miércoles, 19 de octubre de 2011

Madera

Aquel día todo había transcurrido como siempre. Me levanté de madrugada aún con sueño y maldiciendo al despertador. Me alisté mientras calculaba mentalmente la cantidad de dinero que sobrevivía en mi pequeño monedero, para saber si me alcanzaba para pagar un taxi que me ahorrara el tiempo necesario para prepararme el desayuno, o si lo poco que sobraba sólo era suficiente para comprarme un café, una dona o un emparedado en el primer puesto de alimentos que encontrara de camino al metro. El cálculo mental me decía que me alcanzaba para el taxi, pero el reloj de la pared me gritaba que había perdido demasiado tiempo maldiciendo al despertador, como para poder prepararme el desayuno de esa mañana. Ni modo, una vez más tendría que ser la dona, el café y el metro. No podía llegar de nuevo tarde al trabajo, ya me habían advertido que si no podía con el horario me buscara otro, o tramitara mi cambio al turno de la noche.

La verdad es que prefería poner mi despertador una hora antes que ser reubicada al turno nocturno. Trabajo como asesora en una línea telefónica de ayuda a personas con depresión y otros trastornos semejantes, mientras junto lo suficiente para poner mi propio consultorio. La paga no es muy buena, pero al menos me ejercito en mi campo de trabajo y tengo suficiente tiempo libre para leer, actualizarme y atender algunas consultas particulares por las tardes y en mi casa. Por lo que el turno nocturno estaba fuera de cualquier consideración.

De camino al trabajo compré una dona azucarada y la acompañé con un café caliente. Todo marchaba como de costumbre; una multitud de personas en la estación, prisas, empujones, bostezos, el incansable andar del reloj, en fin… todo estaba como siempre, es decir, otra vez habría de llegar tarde. Por suerte sólo unos pocos minutos.

Una vez sellada mi tarjeta de entrada y sentada en mi módulo de atención, estaba dispuesta a empezar mi jornada laboral sin sobresaltos y evocando mentalmente un mantra que me desembarazara del ruido de la calle y me permitiera concentrarme más en los problemas de las personas que hablaran, que en los míos o en la presión colectiva de vivir en una ciudad como ésta.

Mientras esperaba la primera llamada, tenía pensado terminar de leer aquel artículo que no había concluido el día anterior (que hablaba sobre los “pros” y “contras” del uso de algunos antidepresivos e inhibidores conductuales en niños con déficit de atención). Por lo general a esa hora no recibo tantas llamadas como las que se reciben por la noche, según me habían dicho. En parte porque las personas con este tipo de problemas suelen dormir durante el día, o se despiertan tarde porque no descansan bien por las noches. Sin embargo nunca faltan las excepciones y hay veces en las que tan pronto he colocado el auricular en su sitio, el teléfono suena otra vez.

En aquella ocasión no había terminado de leer el primer renglón de aquel artículo, cuando sonó el teléfono. El timbre del aparato siempre había sonado igual desde que trabajo aquí, hace más de tres años, pero en ese momento me pareció distinto. Sentí cierto tono de angustia, como el presentimiento de que esa llamada no sería como las otras. Entre los demás compañeros había escuchado algunos comentarios sobre esas pequeñas variaciones, casi imperceptibles en el timbre de un teléfono, con las que aún antes de contestarlo una podía darse una idea de que tan grave era el problema que estaba padeciendo aquel que realizaba la llamada. Yo nunca creí nada de eso, me parecía que era algo demasiado esotérico o paranormal como para prestarle un poco de atención, hasta ese momento.

Sin demora, descolgué el auricular, mientras trataba de reestablecer mi ritmo cardiaco a través de una correcta respiración rítmica. No podía contestar con una voz agitada. Se supone que debemos inspirar confianza y no ansiedad.

Como lo marca el manual, saludé cordialmente, identifiqué el nombre de la línea a la que se había marcado y di mi nombre (para hacer saber al que habla que no le había respondido una máquina, sino otra persona) sin apellidos (por seguridad nuestra, después de todo nunca se sabe quién puede estar del otro lado de la línea). Es necesario establecer confianza, pero sin rebasar ciertos límites. Entonces escuché la voz de un hombre que tímidamente se disculpaba por haber llamado, argumentando no saber a quién más acudir.

No le pedí que se identificara, no es necesario y en ocasiones pedir esa información puede verse como una actitud hostil de mi parte, sin embargo él lo hizo. Me dio su nombre, dirección y antes de que pudiera preguntarle por el motivo de la consulta, dijo que “había hecho algo malo… muy malo” y que estaba arrepentido. No podía preguntarle qué era exactamente lo que había hecho. No se me permite realizar preguntas tan directas, por lo que sólo alcancé a pedirle que se tranquilizara y me contara un poco más al respecto.

            Tomó aire y dijo que desde que tenía uso de razón había trabajado en el taller de su familia como artesano. Al principio, cuando aún era muy pequeño sólo colocaba las piezas terminadas en su lugar, siempre bajo la supervisión de sus padres. Pocos años después se le permitió decorarlas, primero sólo copiando modelos preestablecidos, hasta que tuvo la experiencia suficiente para crear sus propios diseños.

Me contó que cuando fue un poco mayor se le enseñó a crear distintas piezas, cada vez más variadas y complejas. Así como se le instruyó en la manera correcta de trabajar los diferentes materiales y manejar las herramientas adecuadas para construir cada cosa. Su madre bordaba, tejía y creaba hermosos vestidos. El padre trabajaba la madera y alfarería. Mientras que los hermanos y hermanas hacían figuras de latón y vidrio, aunque todos hacían de todo un poco. Pero a él sólo le gustaba trabajar la madera, decía que lo demás era demasiado frío y carente de vida.

Poco a poco se fue volviendo más experimentado hasta llegar al punto de superar las más hermosas piezas que hubiera realizado su padre. Desde miniaturas hasta elaborados muebles que eran la admiración y envidia de los demás artesanos.

            El tiempo pasó y un buen día él decidió dejar el taller familiar y formar el suyo propio en otro pueblo. Quería probar suerte lejos de casa y cautivar a otras personas con su habilidad para trabajar la madera. Como ocurre en todos los casos, los primeros años fueron muy difíciles, tal vez los más complicados que hubiera vivido hasta entonces, pero con base en esfuerzo y perseverancia logró salir adelante y poco a poco se fue convirtiendo en el mejor artesano de la región, al menos en su campo.

Todo marchaba bien hasta el fatídico día en que le informaron de la muerte de su padre, por una falla cardiaca. El cerró su negocio y regresó a su tierra para asistir al velorio de su mentor.

Rodeado por la madre, hermanas, hermanos, y conocidos de siempre, velaron al padre por toda la noche hasta que los sorprendió el día siguiente. Todos estaban cansados, tristes, consternados, pero dispuestos a no dejarse vencer por la adversidad. Pues estaban concientes de que actuando de esta forma le inyectarían fuerza vital a su madre, quien era la más consternada de todos. Al fin de cuentas no sólo había perdido al padre de sus hijos, sino a su compañero de toda la vida. Sin embargo, la inyección de vida había llegado demasiado tarde, porque sin que nadie lo notara, en algún momento de la noche la madre había muerto también. Sentadita en la mecedora que había fabricado su difunto esposo, con los dedos entrelazados, la cabeza agachada, cubierta por su chal y aún sosteniendo un rosario.

            Después de enterrar a sus padres, me contó que se despidió de su familia y regresó al trabajo. En su mente y corazón se agolpaban dos asuntos que lo mantuvieron despierto durante las noches siguientes: la muerte de sus padres y la soledad de su vida. Todas las hermanas y hermanos tenían su propia familia, incluso los mayores ya eran abuelos, en cambio él… estaba solo. No había nadie que viera por su salud, felicidad o incluso que realizara esa fatídica llamada que hiciera saber a los demás de su inevitable muerte.

Había dedicado toda su vida a trabajar la madera y convertirse en el gran artesano que era entonces, pero no se había preocupado por nada más. Entonces se dio cuenta de que lo único que tenía era su trabajo y así lo aceptó. Hasta que un buen día  y saliendo del negocio donde compraba su materia prima, conoció al amor de su vida. La vio y tan pronto lo hizo supo que era la pieza que le faltaba. Por su parte ella se mostraba renuente, pero al final logró conquistarla, hasta descubrir en ella algo que nadie más hubiera podido sospechar que guardara en su interior.

Poco a poco se convirtieron en pareja. No se casaron, no era realmente necesario, pues ya se pertenecían mutuamente. Entonces y por primera vez desde la muerte de sus padres se sintió feliz de nuevo.

En su taller las cosas marchaban mejor que nunca y tuvo dinero suficiente como para comprar un terreno donde construiría su casa y poder ampliar su negocio. Era un hombre pleno y seguro, se sentía listo para dar el siguiente paso y con la venia de su compañera, decidieron hacer crecer la familia.

            Dedicó varias horas a la semana a la remodelación de una habitación para su hijo. Con estantes llenos de juguetes de abeto blanco, una cuna y cama de pino (para cuando fuera un poco más grande) y un librero (para cuando aprendiera a leer). Todo tipo de detalles fabricados por sus propias manos. La idea de ser padre era su más grande ilusión y el mayor de sus proyectos.

Cuando su hijo nació pudo comprobar que nada de lo que hubiera realizado antes podía compararse a ese ser que tenía en frente. Eran una familia feliz, pero todo era una mentira…

Con la voz entrecortada, aquel hombre lloraba y yo sólo podía escuchar cómo bajaba el auricular, quizás para secarse las lagrimas. Tan pronto lo volví a escuchar, le pedí que se tranquilizara y tomara un poco de aíre. Le explique que en ocasiones y por múltiples razones, uno puede llegar a pensar que todo lo que se ha vivido no es más que un engaño y es muy común que después de la alegría que implica tener un hijo, experimentemos una tristeza tan profunda o ansiedad por todo lo que significa traer un nuevo ser al mundo. En ocasiones pueden cruzar por nuestra mente la idea de que no estamos preparados para atenderlo como se debe, o tal vez el mundo se nos presenta como un lugar tan inhóspito que nos sentimos incapaces de protegerlo de todos los peligros que existen… en fin.

Pero sin importar lo que le dijera, aquel hombre no hacía más que sollozar con una tristeza que trascendía la línea telefónica y llegaba hasta mi cabeza y pecho. Sentía que no estaba siendo de mucha ayuda, por lo que decidí guardar silencio y esperar el tiempo que fuera necesario, hasta que el pobre hombre decidiera contarme algo más.

Ya había hecho eso con anterioridad. En ocasiones hay personas que hablan a la línea sólo para llorar. A veces es tanta la soledad o tristeza reprimida, que hay quienes no llaman para plantear sus dificultades sino para sentir que no están solos, aunque no sepan ante qué oídos están desahogando su llanto.

            Pasaron algunos minutos y después de los sollozos el silencio se vio interrumpido por su respiración. Una vez que lo escuché un poco más tranquilo, le pregunté si se sentía mejor. Yo estaba un poco nerviosa y no podía borrar de mi cabeza el hecho de que aquel hombre había empezado la llamada diciéndome que había hecho algo “muy malo”, de lo cual estaba arrepentido. Por instantes mi mente me exigía que le preguntara “¿Qué fue lo que hiciste?” Pero sabía que no podía ser tan directa. Después de todo, la maldad varía de cabeza en cabeza, por lo que no podía dar un juicio de valor objetivo. No, mientras ignorara si ese “algo malo” significaba haber engañado a su esposa, abandonado a su familia, golpeado o tal vez algo peor. Incluso era posible que eso que hubiera hecho no lo cometiera contra su familia, sino contra alguien más, o contra él mismo.

El caso es que el silencio era por momentos insoportable. Se supone que debo mantenerme objetiva y no involucrarme más de la cuenta, pero desde que escuché aquel primer timbrazo sabía que esa llamada no iba a ser como las demás.

            De pronto el silencio cedió su espacio a una sola frase: “los maté”.

Esas dos palabras taladraron mi cerebro y mandando al diablo el manual, le pregunté directamente:

–¿A quiénes mató?

De nuevo aquel hombre guardó silencio. Sin insistir más, coloqué el auricular contra mi pecho y llamé al supervisor. Le entregué en un papel el nombre, dirección y número del sujeto con el que hablaba y le pedí que avisara a la policía. No sé cual habrá sido el tono de mi voz, o tal vez mi mirada, pero él tomó lo que le di y siguió las indicaciones sin hacer alguna pregunta.

No perdí más tiempo y pegué de nuevo la oreja al aparato que seguía mudo. Entonces hice algo que a veces pienso que nunca debí haber hecho, pero en ese momento no supe de qué otra manera proceder. Le grité, exigí que respondiera y me dijera a quiénes había matado. Mientras mis demás compañeros me veían sorprendidos y un poco alarmados desde sus módulos.

Aquel hombre sólo volvió a sollozar. Yo estaba fuera de mí, apunto de decirle que se dejara de llantos y me respondiera, pero no lo hice, en vez de eso recordé el mantra que había estado evocando hacía sólo unos minutos, y poco a poco fui recobrando el control sobre mí misma. Hasta que escuché su respuesta: “a mi familia”.

Tan sólo un instante después escuché la detonación de un arma de fuego. No hubo más respuestas. Pude sentir como si mi corazón se hubiera congelado por un instante. La situación se me había salido de control, pensé entonces y aún creo que tal vez pude haber hecho algo, pero sigo sin saber qué.

Aún después de que el informe policíaco se nos fuera entregado, sigo sin saber qué pasó realmente. A grandes rasgos podría decir que un hombre perdió la razón, liquidó a su familia y acabó con su vida, mas no como yo lo pensé en su momento. Según el reporte oficial, la policía llegó al domicilio del carpintero, no más de veinte minutos después de que se les diera el aviso. Entraron a la casa ubicada no muy lejos de la ciudad y lo primero que llamó su atención era que todo en ella estaba hecho de madera, tal como el carpintero me lo había hecho saber, pero a un grado en el que nadie pudo haberse imaginado; paredes, puertas, ventanas, muebles, platos, cubiertos, frutas, plantas, libros, almohadas, cerraduras, alimentos, en fin… todo.

Además de eso, en su interior encontraron tres cuerpos tirados en una de las recámaras y todos ellos con un orificio de bala en la base de la cabeza, pero sólo un cadáver; el del carpintero. No es que los otros dos siguieran con vida, simplemente nunca la tuvieron realmente, o al menos no como yo hubiera pensado, ya que al igual que todo lo encontrado en esa casa, ellos también estaban hechos de madera.

De una sola pieza el carpintero había tallado el cuerpo de una mujer, tal fielmente detallado que los policías no lo notaron hasta que estuvieron lo suficientemente cerca, como para cerciorarse de que todo lo que parecía piel era realmente madera. El otro cuerpo simulaba ser el de un bebé, sólo que un poco más burdo que el de la mujer, como si el carpintero no hubiera podido seguir con su trabajo, o tal vez no pudiera seguir viviendo en su propio engaño. Una mentira creada de amor, soledad y madera.

El cuerpo del carpintero fue entregado a sus hermanos y hermanas, quienes le dieron un entierro discreto en el cementerio donde también descansan los restos de sus padres. Las figuras de madera terminaron en manos de la policía, al menos por una semana más, ya que me enteré de buena fuente que serán incineradas. ¿Por qué? Realmente no lo sé, al menos no de manera oficial. Pero un amigo que trabaja en la corporación policiaca, me ha contado cosas que me resultan muy difíciles de creer, aunque no dejan de erizarme la piel cada vez que las pienso.

Me ha dicho que en la bodega donde están guardadas estas piezas, han provocado una gran inquietud, sobre todo con el personal asignado al turno de la noche, porque desde que llegaron se ha podido oír el llanto de un niño recién nacido y el canto de una mujer que lo consuela hasta el amanecer, o hasta que alguien se acerca para ver qué es lo que está ocurriendo.

No sé si lo que me ha contado es cierto o sólo se quiere burlar de mí. Pero después de decírmelo, se puso muy nervioso e inmediatamente cambió de conversación.

            En cuanto a mí, bueno… continúo en el turno de la mañana. Pero ya realicé los trámites correspondientes para cambiarme al de la noche. No sé qué es lo que me deparará esa nueva variante en mi vida. Para empezar, seguramente tendré que dejar de dar las sesiones particulares en la tarde, o al menos las limitaré a mis días de descanso. No lo sé, aún tengo que pensarlo. El caso es que cada vez me ha estado costando más trabajo despertarme temprano y no he podido dormir muy bien por las noches.

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