miércoles, 19 de octubre de 2011

Los sepulcros

El sol brillaba con todo su esplendor, mientras una ligera brisa soplaba y mecía las ramas de los árboles más altos. Los pájaros sobrevolaban en círculos desde la sierra hasta el río, como centinelas al cuidado de su imperio. El silencio reinante sólo se veía interrumpido por el leve vaivén de una vieja campana que de vez en vez repicaba en la capilla abandonada de la iglesia. Todo estaba en paz y tranquilidad, como se supone que debe estar un cementerio.

Hacía años que el último de sus ocupantes llegó a nutrir la tierra y a adornar con su sepulcro el paisaje. Ya nadie más venía a visitar a sus muertos. De no ser por el viejo sepulturero las lápidas y mausoleos se hubieran caído a pedazos, o habrían sido reclamados por el monte devorador, que le da lo mismo crecer sobre una piedra o un sepulcro.

            Un solo hombre era el responsable del cementerio. Un viejo que apenas se daba abasto para cuidar de las sepulturas y que con el paso del tiempo había entablado más relación con los muertos, que la que hubiera querido establecer con los vivos.

La monotonía reinaba con una total impunidad, como si cada día fuera el mismo y el tiempo prefiriera posar su mirada en otros menesteres. Hasta que un día un enviado del gobierno local tocó a la puerta del viejo, para hacerle saber que sus servicios ya no eran necesarios.

El pueblo ya no era lo que solía ser. La tradición y tranquilidad habían cedido terreno al progreso y modernidad capitalista. Los sombreros de palma parecían obsoletos frente a las gorras de poliéster, las sandalias cada vez lucían menos cómodas o seguras que los zapatos tenis o las botas. De igual forma, la tranquilidad que antes se podía respirar en la plaza central, moría asfixiada por el volumen de la música de los distintos establecimientos comerciales, además de los vehículos que no dejaban de transitar por donde antes sólo andaban las personas y sus animales. Los árboles eran talados para construir casas, fábricas o grandes centros comerciales. Los puentes de piedra que por tantos años permitieron a los pobladores pasar de un lado a otro de las barrancas y ríos, habían sido derrumbados para construir otros, con materiales más modernos y resistentes, que si bien la mayor parte del tiempo se encontraban cerrados por reparación, no dejaban de ser una muestra más del progreso arrollador que había llegado para quedarse.

            La gente del pueblo prefería enterrar a sus muertos en los cementerios de la ciudad, con las excavadoras automatizadas y elevadores, que les ahorraban a los deudos la molestia de tener que sostener con cuerdas el ataúd hasta el fondo de la fosa. El cementerio, sus viejos sepulcros y el sepulturero eran cosa del pasado y ya no había cabida para ellos en el futuro. Pese a eso, la respuesta del viejo era siempre la misma:

–Hace años que el gobierno local no me paga ni un solo centavo por mi trabajo, por lo que si alguien habrá de despedirme algún día no sería usted, sino aquellos para los que laboro; los muertos.

            Pasaron las semanas y el cementerio siguió fuera del programa de modernidad que perseguía el gobernador: “El progreso trae consigo dinero, el pasado está muerto y los muertos no pagan impuestos”. Las arcas del gobierno estaban casi vacías y los habitantes empezaban a exigirle cuentas de todo lo gastado y recaudado durante su administración. Las autoridades no tenían forma de justificar esos faltantes que no se remitían exclusivamente al presente gobierno, sino que habían sido resultado de los constantes saqueos realizados por años de abuso de poder.

Ya no quedaba mucho por vender, por lo que el viejo panteón se presentaba como la opción más real y menos controvertida de todas, debido a que no se encontraba precisamente cerca de la zonas urbanas, y los caminos de acceso no eran los mejores (comparados con las modernas autopistas que comunicaban a la región con los cementerios de la ciudad). Utilizar el terreno donde se localizaba el cementerio le garantizaba a la localidad un poco de fluidez financiera, poca para las necesidades de la región, pero suficientes como para dar la impresión de que se estaba haciendo algo al respecto.

            Poco a poco las visitas del enviado del gobierno se volvieron más frecuentes. Incluso llegó el momento en que el sepulturero ya esperaba al heraldo, sentado frente a una lápida, con otra silla vacía, dispuesta ahí para el enviado, y con la misma respuesta en los labios:

–El gobierno no es mi patrón, por lo que los únicos que podrían prescindir de mis servicios son los muertos que me han sido encomendados.

No importaba que el mensajero le ofreciera fuertes sumas de dinero y una pensión muy superior a la habitual, la respuesta siempre resultaba ser la misma.

Pese a conservar su negativa, el sepulturero nunca hizo gala de soberbia y necedad frente al enviado del gobierno. Incluso en más de una ocasión le hizo saber que seguir en ese lugar no era decisión suya, y casi al oído le decía:

–He tenido que aprender a vivir con esto, para mí no sólo es una actividad, es un deber más que una vocación, sin embargo no hay día en el que al menos por un instante respire profundamente, vea al cielo y acepte que esto no es más que una injusta maldición.

            Las visitas del mensajero cesaron por un tiempo. Tal vez el gobierno tenía que cambiar su estrategia. Ya no le veían sentido negociar con un sepulturero como si él fuera el dueño del terreno. Pensaron que habían sido demasiado condescendientes.

            La siguiente visita del mensajero gubernamental no la realizó solo, había dejado su portafolio en algún otro lugar y se hizo acompañar de un pequeño grupo de policías.

–Haber si ahora aprendes a respetar, mientras te vas enterando de quien es en realidad tu jefe –dijo el heraldo al viejo, al momento en que le ordenó a los oficiales que lo desalojaran del lugar.

Entre dos policías tomaron al enterrador sujetándolo de los brazos. La fuerza de aquel hombre no era suficiente para oponer resistencia, por lo que pronto se vio levantado del piso y con dirección a la salida.

–¡Por favor señores… ustedes no comprenden… háganlo por su propia seguridad! –gritó el viejo, pero antes de que pudiera concluir, el enviado del gobierno le ordenó a los policías que lo arrojaran al suelo.

–Con que aún no lo entiendes… ¿verdad? Tú no eres nadie para amenazarnos, ahora no sólo te vamos a desalojar, sino que nada te salvará de pasar una temporada tras las rejas, por tratar de intimidar a una autoridad y por resistirte al arresto –dijo el mensajero, al tiempo que le ordenó a sus hombres sacar al viejo y esposarlo.

–No señor, es usted el que no entiende, qué más quisiera yo que salir de esta prisión de tumbas, aunque sea para ingresar a una celda en cualquier otra parte. Al menos en una cárcel podría salir algún día, aunque fuera muerto, pero aquí no. Aquí no se me permite salir… ni morir… Lo he intentado… Me ahorqué de un árbol… Me corté el cuello con mi propia pala… Me he prendido fuego… No he bebido, ni probado alimento alguno desde hace más de quince años… Pero sigo aquí. No importa lo que haga, siempre que abro los ojos me encuentro aquí… “Ellos” nunca me dejan salir, no me lo permiten y tampoco se los permitirán a ustedes –dijo el sepulturero entre lágrimas y señalando a los sepulcros.

Los policías y el enviado del gobierno dudaron por un segundo, pero luego se echaron a reír.

–Por poco me engañas, viejo, pero ya no soy un niño para asustarme con historias de fantasmas –dijo el heraldo.

–¿Quién ha hablado de fantasmas? –pronunció el enterrador a sólo un par de metros de la salida.

Entonces un pequeño movimiento de tierra hizo que los oficiales detuvieran el paso. El viento que hacía un segundo soplaba con fuerza había desaparecido. Ni una hoja o ave se movía en las ramas de los árboles. En ese momento comenzaron los quejidos provenientes de las sepulturas. La tierra vibraba mientras las pesadas lápidas golpeaban una a una contra el suelo, y de sus fosas empezaron a surgir hordas de cadáveres descarnados y secos, como hormigas de un agujero. Los cuales, pese a sus movimientos lentos y torpes, no tardaron en rodear al grupo de policías, incluyendo a los dos que sujetaban al sepulturero.

–Guarden sus armas, no tiene ningún caso ahora –dijo el viejo enterrador.

–Ya no hay esperanza para ninguno de ustedes, ni puedo hacer nada para arreglar las cosas… Lo único que puedo prometer es hacer lo que siempre he hecho, y asegurarme de que nunca les falte una flor en el lugar donde ellos decidan que habrán de terminar sus restos…

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