miércoles, 19 de octubre de 2011

Los últimos

-I-

Cuando se es niño el asombro abre paso a los milagros, y si bien no todo lo vemos como divino, al menos pensamos que es mágico. Conforme vamos creciendo y la rutina construye su morada en nuestra vida, fundando sus cimientos hasta lo más hondo de lo que somos, pasamos más tiempo buscando los hilos que unen al titiritero con su marioneta, que disfrutando del espectáculo que es la vida. Ya nada nos parece mágico, mucho menos divino. Con soberbia pensamos que el asombro es cosa del pasado y ni siquiera la vida nos parece un milagro. Sí, un “milagro”. No uno producido por alguna deidad o deidades. No es necesario confiar en alguna de ellas para creer en milagros o para asombrarse de todo lo que significa estar vivo. No hace falta un Dios para tener fe, aunque sí que hace falta tener fe para creer en dioses y milagros.

            Mi padre murió después de un accidente cuando yo aún era muy pequeño, aunque nunca se es lo suficientemente mayor como para perder a un padre. Recuerdo, casi como una pesadilla, que íbamos con mi abuelo en el coche. Papá nos iba a enseñar cómo había quedado el viejo Palacio de Gobierno, después de la remodelación en la que él y su constructora habían participado. De repente algo pasó, no sé qué, sólo recuerdo haber despertado en un hospital y ver a mamá sentada a mi lado con la cara y ojos enrojecidos. Una vez que ella se dio cuenta de que estaba despierto me sonrió y dejó escapar un par de lágrimas.

–¿Qué pasó? ¿Dónde está papá? ¿Y el abuelo? –pregunté.

Ella me miró y guardó silencio, luego me besó en la frente y dijo que ellos ya estaban bien, en un mejor lugar que éste, que ya estaban en paz y ahora sólo quedábamos nosotros dos. No recuerdo más de ese momento.

Años más tarde y después de mucha insistencia de mi parte, mamá accedió a contarme todo lo que había pasado con papá y el abuelo. Me dijo que un trailer que transportaba algún tipo de gas a un laboratorio farmacéutico, perdió el control del vehículo y volcó sobre el camino en el que transitábamos. Según los pocos testigos que sobrevivieron al accidente, mi padre no pudo hacer nada para evitar el contenedor y se estrelló.

Mi abuelo murió al instante por el impacto, pero tanto papá como yo sobrevivimos, aunque en mal estado. El tanque nunca explotó, pero el gas que contenía intoxicó de muerte a casi todos los que transitaban por el lugar. Mi padre sobrevivió a las heridas, pero no fue tan afortunado con la intoxicación y murió pocos días después. Yo también resulté afectado por el gas y permanecí inconciente por casi tres semanas, con altas y bajas temperaturas que me pusieron al borde de la muerte, hasta que reaccioné favorablemente al tratamiento y pude recuperar la conciencia.

Mi madre me dijo que había sido un milagro. Yo nunca antes había escuchado que esa palabra saliera de sus labios. Ese día aprendí que cuando la única constante es la muerte, permanecer con vida no puede ser llamado de otra manera.

-II-

Mi esposa y nuestro único hijo murieron hace algunos años, por eso cuando el médico me dijo que mi vida estaba llegando a su fin, no dejé que la depresión se apoderara de mí. Ya había derramado muchas lágrimas por mi amada y mi niño, como para tener las suficientes para hacerlo por mí.

No me detuve a pensar qué había hecho o no en mi vida, o qué me tendría deparado el futuro. Simplemente salí a su encuentro con los ojos bien abiertos y ávidos de ver cada vez más. Todo en nombre de ellos.

Saber que sólo me quedaban unos cinco años más de vida, lo vi como una oportunidad que me regalaba la existencia y no una condena de muerte adelantada.

            La vida es multifacética y parece jugar de mil formas con nuestro destino. Por ejemplo, cuando era muy joven conocí a una bellísima muchacha de nombre Ángela, de la cual me enamoré perdidamente, y ella después de meses y meses de cortejo accedió a ser mi novia. Duramos años así, más o menos, porque a veces estábamos juntos y otras nos separábamos, con la promesa de no volver a vernos nunca, pero volvíamos. Tanto sus parientes como los míos pensaban que terminaríamos casados o matándonos el uno al otro. Pero no ocurrió ninguna de las dos cosas.

Pasaron los años y justo una semana antes del día de nuestra boda, rompimos el compromiso, como ya era costumbre. Yo estaba destrozado, pero una parte de mí sabía que volveríamos, por lo que no bajé la guardia y puse todo de mí para que regresáramos como siempre, y todo volviera a la normalidad. Ese día me vestí con mi atuendo más elegante, me recorté el cabello y afeité la cara. Ni yo mismo me podía reconocer en el espejo. Me puse la loción que a ella tanto le gustaba, y salí a comprarle una caja de chocolates y el ramo de flores más hermoso que pudiera encontrar a la venta.

Todo estaba listo. Ataviado con mi mejor ropa, perfumado y con una caja de chocolates en forma de corazón bajo el brazo, acudí a la florería más cercana y pedí el ramo con las flores más grandes y hermosas que pudieran tener. Entonces la vi; parada frente a mí estaba la mujer más encantadora que hubiera visto en mi vida. Yo que ya me sentía muy mayor como para creer en milagros, me topé con una diosa con disfraz de vendedora de flores, que según su gafete se llamaba Linda y mis ojos no decían lo contrario.

Con una dulce mirada y melodiosa voz, me preguntó qué tipo de flores quería para mi ramo. Yo no supe qué decir, me sentía como un cavernícola a los pies de la madre naturaleza. Sin pensarlo dos veces tomé la caja de chocolates y se la ofrecí sin mediar palabra. Ella se sonrojó y yo me disculpé por la impertinencia. Entonces le pregunté cuál era su flor favorita y se sonrojó aún más, aunque entre dientes me respondió que “las rosas rojas”. Dicho eso le pedí un gran ramo con las más rojas y hermosas que tuvieran en la tienda. La joven se hizo cargo de traer el ramo, pagué y salí de ahí con ellas. Mas no fui muy lejos, pues me quedé en la banca de un parque que había por ahí, y esperé hasta que la tienda cerrara sus puertas.

Poco tiempo después ella salió con sus demás compañeras de trabajo. Se le veía distraída y volteando a ver hacía todas partes, como si buscara algo o a alguien. Nunca se me ocurrió que estuviera buscándome, pero tan pronto me vio, se sonrió, luego se despidió de todas sus compañeras y caminó hacia donde yo me encontraba.

–¿Aún quieres regalarme esos chocolates? –preguntó gentilmente, casi como un dulce susurro.

Yo asentí con la cabeza, le entregué la caja de chocolates y el ramo de flores.

Nos quedamos ahí en la banca platicando de mil cosas y comiendo chocolates. Dos semanas después se convirtió en mi novia y después de unos cuantos meses, nos casamos en una iglesia llena de rosas rojas. Ella nunca dejó su trabajo en la florería y yo al mes siguiente dejé de ser asistente del bibliotecario para convertirme en su jefe, pero en la Universidad estatal. 

Siete años más tarde Linda y nuestro hijo Bruno murieron en un atentado en contra de una oficina de gobierno. No sé si fue una secta, el crimen organizado o cualquier otro grupo radical, pero el caso es que hicieron explotar un vehículo lleno de químicos a solo unos pasos de la oficina de correos. Mi esposa, mi hijo y yo habíamos acudido a ese lugar para depositar las dos primeras cartas que Bruno había escrito; una para sus abuelos maternos y otra para mi madre.

Estábamos orgullosos y ya habíamos planeado detenernos un rato en el parque donde esperé aquella primera vez a mi amada, para comer un helado. Pero Bruno quería depositar sus cartas primero. Entonces pensé que luego habría tiempo para lo otro.

Pero en un instante todo cambió. Una explosión fue suficiente para que mi mundo se viniera abajo. Todos nuestros planes, tanto por conocer, tal vez un nuevo bebé, una hermanita o hermanito para Bruno, no sé. Tantos pendientes evaporados en una nube verde y negra. De nuevo todo se volvió confuso y no supe de mí hasta que desperté en el hospital.

Una vez más sólo yo había sobrevivido. Bruno murió en el momento de la explosión y Linda en la cama de operaciones. Yo tenía heridas graves pero sobreviviría.

–¡Es un milagro! –dijo el médico que me estaba atendiendo, al tiempo que las enfermeras asentían con la cabeza. Nadie más había sobrevivido al atentado, para variar sólo yo.

Como Linda me lo indicara en vida, al día siguiente la incineré con su vestido, collar y aretes preferidos. Rodeada de todas las rosas rojas que cupieron en la caja. Con mi hijo nunca hablé de este tipo de cosas. Nunca pensé, ni deseé ser quien se ocupara de esos detalles. ¿Qué padre piensa en el sepelio de su hijo? Pero para no separarlo de Linda lo incineré también, sólo que a él con el disfraz de su superhéroe preferido, la cual era su ropa favorita, y el lápiz con el que había escrito aquellas dos cartas, tal vez con la esperanza de que me escribiera algo desde cualquier lugar que fuera a estar con su madre.

Los dos estaban juntos para siempre, y mi vida entera yacía contenida en la misma cajita, hecha de delgados tabloncitos de palo de rosa, la cual me llevé a casa con la ilusión de no separarnos nunca.

Ante mí se presentaban varias opciones. Podría odiar al mundo por ser lo que es, a Dios por permitir esto, a mí por haber sobrevivido, en fin, a todo. O amar a mi esposa y mi hijo y vivir en su nombre, hasta el final, a la vida por haberme permitido conocerlos, a la muerte por la mera posibilidad de volver a encontrarme con ellos. O vivir sin pasado o mañana, sin odiar o amar a nadie.

Lloré y aún sigo llorando su ausencia, pero decidí amar, no sé por cuanto tiempo más, pero hacerlo hasta donde me fuera posible.

En cuanto a Ángela, ella se casó un año después que nosotros. Lo sé porque tanto Linda como yo fuimos los padrinos de su boda. Lo hizo con un médico, el mismo que unos años después de que muriera mi esposa e hijo, me informara del extraño padecimiento que sufría. Tan raro que creo que le puso mi nombre y lleva su apellido. Una enfermedad que no es contagiosa, pero sí mortal, aunque también pudiera ser la causa de mi testaruda supervivencia. Pues es un padecimiento tan territorial que inhibe el desarrollo de cualquier otro mal. Por eso no morí intoxicado cuando fui niño y tampoco se infectaron mis heridas con los químicos de la explosión donde perdí a mi familia. Es un asesino muy singular, silencioso, discreto y que ha estado en mí desde siempre, quizá desde el momento de mi concepción. Lo bueno, si es que se le puede ver algo positivo a todo esto, es que al menos sé de qué me voy a morir.

-III-

Recuerdo que cuando fui adolescente, leí un libro sobre un hombre que después de haberlo perdido todo, tuvo la opción de terminar con su vida o arriesgarse a empezar de nuevo. La historia termina de la siguiente manera:

“…parado frente a la puerta de su casa, tomó el viejo revólver y lo cargó con una sola bala. Se lo puso en la sien y dijo una plegaria, mas no jaló del gatillo. Cerró los ojos, guardó el arma en uno de los bolsillos de su abrigo y abrió la puerta. Afuera había tanto vacío como dentro de las cuatro paredes de su hogar. La incertidumbre era muy grande para ser ignorada, pero no había nada ni nadie por qué quedarse. Entonces cruzó el umbral del lugar que por tanto tiempo llamó su casa y fue al encuentro con su destino…”

Siempre me pareció un relato inconcluso. Pero era precisamente eso lo que me parecía tan atractivo de la historia, pues se encontraba en la imaginación del lector el destino del personaje; vida o muerte.

Yo, al igual que Linda cuando le di a leer el libro, pensaba que el personaje no salía a encontrarse con la muerte, sino con la vida. Sabía que no le sería nada fácil, pero tenía cierta preconcepción de que saldría avante de todos sus problemas y viviría lo suficiente como para morir de viejo, pero ahora no estoy tan seguro.

Después de haberlo perdido todo, ¿qué voluntad pudiera ser tan empeñosa para salvar “la nada” que queda y seguir viviendo? La vida necesita de proyectos, el hoy requiere de un mañana y así, todo este tipo de frases hechas y de autoayuda que podemos escuchar de la boca de cualquiera, pero que no significan nada realmente. “Amar a la vida, con sus buenos y malos días”, es más fácil decir que hacer. De igual modo, afirmar que aquel que busca la muerte es un cobarde o un necio, es frívolo y autocomplaciente. ¿Quién es más valiente, el que escoge la vida o el que escoge la muerte? Yo pienso que ambos. ¿Quién es más cobarde, el que no escoge la vida, pero vive por no optar por la muerte, o el que muere porque ama tanto la vida que no soporta vivir rodeado de muerte? En este caso pienso que es más cobarde el primero.

Yo no era un cobarde, al menos ya no. Tenía y tengo mucho miedo como todos, pero creo que el mayor ya lo había padecido y seguí con vida. No por abandono o por no elegir a la muerte, sino por interés propio.

Le dije a la vida que sí por lo que fue; mi infancia, mis padres y abuelos, Ángela, Linda y Bruno. Le dije que sí por lo que era en ese momento; los pájaros que todos los días me despertaban con los “buenos días”, aunque sus cantos pudieran estar más dirigidos al sol que a mis oídos, y por lo que “pudiera ser”, sólo así, una promesa indefinida que significara seguir eligiendo todos los días entre la vida o la muerte, planteándome la misma pregunta apenas consciente y somnoliento por la mañana, y respondiéndomela ya cansado e igual de intrigado por la noche.

La vida es sólo una promesa, una posibilidad o…, mejor dicho, la condición necesaria para que exista cualquiera de ellas, hasta que nos topemos con la inevitable muerte. La cual  nos ronda todos los días, vigila recelosa pero confiada de que pase lo que pase y sin importar cuanto la rechacemos o busquemos a lo largo de nuestra vida, que bien puede ser de cientos de años o sin haber salido del vientre materno, terminaremos durmiendo entre sus brazos.

-IV-

Una semana después de que me diagnosticaron la enfermedad, me despedí de las pocas amistades y conocidos que tenía. Renuncié al trabajo, vendí la casa y regalé las pertenencias que no consideré necesarias, con la idea de buscar un nuevo lugar al cual pudiera llamar “casa”, y empezar de nuevo, sin más posesión que los recuerdos, la cajita de cenizas y la mera posibilidad de un “mañana”.

No me tomó mucho tiempo encontrar un pequeño pueblo pegado a una montaña, rodeado de abundantes árboles y no muy lejos del mar. La mayor parte de los habitantes se dedicaban a la pesca y al trabajo de la tierra, aunque había casi de todo. El mar era generoso y la tierra no se quedaba atrás. Jamás había visto unos pescados tan grandes y suculentos, ni hortalizas más frondosas, cargadas de tantos, ni tan deliciosos frutos como en este lugar. Era evidente lo que este sitio podía ofrecerme, pero en el momento en que llegué no sabía que pudiera tener yo que le pudiera hacer falta al lugar.

Por suerte para mí y no tanta para el difunto, el maestro y bibliotecario del lugar acababa de morir, justo un día después de que se concluyera la construcción de la primera biblioteca del pueblo. Ese había sido el sueño de toda su vida, desde que empezó a dar clases, hacía ya casi setenta años, pero la emoción de ver su deseo más grande hecho realidad fue demasiada para su débil corazón, y se entregó a los brazos de la muerte.

Mi llegada al pueblo fue vista entre algunos habitantes como algo providencial, incluyendo a Don Agustín, quien era el hombre más respetado de la región. Él decía que Dios no los había abandonado y por eso enviaba a alguien que consumara el sueño por el que el viejo maestro y bibliotecario se había esforzado tanto. Una vez más la conjunción y juego entre la muerte, la vida, lo divino y yo, se hacía presente en mi existencia.

Pura casualidad podría pensarse, pero no quise verlo de esa manera, al menos no en esta ocasión. Tampoco me asumí como un enviado de Dios para proseguir con el trabajo del viejo bibliotecario, pero tomé sin disgusto mi papel dentro de este nuevo escenario, y no hice el menor esfuerzo por buscar entre las nubes la tijera que cortó los hilos del viejo, ni las manos del titiritero que me hizo llegara hasta este pueblo, justo cuando era necesaria la entrada en escena de un nuevo personaje.

-V-

En poco tiempo la biblioteca ya estaba en operación, y por fin las manos callosas que sólo conocían el trabajo pesado, pudieron sentir y oler el placer que implica sujetar un libro, abrirlo y saber del pensamiento de alguien, que podría haber muerto hace siglos, pero perduraba en sus palabras e ideas, tocando a generaciones enteras o soñadores solitarios, que pudieran hacer lo propio y dejar testimonio de su realidad, palpable o ilusoria, en hojas de papel.

El anhelo del viejo bibliotecario estaba cumplido, ahora era el turno de hacerlo mío y verlo prosperar. Consciente de que mi papel en la obra podría terminar en cualquier momento, pero ilusoriamente confiado de que no me encontraba en desventaja con relación a los otros. Después de todo, nadie sabe cuándo el gran titiritero dirá “hasta aquí”, corte de tajo los hilos y nos deje fuera de su espectáculo.

La biblioteca era un claro ejemplo del delgadísimo velo que une y separa nuestra pretendida eternidad, de nuestra inherente muerte. Porque no sólo buscaba ser el más grande bastión de conocimiento escrito de la región, sino también nos servía de refugio contra ciclones y otros fenómenos meteorológicos que azotaban por estas tierras.

Al estar construido con la misma roca de la montaña que servía como muro externo, la biblioteca era la más fuerte y sólida construcción en todo el pueblo. Además, contaba con cámaras subterráneas, acondicionadas para guardar no sólo libros, sino también alimento enlatado, cobijas, medicinas, una máquina potabilizadora de agua, un sistema de refrigeración y purificación del aire, camas para hospedar a casi todos los habitantes, y una frecuencia de radio para mantenernos informados durante las posibles contingencias. En fin, ya no teníamos que refugiarnos en las escasas cuevas, ni en las no tan fuertes viviendas.

De tal suerte que el papel que me tocaba desempeñar se ampliaba, ya no sólo era el bibliotecario, sino también el anfitrión y guardián de la casa del pueblo.  

-VI-

No sé si habrá sido por el aire marino, la paz o simplemente el cambio de latitud, pero los pocos años que me restaban de vida se fueron multiplicando, sin que yo diera alguna señal de deterioro a causa de la enfermedad. Quisiera decir lo mismo con relación al tiempo, pero él no se había visto tan complaciente y benévolo conmigo. Ya pintaba canas y no veía tan bien como lo hacía antes, pero no me quejaba, después de todo se suponía que no iba a durar tanto tiempo.

Por diez años, en mi nuevo hogar todo marchó tan bien como se pudiera esperar, hasta que el mundo empezó a “desmoronarse”, literalmente.

Por la radio y televisión nos llegaban noticias de guerras, atentados terroristas, hambre, enfermedades y muerte por todos lados. Terremotos devastadores, incendios incontrolables, inundaciones casi bíblicas, sequías inexplicables, vientos huracanados, en fin, muerte y más muerte por donde se pudiera ver. Aunque desde la ventana de mi casa eso era casi imposible de aceptar. Todo lucía tan apacible y hermoso; los pájaros trinaban en las ramas de los árboles, el sol brillaba entre las nubes, el mar cantaba a lo lejos y tanto los niños como los perros seguían correteando a la fugitiva pelota. Pero los medios de comunicación decían otra cosa y no podíamos hacer como si no estuviera pasando nada.

Era muy difícil creer que ante tanta belleza se empezaran a escuchar las voces que hablaban del fin del mundo, al mismo tiempo que se podía oír el graznido de las gaviotas diciéndonos lo contrario. Al principio todo empezó como un rumor infundado, que conforme fueron pasando los días y crecía la información al respecto, se fue convirtiendo en una posibilidad inminente, que dejó de ser sólo mediática para convertirse en tema frecuente en la comunidad. Hasta el día de la gran reunión.

            En la plaza central todos nos vimos convocados por Don Agustín. El tema era el único realmente importante en ese momento: “La inminente posibilidad del fin del mundo”. Pero no se centraba sólo en eso, también se hablaba de otro asunto: “La viabilidad de sobrevivir a la contingencia”. Según él, la opción era, una vez más, elegir entre la vida y la muerte. Podíamos seguir como estábamos y morir con el mundo, o hacer algo al respecto, tal vez no lo suficiente para sobrevivir, pero lo necesario para no perder la esperanza, por pequeña que fuera, de conservar la vida y quizás, sólo “quizás” estar presentes en el despertar de un nuevo mundo, surgido de entre las cenizas del viejo, sobre una maltratada pero perseverante Tierra.

            Las preguntas e inquietudes eran varias. ¿Qué seguridad había de que en realidad el mundo estaba llegando a su fin? ¿Qué nos garantizaba que el fin del mundo como lo conocíamos, no significaría también el fin de la Tierra misma? ¿Cuál sería el objeto de sobrevivir si seríamos los últimos, un mero recuerdo de un mundo ya muerto? ¿Valía la pena tomar el riesgo?

Todos los días se le acaba el mundo a alguien, de una u otra forma, soy ejemplo viviente de eso, por lo que todos estos desastres y conflictos bien podrían ser sólo una mortal coincidencia. Pero ¿y si no? Esa mera posibilidad nos embargaba y oprimía a todos los presentes en la reunión. Además, ¿dónde podríamos refugiarnos ante una crisis de esta naturaleza? No se trataba de un huracán, frente frío o tormenta que sabríamos que duraría sólo unos cuantos días o por un par de meses. Esto era completamente diferente, desconocíamos los efectos, o si terminaría algún día, o si habría un despertar que nos permitiera ver sus consecuencias.

            La biblioteca había sido un buen refugio hasta entonces, pero no sabíamos si sería lo suficientemente bueno en una situación de esta naturaleza. Sin embargo, Don Agustín parecía tener todo perfectamente calculado. Cada quién tendría que aportar todo lo que tuviera, renunciar a todas las posesiones materiales con tal de reforzar el refugio, y equiparlo con lo mínimo indispensable para poder garantizar nuestra supervivencia por meses, o quizás por años.

No todos estaban de acuerdo y yo no estaba seguro. Éramos un pueblo pequeño pero no éramos menos de quinientos habitantes. En las anteriores contingencias el refugio sólo había dado cabida a trescientos, más o menos. Cantidad que era suficiente cuando se construyó, pero la población había aumentado y ya no todos tenían un lugar garantizado. Entraban los que podían y los demás permanecían en sus casas, o buscaban abrigo en otros pueblos, con familiares o amigos. Aún con el cincuenta o setenta por ciento de la población, el refugio apenas era suficiente para sustentarnos por unas cuantas semanas. ¿Cómo podríamos condicionarlo para albergarnos a todos por años y con tanta premura? Había que someterlo a votación.

            Al final la idea de Don Agustín ganó, cómo era costumbre, sobre la negativa de algunos pobladores. Pese a eso, los vencidos no estuvieron de acuerdo y se negaron a renunciar a todo por una “mera conjetura apresurada y por demás exagerada”, decían ellos.

–Si son tan necios como para seguir a un viejo tonto con delirios mesiánicos, es su problema, pero no acudan a nosotros cuando se den cuenta de que el mundo no se terminó y ustedes no tengan más posesión que una tumba llena de libros –señaló fanfarronamente el banquero del pueblo.

–Entonces tampoco esperen que nosotros les abramos las puertas cuando el mundo se desmorone ante sus ojos, no por insensibles, sino porque no podremos oírlos desde el interior de nuestra “tumba de libros” –replicó Don Agustín.

            Entonces el pueblo que alguna vez fuera uno y fuerte se dividió en dos. Pero aunque ambos bandos contaban con partidarios recios y seguros de pertenecer al bando ganador, en los dos existían dudas e indecisos, como yo, atrapados en un fuego cruzado que nos mantenía en la más completa indefensión.

Mi postura estaba comprometida, porque no estaba muy convencido de todo esto del fin del mundo, pero era el responsable de la biblioteca, por lo que no podía hacer públicas mis dudas, sobre todo cuando miraba los rostros aterrorizados de aquellos que tenían fe en esta promesa de vida. ¿Cómo negarles esa posibilidad? ¿Cómo decirles que era una locura si no estaba seguro de que realmente lo fuera? ¿Y si no? Yo no le negaría esa esperanza a Linda y Bruno. No hubiera tenido el corazón para hacerlo con ellos, y no lo tuve para negarle esa posibilidad a los otros.

-VII-

Después de unos pocos meses y todo el dinero que teníamos, el refugio estuvo listo y poco a poco nos fuimos instalando. En teoría y gracias a la remodelación, ahora teníamos la capacidad de albergar a más de quinientas personas, hasta por diez años. Había hortalizas que obtenían suficiente luz de unas gigantescas lámparas, que extraían su energía de los desechos orgánicos que generábamos. El agua la sacábamos del subsuelo y recolectábamos en toneles donde se filtraba y desinfectaba con el mismo tipo de químico que utilizan los militares para hacerla potable. El oxígeno lo obteníamos de las plantas sembradas, y de pequeños filtros que recorrían todo el refugio hasta llegar a la superficie. No había más animales que nosotros, unas cuantas mascotas y un grupo de insectos que se colaron entre el equipo y los árboles transplantados. Era muy difícil imaginar que encima de todo esto hubiera una biblioteca.

            Antes de cerrar la gigantesca puerta del refugio hablé con Don Agustín, para que insistiera un poco más con aquellos que lo tacharon de loco, y así todo el pueblo permaneciera junto. Él accedió, pero el banquero y los demás, que lo seguían viendo como un insensato, se quedaron afuera.

Por mi parte busqué a Ángela y a su familia, pero no tuve éxito. Las líneas de comunicación estaban interrumpidas o presentaban fallas. Las cosas en el mundo no estaban mejor que hacía un par de meses y temí lo peor. Tal vez en ese momento debí haber tomado mi cajita de cenizas y sentarme afuera del refugio a esperar que ocurriera algo, fuera lo que fuera. Pero no podía darle la espalda a aquellos que por tantos años me habían visto como su anfitrión y guardián.

            La puerta se cerró y en ese momento no pude dejar de pensar en todos aquellos que se quedaban afuera, sintiendo que un poco de mí se quedaba con ellos. Cerré los ojos y esperé vivir lo suficiente para volver a abrirla y reunirme con todos aquellos que dejé del otro lado. Con la esperanza de que ellos también estuvieran esperando por mí.

-VIII-

Pasaron siete semanas sin que ocurriera nada, hasta que nos quedamos sin noticias de la superficie. La señal de radio se perdió y lo último que transmitió fue una llamada de auxilio, entre gritos y llantos.

Todos ahí tratábamos de seguir con nuestras vidas con la mayor normalidad posible, considerando las circunstancias. Los niños seguían con sus juegos y risas, acciones que animaban el corazón de más de uno, distrayéndonos de la incertidumbre que nos rodeaba y en la que nos empezábamos a sumergir paulatinamente.

Por fuera hacíamos bromas, pláticas superfluas de café y galletas. Nos preguntábamos qué podría estar pasando en la televisión en ese mismo momento, qué película se iría a estrenar el próximo verano, qué nuevo libro se publicaría para fin de año, o qué clima habría cuando saliéramos. Pero por dentro estábamos aterrados. Tal vez ya no habría más programas de televisión, películas, teatros o conciertos. No sabíamos si seríamos los únicos sobrevivientes o habría otros por ahí esperando en algún refugio, rezando por no ser los últimos.

-IX-

Hace unos días murió Don Agustín, el médico señaló que tuvo una deficiencia cardiaca, cosa que no fue ninguna sorpresa, puesto que la mayoría de nosotros lo sabíamos desde antes de encerrarnos. Pero se empezaron a correr algunos rumores, desde suponer que murió envenenado por un defecto en la potabilización del agua, hasta la posibilidad de que se hubiera cometido un asesinato, con el objetivo de tomar el control del refugio. Este tipo de acusaciones anónimas nunca han traído nada bueno, por lo que intentamos pararlos en seco. Pero cada vez que aclarábamos alguno, surgía uno nuevo o se nos acusaba de encubrimiento.

Poco a poco nos fuimos dividiendo cada vez más. Sumado a esto, las dudas sobre la viabilidad del proyecto y justificación de origen eran cada vez más grandes. El temor ya no parecía ser el mismo que nos orillo a renunciar a nuestras posesiones y resguardarnos bajo tierra. Pocos se preguntaban si seríamos los últimos o los primeros de un hipotético nuevo mundo. La pregunta ahora era si no seríamos los únicos tontos que ciegos de ignorancia y miedo, pereceríamos en este falso “final”.

-X-

Seis meses después ya habían muerto más de ciento veinte personas por distintas causas. La mayoría por afecciones presentadas desde antes de habitar el refugio. Pero no hubo ningún nacimiento. Algunas parejas habían quedado embarazadas, pero ninguna llegaba hasta el último mes de gestación. El médico creía que el problema no era de naturaleza biológica, sino psicológica. Parecía que no importaba cuánto se deseara tener un hijo, no era suficiente para concretar el nacimiento. Sin excepción, a las pocas semanas de embarazo, las mujeres abortaban de forma natural.

Los rumores decían que el médico se robaba a los niños del vientre de sus madres, para experimentar con ellos. Otros aseguraban haber visto extrañas criaturas entre las rocas, las cuales supuestamente provocaban los abortos, con el fin de comerse a los fetos desechados. El caso es que cada vez éramos menos y si no fuera por el crematorio, habríamos tenido que vaciar algunas de las cámaras del refugio para almacenar a los cadáveres.

Para entonces estábamos más divididos y desanimados. Teníamos suficiente agua y comida, pero nos quedaba muy poca fe, y aunque se dice que “la esperanza es lo último que muere”, había muchos que creían que “ella” se había quedado afuera.

Los niños ya no jugaban como antes, de vez en cuando aún se les escuchaba reír, pero cada vez menos. Los conflictos internos se habían convertido en el pan de todos los días. La mayoría originados por malentendidos, pequeñeces tan sutiles que en otras circunstancias no hubieran causado ningún problema, pero que ahora hacían de nuestra convivencia algo insoportable.

Ya había voces que pedían que se acabara con la farsa, abriéramos la puerta y viéramos que el mundo no se había acabado.

–¿Acaso esperan que muramos todos encerrados aquí, para admitir su error? –preguntaban.

–No les hagan caso, ¿quién les asegura que afuera podríamos sobrevivir un segundo? El aire, el suelo o el agua pueden estar contaminados con algún tipo de radiación o por los cadáveres putrefactos de los que se negaron a entrar con nosotros –replicaban otros.

Nadie podía asegurar nada.

Era como tener una caja cerrada, y unos dijeran que estaba vacía y otros que estaba llena de un veneno que al contacto con el aíre sería capaz de matarnos a todos. Si abríamos la caja y estuviera vacía no habría ningún problema, pero ¿qué pasa si aquellos que pensaban que contenía un veneno mortal tenían razón? ¿Cómo podríamos tomar ese riesgo?

-XI-

Ante la cada vez más polarizada opinión, como guardián de la biblioteca convoqué a una reunión de emergencia. Ahí se expusieron los puntos a favor y en contra de la permanencia en ese lugar. Entre gritos, descalificaciones e insultos de individuos que antes se querían y defendían más que si fueran hermanos, se determinó volver a votar. El resultado fue dividido, pero por un pequeñísimo margen la opción de abrir “la caja” y ver si había o no “veneno” en ella, ganó.

Yo de nuevo elegí dejar que los otros lo hicieran por mí. No por falta de interés, más bien porque mi voto por cualquiera de las dos opciones sería injusto, ya que a diferencia de los demás, yo sabía que no me quedaba mucho más tiempo de vida. Ya empezaba a tener dificultades para respirar, hablar, digerir mis alimentos e incluso la vista se me nublaba más de lo acostumbrado. El médico me indicó que mis defensas estaban cada vez más bajas, tal vez por la falta de sol, y a este paso no duraría más de un par de semanas. Por lo que elegir morir aquí adentro o allá afuera no era una elección en la que mi voto pudiera tener algún tipo de relevancia.

            Por desgracia, aquellos que en su momento llamaron “malos perdedores” al banquero y aliados, ahora acusaban de “traidores” a los que habían cambiado de opinión y voto. Uno de ellos, mi deficiente vista no me permitió distinguir quién, se subió furioso sobre la máquina purificadora de aire y gritó que prefería vernos muertos a todos, antes que arriesgar a su familia a la desolación que pudiera haber detrás de la puerta. Tomó un trozo de varilla que estaba tirado en el suelo y la clavó en los controles de la máquina. Él murió automáticamente electrocutado, pero pronto moriríamos todos porque la explosión no sólo interrumpió la entrada de aire fresco, sino que lo envenenó con monóxido de carbono.

            A toda prisa les pedí a todos que me siguieran y ayudaran a abrir la puerta del refugio. Para la mayoría fue demasiado tarde. Cual pájaros heridos en pleno vuelo empezaron a morir frente a mis ojos y ante mi impotencia. Como pudimos, un pequeño grupo me ayudó a abrir el refugio inferior e ingresamos a la biblioteca. Aún no estábamos a salvo, puesto que el humo seguía ascendiendo por los múltiples conductos que ventilaban el lugar. Hasta que por fin y con ayuda de un desarmador forzamos el mecanismo de la puerta y la abrimos.

De un poco más de trescientas personas, quedábamos apenas un ciento. La luz de afuera segó mi mirada por un instante, y entre la confusión me pareció escuchar el sonido del mar y el canto de un gorrión, pero no fue así…

Conforme se fueron adaptando nuestros ojos, desde el portal de la biblioteca fuimos testigos de la más pavorosa desolación. Nuestro pueblo estaba en ruinas, como si una bomba atómica hubiera hecho explosión desde adentro. Los árboles estaban calcinados y a lo lejos, donde antes se podía distinguir un hermoso mar azul, sólo se veía y olía un mar de sangre, aceite y fuego. El cielo no se alcanzaba a distinguir, debido a las nubes negras que parecían emerger de la tierra misma. No había ni una señal que nos indicara que alguien más hubiera sobrevivido. No se veía ni un ave sobrevolando nuestras cabezas, o algún gusano que se arrastrara entre las cenizas. Aún no se podía ver ese “nuevo mundo” del que nos hablaba don Agustín. No éramos los primeros, sino los últimos.

-XII-

Ahora, ya sin mi cajita de cenizas y recuerdos, pero rodeado de un puñado de sobrevivientes, cruzo el umbral del lugar que por tanto tiempo fue mi proyecto y que por los últimos seis meses llamé “casa”, “refugio”, “prisión” y “tumba”. Salgo seguro de que voy en pos de mi destino, mas no sé cuál pueda ser mi futuro, como aquel personaje que tanto me cautivara de joven. No sé si voy al encuentro con la vida o salgo en búsqueda de la muerte. No sé si todo esto ya acabó, o es que apenas empieza. Pero eso nunca lo he sabido. Sé que al final de mi camino me aguardará la muerte con los brazos abiertos. Pero no sé si éste terminará cuando dé mi siguiente paso, o cuando ya me encuentre muy lejos de aquí.

Nunca se es demasiado viejo para creer en milagros, aunque no estaría muy seguro de decir que lo que estoy viviendo lo sea, pero ¿quién sabe? Cuando la única constante en esta vida es la muerte, ante un corazón que sigue latiendo y la mera posibilidad de un “mañana”, no creo que se le pueda llamar de otra manera.

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