lunes, 17 de octubre de 2011

Sola

-I-

Desde que quedé viuda, hace casi veinte años, he vivido en la misma casa con mi hermana Julia, quien también había enviudado sólo un par de años antes que yo. La razón por la que tomamos esa decisión fue la inmensa soledad que ambas sentíamos desde que nuestros maridos murieron. No teníamos a nadie más en el mundo, salvo la una a la otra. Por lo que no nos tomó demasiado tiempo decidir compartir nuestra soledad.

Mi hermana nunca tuvo hijos y yo sólo uno, que murió pocos días después de su nacimiento. Nunca más volví a quedar embarazada, es más, ni siquiera lo intenté, pese a los deseos de mi marido. Siempre fue más fuerte mi miedo a perder a otro bebé que mi deseo de ser madre.

Tanto mi hermana como yo vendimos nuestras propiedades y con el dinero que obtuvimos, más lo que nuestros esposos nos dejaron, compramos un pequeño departamento y abrimos una cuenta de banco a nombre de las dos. Con los intereses que ésta generaba, más la pensión de viudez, habíamos sabido sobrevivir todos estos años, que a veces parecían pocos y en otras ocasiones demasiados.

            Al principio nos costó trabajo congeniar con nuestras diferencias. A veces a Julia se le metía en la cabeza la idea de que sólo ella sabía cómo hacer las cosas y se la pasaba dándome órdenes todo el tiempo. O la idea cambiaba de morada y era yo quien se volvía un capataz. En ocasiones parecíamos un par de niñas otra vez. Nos enojábamos y dejábamos de hablar por días enteros, hasta que alguna de las dos tomaba la decisión de olvidar la ofensa, preparaba un poco de chocolate caliente y se lo ofrecía a la otra. Después sólo nos dábamos un buen abrazo y tomábamos juntas la bebida, mientras oíamos la radio o veíamos el atardecer desde la ventana.

En una ocasión, no recuerdo por qué, no nos hablamos durante un mes. En ese tiempo ella aprendió a tejer y yo me hice aficionada al cultivo de flores en maceta. Julia elaboró tantas carpetas que ya no hallaba dónde colocarlas, y yo me hice de tantas plantas que ya no cabían en las ventanas. Poco a poco, cada rincón y mueble se fue poblando de carpetas y flores.

Julia tarareaba mientras tejía y yo platicaba con mis plantas. Cada una con el objetivo de hacerle saber a la otra que estábamos muy bien solas. Hasta que un buen día ella comenzó a tararear una canción que cantábamos cuando éramos niñas y de manera inconsciente, yo también me encontré tarareando la misma melodía. Al percatarnos del hecho, las dos nos volteamos a ver y nos reímos como cuando éramos pequeñas. Eso fue suficiente para limar cualquier aspereza. Ese día Julia me regaló una carpeta tejida con muchos colores y yo le di mi flor preferida.

-II-

Después de un tiempo nos acostumbramos a compartir nuestra existencia. Las riñas se volvieron cosa rara y la duración de las mismas se medía en pocos minutos. Hasta el día en que Julia perdió la razón.

Recuerdo que se levantó muy temprano y empezó a hacer ruido por toda la casa. Yo me levanté y la vi esculcando los cajones de los roperos. Los sacaba de lugar, dejando caer su contenido en el piso. Entonces le pregunté qué le pasaba o qué se le había perdido. Ella se me quedó viendo y amenazándome con el dedo, me dijo que yo sabía perfectamente bien lo qué estaba buscando, porque yo se lo había robado.

Yo no tenía ni idea de lo que me estaba hablando, pero traté de hacerla entrar en razón. Entonces dijo algo que hasta el día de hoy me sigue doliendo en el alma. Aseguró que ya estaba harta de mí y de mis inútiles plantas. Que el peor día de su vida fue cuando nací y el segundo ocurrió cuando decidimos vivir juntas. Dijo que estaba cansada de que le escondiera sus cosas y que de haber sabido que yo era una ladrona, entrometida y fisgona, nunca se hubiera ido a vivir conmigo.

No me quedé callada y después de propinarle una buena bofetada, le dije que le iba a cumplir su deseo y me marcharía de su lado. Sin voltearla a ver me fui a mi habitación y empecé a ordenar mis cosas para abandonar la casa. No sabía a dónde ir, pero no podía seguir en un lugar en el que no querían que estuviera. Entonces Julia entró a la recámara y dijo que no me fuera. Yo estaba molesta y seguí haciendo mis maletas como si no me hubieran dicho nada.

Ella me tomó bruscamente del brazo y dijo que no podía dejarla sola o me pesaría. Eso me enfureció aún más. ¿Con qué derecho se atrevía a amenazarme? Ya tenía determinado irme de ahí y lo haría. Cerré la maleta, aún sin terminar de empacar, y la dejé hablando sola.

–Luego regresaré o mandaré a alguien por mis cosas. –le dije, mientras me encaminaba a la puerta.

En ese momento pensé que sería lo último que sabría de ella. Pero me equivoqué.

Julia no es de las que acepta fácilmente las cosas, pero nunca me imaginé que a sus ochenta y cinco años fuera capaz de hacer uso de la fuerza para imponer su voluntad. Sin que yo lo esperara, me dio un tremendo bastonazo en la pierna derecha que me mandó de bruces al suelo. Mi boca sangraba, mientras que uno que otro diente, de los pocos que aún tenía, se me enterraron en los labios. Los brazos me dolían y no tenía la fuerza suficiente para ponerme de pie.

Julia se acercó con una expresión de profunda pena y se inclinó un poco, como queriendo ayudarme. Pero yo no podía dejar de verla con miedo y odio.

Me gritó que dejara de verla de esa manera, que la culpa había sido mía por tratar de abandonarla. Entonces recogió el bastón y se enderezó frente a mí.

–Ya veras que ahora que te mejores las cosas van a estar tan bien como siempre –dijo, mirando a la ventana.

En ese momento, con la voz entrecortada, le hice saber que de cualquier forma encontraría la manera de largarme de ahí, y alejarme para siempre de ella. Julia me miró con odio, apretó con fuerza su bastón y comenzó a golpearme sin descanso.

El dolor era indescriptible. Podía sentir cómo me rompía todos los huesos, mientras botaba sangre por la boca y el corazón me palpitaba, como si se me quisiera salir del pecho. De pronto, el dolor se detuvo y todo se tornó negro.

-III-

Cuando abrí los ojos, lo primero que pensé fue que había sido una pesadilla, la más horrible de todas. Pero al ver alrededor me di cuenta de que no estaba recostada en la recamara, sino tirada en la sala, a sólo unos pasos de la puerta y había sangre regada por todo el piso.

No supe cómo, pero me incorporé con una destreza que hacía más de cincuenta años no tenía. No me dolía nada y me sentía de maravilla. Entonces volteé a ver mis manos, pero éstas seguían arrugadas.

–No se puede tener todo en la vida –dije en voz baja.

Mi vestido estaba manchado de rojo, pero al tocarme la cara constaté que mi boca ya no sangraba. No sabía que estaba ocurriendo. Los rayos del sol entraban por la ventana, pero no podía sentir su calor. Traté de tomarme el pulso, pero mi corazón se había detenido. Toda esa confusión me provocó un fuerte dolor de cabeza.

–Pero si estoy muerta, ¿cómo es posible que me duela algo? –me dije extrañada.

Acto seguido, el dolor cesó. Entonces pensé que me estaba volviendo loca.

Me encontraba inmersa en mis pensamientos, cuando alcancé a escuchar un fuerte ruido proveniente de la cocina, como si alguien estuviera haciendo un gran esfuerzo. No me detuve a pensar cómo es que los sentidos del oído y vista sí funcionaban cuando el del tacto no, por miedo a quedarme sorda y ciega en ese instante. Sólo caminé hasta el lugar donde provenía el ruido.

La puerta se encontraba cerrada, pero la atravesé como si nada.

–No creo que me cueste trabajo acostumbrarme a esto –pensé.

Ya adentro, pude ver cómo Julia cortaba lo que perecía un gran trozo de carne, en pequeños pedacitos. Pero no era jamón lo que rebanaba mi hermana, sino mi pierna.

Horrorizada, observé cómo se encontraban más pedazos cercenados de mi cuerpo esparcidos por el fregadero y el piso. Ella separaba con cuidado los huesos, cortaba la carne en trozos pequeños, tomaba una de mis macetas vacías, depositaba la carne en el fondo, le esparcía cal encima, después un poco de tierra y plantaba una flor. Luego la acomodaba en el piso y repetía la operación.

Si bien yo nunca me consideré una persona que creyera en fantasmas, en ese momento me percaté de la veracidad de un dicho que escuché cuando era muy niña: “Yo no creo en las brujas. Pero de que las hay... las hay”.

Aparentemente, en el mundo no sólo habría brujas que asustaban a las pequeñas, sino también fantasmas que existen independientemente de que se crea en ellos o no. Tenía que aceptar los hechos, no me quedaba de otra.

Salí de la cocina tan sigilosamente como había entrado y sin mover la puerta. En ese momento se me ocurrió que si podía atravesar las cosas y muros con tanta facilidad, entonces no tenía por qué pasar una eternidad en ese pequeño departamento con mi hermana; la loca.

No lo pensé dos veces y me propuse atravesar la puerta de la casa, pero tan pronto lo hice me hallé de nuevo en el interior del inmueble. Lo mismo ocurrió cuando intenté atravesar los muros y las ventanas. Me encontraba prisionera en mi propia casa, con mi asesina.

-IV-

Pasaron los días y ni siquiera podía lograr espantar a Julia. Aparentemente ella no se percataba de mi presencia o hacía cómo si no lo hiciera, como cuando éramos niñas y nos peleábamos.

Intenté desacomodar sus cosas, juguetear con sus sábanas, hacer volar sus zapatos, destejer sus inútiles carpetas e incluso arrojarle algo pesado para aplastarle la cabezota, pero todo era inútil. No podía sostener ni un alfiler. Me era imposible aprehender y hacerme con la más insignificante de las cosas. Mis manos siempre estaban vacías.

Todo eso me provocaba fuertes dolores de cabeza, pero me los quitaba rápidamente cada vez que recordaba que carecía de un cerebro que pudiera dolerme.

Eso ya no era vida, aunque sobre decirlo. Hasta ese día no me había dado cuenta de la falta que me hacía estar con mi hermana. Aunque me hubiera causado la muerte, diseccionado como una mandarina y usado como abono de mis propias plantas.

Era absurdo, pero la extrañaba. La veía todos los días, pero no era lo mismo. Siempre estaba como ausente y yo no tenía más remedio que resignarme a ya no ser parte de su vida.

Mi día se limitaba a deambular por el departamento e intentar tener algún tipo de contacto con ella. Me conformaba con que mi sombra atrajera su atención. Pero nunca pasó nada. Hasta que una mañana, cuando trataba de percibir el olor de una de mis flores favoritas, sentí una corriente fría que provenía de la habitación de Julia. Eso era lo primero que sentía físicamente desde mi asesinato. Por lo que no dudé en averiguar de qué se trataba. Despacio, como quien tiene todo el tiempo del mundo, me fui acercando a su recámara, sólo para descubrirla muerta en la cama.

Mi primer sentimiento fue una profunda tristeza que me puso de rodillas frente a ella. Pero después pensé que al igual que yo, Julia no tardaría en volverse un fantasma y volveríamos a estar las dos juntas de nuevo, como cuando éramos pequeñas, pero para siempre. Entonces mi corazón se llenó de alegría e ilusión.

Pacientemente me senté a los pies de la cama de mi hermana y esperé durante horas, días y semanas. Julia jamás despertó. Ahora sí me encontraba sola, completamente sola.


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