viernes, 28 de octubre de 2011

La bestia

-I-

De no ser por la enorme herida que tiene en su costado, y la gran cantidad de sangre salpicada por doquier, yo pensaría que sólo está durmiendo. Entre mis manos temblorosas sostengo el arma aún humeante y su cuerpo tibio e inerte. Mientras en mi cabeza todavía resuena el disparo y mis oídos zumban con un silbido insoportable, casi aturdidor.

Tal vez debería echarle la culpa a las circunstancias que desencadenaron este resultado. Quizás podría culpar al que inventó ésta escopeta, al que la fabricó, al viejo Enrique (que me la vendió hace como veinte años), a Benito (por no haber hecho nada para evitarlo), o quizás a la sociedad que permite que individuos como yo puedan tener un arma. Pero sé muy bien que el único responsable aquí soy yo.

            Nunca había disparado una escopeta, al menos no con una carga letal. De joven cacé conejos con municiones y quizás en más de una ocasión fallé el disparo y terminé disparándole a algo que no quería cazar, o a alguien que terminaba con un tremendo moretón en el área afectada, pero lo suficientemente ileso como para corretearme por todo el bosque en busca de venganza. Ésta era la primera vez que descolgué el arma, la limpié y cargué con la firme idea de acabar con aquello que creía que era una amenaza. De haber sabido antes la consecuencia de esta decisión es posible que hubiera jalado del gatillo de todas maneras, pero con el cañón apuntando a mi cabeza.

-II-

Hace unos cinco o seis meses empezaron a desaparecer mis borregos, pensándolo bien fue hace seis meses exactamente, lo sé porque desaparecía uno cada veintiocho días, más o menos, y la cantidad de animales sustraídos y muertos bajo estas circunstancias sumaban siete. Siempre desaparecían en la noche, pero lo más extraño era que los perros no ladraban para nada. De hecho parecían tan nerviosos y asustados, que ni siquiera se querían acercar al corral a la mañana siguiente.

Yo sabía que no eran ladrones los que asustaban a los perros y se llevaban a las ovejas, porque de haber sido así habrían dejado huellas. No podría ser un solo individuo; pues era necesario alguien que ahuyentara a los perros, otro que vigilara que yo no saliera de la casa, uno más que estuviera alerta en algún vehículo, y al menos dos que entraran al corral por el animal (uno para cerrar la puerta y evitar que los demás borregos salieran corriendo y otro para cargar al animal en cuestión, suponiendo que bastara con un solo hombre para sostener a un borrego asustado). Tanta gente no podría entrar a mi propiedad sin dejar algo que los delatara. Además, por qué no robarse todos los animales de una buena vez, ¿para qué tomarse la molestia de tomar uno cada veinte… y tantos días? Sin mencionar el hecho de que los restos despedazados y a medio devorar de las ovejas hurtadas siempre los encontré a sólo unos cuantos metros colina abajo.

Tampoco podría tratarse de algún animal. Los coyotes les temen a mis perros, y en caso de que alguno lograra entrar al corral, no creo que sólo se conformaran con uno de los borregos. Además, ¿qué animal se toma la molestia de sacar el cuerpo destrozado de su presa, cuando es más seguro comer y huir sin nada a cuestas? Sin hablar del escándalo que la presencia de un coyote en el corral implicaría. No, fuera lo que fuera que se estaba robando y devorando a mis animales tendría que ser tan sigiloso para no alarmar a los otros borregos, o tan intimidante como para asustar a mis perros y obligar a los otros animales a guardar silencio.

No había huellas, ni nada que me pudiera decir qué o quienes me habían hecho eso. Tampoco tenía a quién acudir. Como en muchos lugares, aquí las autoridades no le hacen mucho caso a la gente y la relación es recíproca. Por lo que el día que le conté al comisario ejidal lo ocurrido (después del tercer incidente), no me extrañó que me dijera que lo investigaría, a sabiendas de que haría lo mismo que el párroco cuando lo buscas en el templo para contarle tus pesares o pedirle un consejo, es decir, hizo como si me estuviera escuchando y me prestara atención, pero en realidad estaba dejando todo en las manos de Dios.

Tampoco tengo muchos vecinos a los que pudiera acudir. Los más cercanos están como a un kilómetro, atravesando el bosque y yendo hacia las montañas. Son una familia de granjeros como yo; la mamá, el papá, una hija, como de diez y seis años, un hijo de catorce, y una pequeñita de nueve, de nombre Paola. No nos frecuentábamos muchos y sólo los veía cuando venían a mi granja a ofrecerme queso, mantequilla y crema que elaboraban con la leche de sus vacas, o cuando era yo el que subía a las montañas a ofrecerles un poco de carne y lana de los borregos.

Pese al poco trato que habíamos tenido, yo sabía muy bien que eran buenas personas, algo reservadas como todos por acá, pero de buen corazón. Al menos nunca me habían hecho nada malo, ni se habían querido pasar de listos conmigo. Lo mismo hacía yo, sobre todo por la pequeña Paola. Ella siempre era tan dulce y cariñosa, con sólo nueve añitos encima era de lo más atenta y considerada. Cada vez que me veía entrar en su propiedad con la mercancía a cuestas, nunca faltó la ocasión en que me ofreciera un poco de leche fresca, algo de queso o un fuerte abrazo de bienvenida. Sus papás luego se apenaban conmigo, sin embargo dejaban que la niña tuviera este tipo de comportamiento porque yo era de confianza, además de que sabían del dolor que habitaba en mi corazón. Pues ya en alguna otra ocasión les había contado de mi pequeña Lorena, mi única hija, quien muriera a la edad de Paola, por una enfermedad que acabó con un tercio de la población del lugar, y dejó a los sobrevivientes con problemas de piel y dolores en los huesos de por vida. Mi esposa me dejó unos cuantos meses después de la muerte de nuestra pequeña, pero no la culpo, digamos que no supe afrontar muy bien la pérdida de mi hija, además de que nunca he sido una persona con la que sea fácil convivir. Desde entonces estoy solo con mis perros y borregos.

            La pequeña Paola era una niña especial, no sólo por la manera en que se comportaba conmigo, sino también en cuanto a su apariencia. Recuerdo que cuando la vi por primera vez me asustó un poco, no es que me pareciera un monstruo o algo así, todo lo contrario, siempre me ha parecido una niña muy bonita y expresiva. Lo que pasa es que cuando la conocí creí que era un fantasma, su cabello se veía completamente blanco, y bajo los rayos del sol radiaba como si la luz proviniera de ella misma. Sus papás, hermana y hermano tienen el cabello oscuro, pero el de ella no. Ni siquiera era rubio, sino blanco como un copo de nieve, mucho más que el tono plateado de mis canas. Tampoco era albina, su piel no era diferente a la de sus papás y hermanos, de hecho sólo era un poco más pálida que la mía. Simplemente ella había nacido así: diferente.

Cuando acudí a ellos por un consejo y para prevenirlos, no fuera a ser que “eso” que estuviera matando a mis borregos y asustando a los perros, lo empezara a hacer también en su propiedad y pusiera en peligro la integridad física de alguno de ellos, en especial la de la pequeñita, parecieron consternados. Agradecieron la preocupación y me manifestaron su apoyo ofreciéndome una de sus vacas para solventar un poco la pérdida de mis animales. Fue tentador, pero no acepté. No soy del tipo de gente que abusa cuando alguien le extiende su mano. Por lo que agradecí el gesto, pero me rehusé a aceptarlo, intenté hacerlo de la manera más cordial que se me ocurrió, pero no me negué cuando la pequeñita llegó con una canasta repleta de quesos y dulces de leche.

–¡Ande! Acéptelos, no irá a decirle que no a ella también ¿o sí? –dijo su padre, mientras me daba unas cuantas palmaditas en el hombro en señal de aprobación y apoyo.

Les dije que aceptaba la canasta con gusto y agradecimiento, pero les pedí que ellos también tuvieran mucho cuidado y no desoyeran mi experiencia

–No dejen que sus hijos se alejen mucho, ni anden por el bosque a altas horas de la noche. No soy nadie para decirles cómo deben proteger a su familia, pero no echen en saco roto mis consejos y cuídense ustedes también –les dije con la canasta entre mis manos.

–Usted también cuídese, tome nota de los días en que sus animales son hurtados y masacrados. Tan pronto vea que se aproxima el plazo, mejor encierre a los perros en su casa y no salga para nada. Total, sólo es un borrego al mes. No vaya a arriesgar su vida por tan poco, ya sabe que nosotros estamos aquí para apoyarlo en lo que sea necesario –dijo la madre y todos me desearon buena suerte.

Eso ocurrió después del tercer incidente. Yo seguí sus consejos y después del cuarto caso, me di cuenta de que todos los robos ocurrían en luna llena; cada veintiocho días. Por lo que la siguiente vez puse un doble candado al corral, guardé a todos los perros en la casa y no salí para nada, sin importar lo que pudiera escuchar esa noche.

Como lo esperaba, en la mañana siguiente encontré los restos del quinto animal en el mismo sitio; a sólo unos cuantos metros colina abajo.

-III-

De nuevo en el pueblo, para comprar alimento y vender algo de lo que produzco, me encontré con el viejo Enrique, casi tan viejo como yo pero con mucho más dinero guardado. Me preguntó como iba todo y yo le respondí que bien. Le dije que en la granja siempre hay algo que hacer y eso me mantenía ocupado, lejos de las tentaciones y los vicios. Él se rió de mí como acostumbraba hacer con todo el mundo. Quizás sea más fácil reírse de los demás cuando ellos no tienen tanto dinero como uno. Pero como yo no lo tengo, he aprendido a no reírme de nadie y procuro ignorar a los que se ríen a mis costillas.

–Ven y tómate una copa conmigo, no te preocupes que yo invito, por lo que puedes estar seguro de que sólo será una –dijo y se volvió a reír de mí, pensando el muy tonto que me estaba haciendo creer que se reía conmigo.

Él sabía que yo tenía un problema de bebida, sobre todo después de la muerte de mi pequeña, una razón más por la que mi esposa hizo sus maletas y me dejó tirado en el suelo, abrazando una botella.

Rechacé la invitación de Enrique, pero lo acompañé a la cantina. Me sorprendió ver detrás de la barra al viejo Benito

–No cabe duda que este pueblo ya está lleno de viejos –le dije tan pronto lo vi.

Él dejó la barra un instante y salió a recibirme con un fuerte abrazo.

–Hace mucho que no te veíamos por aquí, ya los muchachos te extrañaban y yo también. Creíamos que te habías muerto o peor, que ya habías dejado el trago –me dijo a carcajadas y volvió a la barra.

Ante la pregunta obligada de “¿Qué te sirvo?” vino una cara larga cuando le dije: “un vaso de leche fría, por favor”.

–Así que siempre sí dejaste el vicio, bueno, como amigo me alegro, pero como cantinero… creo que hubiera preferido que tu ausencia hubiera significado que te habías muerto –me dijo mientras le servía a Enrique un vaso con whisky sin hielo, y antes de ir al refrigerador por la leche que pedí.

Entre una plática y otra salió el tema de los borregos muertos, y las acciones que yo había tomado al respecto. Ninguno de los dos estuvo de acuerdo con mi decisión.

–Si cualquiera, llámese animal o persona, conocida o no, se atreviera a entrar en mi propiedad y hacerle eso a uno de mis animales, yo le daría caza hasta encontrarlo. Como cuando nos reuníamos a cazar conejos –dijo Benito sosteniendo una copa con una mano y pasándole un trapo en su interior con la otra.

–¿No me digas que ya no tienes la vieja escopeta que te vendí hace años? Era un estupenda arma –dijo Enrique al tiempo que terminaba su vaso.

Yo asentí con la cabeza y él me replicó con: “si lo tienes, pues úsalo”.

–Si ya sabes que esto ocurre cada noche de luna llena, yo que tú cargaba la escopeta, encerraba a los perros para que no se estuvieran entrometiendo en mi camino, y me quedaba sentado en algún lugar cercano al corral, hasta que “eso” que está matando a los animales apareciera, entonces sí, le haría entender lo que significa “meterse conmigo” –agregó Enrique y Benito pareció estar de acuerdo con él.

Después de terminar mi vaso salí de ese lugar con la firme decisión de hacer lo que me habían sugerido; cazar y exterminar al asesino. Pasé a la armería por un poco de pólvora, pues la que tenía en casa ya estaba tan vieja que seguramente habría de estar humedecida. Luego regresaría a la granja.

-IV-

Ya en la casa, descolgué la escopeta de la pared que por tantos años sólo la adornó a cambio de soportar su peso. Con el arma entre las manos, me pregunté por qué la había comprado en primer lugar si nunca tuve la necesidad de emplearla, pero no supe darme respuesta. La limpié, le quité las telarañas y revisé el cañón. Luego la cargué con la esperanza de que nada se fuera a aparecer esa noche.

La luna llena apenas se podía ver en el horizonte, casi como un segundo amanecer. Encerré a los perros en la casa y les pedí que guardaran la calma, pues estaban bastante inquietos. El viento soplaba y golpeaba mi rostro como si intentara hacerme recapacitar, pero no tuvo éxito.

El frío congelaba mis mejillas y orejas, pues no era suficiente la protección que me brindaba el viejo sombrero, ante el beso helado de la noche. De igual modo, las botas y los guantes apenas impedían que se me entumecieran los pies y las manos. Mientras tanto, por mi mente pasaba el mismo pensamiento que por tanto tiempo había estado evitando, pero que no cesaba de asomarse insolentemente y en actitud retadora: “ya no tengo edad para estas cosas”.

Me preguntaba qué ocurriría si el asesino de mis animales no faltaba a la cita de esa noche. Ignoraba si yo habría de estar listo para enfrentarlo o si bastaría un solo tiro para hacerlo huir, pues eso era lo único que tenía contemplado.

Esperaba que los ojos no me fallaran, ni el frío entumeciera más mis dedos. Me quité los guantes porque nunca he podido disparar con ellos puestos, los coloqué en una de las bolsas de mi chamarra y en ese momento pensé: “¿…y si no se trata de un animal?”

¿Qué tal que fueran unos ladrones? ¿Estaría listo para dispararle a una persona? ¿Estaría preparado para matar a otro ser humano? ¿El que me robara y despedazara un borrego cada luna llena, me daba el derecho de cegarle la vida a alguien? ¿Sería capaz de hacerlo?

            Mil pensamientos cruzaron por mi mente y me dejaron más confundido que antes. Tal vez me estaba volviendo blando. Quizás estaba pensando demasiado.

Al momento de sentarme en aquel viejo tronco, donde antes amarraba a mi yegua, pensé que quizás el asesino de mis animales no vendría. Tal vez me habría visto de lejos con la escopeta entre las manos y prefirió no acercarse a mi propiedad, al menos por esa noche. Realmente deseaba que fuera de esa manera. Estaba en eso cuando algo cambió en el ambiente. El aire que hasta hacía unos instantes meneaba las ramas de los árboles y amenazaba con arrebatarme el sombrero de la cabeza, cesó de repente. Los grillos dejaron de anunciar su presencia y casi puedo jurar que escuché a las ratas del campo correr a sus madrigueras. Mis borregos se paralizaron y escuché un aullido que heló mi sangre. No se trataba de ningún coyote. Parecía como una docena de lobos aullando al unísono.

            Sujeté el arma con fuerza y coloqué el dedo en el gatillo con más miedo que ganas de apretar del mismo y disparar. Entonces vi al asesino; una gigantesca bestia, más grande que cualquier lobo que hubiera visto antes. Su melena larga brillaba bajo la luz de la luna llena y ondulaba conforme se desplazaba entre los árboles. Y sus ojos eran tan resplandecientes como un lucero en la oscuridad de la noche.

De un solo impulso, esa bestia se acercó al corral de los animales desde las laderas. Entonces jalé del gatillo. El fogonazo y la explosión me dejaron ciego y sordo por un instante. Pero cuando recobré la vista pude ver a aquel enorme animal agonizando a unos cuantos metros de mí. Su melena brillante yacía ahora enrojecida por la sangre. No sentí ningún tipo de placer u orgullo al ver eso. Me sentí avergonzado, como si le hubiera robado al  mundo la existencia de un ejemplar tan maravilloso.

            Hasta ese instante pensé que eso era todo lo que me tenía preparado la noche, pero no fue así. Horrorizado, fui testigo de cómo esa enorme bestia fue disminuyendo su talla y cambiando de forma. No podía ser verdad lo que mis ojos atestiguaban. Quien agonizaba en frente de mí ya no era la bestia que cada luna llena se robaba y masacraba una oveja, sino una pequeña niña, Paola, que aún en su agonía no me lanzó ninguna mirada de odio o resentimiento. Su expresión seguía siendo de dulzura y comprensión, aunque no dejaba de botar sangre por la herida y su boca.

Cuando estaba casi muerta me le acerqué y ella aún alcanzó a estirar su mano, como si quisiera que la ayudara, pero ya no se podía hacer nada. Sólo la abracé lleno de un inútil arrepentimiento, y permanecí así hasta que su pequeño corazón dejó de latir.   

-V-

Y aquí sigo, de rodillas y sujetando el cuerpecito sin vida de mi pequeña víctima. Veo su carita y por instantes vuelvo a pensar que sólo se encuentra dormida, quizás sea verdad, pero de este sueño no creo que despierte nunca. Así como yo tampoco creo poder despertar de mi propia pesadilla.

En este momento sólo puedo pensar en el dolor que le he provocado a su familia. Nunca creí que fuera capaz de hacerle a otro la misma pena que he sufrido por tantos años. A mi hija la mató una enfermedad y yo me encargué de terminar con mi matrimonio. No sé de qué hubiera sido capaz si la muerte de mi pequeña la hubiera provocado la mano de un asesino. Tal vez ellos tengan la consideración que yo no hubiera tenido, ni tuve con su pequeña, y me permitan acabar con esto yo mismo. Tal vez para mañana mis perros, ovejas y borregos amanezcan masacrados, o quizás el único cuerpo que encuentren sin vida sea el mío.

Puedo escuchar atrás de mí a los otros. Me imagino que han de ser tan majestuosos como lo era su pequeña. Casi puedo sentir su respiración, y aunque no me atrevo a verles de frente, de reojo he visto sus ojos brillantes por entre los matorrales. No sé qué esperan para saltar sobre mí y acabar conmigo, quizás en su corazón no ha dominado la venganza, sino el dolor de perder a un ser amado.

Hace falta tener carácter para ver al responsable de un acto tan aberrante y no hacer nada más que mirar. Tal vez sólo esperan que sea yo quien acabe lo que empecé esta noche.

Hoy encerré a los perros, cargué el arma y esperé pacientemente sentado en un tronco, con la firme idea de matar a un asesino, a una bestia, o ambos. Tal vez ya sea hora de hacerlo, porque en este momento la única bestia aquí soy yo.

2 comentarios:

  1. Ya no sé ni qué ponerte, la verdad es que estoy maravillada con tu trabajo. Cada vez estoy más orgullosa de ti. ♥

    ResponderEliminar