viernes, 28 de octubre de 2011

A tiempo

Todos en la central ferrocarrilera la conocemos como Santi, es toda una leyenda e ícono de nuestra corporación. Cuando se trataba de llegar de una estación a otra en el menor tiempo posible, y sin poner en riesgo la integridad de los pasajeros, personal abordo o carga, sabíamos que podíamos contar con ella para hacer el trabajo. Nunca existió un pretexto de su parte para no cumplir con el deber, era puntual y siempre estaba lista para recorrer la distancia que fuera necesaria para completar el itinerario. Sin importar cuanto frío, calor, lluvia o neblina hubiera, siempre llegaba a tiempo.

Hasta antes de llegar a trabajar a esta compañía, no creo haber visto nada parecido a ella, y tampoco creo que algún día llegue a ver otra locomotora que se le equipare en algún aspecto. Por eso, cuando veo cómo el sol rojizo de la tarde se refleja en su lámina, siento una gran nostalgia y pena por saber que nunca más recorrerá de nuevo estas vías, sobre las colinas, a través de las montañas o dándoles la vuelta. Nunca más volverá a ver un nuevo amanecer estando a toda marcha, o evaporará la lluvia con el calor de su maquinaria. Ahora Santi descansa fuera de las vías pero a la vista de todos nosotros, quienes le seguimos dando los cuidados y mantenimiento que se merece una “Dama” como ella.

Cuando entré a trabajar como maquinista a este lugar, Santi ya era la locomotora más respetada de todas. Al principio, cuando escuchaba a los demás hablar de sus hazañas, yo pensaba que se referían a un maquinista más, posiblemente una conductora; ya que no dejaban de mencionar lo maravillosa que era y hermosa que lucía bajo los rayos del sol. Tendría que ser una Dama muy especial; toda una experta en el manejo de trenes (lo suficientemente hábil como para haberse ganado el respeto y admiración de todos los compañeros), además de toda una beldad. Cuando por fin la conocí, me llevé un buen chasco, pues no creí que sería a una máquina, pero una vez que la vi en acción comprendí la veneración que todos ahí sentían por ella.

Según mi patrón, nadie sabe de dónde vino o quién la fabricó. Asegura que cuando se terminaron de colocar las vías, y su abuelo estaba apunto de inaugurar la primera generación de trenes de la compañía, Santi apareció como si nada, en el área de carga de la empresa. No tenía registro ni nada que les pudiera decir de dónde era o quién se las había enviado. Se le preguntó a todas las dependencias conocidas, pero ninguna supo dar razón de esa misteriosa locomotora. Al final su abuelo la tomo como suya, y como la encontraron el día de la Santa patrona del pueblo, la llamaron “Santa Inés Misericordiosa”, pero como el nombre era un poco largo en su placa de registro, sólo aparece como “Santa-I”, que con el paso del tiempo se fue derivando hasta llegar a “Santi”.

Con su lámina verde botella, remaches dorados, chimenea pulida y brillantemente cromada como la plata, que alumbraba como un faro cada vez que la luz del sol la bañaba, Santi se volvió la locomotora más solicitada por todos los operadores. Todos queríamos manejarla al menos una vez en la vida. Para evitar un conflicto interno se llegó al acuerdo de turnarnos su manejo, de esa manera Santi se convirtió en la locomotora de todos, y se volvió nuestra responsabilidad colectiva, aunque la compañía nos tuviera asignada cualquier otra unidad.

Me han contado que siempre existió la tentación de unificar la apariencia de las demás locomotoras, pero cada vez que se intentaba igualar el aspecto de Santi, sin importar cuánto dinero se invirtiera, se fracasaba. No es que no quedaran bien, pues todas lucían preciosas, simplemente no quedaban como la original. Su fabricante debió haber tenido un talento especial e inigualable. Sin duda debió ser todo un artista. Santi es una pieza única, mas no sólo en su exterior sino también en eficiencia y comodidad. A bordo de ella no se sentían las vías sobre las que se desplazaba la máquina, como si ella flotara o volara por encima, y no sobre éstas. Cuando nos tocaba llevar pasajeros, al terminar el recorrido ellos salían encantados, hablando maravillas del camino, la unidad y el conductor.

Sin importar a dónde se fuera, cuántas horas se hicieran, o quién condujera la máquina, Santi siempre llegaba a tiempo, sin prisas o esfuerzo, e independientemente de cuál pudiera ser la carga o cantidad de carros que se tuviera que remolcar. Conducirla era un lujo y no un trabajo. Era como pasear al lomo de un ser volador, pero en tierra firme. Se podía escuchar el corazón de Santi en la caldera, sus palpitaciones en la máquina y su voz a través del silbato. Por momento pareciera como si disfrutara el poder recorrer los caminos sin prisas, pero a toda máquina.

En una ocasión, y ante la fama de Santi, una compañía rival retó a la nuestra a una competencia. Sin carga ni pasajeros, las mejores locomotoras de cada corporación se enfrentarían en una carrera. Las dos partirían del mismo lugar y en vías paralelas, hasta un punto donde los caminos se cruzaran y sólo hubiera espacio para una sola máquina. Después tendrían que atravesar un largo túnel y llegar a la estación. La primera que lo hiciera ganaba la apuesta, además de la reputación de ser la mejor, y su compañía obtenía el derecho de anunciarse como la más eficiente de la región, sin que la otra pudiera decir lo contrario.

El jefe no quería que se participara, decía que podía ser peligroso, además de innecesario.

–Nuestros pasajeros y clientes saben que somos los mejores, no entiendo por qué habría que demostrárselo a la competencia, y meno si se pudiera estar arriesgando la vida de uno de ustedes, o la integridad de mi mejor máquina –dijo y nos pidió no volver a hablar del asunto.

Nosotros cumplimos, pero la otra empresa no, y empezó a hacer uso de nuestra negativa para competir, en nuestra contra. Entendiendo la decisión como una rendición anticipada de nuestra parte. Con semejante publicidad sólo los clientes más antiguos se quedaron con nosotros. Pero por desgracia ellos no eran los más, y el dinero comenzó a escasear, por lo que el jefe se vio obligado a cambiar de opinión y aceptó el reto de la competencia.

Todos estábamos muy nerviosos y emocionados, hasta el jefe (a pesar de seguir un poco renuente). De entre nosotros se escogió al conductor más experimentado, y él eligió a su equipo de trabajo. Quisiera decir que estuve involucrado estrechamente con ellos, mas no fue así. Recuerdo que hasta me mordí los labios para no rogarles que incluyeran mi nombre el la lista, pero sabía que había personas más experimentadas que yo, y que este reto significaba mucho más para todos nosotros que cualquier ambición personal. Por lo que les manifesté mi apoyo y prometí echarles “porras” durante todo el recorrido. 

El día de la competencia el sol brillaba y Santi lucía imponente bajo sus rayos. La máquina de la empresa contraria era mucho más moderna y aerodinámica, por lo que sus empleados no desaprovecharon la oportunidad de echarnos en cara la antigüedad de la nuestra.

–Será como enfrentar a un atleta olímpico en su mejor momento, contra el mentor de su tatarabuelo en su peor día –decían mientras nos señalaban con el dedo.

Entre risas burlonas, ellos agregaban que no teníamos ninguna oportunidad contra su locomotora. Pero nosotros no rogábamos por una, sabíamos que ganaríamos. Ellos habían sido los que lanzaron el reto, por nuestra parte sólo debíamos ser lo que de hecho ya éramos; los mejores.

La carrera empezó y para sorpresa de la empresa rival, Santi en ningún momento quedó atrás de la locomotora moderna. Nariz con nariz, las dos máquinas lucían como verdaderas fuerzas de la naturaleza, destacando por su puesto la imponente Santi y su faro solar. De repente, la otra máquina aceleró aún más y tomó el cruce de vías antes que Santi. Incluso nuestro conductor tuvo que reducir la velocidad, casi al punto de detenerse por completo, para no impactarse contra la otra locomotora.

Los de la empresa rival estaban felices y fanfarroneaban, sólo era cuestión de tiempo para que atravesaran el túnel y llegaran primero a la estación. Ya no teníamos esperanza. Por primera vez Santi no iba a llegar a tiempo a su destino y nuestra situación económica, sin lugar a dudas empeoraría antes que mejorar. Los clientes ahora tendrían un pretexto ideal para no buscar nuestros servicios. Era muy posible que estuviéramos recibiendo un golpe del que no podríamos levantarnos en años.

Cuando la locomotora rival entró al túnel, mi jefe tenía el rostro desencajado. Era demasiado recio para mostrarnos alguna debilidad, o cualquier otra emoción que no fuera seguridad y temple, pero por un instante me pareció ver cómo le resbalaba una solitaria lágrima de impotencia. Apagó el monitor a través del cual seguíamos el recorrido, tragó saliva y nos pidió que lo acompañáramos afuera a recibir al ganador.

–No se los pido como su jefe, ni los veo ahora como empleados, sino como compañeros. Permanezcan a mi lado, recibamos al ganador, reconozcamos su triunfo y hagamos extensivo el mismo respeto a Santi y a nuestros compañeros, pues dieron lo mejor de sí –nos dijo de frente y lleno de orgullo.

Afuera alguien gritó:

–¡Ya salieron del túnel!

Entonces todas nuestras miradas se fijaron hacia el mismo punto. A simple vista no se podía distinguir más que una estela de humo blanco, gris y polvo. Hasta que un brillo característico golpeó de lleno en mis ojos y grité:

–¡Es Santi! ¡La que viene a la cabeza es Santi!

Nadie lo podía creer. ¿Cómo era posible que en un túnel de una sola vía, la locomotora que entró primero ahora estuviera detrás de la otra? Pero no había duda, conforme se fueron acercando el verde botella de Santi, sus vivos dorados y reluciente chimenea, resultaron más inconfundibles que nunca. Nuestra fábrica de nubes había ganado la competencia.

Hasta la fecha nadie sabe qué fue lo que pasó. Ni siquiera el conductor y su equipo nos han sabido dar razones de lo ocurrido ese día. Dicen que en algún momento dentro del túnel, dejaron de ver la estela de la locomotora rival y pensaron que ésta había vuelto a acelerar, y ya estaban tan adelante que no podían ver ni su humo. Hasta que salieron y se percataron de que ellos eran los que habían dejado muy atrás a la competencia.

Las vías y el túnel fueron revisados minuciosamente por ambas compañías y terceros, sin que se encontrara nada anómalo. Tampoco pudieron dar con algo irregular en la maquinaria de ambas locomotoras. “Era un misterio”, decían unos, mientras otros alegaban que era una “aberración espacio-temporal”. Para el jefe era un “milagro”, para nosotros era lo habitual con Santi, que no podía renunciar a llegar a tiempo, ni siquiera por una vez.   

Pasaron diez años más de viajes, montañas, túneles y vías, antes de que la nueva ley, que prohibía a las locomotoras de más de quince años seguir circulando, nos obligara a sacarla de los rieles. Santi estaba fuera de las vías y del itinerario, mas no de nuestras vidas, de ahí era imposible sacarla.

Todos los días la atendemos como si fuéramos a partir con ella en cualquier momento, y quizás algún día de éstos lo hagamos. Mientras tanto Santi sigue brillando bajo los rayos del sol, o la luna, manteniendo su caldera tibia al tacto. Como si sólo esperara pacientemente la hora de salir, quizás para hacer un último viaje, recorrer las colinas e iluminar los oscuros túneles con su deslumbrante faro, y como siempre llegar a su destino sin prisas, ni sobresaltos, pero a tiempo. 

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