miércoles, 19 de octubre de 2011

Tres extraños

Alguien a que no conozco, pero con quien me encontré un buen día. Se me acercó en silencio y sin que yo pudiera mediar palabra, me habló de un extraño pueblo escondido en las colinas más altas, rodeado de hermosos ríos, altos árboles y profundos peñascos, donde habitaban pequeños seres que se llamaban a sí mismos “mujeres” y “hombres”. Eran criaturas felices que despertaban con el sol y se acostaban con la luna.

Eran muy sociables, por lo que resultaba muy extraño que tuvieran disputas que no terminaran con un abrazo o un apretón de manos. No tenían muchos visitantes, por la propia altura de las colinas, profundidad de los ríos y abismales peñascos, pero los pocos que llegaban eran tratados como nativos. Se les daba afecto, techo, comida y trabajo. Por lo que ya no salían de ahí y con el paso del tiempo se volvían uno de ellos.

Una mañana de neblina, un pequeño grupo de mujeres y hombres que habían salido a pescar al río, se toparon con tres extrañas criaturas de batas blancas y ojos de vidrio. Estaban llenas de lodo e inconcientes en la ribera. Como pudieron, ya en el pueblo les curaron las heridas, lavaron la piel, ropa y pelo.

Los extraños duraron varios días inconcientes, siempre bajo el cuidado constante de mujeres y hombres. Hasta que un buen día despertaron. Hablaban en una extraña lengua que realmente nadie había escuchado antes. Pero mujeres y hombres eran inteligentes y no tardaron mucho en comprender ese lenguaje y lograron comunicarse.

Las tres extrañas criaturas se llamaban a sí mismos “Científicos”. Que palabra más rara, pero aún más raro era lo que decían hacer con sus vidas, pues aseguraban ir de un lugar a otro descifrando los misterios que se encontraban a su paso y nublaban el conocimiento. Inusual, realmente muy peculiar, nadie sabía qué era eso que los científicos llamaban “misterio”, hasta que una de estas extrañas criaturas se puso de pie y limpiándose los ojos de vidrio con la punta de su bata, les dijo que un misterio es todo aquello que aún estando en frente de todos, no somos capaces de comprender a plenitud. Mujeres y hombres quedaron maravillados, pues resultaba que un misterio era sencillamente algo muy misterioso como para entender fácilmente.

Para celebrar su recuperación, todos en el pueblo prepararon un gran banquete con lo más sabroso y abundante de la región. Se horneó pan, marinó pescado, cortaron frutas frescas y jugosas de los huertos, y recolectaron las hierbas más aromáticas y suculentas de la temporada.

Todo estaba listo, las tres extrañas criaturas, mujeres y hombres estaban sentados frente a una enorme mesa de madera, cuando se develó el primer platillo. Se trataba de una rica y abundante ensalada de hojas rojas, verdes y semillas.

–¿Se trata de algún tipo de broma? –preguntó uno de los científicos.

–¿Qué no saben que esas hojas verdes y rojas poseen sustancias que las hacen muy tóxicas para el organismo? –agregó mientras los otros dos asintieron con la cabeza.

Pero, ¿cómo era posible que esas hojas fueran tóxicas, cuando por años, tanto hombres como mujeres las habían consumido sin sentir ningún malestar?

El caso es que por una extraña razón, por primera vez en los miles de años que llevaban consumiendo dicha ensalada, todos aquellos que la probaron cayeron gravemente enfermos.

Llenos de curiosidad, mujeres y hombres les fueron mostrando a los tres científicos el resto de los platillos. Las frutas frescas y jugosas que calmaba su sed en verano, y los llenaban de energía en invierno, resultaron ser venenosas y en ese momento, por una extraña razón todos aquellos que las recolectaron se llenaron la piel de severas irritaciones, y los que las probaron se llevaron las manos al estómago y experimentaron fuertes dolores, inflamación de garganta e hinchazón de lengua.

Luego llegó el turno de los pescados. Enormes, jugosos y cuidadosamente marinados con especias secas. Los tres científicos se miraron desconcertados y exigieron que se les llevara al lugar donde se había capturado a esos animales. Aún con hambre, un puñado de mujeres y hombres, de los que no habían enfermado, los llevaron al río que desde siempre, y aún en los meses de sequía, había sido su más rica fuente de alimento y agua.

En el camino les mostraron a los científicos las cualidades de su pueblo.

Cuando llegaron al huerto les enseñaron los plantíos de lo que hasta ese día había sido la base de su alimentación, pero que ahora resultaban tener propiedades infecciosas. Los árboles eran fuertes, frondosos y llenos de frutos, era una lástima saber que nunca más podrían consumirlos sin tener el temor de enfermarse.

De repente uno de los científicos detuvo su camino y se agachó a recoger un poco de tierra húmeda. Enseñó la muestra a sus colegas y después de que los tres parecieron haber llegado a un acuerdo, dijeron al unísono que esa tierra no era apta para el cultivo de ninguna especie vegetal.

En ese momento, por una extraña razón los árboles empezaron a decaer y perder sus frutos hasta que se fueron consumiendo por completo, ante la mirada atónita de mujeres y hombres.

Siguieron su camino por el lugar, entonces los científicos pudieron ver las distintas edificaciones del pueblo. Fuertes estructuras de adobe y piedra, soportadas sobre delgados tablones de madera, a manera de múltiples patas y rodeadas de vegetación. Acogedores hogares que eran frescos en verano, cálidos en invierno y habían sido el modelo ideal de construcción, hasta que los tres científicos movieron su cabeza en señal de desaprobación, e indicaron que las estructuras no eran lo suficientemente fuertes para ser habitadas.

En ese momento, por una extraña razón los edificios se vinieron abajo y sólo quedó escombros, piedras y ramas secas.

Una vez que salieron de lo poco que aún quedaba de pie de lo que era su pueblo, cruzaron por un pequeño sendero y llegaron por fin al río. De sus aguas cristalinas y frescas, mujeres y hombres obtenían alimento y extraían agua para calmar la sed, regar los huertos, así como lavar su cuerpo y ropa. Era tradición llegar a la orilla e inclinarse para beber un sorbo en señal de confianza, pero cuando uno de ellos intentó hacerlo, uno de los científicos gritó:

–¡¿Qué creen que están haciendo?! ¡¿Qué no ven que este río ha de estar lleno de microorganismos u otras cosas que pueden ser peligrosas para su salud?

Luego sacó un vaso delgado de vidrio de su bata, y tomó una pequeña muestra de agua, que le enseñó a sus compañeros.

–¿Están seguros de que de este río extraen esos hermosos pescados? –preguntó uno de ellos, quien sin permitir que alguien le respondiera, añadió que era imposible que una especie tan grande pudiera habitar en un lugar con tan poca densidad microbiana.

En ese momento, por una extraña razón los peces que hacía un segundo antes saltaban por encima del agua, desaparecieron sin dejar un solo rastro de su existencia, ni en la superficie o en el fondo.

Cabizbajos y desconcertados por todo lo que habían perdido, mujeres y hombres regresaron a lo que quedaba de lo que fuera su hermoso pueblo y ya no podría ser más su hogar, pues no tenían agua que beber, peces, ni vegetales que comer, o casas donde habitar. Sin embargo, al llegar al lugar donde se había preparado el banquete, el olor a pan recién horneado les levantó el ánimo y se dispusieron a comer.

Los tres científicos tomaron una rebanada y lo examinaron con la misma inquietud con la que habían analizado todo lo demás, sólo que esta vez no encontraron nada irregular que añadir. Todos comieron, incluyendo los enfermos que ya se sentían un poco mejor.

En la mente de mujeres y hombres, ya con el estómago lleno, revoloteaban las ideas de cómo volver a hacer de su pueblo el lugar que era antes. Después de todo, si ya lo habían construido una vez, podrían volver a hacerlo.

Asombrados por el optimismo de los nativos, los tres extraños les preguntaron cuanto tiempo habían vivido en tales condiciones.

–Desde siempre, miles y miles de cosechas, y días de pesca –respondieron.

–Entonces ¿Sus ancestros construyeron el pueblo? –agregó uno de los científicos.

Mujeres y hombres, con el rostro confundido, se miraron entre ellos y con un tono incrédulo contestaron:

–¿Ancestros? No, este pueblo lo construimos nosotros hace ya varios siglos.

–Eso es imposible –señaló el último de los científicos.

–Nadie puede vivir por tanto tiempo.

Entonces, por una extraña razón tanto mujeres como hombres se desvanecieron en el aire y los tres extraños se quedaron solos, en una alta colina, rodeada de frondosos árboles, caudalosos ríos y profundos peñascos, con el estómago lleno de un pan que nadie pudo haber preparado.

Una vez terminado el relato le hice saber a aquel extraño que su historia contenía varios errores importantes. Si en ese lugar no había nadie, ¿entonces quién rescató a estos tres extraños de la orilla del río? ¿Quién cuidó de ellos hasta que se recuperaron? ¿Quién los alimentó y horneó el pan que consumieron?

A lo que aquel desconocido me respondió:

–No lo sé, todo eso ha sido un misterio que aún mis dos colegas y yo no hemos sido capaces de comprender.

Entonces, por una extraña razón el que desapareció fui yo…

No hay comentarios:

Publicar un comentario