lunes, 17 de octubre de 2011

Sudadera blanca

Ya casi son las seis de la tarde y el sol apenas se ve entre las densas nubes de humo del cielo citadino. Como siempre, yo permanezco alerta afuera del mercado. Sólo por si algún peatón desprevenido me da la oportunidad de hacerme de sus pertenencias. A veces he tenido que esperar por horas, pero en esta ocasión el primer “pichón” de la tarde no se ha demorado tanto en venir directo a mis “garras”.

Por los pasillos donde los mercaderes ya han cerrado sus negocios, camina despreocupadamente una joven con una sudadera blanca y capucha. No parece ser de por aquí y tampoco creo que traiga mucho dinero… Pero dicen que “a la oportunidad la pintan calva”, por lo que no debo perder mi tiempo con exigencias menores. Algo habrá de traer y no tiene por qué ser ningún problema quitárselo.

Casi estoy seguro de que no se ha enterado de que la vengo cazando con la mirada desde que se acercó al mercado. Despacio, pero con ligereza, me dispongo a seguirle los pasos, mientras tanteo el arma que guardo en el bolsillo de mi chamarra. Tan pronto entre en alguno de los pasillos, me acercaré lo suficiente para exigirle que me entregue todo lo que traiga consigo… hasta la sudadera.

Es curioso, pero siento como si algo no anduviera bien. No tengo por qué estar nervioso. No veo algún policía por el área, ni creo que las cosas lleguen a ponerse difíciles. Además, no importa que pudiera oponer resistencia, una bala ahuyenta a casi tantas personas como el grito lastimero de una mujer pidiendo auxilio. No será la primera a la que le quite la vida y tampoco tiene por qué ser la última, ni siquiera de esta semana.

Le sigo los pasos de cerca, pero con cada uno que doy me embarga la sensación de que más me valdría dar la media vuelta y salir corriendo de ahí… ¡Tonterías! Ya tengo un buen tiempo en este “negocio” y ningún “don nadie” me hará ver como un idiota. He sobrevivido a varias correccionales y tres penitenciarías ¿Qué peligro podría implicar una mujer para mí?

De pronto, aquella joven gira sobre sus pasos y medio sellando sus labios con el índice me dice: “Shhh… respiras tan fuerte que apenas puedo escuchar mis pensamientos”.

No sé bien qué es lo que estoy viendo, pero puedo jurar que sus ojos se encendieron como un par de bengalas en medio de la noche. Entonces me quedo estático, pierdo la fuerza de las piernas y me derrumbo sobre mis rodillas.

 El miedo me impide hacer cualquier movimiento. Incluso gritar se me presenta como una proeza que va más allá de mis facultades. Inmóvil, observo cómo esa mujer me vuelve a dar la espalda, se inclina sólo un poco y da un brinco que la lleva hasta uno de los pocos negocios abiertos del pasillo; una frutería que está como a unos diez metros de distancia. Ella cae de pie, justo encima del único cliente del puesto, y lo hace pedazos con el mero impacto. Aquel hombre no tuvo tiempo de nada, es más, casi puedo ver como sus manos siguen aferradas a las bolsas donde un segundo antes había guardado la mercancía adquirida. Yo no quiero ver más, pero mis párpados se niegan a cerrarse.

El comerciante, salpicado de sangre, apenas tiene tiempo de salir corriendo. Pero la joven no le da oportunidad de llegar muy lejos, pues de un salto lo embiste y se le aferra a la espalda con las piernas, mientras le destroza la cara con las manos. Rápidamente el pasillo se ve lleno de sangre, carne molida y huesos rotos.

La mujer rasga el cuerpo del vendedor y con fuerza le arranca grandes trozos de carne que después devora. No puedo creer lo que estoy viendo y no puedo hacer nada más que mirarla. Está muy lejos aún para mancharme con la sangre, pero demasiado cerca como para sentirme seguro.

Eso que está frente a mí no es una mujer, ni siquiera es una persona, no es posible que lo sea. Tiene que ser el mismo Diablo que ha venido por mí. Es la muerte en sudadera blanca y zapatos deportivos.

Sé lo que significa actuar con violencia. He matado a muchos, incluso sin necesidad de hacerlo, pero el ver esta carnicería me revuelve el estómago y la cabeza. Aquel vendedor y su cliente yacen reducidos a una masa sanguinolenta de carne machacada, entre trozos de tela que alguna vez fuera su ropa, huesos rotos y algunas frutas aplastadas.

Inmóvil y sobre mis rodillas, sé que mi futuro no tiene por qué ser distinto al de ellos.

De repente, esa cosa deja de devorar a sus presas y dirige su mirada hacia mí.

– He dejado de oler tu miedo…? ¿Será que tu temor se ha ocultado tras el olor a sangre o has dejado de secretar sólo miedo y sudor? ¿Quizás lo que ahora huelo es tu resignación? –dice con una voz áspera y profunda, un segundo antes de saltar sobre mis hombros y romperme la columna.

La muerte no llega tan instantáneamente como lo supuse antes, y el dolor de mis huesos rotos no es menor al de mi piel y carne al momento de ser desgarradas y desprendidas. Ahora sé que no me lo estaba imaginando. Al ver su rostro de cerca puedo ver que sus ojos son tan profundos como un par de hogueras encendidas, y su aliento es aún más frío que mi último invierno en la calle.

La muerte en sudadera me devora pacientemente, con plena consciencia de que siento cada tirón, rasguño y mordida que me da… Incluso el de la carne ya arrancada de mi cuerpo.

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