viernes, 28 de octubre de 2011

Hoja en blanco

Todos los días salgo de la casa y veo aquel viejo árbol con sólo unas cuantas hojas sujetas a las ramas, mientras que el resto descansan a sus pies. Veo a la misma señora que pasea a sus tres diminutos perros, tan ruidosos como si fueran seis, pero que no han de pesar ni dos kilos todos juntos. También está el vecino que barre las hojas de su entrada, al cual siempre saludo sin que hasta la fecha me haya dirigido alguna vez la palabra.

Está también aquel gato vagabundo, que no es de nadie pero que todos alimentan. Se pasea como dueño de la acera e intimida con su presencia a los tres pequeños perritos, quienes salen corriendo despavoridos, provocando la angustia de su dueña, y el enojo del vecino que barre su entrada, en especial cuando los perros pasan y desordenan las hojas que ya tenía apiladas en una esquina. Siempre es lo mismo.

            Todos los días tomo el metro después de hacer una larga fila en la taquilla. Tal vez debería comprar más de un boleto cada vez, pero cuando estoy en frente con la despachadora, invariablemente le pido sólo uno, pago y me voy.

Parece que siempre voy retrasado, porque cuando llego al andén el tren ya se ha ido. Todos los días espero que llegue el otro, mientras veo como se van llenando los espacios vacíos a mi alrededor, hasta que me encuentro rodeado de desconocidos, que después de tanto tiempo ya no deberían serlo del todo.

Siempre está presente la mujer que lleva al colegio a sus tres hijos, todos con el mismo peinado de raya a un lado, la misma mochila casi tan grande como ellos, e idéntico suéter azul marino. Tampoco falta el señor del traje gris, corbata negra y sombrero, como esos que ahora se usan muy poco, pero que eran infaltables cuando yo era pequeño. Él siempre se ve muy malhumorado, como si estuviera peleado con el mundo, o se le debiera algo. Pero aún así no duda en quitarse el sombrero y saludar con una sonrisa amigable, a esa joven de faldita que todos los días se para junto a él y lo saluda cordialmente. Seguramente hoy también le cederá su asiento.

Un poco más al fondo está el grupo de estudiantes de siempre, tan distintos entre sí como para parecer hermanos, pero tan semejantes en su vestimenta y peinado que parecen siameses. Sin olvidar a las jovencitas de calcetas blancas y suéteres verdes, siempre amarrados a sus cintura, que cada día cargan consigo un pliego de papel “bond” y una bolsa transparente, donde se ve que guardan tijeras, lápiz adhesivo, algunos plumones anchos y colores brillantes. En fin, siempre es lo mismo.

            Todos los días salgo del metro y me topo con la misma gente en la monótona calle. Ahí está el señor del periódico que tan pronto me ve pasar, me tiene listo y en la mano el diario de hoy. Hurgo en mi bolsillo y como todos los días encuentro la moneda correcta en el mismo lugar, y la entrego sin pensar ni haber leído el titular de esta mañana. Hoy tampoco creo tener tiempo ni de hojearlo, pero de todas formas lo compro. Todos los días me propongo no volver a hacerlo, pero siempre lo adquiero aunque nunca lo lea.

            Todos los días saludo al viejo de la papelería, aunque ya no recuerdo cuándo fue la última vez que le compré algo. Él me devuelve el saludo con la mano derecha extendida y me sigo de largo. Aquí también hay un hombre que barre su acera, pero él sí devuelve el saludo cuando se le desea un “buen día”. No sé ni cómo se llama y no creo que él sepa quien soy yo, pero han sido tantas las mañanas que lo he visto barriendo su entrada y él a mí cruzar por su puerta, que realmente no sé si sigamos siendo un par de extraños. Aunque lo único que sepa de él es lo que le veo hacer todas las mañanas y él sepa lo mismo de mí. De cualquier forma, no creo que a ninguno de los dos nos interese saber algo más del otro.

Un poco más adelante hay un Jardín de niños, donde los pequeñines entran formaditos y uniformados, con las “loncheras” en la mano, las cantimploras colgándoles del cuello, y cargando unas pequeñas mochilas en sus espaldas. Nunca faltan las lágrimas, tanto de hijas e hijos como de madres y padres. Algunos lloran cuando cruzan el portón de la escuela, otros lo hacen cuando ya se cerró. Todos los días es lo mismo, pero parece que la separación es tan difícil como la primera vez.

            Todos los días tomo el mismo camino y aunque cada vez me propongo tomar uno distinto, no puedo. Quiero hacerlo y de hecho lo hago. A veces cruzo a la acera de enfrente para variar un poco o tomo una calle diferente, pero termino recorriendo lo mismo todos los días. No recuerdo cuándo fue la última vez que tomé unas vacaciones o no salí de la casa. Ni siquiera recuerdo como es ésta por dentro, sólo me veo salir de ella todas las mañanas. No sé qué día es, qué el mes, o qué el año. Siento cómo pasan los días y transcurren las horas, pero tengo la sensación de que no hago más que repetir el mismo día cada vez.

En alguna ocasión intenté llevar un conteo de los días que he estado así, haciendo uso de una vieja libreta que siempre cargo conmigo. La metodología es sencilla; cada día trazaría una pequeña línea en la primera hoja y así. El problema es que recuerdo haber abierto la libreta y trazado una línea el día anterior, pero cada vez que me propongo trazar una más, me topo con la novedad de que la primera hoja siempre está en blanco.

            Esta monotonía me hace pensar en la muerte y todos los días me pregunto cómo será no despertar a la mañana siguiente. Creo entender el concepto, pero no recuerdo cuando fue la última vez que supe del deceso de alguien. Me pregunto si la razón por la que creo haber vivido tantas veces este mismo día es porque será el último. O quizás he estado muerto todo este tiempo. No lo sé, pero el caso es que todos los días salgo de la casa, mas no sé a dónde voy. Día tras día sigo un mismo camino aunque no quiera, ni sepa hacia dónde me lleva. Siempre pienso lo mismo e invariablemente me detengo a media calle y espero la muerte.

Todos los días me paro en el mismo lugar y sin falta, algo o alguien distrae al conductor del camión, el tiempo suficiente para que no pueda esquivarme o detenerse. Todos los días la muerte me encuentra y despoja de todo placer y dolor, pero el día siguiente salgo de la casa como si nada hubiera pasado.

No sé si todo esto sea un sueño o una alucinación. No sé si estoy condenado por alguna fuerza superior a revivir una y otra vez el día de mi muerte, o es que con la esperanza de no volver a vivirlo, todos los días busco cómo morir de una vez por todas.

Quizás hoy sea diferente. Es posible que piense lo mismo que siempre, pero hoy no me detenga a la mitad de la calle, o ni siquiera la cruce. Tal vez hoy no me encuentre con la muerte, o me tope con ella en otro lugar, quizás más tarde.

Aunque puede ser que así sean todos los días.

A lo mejor mañana abra la libreta y vea una pequeña línea trazada en la primera hoja… O tal vez no.

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