerradas, o restregando sus bigotes entre los rincones. Pero por las noches no parecía encontrar un placer más grande, después de hacer enojar a Sócrates, que ir a merodear a las afueras de una vieja iglesia y maullar con todas sus fuerzas a la luna, casi como si buscara sacar de quicio o espantarle el sueño al viejo sacerdote que vivía por ahí.

Nora decía que Sócrates llego solo, con todo el pelo revuelto y su inalienable cara de duda, en tanto que Nietzsche fue el regalo de un novio que después de que Sócrates hiciera confeti una carta de amor que él le mandara, le pareció que sería un justo castigo para el minino, el que le regalara a su dueña un gato que le hiciera ver a Sócrates lo feo que realmente era. A Nora no le agradó el propósito, por lo que botó al novio, que era bastante asfixiante, pero se quedó con el gatito.

            Nora, Sócrates y Nietzsche formaban una familia a la que Justa no le costó ningún trabajo adecuarse. Su nieta se levantaba de madrugada, cambiaba las flores muertas, preparaba lo necesario para que Justa no tuviera que preocuparse por su comida, ni la de los gatos, y después se iba a la florería.

Justa, si bien no podía ver bien, en casi todo se podía valer por sí misma. Se bañaba, vestía y arreglaba sola. Salía de su habitación y caminaba por la casa con toda libertad, apoyándose de un barandal especial que la conducía a cualquier sitio al que quisiera llegar, con excepción del sótano, dónde su nieta le tenía prohibido entrar por “su seguridad”, ya que era el único lugar de la casa en el que prácticamente no entraba ningún tipo de luz. Salvo esa restricción, Justa salía incluso al jardín con Sócrates y Nietzsche, para oler las flores, sentir el calor del sol y la suavidad del viento rozándole la cara.

            Por lo general los dos gatos acompañaban a Justa a todos lados. Mientras ella contara con un par de manos que acariciaran sus respectivas cabezas, espaldas y barrigas, ellos no parecían estársela pasando mal o aburridos con la abuela.

-III-

De martes a domingo, Nora llegaba sólo por las noches a la casa, por lo que durante el día su única relación con la abuela era a través de los gatos. Sin embargo la nieta siempre acudía a la habitación de Justa para platicar con ella, preguntarle por las novedades de su día con Sócrates y Nietzsche, además de contarle cómo es que le había ido a ella en la florería.

Pero los lunes que Nora no abría su negocio, los cuatro salían en la mañana a caminar por un pequeño parque que estaba a sólo unas cuantas cuadras de la casa. Entonces Justa disfrutaba de la compañía de Nora, su plática, el trinar de los pájaros y la tibieza del sol en su piel, aunque no podía ver más que bultos de colores rodeados de luz. Ya por la tarde se mantenían ocupadas limpiando su hogar. La abuela sacudía algunos muebles y cojines, la nieta barría y trapeaba, Nietzsche se acicalaba a sí mismo y a Sócrates, mientras él… bueno.., él sólo se dejaba acicalar por el otro.

            Pese a sus limitaciones visuales, Justa tenía una vida plena y normal como cualquiera pudiera tener. No sabía cómo lucía su nieta, pero la reconocía por la voz y sus palabras dulces. Ignoraba si Sócrates era tan feo como su mala fama decía, pero su pelo largo y alborotado era inconfundible. De igual modo, los bigotes que todas las mañanas la despertaban en la cama, era la señal de que el pomposo Nietzsche había llegado para darle los buenos días.

-IV-

Una madrugada, en la que Justa se despertó para ir al baño, le pareció escuchar cuchicheos provenientes del piso de abajo. Ayudándose por el barandal, bajó las escaleras en una total oscuridad y fue al lugar dónde había escuchado las voces; la cocina.

Sólo una ligera luz se podía ver encendida y caminó hacía ella. Era la primera vez que veía la casa tan lúgubre y oscura, por lo que con un poco de miedo dijo:

–Nora… ¿eres tú?

–Sí abuela, soy yo. Estoy preparando el caldo de verduras que tanto te gusta y picando un poco de carne para que comamos los cuatro –le respondió la nieta.  

–¿Con quién estás? Me pareció escuchar voces… No estás sola, ¿verdad? –agregó Justa.

–No abuela, perdón por el ruido pero es que este par de bribones; Sócrates y Nietzsche (quienes maullaron al escuchar su nombre), no me dejan picar la carne en paz. Insisten en que les dé un trozo, pero ya sabes que no me gusta darles la carne cruda –respondió Nora.

–Vaya problema el tuyo, con lo bien que huele el caldo no culpo al apetito de estos dos por querer un aperitivo. Préstame el cuchillo, que yo picaré la carne mientras tú vas por algo para que estos dos coman un poco y se calmen –dijo Justa, mientras terminó de lavarse las manos, e hizo a un lado a la nieta frente a la tabla de picar.

–No discutas conmigo, bien sabes que sus botanas las guardas en el sótano, para asegurarte de que no malcríe a tus angelitos, si pudiera ver bien yo misma bajaría. Déjame ayudarte con esto mientras tú vas por un poco de su alimento –remató la abuela y empezó a picar la carne que se encontraba en la mesa.

            Antes de que Nora regresara con las botanas para sus gatos, Justa ya había terminado de picar todo.

–De haber sabido que eras tan buena con esto, hubiera echado mano de tu ayuda desde hace un buen tiempo. De cualquier forma (quitándole el cuchillo a la abuela y colocándolo en el fregadero), no me parece muy seguro que alguien que no puede ver bien, ande por la casa con un cuchillo en la mano –dijo la nieta, y tanto ella como su abuela rieron, mientras Nora estrechaba con cariño las manos de su abuela.

–Ahora eres tú la que has de obedecer e ir directito a la cama, aún es muy temprano y no quiero que te vayas a resfriar aquí abajo –dijo Nora y le dio un beso en la frente a su abuela.

–Tú sí que tienes la cara fría –señaló Justa.

–Ya verás que con el calor de la cocina vuelvo muy pronto a mi temperatura –agregó la nieta y la mandó de nuevo a dormir.

Justa asintió con la cabeza y subió a su habitación, acompañada de su par de peludos guardaespaldas, que una vez que fue saciado su antojo no vieron razón para permanecer un segundo más en la cocina.

            Justa se sentía segura en casa con su familia, como hacía mucho tiempo no se encontraba. Se sabía amada y ella a su vez amaba casi por igual a su nieta como a sus peludos compañeros. Sabía lo fundamental, pero aún así permanecían en las sombra varias cosas que era mejor que jamás se enterara.

Ignoraba que Nora había sido asesinada en la florería por su novio, el mismo día que ella rompiera con él, hacía más de tres años. Desconocía que todos esos paseos por el parque los fines de semana, no ocurrían bajo los tibios rayos de la mañana, sino bajo las sombrías nubes nocturnas. Tampoco se imaginaba que el sol había dejado de brillar hacía algún tiempo, y que la luz que veía y el calor que sentía en su piel todos los días, no provenían más que de su cabeza y corazón. Ella era quien llenaba con su luz la existencia de su nieta y gatos, alejándolos de las sombras.

De igual modo, Justa Ignoraba que las flores de su cama se conservaban rojas y aromáticas, alimentándose de los cuerpos humanos que todas las noches Nora y sus mascotas cazaban o recogían del cementerio.

Ni sospechaba que en la olla dónde su nieta preparaba su caldo de verduras, aquel que olía tan bien y llenaba de tanto calor toda la casa, flotaban las cabezas cercenadas de las víctimas frescas de su protectora.

Justa ignoraba que en el sótano Nora guardaba su cuerpo putrefacto, justo dónde lo dejara su novio después de haber envenenado a sus dos gatos, el mismo día que dio cuenta de ella.

Tampoco sabía que cada vez que se iba a la cama y cerraba sus ojos enfermos, tanto Sócrates como Nietzsche regresaban a las sombras, para formar parte del sin fin de ojos luminosos que celosamente cuidaban de su sueño, hasta el día en que no hubo un nuevo despertar para Justa, ni un nuevo amanecer para nadie más en esa casa…

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