miércoles, 19 de octubre de 2011

Olvido

-I-

Aún no es la hora en la que debes levantarte, pero ya estás sentada a la orilla de la cama. Han pasado tres semanas del incidente y aún te siento fría, distante, como si no quisieras saber nada de mí, pero aún así parece que no pudieras dejarme atrás. Bien sabes que no fue mi intención. No fue mi idea que las cosas ocurrieran de esa manera, pero me sigues culpando y entre ratos te culpas también a ti, y eso me hace aún más daño. Intento acercarme pero cada vez que lo hago te sobresaltas y te vas. No importa las ganas que tenga de hablar contigo y abrazarte, tú no me escuchas, ni me sientes o al menos no como antes.

            Ya son las seis de la mañana. Tú volteas a ver el reloj y te preparas para irte. Sabes que no tienes que hacerlo. Tu jefe te dio permiso de ausentarte todo lo que queda del mes para que atendieras lo que tuvieras que resolver, pero no has faltado ni un solo día. Pareciera que no quisieras estar aquí, aunque por momentos pienso que lo que no soportas es estar conmigo.

            Tiendes la cama y sobre las sábanas extiendes la ropa que te pondrás hoy. Estás muy pensativa, parece que sigues tu vida como si nada hubiera pasado, pero realmente no estás ahí. Estás en piloto automático con tus actividades cotidianas, mientras tu mente se encuentra en otra parte. Te das un baño que por un instante te devuelve el alma al cuerpo, sólo para volver a perderte un segundo después.

Terminas y al salir de la ducha te das cuenta de que el vapor ha empañado los espejos. Por primera vez en tres semanas te veo sonreír mientras dibujas una carita feliz sobre la superficie empañada, pero una vez que la terminas, vuelve tu cara seria a asesinar esa sonrisa y con la palma de tu mano haces lo propio con el dibujo del espejo.

            Arreglarte sólo te toma un par de minutos, pero al final no luces menos hermosa que cuando te tardabas horas. Aún con el cabello un poco mojado te haces una cola de caballo, que seguramente te durará perfecta hasta que regreses más tarde, o te hartes de ella al medio día. Te ves tan linda que a veces… Olvídalo.

            Abres el refrigerador para sacar la leche. Hace ya un buen tiempo que no te preparas un par de huevos, un sándwich o algo diferente. Tomas la caja de cereal del estante y colocas dos platos en la mesa. Una vez que te das cuenta, cierras los ojos y haciendo una mueca te das un par de palmadas en la frente. Parece que el piloto automático con el que sobrellevas tu vida, olvida que hace tres semanas que no desayunamos juntos. Devuelves el plato extra a su lugar y tan pronto me acerco un poco a ti, resulta que has perdido el apetito. Quizás más tarde regrese a ti. Tal vez en la cafetería que está cerca del trabajo te vuelvan las ganas de comer algo.

Vuelves a colocar las cosas en su lugar y te sientas un rato a ver la televisión. Saltas de un canal a otro tan rápidamente que más que estar buscando qué ver, pareciera que sólo pretendes matar el tiempo que te queda antes de irte.

Una vez que has recorrido todos los canales, apagas el televisor y mandando al diablo todo, prefieres llegar antes al trabajo que permanecer un segundo más aquí. Antes de salir rompes el silencio de la casa con un tímido “hasta luego… Amor”, que me confunde más de lo que esperaba.

Quiero salir tras de ti, ir en tu encuentro y decirte que todo está bien, que te amo y que siempre lo haré sin importar lo que se interponga entre nosotros... Pero no puedo, es que a veces se me olvida que… Olvídalo.

-II-

Sin ti alrededor todo luce distinto. El mundo se ve más gris y sombrío. Hace falta tu calor, pues el mío no es suficiente como para llenar de vida estas cuatro paredes. De momento me percato de que también las cosas en la casa han cambiado y no sólo la relación entre tú y yo. Los múltiples retratos que habitaban las paredes se han ido y en su lugar no hay más que un muro vacío, con unos cuantos agujeros por resanar. Sólo conservas una foto: la del día de nuestra boda. Te veías tan radiante y sonriente. Recuerdo haberme prometido a mí mismo hacer todo lo posible para que esa sonrisa nunca desapareciera de tu rostro. Sobra decir que esa promesa tampoco supe cumplirla.

            La primera vez que te vi, confieso que jamás se me ocurrió que pudieras ser lo mejor que me fuera a pasar en la vida. Por tu parte… Bueno, creo que ni siquiera te molestaste en alzar la mirada cuando me acerque a tu mesa para invitarte un café. Tal vez hice mal en insistir, quizás debí hacerme a un lado y dejarte leer ese libro que te tenía tan distraída. Tendría que haberme ido cuando dijiste “no gracias”, pero en vez de eso extendí mi mano para presentarme. En ese momento levantaste la mirada y yo quedé prendido de tus hermosos ojos. Yo ya no tenía vuelta atrás, aunque tú sí. Pudiste haber reaccionado de mil maneras, pero fuiste gentil, en una palabra: “amable”. El resto fue poner todo lo que estuviera de mi parte para transformar ese “no gracias” en un “sí quiero”. No fue fácil. Por lo general nada que realmente valga la pena lo es.

Pero una vez que te convertiste en mi compañera no sé por qué, pero me empecé a alejar de ti. Tanto me esforcé por volverme parte de tu vida, que no entiendo cómo me fue tan fácil alejarte de la mía y alejarme de todo aquello que construimos juntos. Los proyectos ahí seguían, pero ya no eran nuestros; eran tuyos o míos, pero el lazo que los mantenía juntos estaba roto o enrollado en otros asuntos. Siempre había algo más urgente o importante que estar contigo. Ver tus hermosos ojos ya no eran suficientes para permanecer a tu lado.

Ante el mundo éramos la pareja perfecta, pero los dos sabíamos que algo se estaba pudriendo entre nosotros. Dicen que nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido, y es verdad. Hace cuatro semanas hubiera preferido estar en cualquier parte, menos aquí. Hacer cualquier cosa, menos esperarte. Pensar en lo que fuera, menos en ti. Pero ahora que te veo perdida quisiera estar contigo todo el tiempo que me fuera posible. Pero no puedo, resulta que a veces se me olvida que… Qué más da, ya no importa nada.

-III-

Hoy has llegado temprano, absorto en mis pensamientos estuve a punto de ignorar tu presencia. Si me hablaras, tal vez dirías que ésta no sería la primera vez que te ignoro por atender otras cosas (y tendrías razón), pero en esta ocasión mis pensamientos estaban enfocados en ti. Entonces quizás dirías que he perdido más tiempo pensando en ti que en idear la manera de estar juntos o separarnos de una buena vez (y también tendrías razón). ¿Cómo puedes amar tanto a alguien e ignorar su presencia al mismo tiempo?

            Luces un poco cansada, como si ya no tuvieras ganas de nada. Sin soltar tu bolso te sientas en el sillón de la sala. Estiras tus piernas y brazos como si al hacerlo te liberaras de algo que te oprime, frena o no te dejara seguir con tu vida. Quizás ese “algo” sea yo. Sueltas tu bolsa y la dejas caer al suelo. Te agachas a recogerla y la colocas a tu lado. Te pasas las manos sobre el rostro y tu pelo, mientras te deshaces de esa liga que había estado apresando tu cabello todo este tiempo. Cierras los ojos y con las palmas de las manos te cubres la cara, como si fueras a llorar y no quisieras que nadie lo notara, pero no lo haces. Te descubres el rostro y entrelazas las manos como si oraras, pero sólo apoyas tu barbilla y sonríes para ti misma, como si te estuvieras dando ánimos para seguir adelante.

Separas las manos y, como si no lo hubieras notado antes, volteas a ver tu anillo de bodas. Después de todo lo ocurrido entre nosotros, miras ese pequeño aro dorado con ternura. Quizás te sirve para recordar los buenos tiempos o para tener en mente todos esos proyectos que imaginamos juntos y que ahora se ven imposibles. Entonces te lo quitas, lo colocas de canto y con mucho cuidado lo pones a girar sobre la mesita de centro. Te le quedas viendo sin perder detalle hasta que se detiene y cae. Lo recoges y aprietas con fuerza.

Te levantas del sillón, caminas hasta el escritorio y abres el cajón donde guardas los papeles de la casa y otros documentos personales. Liberas el anillo y lo dejas caer dentro. Te quedas ahí parada, como si no supieras qué hacer; cerrar de una buena vez el cajón o recoger el anillo. Después de un par de minutos optas por lo primero y te vas al baño a refrescarte.

            Tal vez yo también debiera irme de aquí, pero no puedo. No sé cómo podría hacerlo sin sentir que soy yo el que te está abandonando. Quizás lo mejor sería que te fueras tú, pero tampoco quiero eso, no sé cómo podría soportar tu ausencia. El caso es que no sé si yo soy tu carcelero o eres tú la que me tiene atrapado y te empeñas en permanecer aquí adentro, encerrada conmigo.

Desde hace tres semanas es lo mismo. Todos los días te veo o escucho llorar en la que fuera nuestra alcoba. Por las noches vas de un lado a otro como un alma en pena, y en las mañanas amaneces aún más triste y cansada que cuando te fuiste a acostar. Sé que lo superaremos un día, ya sea que estemos juntos o cada quien por su lado. Pero todo esto ha sido muy difícil para ambos, me lo quieras creer o no. Cada noche me digo que será mi última en este sitio, pero cada mañana que te veo sé que quiero estar contigo siempre y espero que todo se resuelva favorablemente para los dos.

Sales del baño con la cara lavada y el cabello mojado. Aún no te pones tu ropa cómoda, pero ya te has quitado los zapatos y andas descalza. Tú no acostumbras andar así, pero parece que tienes que hacer algo que no puede esperar a que te pongas las sandalias.

Una vez más te acercas al escritorio. Abres el cajón donde dejaste caer el anillo. Lo recoges y te lo vuelves a poner. Juntas tus manos con fuerza. Las acercas hasta tu pecho y dejando escapar un par de lágrimas, dices:

–Perdón, no quise hacerlo, lo que pasa es que te extraño mucho.

Yo quiero abrazarte, besarte, sentir cómo late tu corazón junto al mío, pero no puedo. Por más que quiera sé que no puedo. Y es que a veces se me olvida… que ya estoy muerto.

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