miércoles, 30 de noviembre de 2011

El gran día

Hoy es el gran día, he planeado todo con mucho detalle y nada puede salir mal, al menos para mí. Este día mi partido habrá de anunciar en un evento masivo, el nombre de su candidato a la presidencia de la República, y aunque las encuestas internas me dicen que no he de ser yo, todo puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos.

No es que esté orgulloso de lo que está apunto de suceder, pero “en la guerra y en el amor todo se vale” y en la política no es la excepción, sino la regla. Hoy habrán de nombrar candidato al que ha sido el líder de mi grupo parlamentario, y no hay nada que pueda evitarlo, salvo su muerte.

Lo pensé muy bien e ideé la forma de “matar dos pájaros de un tiro”, literalmente. Me desharé de mi principal competencia interna y al mismo tiempo garantizaré el triunfo de mi partido en la contienda presidencial. No hay nada que llame más a los votantes que un asesinato, sobretodo si el crimen se le adjudica a un grupo opositor, llámese crimen organizado, guerrilla u otros partidos políticos. Tuve que ser muy discreto y hacer uso de herramientas que hacen imposible el que alguien me llegara a vincular con el incidente, ni siquiera como beneficiario del mismo, porque la consigna del asesino no es hacia una persona en particular, sino a cualquiera que sea el candidato presidencial por mi partido, en el momento mismo en que sea nombrado, por lo que es seguro que el homicida ya se encuentra instalado en este salón, aunque ignore dónde o incluso quién es. Sin embargo, no hay forma de que se escape, ya que he pedido el reforzamiento de la seguridad en este auditorio, de tal suerte que no hay manera de que el asesino, después de haber cumplido su función, salga impune. Así, cuando lo detengan y presenten ante la autoridad correspondiente, lo más seguro es que él hable y dé todos los detalles, los cuales no me involucran de ninguna manera, y por el contrario, me absolverían de cualquier acusación en mi contra.

Ya casi llega el momento, el otro candidato sonríe y saluda a la multitud, casi siento pena por él, pero no. Me le acerco y saludo fraternalmente, es necesario dar muestras de unidad partidista, sobretodo en estos tiempos de extrema polarización política. Nos levantamos la mano y con un abrazo nos deseamos la mayor de las suertes. Seguramente él también ha hecho sus propias encuestas internas y sabe que va a ser el elegido. Después, los dos tomamos asiento a un lado del presidente del partido, en espera del gran anuncio.

No puedo negar que me siento nervioso, pero la maquinaria se ha echado a andar y no hay forma de detenerla, por lo que sólo resta esperar que nombren a mi adversario, y tan pronto él se dirija al podio, y se disponga a dar su primer (y único) discurso como candidato oficial, sea asesinado ante la consternación de todos, incluyéndome, por supuesto.

Desde muy temprano los periodistas hicieron acto de presencia, pero la tensión del momento ha hecho que guarden silencio y sólo se puede escuchar cómo alistan sus cámaras fotográficas y de video, ya que no se quieren perder de nada.

Todos los reflectores están dirigidos a la mesa y sin muchos preámbulos, el presidente del partido ha agradecido a todos su presencia en este lugar. Voltea a ver a mi adversario, ahora me ve a mí, y… no puede ser, debe tratarse de un error, es imposible. Ha anunciado mi nombre y me presenta ante todos como el candidato oficial del partido y futuro presidente de la República… ¡Demonios! Estoy muerto.

Imaginario

Siempre he sido una persona solitaria, desde niña la soledad ha sido mi mejor compañera de juegos, fantasías y sueños, con los cuales solía llenar el vacío de mi habitación, hasta que conocí a Jocelyn. Ella era tan solitaria como yo, pero entre las dos conseguimos crear una agradable compañía, al menos mientras duró.

Ella siempre era la más callada y reservada, por lo que generalmente la que terminaba diciendo no sólo lo que habríamos de jugar, sino también el lugar y la hora, era yo. Por supuesto que también me tocaba a mí el papel de la heroína o princesa mágica, mientras que ella siempre terminaba siendo la malvada bruja o despiadada reina, por lo que no importaba qué estuviéramos jugando, o que tan mal me estuviera yendo, al final siempre resultaba vencedora yo, lo cual no parecía molestarle para nada a ella. De hecho Jocelyn no solía contravenirme en nada, era casi como si al estar con ella en verdad jugara conmigo misma.

Cada día que pasábamos juntas era más maravilloso que el anterior, al grado que la idea de que Jocelyn no fuera otra cosa más que una ilusión, una amiga producida por el contubernio de mi soledad e imaginación, se hacía más fuerte en mi cabeza.

Yo hacía oídos sordos a lo que me decía la razón, y traté de no comentarle mis sospechas a ella, básicamente por temor a que desapareciera. Ella era mi mejor amiga, de hecho la única, y sabía que quizás no volvería a tener una igual en mi vida.

Sin embargo era imposible detener el reloj y conforme fui creciendo, la idea de conservar a una amiga imaginaria, no me pareció lo más sensato, ni sano. Pensaba que estaba lista para algo más, no sé, quizás una amiga de verdad.

El caso es que no sabía cómo decirle las cosas, e ignoraba de qué manera habría de reaccionar Jocelyn cuando se enterara de que ella no era real. Era absurdo, pero a pesar de que yo sabía que era imposible lastimar los sentimientos de un ser imaginario, me preocupaba el que la verdad fuera demasiado insoportable para ella.

Recuerdo que todo lo planeé muy bien; estábamos en el parque y después de compartir nuestro último sándwich juntas, le dije todo. Ella no parecía entenderme y quizás hasta llegó a pensar que estaba bromeando, pero poco a poco y después de ver que no me reía, entendió que ésa sería la última vez que estaríamos juntas. Sus ojos se enrojecieron y parecía que en cualquier momento iba a empezar a llorar, pero le daba pena el que yo la viera de esa manera.

Verla tan afectada me destrozó el corazón, pero sabía que eso era lo mejor para las dos, no estaba bien seguir viviendo una mentira, pero traté de suavizar un poco las cosas, y la invité a un último juego. Por suerte eso pareció funcionar, ya que una tímida sonrisa se dibujó en su rostro.

Íbamos a jugar a “las escondidillas”, mi juego favorito. Por lo general yo siempre contaba y ella se escondía, pero en esa ocasión Jocelyn sería quien contara hasta el cien, mientras yo buscaba un lugar para ocultarme de ella, para siempre.

Ella pegó su cabeza contra un árbol y empezó a contar sin ninguna prisa. Ahora sólo era cuestión de que yo encontrara un escondite tan eficaz, como para que ella se cansara de buscarme, y aceptara que nuestra separación era definitiva. Jocelyn solía esconderse tras los arbustos, por lo que yo nunca demoré demasiado en encontrarla, pero sabía que la aterraban las alturas, de tal suerte que se me ocurrió subir a lo más alto de un árbol, para poder ver desde su copa todo el panorama, hasta que ella desapareciera.

La cuenta llegó a su fin y Jocelyn corrió gustosa a mi encuentro.

Buscó por todas partes y con cada nueva alternativa se le veía sonreír, sólo para decepcionarse al no hallarme donde esperaba. El ver eso me hizo llorar, pero ya no podía volver atrás. Esa relación tenía que acabar ese día, o la verdad me atormentaría para siempre.

Entonces sucedió algo que yo no esperaba.

–¡Jocelyn! ¡Hija! ¿Pero qué haces aquí tan tarde? Ven amor, vamos a la casa. Perdón si te he dejado mucho tiempo sola, sé que no he sido la mejor de las madres, pero te prometo que todo será muy diferente a partir de ahora –le dijo una mujer y Jocelyn se fue con ella, sin mirar atrás.

Cuando bajé del árbol no podía comprender qué era lo que había pasado, pensé que tal vez ella no era una ilusión como yo suponía, por lo que me dispuse a regresar a casa, pero cuando traté de recordar dónde vivía.., no pude. Ni siquiera sabía cómo me llamaba, entonces comprendí que la amiga imaginaria siempre había sido yo.

Y desde entonces aquí estoy, sola y en espera de que algún día Jocelyn regrese a buscarme.

Estación

Sólo llevo tres semanas como guardia de seguridad de la estación del metro, y ya empiezo a estar harto de hacer siempre lo mismo. Si tan sólo tuviera el turno de la tarde, pero no, a mí me toca hacer el trabajo de un velador. Tan pronto llega la hora en que la estación cierra sus puertas, los únicos que rondamos por sus escaleras y pasillos son el personal de intendencia y yo, con la diferencia de que ellos acaban su tarea y se marchan, pero un servidor tiene que hacer continuos recorridos por los andenes, por si algún malviviente anda por ahí.

            En la cabina de vigilancia está mi otro compañero de guardia, pero él se queda toda la noche ahí, dejándome la vigilancia física para mí solo. “Todo un honor” del cual prescindiría sin quejarme siquiera, pero al menos estoy agradecido de tener un trabajo. Incluso, cuando llego a encontrarme con alguien que ha hecho de la estación su dormitorio, no puedo evitar sentirme culpable al echarlo a la calle, pero si no lo hago, el que podría terminar durmiendo entre los andenes vacíos pudiera ser yo.

            La ronda de hoy no tiene por qué ser distinta a la de ayer, por lo que sé que me espera otra noche aburrida. Me despido de mi compañero, lo dejo viendo con un ojo los monitores y con el otro el noticiario de la noche, o al menos eso dice él, porque lo más seguro es que no esté prestándole atención a ninguna de las dos cosas y se quede dormido otra vez.

            No sé cuantas cámaras monitorean la estación, pero sólo hay un guardia para dar sus rondines. Bien podría buscar un rincón no monitoreado y dormir como uno de esos vagos, pero hace tanto frío que lo más probable es que el que la posibilidad de ser despedido fuera el menor de mis problemas.

De repente, escucho el grito de una mujer pidiendo ayuda.

¡Pero qué diablos! Se supone que ya no había nadie en los andenes. Reporto el hecho a mi compañero y me dirijo hasta el sitio donde escuché el grito

Ahí me encuentro con una joven de unos veintitantos años, vestida de tal manera que me indica que no es una de esas pobres que suelo encontrar en los corredores, sin embargo yace tirada en el suelo, aunque no inconsciente, casi como si se hubiera tropezado.

–¿Está usted bien? –le pregunto al tiempo que me le acerco para ofrecerle mi ayuda, pero ella reacciona nerviosa, casi como si me tuviera miedo.

–Tranquila, soy un guardia de la estación, no se preocupe, ya luego me explicará qué es lo que hace a estas horas por los andenes, pero ahora lo importante es ver si no se ha lesionado con la caída –le digo, pero su mirada de terror no cambia, sin embargo no parece que sea por mí, pues estira su mano y tartamudeando me grita “¡cuidado!”. Entonces giro la cabeza y logro ver una sombra que se pierde entre los corredores.

–¿Qué… es eso? –me pregunta.

–No lo sé, pero enseguida lo averiguaremos, usted quédese aquí –le digo e intento en repetidas ocasiones comunicarme con mi compañero, para que rastreé a aquel extraño, pero no consigo hacerlo.

Corro lo más rápido que puedo, pero no parece haber señales de nadie. En ese momento el comunicador se acciona y mi compañero me pregunta qué pasa. Yo le explico y él se ofrece a revisar los monitores, para poder dar con el paradero de aquel extraño. Por lo que sólo me resta volver con la joven, para ayudarla a abandonar la estación, o pedir algún tipo de asistencia médica.

Cuando llego al andén, la joven ya está de pie y se frota los brazos, como si tuviera frío. Entonces me quito la chamarra y se la ofrezco. Ella acepta tímidamente y me da las gracias.

–Acompáñeme a la salida, no se supone que deba haber usuarios a estas horas por la estación, es por su propia seguridad –le digo y ella asiente con la cabeza.

Ella es muy hermosa, no debería estar pensando eso, pero es realmente bella y su vulnerabilidad la ha vuelto irresistible. Quiero preguntarle su nombre, pedirle su número telefónico, incluso acompañarla hasta su casa, pero sé que no debo y no lo haré.

–Es usted muy amable –me dice con una sonrisa, pero yo me limito a decir que sólo cumplo con mi trabajo. Entonces vuelve a sonar mi comunicador.

–Lo siento amigo, pero creo que tu sombra fugitiva se salió con la suya, porque no he logrado localizarlo en toda la estación, tal vez fue tu imaginación o algún problema con las luces lo que te hace ver cosas –me dice mi compañero.

–¿Estás seguro? ¿Ya revisaste bien? Yo sé lo que vi y no fue ningún juego de luces o mi imaginación –le respondo, tratando de impresionar a la joven.

–Claro que estoy seguro, los monitores no mienten y los he revisado todos, de hecho en este momento te estoy viendo hablando con el comunicador. Por lo que te repito, no hay nadie en los andenes, además de ti, por cierto… ¿qué hace tu chamarra en el suelo?      

Vecinos

Después de casi cinco años de estar vacía, parece que la casa de al lado al fin volverá a ser ocupada. Ha pasado tanto tiempo, que llegué a pensar que nadie habría de interesarse en adquirirla y mucho menos habitarla, al menos hasta que se olvidara todo lo que ahí ocurrió, o no quedara nadie en el barrio que quisiera hablar al respecto.

En ese lugar vivía una pareja de recién casados; ellos eran muy amables y cooperativos con todos, nunca negaban su ayuda, ni se metían en chismes con nadie, eran los vecinos perfectos. Él salía muy temprano en su camioneta y regresaba en la tarde, ella estaba en casa por la mañana, pero salía cuando él ya estaba de vuelta. Sólo los veíamos salir juntos los fines de semana. Era una pareja muy especial, nadie sabía a qué se dedicaban, pero parecía que les iba bien en cuanto a lo económico, incluso cuando celebrábamos alguna reunión comunal, ellos eran quienes siempre se ofrecían a traer la carne para asar, la cual siempre era de primera.

            Todos confiábamos en ellos, pero eso cambió dramáticamente un domingo después de misa. Hacía mucho calor y para ventilar mejor las casas, más de uno optamos por dejar las puertas abiertas, además de las ventanas. La barda de su propiedad es muy alta, por lo que no podíamos ver qué hacían, pero un aroma delicioso traspasó su jardín; estaban cocinando algo exquisito. Yo tenía curiosidad de saber qué era, pero la mejor manera de conservar una buena relación, es no abusar de la confianza, por lo que me aguanté la curiosidad y me conformé con percibir ese encantador aroma, pero el perro de la señora Gómez no fue tan cauto y terminó por colarse en su patio. Al poco rato el bribonzuelo salió con un trozo de carne en el hocico. Todos reímos al ver eso, hasta que el perro soltó su presa, para comer frente a su ama, y ella gritó aterrorizada al ver que ese pedazo de carne era una mano femenina, o fragmentos de ella.

            Inmediatamente llamamos a la policía, temíamos lo peor, pero la verdad es que no nos esperábamos lo que nos aguardaba adentro.

La policía ingresó a la propiedad sin ninguna dificultad, no había seguro en la entrada y lo único que la mantenía fija era un pequeño pasador. Con cautela, los oficiales se aventuraron con sus armas preparadas y sin hacer ruido, la mano era una advertencia suficientemente clara como para no prestarle atención. Abrieron la puerta y escucharon a una mujer tarareando en la cocina. Los policías corrieron a su encuentro y ella soltó un grito al verlos en su casa. El marido llegó de inmediato, con un cuchillo en la mano y con un delantal manchado de sangre, pero fue sometido por los agentes.

En una de las habitaciones refrigerada, los policías encontraron los cuerpos mutilados de al menos una docena de personas, pero lo más desagradable fue descubrir algunos de los órganos faltantes en el refrigerador y en la cacerola que seguía hirviendo en la estufa.

Los demás detalles siguen siendo un misterio que ninguno de nosotros quiere indagar, aunque las especulaciones están a la orden del día. Cada uno tiene sus propias teorías, pero aunque me imagino que yo no soy el único que sospecha que la carne que tantas veces degustamos juntos, no era lo que parecía, hasta ahora no he escuchado que nadie insinúe algo al respecto.

¡Ah… que tiempos aquellos! A veces me pongo a mirar hacia su casa y me pregunto qué hubiera pasado si ese perro hubiese estado amarrado. Pero no lo culpo, olía tan bien aquel guiso que… ¡Bueno! Sólo espero que los nuevos vecinos tengan el mismo gusto culinario.    

Luceros

Había muy pocas cosas que le produjeran más placer a la joven Paulina que ver el cielo al anochecer. Amaba los colores de la tarde al tornarse cada vez más oscura, hasta convertirse en noche, pero sobre todas las cosas, se quedaba hasta muy tarde para ver el brillo de las estrellas, pero de todas ellas, había una que cautivaba por completo su atención. Un lucero azul que conoció de pequeña, y que había sido una de las pocas constantes en su corta vida, pero una razón suficiente para mantener sus hermosos ojos verdes abiertos por las noches.

Era tal su adoración a este cuerpo celeste, que todos los días se desvelaba hasta muy tarde, con tal de ver su brillo en el cielo, al menos que hubiera luna llena; ya que a ella Paulina la odiaba con todas sus fuerzas, por opacar con su brillo la belleza de su lucero.

En más de una ocasión, la luz del día la sorprendió recostada aún lado de la ventana. Su cuerpo la afligía, pero para ella valía la pena cualquier sacrificio y soportar el frío de la madrugada, con tal de contemplar a su único amor.

            Cada tarde era lo mismo y al volver la oscuridad, toda su atención se las dedicaba a su amor celeste. Hasta que una noche sucedió lo que jamás pensó que llegaría a ocurrir. Mientras veía a su querido lucero azul, éste se desplomó, convirtiéndose en una hermosa estrella fugaz. Paulina estaba horrorizada, sabía que nunca más lo volvería a ver, y aunque había más de una estrella en el firmamento, para ella la noche se había tornado más oscura que nunca.

            Entonces Paulina se dio cuenta del poder de su mirada, por lo que decidió arrancarse los ojos con la punta de unas filosas tijeras. El dolor era indescriptible, paralizante, y la sangre inundaba sus cavidades, volviendo todo su mundo rojo y negro, hasta que la oscuridad se volvió lo único que fue capaz de distinguir. Pero ella prefería vivir una eternidad en las tinieblas, que aceptar volver a ver una noche sin aquello en lo que había puesto su mirada.

            Fabiola murió desangrada ese mismo día, pero se cuenta que a partir de esa fatídica noche, en el lugar donde antes brillaba aquel solitario lucero azul, ahora brillan soberbios, dos hermosos luceros verdes.

Desierto

Despierto en medio del desierto, no sé dónde estoy o qué hago aquí, incluso ignoro quién soy. Parece que está oscureciendo, o quizás está por amanecer, no estoy seguro, pues me arden un poco los ojos y tengo la vista nublada. Traigo puesto un uniforme militar, no sé cómo puedo reconocer eso, pero parece que es de lo único que tengo certeza, además de la sed.

Me duele el cuerpo, pero no estoy herido o lesionado. Quizás sólo sea cansancio. Me incorporo y cada uno de mis huesos cruje y se acomoda en su sitio. Ignoro por cuánto tiempo he estado en este lugar o qué día es, pero sé que aquí parado no obtendré las respuestas que busco.

No sé qué dirección tomar, no hay estrellas en el cielo y tampoco parece correr el viento.., es casi como si el tiempo se hubiera detenido. De hecho apenas logro escuchar mis latidos. Si no fuera porque me duele cada parte de mi cuerpo, creo que no dudaría ni un segundo en asegurar que estoy muerto.

Camino sin rumbo por las dunas, mis pisadas se entierran y cada vez me cuesta más trabajo dar el siguiente paso. No creo salir vivo de ésta, pero no me rendiré, al menos que ya no pueda más.

Volteo la mirada, sólo para constatar que la arena se ha tragado mis huellas, por lo que más me vale no perder el rumbo, o terminaré caminando en círculos.

Más adelante, me parece que he visto una luz, una lámpara o quizás una fogata. Ese brillo es suficiente para inyectarme energía y seguir mi camino, ahora con una dirección determinada. Cada vez estoy más cerca y sólo espero que en ese lugar pueda encontrar a alguien que me ayude a salir de este sitio, o al menos que me haga compañía en este Infierno.

No puedo dar ni un paso más, pero al fin llego a mi destino. La arena en mis ojos y la oscuridad parecen haberse confabulado en mi contra, pues casi no logro distinguir nada, salvo la luz de la fogata.

No estoy solo; algo en el ambiente ha cambiado, por lo que sigo avanzando, pero me tropiezo, no sé con qué, parece un bulto, pero no.., es un cuerpo.., un cadáver. Me cubro la cara con las manos y cuando las retiro, me doy cuenta de que no es el único, de hecho estoy rodeado de ellos.

No sé si agradecer o maldecir el que mi vista se haya decidido a cooperar. Porque la escasa luz me deja ver que todos visten uniformes como el mío, y parece que fueron acribillados mientras dormían.

¿Quién pudo haber hecho esto? La cabeza me da vueltas, y como destellos, poco a poco vuelven los recuerdos a mi mente.

¡Yo los maté! ¿Pero por qué o con qué? Cuando desperté, a mi lado no había ningún arma. Mis manos tiemblan y pienso que tal vez la arrojé en el camino, o se la tragó el desierto.

Entonces, simplemente pierdo la fuerza y me desplomo.

-II-

La luz del día me despierta, y la peste de la muerte me hace volver el estómago. El fuego se ha apagado y la hoguera sólo humea un poco. Trato de recordar lo ocurrido, pero no logro encontrar la razón que me obligó a matarlos a todos. Ya no quiero seguir con la duda, y busco desesperadamente un arma que termine con mi existencia de una buena vez.

No merezco vivir, no quiero seguir con la incertidumbre, y parece que al fin la suerte me sonríe, pues el brillo del cañón de una pistola impacta directamente contra mis ojos. El desierto no la ha devorado del todo y me apresuro a recogerla, para terminar con esta pesadilla.

Cierro los ojos, quito el seguro y aprieto el gatillo…          

-III-

Unos veinte minutos más tarde, un grupo de hombres montados a caballo llegan y se cercioran de la muerte de todos, entre ellos hay una mujer joven que grita:

            –¡Él es! ¡Él fue el que me salvó de estas bestias! ¿Pero por qué está muerto?

            –¿Estás segura que es él? –le pregunta el que parece el jefe del grupo.

            –Sí, los soldados me encontraron en el camino, me forzaron a irme con ellos, y me trajeron hasta este lugar. Aquí encendieron la fogata, extendieron sus bolsas para dormir, me amarraron a esa estaca y comieron. No sin antes amenazarme con violarme tan pronto descansaran un poco, incluso me dijeron que más me valdría cooperar, o me matarían. Hasta se jactaron de importarles muy poco si estaba o no con vida cuando abusaran de mí. Él trató de hacerlos recapacitar, pero no le hicieron caso, e incluso lo castigaron asignándole la vigilancia a él solo, mientras el resto dormía –dice la mujer.

–¿Tal vez los demás lo mataron por haberte ayudado a escapar? –inquiere otro del grupo.

            –¡No! Recuerdo muy bien que mientras todos dormían él me desató, y me preguntó si podía regresar yo sola a casa, le respondí que sí y entonces me pidió que me alejara de ahí lo más rápido que pudiera. En ese momento uno de sus compañeros despertó, sacó su arma, y cuando estuvo a punto de accionarla, cayó acribillado por la ametralladora de este valiente. Ante eso los demás despertaron, por lo que él tuvo que hacer lo mismo con ellos, luego me repitió que me marchara y él también se fue, pero con dirección contraria a la mía –responde ella.

            –Tal vez nunca sabremos qué fue lo que pasó después, pero el caso es que estos “perros” están muertos. ¡Vámonos! Dejemos que el desierto se los lleve al olvido a todos, con excepción de éste; a él lo enterraremos como Dios manda, esperando que encuentre paz en el más allá –dice el jefe y los otros asienten con la cabeza, mientras la mujer llora.

            Quizás ellos nunca sepan qué fue lo que ocurrió después, pero yo sí.., sigo sin recordar mi nombre o por qué mi unidad estaba asignada a esta zona, mas no creo que eso tenga alguna relevancia ahora…

  

Por los dos

Nunca me había sentido una mujer solitaria, tenía un buen trabajo, amistades, ciertos lujos, en fin, pero eso no era suficiente, porque me faltabas tú. Sólo un pasillo separaba tu departamento del mío, ni siquiera dos metros, sin embargo, apenas sabías mi nombre y yo ignoraba tu apellido, pero lo que existía entre nosotros era más fuerte que lo mucho que ignorábamos de ambos.

            Si acaso no lo recuerdas, te conocí por azar, al subir las escaleras con las compras de la semana; unas cuantas bolsas, nada pesado realmente. Te ofreciste a ayudarme y yo acepté encantada. En ese momento no imaginé nada más, sólo pensé que eras un buen hombre haciéndome ver que aún existían caballeros en este planeta. Cuando llegamos a mi puerta, a ti te pareció curioso que viviéramos enfrente y no nos hubiéramos encontrado antes. Yo también lo pensé, pero no dije nada, sólo te agradecí y estreché tu mano, un beso hubiera sido demasiado pago y yo soy una mujer decente.

            Al día siguiente, parecía que me estuvieras esperando, pues te encontré sentado justo en la entrada del edificio; estabas fumando un cigarrillo, el cual apagaste tan pronto me viste cruzar la calle. Me saludaste torpemente y me hiciste notar que la vez anterior no nos habíamos dicho nuestros nombres. Ante mi silencio, estiraste la mano y me diste el tuyo, y a mí me pareció descortés no hacer lo mismo. Entonces me invitaste a tomar un café, o mejor una copa, pero me negué con una mentira, te dije que ya había hecho planes para esa tarde, pero que en otra ocasión con mucho gusto aceptaría tu oferta. No lo tomaste a mal y hasta me regalaste una sonrisa.

            El siguiente día sucedió lo mismo, lo que me hizo pensar que lo ocurrido antes no había sido ninguna coincidencia. También te rechacé, e hice lo mismo las tres veces siguientes, no es que no me agradaras, de hecho me sentía halagada porque un hombre como tú se mostrara tan interesado en mí, pero no lo consideré pertinente, y aunque en más de una noche tu cortejo me hizo soñar cosas que en mi vida hubiera deseado, preferí hacerme la desentendida.

            No sé cuantas semanas más tarde, acepté tu invitación y pasamos una tarde maravillosa, charlando y tomando café en un lugar que no conocía, pero que a partir de ese día se convirtió en mi favorito.., “nuestro favorito” ¿recuerdas?

            Tú me manifestabas veladamente tus sentimientos, mientras yo hacía como si no me diera cuenta de tus intensiones, aunque en el fondo te deseaba tanto como tú a mí. Pero a pesar de eso, y aún ignoro por qué, la tarde en que ya no pudiste más y me confesaste abiertamente lo que los dos ya sabíamos desde antes, te dije que no. Y no sólo eso, ya que hasta me marché del café sin decirte ni siquiera adiós. Recuerdo que me buscaste en la casa, pero yo no te abrí, e incluso los días siguientes preferí pagar un hotel, antes de volver a mi casa y encontrarte.

            Pasaron un par de semanas antes de que me armara de valor para volverte a ver. Como lo esperaba, tú estabas ahí, aguardando por mí a la misma hora de siempre. Me acerqué, como si nada y me preguntaste si estaba enfadada contigo, e incluso te disculpaste si tu confesión me había incomodado de alguna forma. Yo procuré minimizar el hecho y te dije que no estaba enojada, y te volví a mentir, pues te aseguré que tu declaración de amor me había sorprendido. Después te aclaré que entre tú y yo no había cabida para ese tipo de relación, y que a lo más que podríamos aspirar era llegar a ser buenos amigos, después de todo, no nos conocíamos. Una vez más lo tomaste de buen ánimo, estrechaste mi mano y dijiste: “entonces, amigos”.

            Pese a lo ocurrido tú nuca dejaste de cortejarme; a veces con mensajes velados y en otras ocasiones descaradamente con flores, poemas y algunos regalos. Entonces me volví a esconder, no me preguntes por qué, ya que también lo ignoro. En esa ocasión no fueron unas cuantas semanas, de hecho pasaron dos o tres meses. Por momentos me sentía como una niña asustada que deseaba algo que sabía que no podía tener, y al mismo tiempo castigaba a la mujer que dentro de mi pecho se moría por volver a estar a tu lado y decirte que sí, que también estaba enamorada de ti.

            El caso es que cuando volvimos a vernos, algo había cambiado entre los dos, otra mujer se había interpuesto en mi camino, Olivia. De la noche a la mañana se les podía ver juntos en los mismos lugares donde antes sólo estábamos tú y yo. Eso me confundió aún más, yo no tenía por qué estar molesta, después de todo había sido yo la que te dejé ir, pero me sentí traicionada, la odié a ella, te odié a ti, y pretendí seguir con mi vida, pero todo me recordaba lo nuestro, y ni siquiera la calle me libraba de tu presencia, porque me encontraba con ustedes dos en todas partes.

            Ella nunca me trató mal, aunque era obvio que estaba enterada de quién era yo y del papel que había desempeñado en tu historia, pero siempre fue muy discreta, sabía que yo sólo había sido una exhalación, en tanto que ella era el aire que habitaba en tus pulmones.

Aún ahora no sé que era lo que me molestaba más; el que estuvieras con otra o el que hubiera sido yo quien te cerrara las puertas desde un inicio. El caso es que te deseé más cada día, y me prometí a mí misma no descansar hasta tenerte a mi lado para siempre. Esta vez no dejaría que la prudencia impusiera sus reglas.

            Planeé muy bien cada detalle; preparé una cena deliciosa, escogí la música más romántica que conocía, me vestí con una blusa con botones al frente y una pequeña falda, y esperé por ti en las escaleras del estacionamiento, con un galón de agua purificada; qué mejor pretexto que apelar a tu caballerosidad, para hacerte caer en mi trampa.

            Tú llegaste puntual como siempre, y después de saludarme afectuosamente, te ofreciste a ayudarme con el galón. Todo marchaba como lo tenía planeado. Conversamos un poco, nada importante, y ya en la entrada de mi departamento te invité a pasar. Tú te negaste, me dijiste que seguramente Olivia ya te estaba esperando en tu casa, pero te convencí ofreciéndote sólo un vaso de agua como muestra de mi gratitud, a lo cual no te negaste.

            Mientras yo ponía un poco de música, te sentaste en la sala y me preguntaste qué era lo que olía tan bien.

            –Nada, sólo algo que preparé para cenar –te dije.

            –¿Cómo que nada? Huele exquisito, además, que hermoso decoraste la mesa, con velas y todo. ¿Acaso esperas visitas?

            –No, yo no espero a nadie más –te respondí al darte el agua, ya con la blusa desabotonada y con mis senos al descubierto.

            Como era natural, te sorprendiste al grado de soltar el vaso, y a mí no me importó que se estrellara contra la duela, sólo me interesaba tu reacción. Te abracé y besé como sólo había soñado hacerlo, pero tú me apartaste de tu lado, me dijiste que eso no era correcto y que no defraudarías la confianza que Olivia había depositado en ti. Te incorporaste para irte, pero te topaste con la puerta cerrada con llave.

            –¡Déjate de cosas! Si esto hubiera ocurrido hace unos meses, quizás ahora estaría rendido a tus pies, pero ya no. Yo amo a Olivia y sólo puedo pensar en ti como una buena amiga, y eso es todo. ¡Entiéndelo por favor! –dijiste enérgicamente.

            –¡Ella no te merece! ¡Tú necesitas a una mujer de verdad! ¡Tú me necesitas a mí! –grité mientras forcejeabas la puerta.

            –No insistas, que lo único que conseguirás será lastimarte las manos, además, en caso de que lograras salir, estás muy equivocado si crees que encontrarás a Olivia en tu departamento –dije y te quedaste paralizado.

            –¿Qué..? ¿Qué dices? ¿Qué has hecho con ella? –preguntaste y te acercaste con tal rabia, que creí que ibas a golpearme, ¿recuerdas? Pero no, ¿cómo podrías, siendo todo un caballero? Sólo me sujetaste con firmeza de los brazos y preguntaste otra vez, mientras yo reía.

            –¿Por qué no le preguntas a ella? –te dije, señalándote la cocina con la mirada.

            Entonces me soltaste, y como un loco te dirigiste hasta donde estaba Olivia, o al menos lo que quedaba de ella. Pues sólo encontraste sangre y una de sus hermosas piernas en el fregadero, ya que el resto lo tenía en el refrigerador, con excepción de la cabeza, la cual flotaba en la cacerola, mientras la otra pierna seguía en el horno…

            Hasta este punto te has de acordar, pues aprovechándome de tu confusión, te inyecté un calmante que te ha hecho dormir por casi seis horas. No intentes mover tus extremidades, que no podrás hacerlo hasta dentro de unas dos horas más, tiempo suficiente para que cenemos y entiendas por qué he hecho todo esto. ¿No te das cuenta? Lo he hecho por ti.., lo hice por los dos…            

Ayer

Ayer la volví a ver y me sorprendió poder reconocerla después de tanto tiempo. Hace casi diez años que no sabía nada de ella, pero ahí estaba, parada a unos ocho metros de distancia; la mujer por la que hace una década hubiera dado la vida entera por estar a su lado, pero que ayer no me provocó ni las ganas de acercarme y decirle: “hola”. No pude evitar sentir un leve hormigueo recorriendo mi cuerpo, y cierta perturbación en mis latidos, pero nada nuevo, nada por lo cual tendría que volver la mirada y añorar el pasado.

            Ella vestía un traje sastre color miel, tal vez el mismo, o uno muy parecido al que le gustaba portar cuando quería verse distinguida. De hecho es posible que sólo la haya reconocido por el traje. Recuerdo que siempre criticaba mi forma de vestir, ella predominaba elegancia a comodidad, mientras que en mi vocabulario no había cabida para el significado de la primera palabra.

            Sus zapatos combinaban armónicamente con el conjunto, y su porte me resultó inconfundible, así como la diadema con la que contenía su larga y dorada cabellera. No recordaba que tuviera tantos rizos, y me parece que su pelo era más rubio, pero la memoria a veces nos traiciona, y hace pasar por recuerdos hasta aquellos detalles que sólo sucedieron en nuestra mente.

            Su piel seguía igual de pálida que siembre, y sus ojos… resguardados tras esos anteojos de tonalidad ámbar, ni siquiera me reconocieron. Definitivamente era ella, incluso me parece que cargaba con la misma carpeta donde guardaba los poemas de amor que le llegué a escribir.

Cuando la conocí, algo dentro de mí me gritaba que me alejara de ella. Incluso un día ella me confesó que cuando me conoció, algo le decía que aún no era tiempo y que era demasiado pronto. Recuerdo que hacíamos bromas al respecto, hasta le decía que quizás deberíamos esperarnos unos diez años más, para ver si habría algo entre los dos, o no. Por supuesto que no esperamos tanto, y el tiempo que convivimos juntos fue tan bueno como malo, siendo esto último lo que terminó por separarnos unos años después. Más adelante nos reencontramos, pero ya no era lo mismo, nuestro amor estaba quebrado y aunque intentamos repararlo, ambos sabíamos que se resquebrajaría a la menor provocación. La cual nunca llegó, ni siquiera le dimos la oportunidad, simplemente nos distanciamos hasta no volvernos a ver.

Para mí ella era la “luna”, de hecho a ninguna otra mujer le volví a decir de esa manera, quizás hasta podría asegurar que después de ella no volví a ver la luna de la misma forma. “Luna” era un mote que le quedaba muy bien, no sólo por su blancura y belleza, sino también por su actitud altiva, por no hablar de su vida nocturna. De noche brillaba, de día apenas se notaba su presencia, pero ahí estaba, a sólo unos pasos de distancia, tan bonita como siempre y con esa belleza que sólo los años saben dar a las mujeres.

El caso es que ella seguía siendo la misma, pero yo ya no. Y no sólo hablo del tiempo, que ha sido igual de implacable con los dos, más bien me refiero a todo. Ella era el pasado, y si yo estaba ahí solo, era porque mi presente y futuro había ido al baño; mi esposa, el amor de mi vida, la mujer más hermosa del Universo, al menos para mí, había tomado demasiado té helado y tenía que dejarlo ir. Así como yo tenía que dejar el pasado en su lugar, y agradecer porque el destino me hubiera quitado a la luna, para regalarme a la noche en el pelo de mi mujer y al Sol con cada amanecer a su lado.

Ana

Ana no sabe cuál pueda ser el motivo, pero últimamente no ha podido descansar muy bien. Ignora si la causa sea el ruido de la ciudad, su vida nocturna, sus hábitos alimenticios o la entrada del otoño, pero está empezando a cansarse de despertar exaltada por las constantes pesadillas.

            Cada vez que llega la hora de dormir, Ana trata de relajarse, no pensar en nada, o imaginar algo agradable, pero todo parece inútil, pues tan pronto entra en su mundo onírico, pierde el control de su mente y vuelven las pesadillas. Al principio son como cualquier otro sueño; una mezcla de memorias, fantasías y proyectos. Pero poco a poco se van tornando más salvajes y violentos, culminando todos en el mismo suceso; su inevitable muerte.

            El otro día soñó que caminaba por la calle, en compañía de sus amigas, cuando de repente se vieron rodeadas por una jauría de perros que las persiguieron hasta un oscuro callejón. Ella y sus amigas estaban aterradas, sin poder distinguir nada entre las tinieblas. Pero de un momento a otro todo se iluminó, dejándola ciega por un instante. Tan pronto recobró la visión, Ana se dio cuenta de que sus amigas ya no eran las mismas, sino unas bestias mitad perro y mitad mujer, que se abalanzaron contra ella y la despedazaron viva. Ana podía sentir cada mordida, tirón y rasguño, pero no lograba despertar, ni siquiera cuando sus vísceras quedaron al descubierto y esparcidas por el pavimento.

            El día anterior soñó que se encontraba en un cementerio, en medio de un cortejo fúnebre. La gente marchaba vestida de negro, con la cabeza baja, sollozando y cargando un féretro sobre sus hombros. Ana no podía reconocer a nadie, de hecho parecía que ninguna de esas personas tuviera rostro, aunque se pudiera notar su aflicción en sus semblantes vacíos. Tan pronto colocaron el ataúd sobre un pedestal de aluminio, todos se marcharon, dejándola sola con la caja. Pero cuando ella se disponía a abandonar el lugar, el féretro se abrió y dejó escapar un gemido. Ana giró sobre sus pasos sobresaltada, pero la caja estaba vacía. Entonces intentó recuperar la marcha, pero una vez más se topó con todas esas personas que habían llevado ahí el ataúd, pero ahora en sus rostros destacaba una boca que abarcaba toda la cara, repleta de hileras interminables de dientes. Quienes saltaron sobre Ana, despedazándola por completo, importándoles lo mismo si trituraban sus órganos vitales o sus huesos.

            La semana pasada soñó que viajaba en un tren. Todos los asientos estaban vacíos y parecía que ella estaba completamente sola en el vagón. Afuera el sol brillaba imponente, regalándole paisajes que hacía mucho tiempo no disfrutaba. Pero de repente el convoy ingresó en un túnel y todo se volvió oscuro. Entonces Ana supo que no estaba sola, pues algo había rozado sus piernas. Tan pronto el tren salió de las tinieblas, Ana vio horrorizada a un sin fin de ratas que la asechaban. Ella corrió con todas sus fuerzas, pasando de un vagón a otro, hasta que no pudo más y cayó agotada sobre sus rodillas. Aún temerosa, volteó la mirada, pero ya nada la perseguía. Por fin se sentía aliviada, pero tan pronto se incorporó y alzó la cara, vio a sus persecutoras aferradas al techo, las cuales al saberse descubiertas se dejaron caer sobre ella, desgarrándole la piel, hasta exhibir sus entrañas, con diminutos arañazos y mordiscos.

            Y así ha sido desde hace semanas, por eso Ana aborrece la hora de volver a su guarida al despertar el alba, y sin importar lo cansada que pudiera estar después de una larga noche de cacería de sangre humana, se queda despierta hasta muy tarde, o quizás muy temprano, contemplando desde las sombras y con sus lentes oscuros, la fatídica luz del amanecer.

Se lo merecía

¿Por qué lo hice? Muy fácil, lo maté porque se lo merecía…

Yo no estaba molesto, no, de hecho me sentía tan bien ese día, que decidí salir a caminar un rato al parque y comer mi emparedado de queso bajo la sombra de un árbol, o en aquella vieja banca donde conociera a mi esposa, hace ya tanto tiempo. Ella se veía tan linda aquella tarde de verano, con esa blusa y falda azul cielo, y aquel peinado alto que hacía lucir su cuello tan elegante y espigado…

¿Qué, quiere que me limite a los hechos? ¡Bueno! Lo intentaré. ¿Sabe? A mí no se me da mucho lo concreto, siempre divago más de la cuenta, y termino hablando de cosas que no tenía por qué haber mencionado.

Les decía, yo estaba en el parque. Los pájaros trinaban absortos y posados sobre las ramas, se les veía tan alegres ahí todos reuniditos. Yo creo que eran más de cien, aunque nunca he sido muy bueno calculando aves…

¿Qué tiene que ver eso? Es fundamental, si no hubiera pájaros en los árboles, yo habría comido mi emparedado bajo la sombra de alguno de ellos y aquel hombre seguiría con vida.

Prosigo. Era peligroso comer a los pies de cualquiera de esos árboles, sobre todo ese día que llevaba puesto un saco de pana. Por sus miradas me doy cuenta de que les resulta irrelevante la manera en que iba vestido, por lo que omitiré seguir dando algún tipo de dato al respecto.

Entonces me vi obligado a buscar alguna banca vacía para degustar mi emparedado. No tenía mucho tiempo, a lo más media hora, y a mí me gusta disfrutar cada minuto que tengo para comer. Quizás por eso es que me conservo en forma, además de que disfruto mucho dar largas y placenteras caminatas. Es tan apacible deambular cuando los demás duermen y todo está en silencio, es casi como si las calles sólo fueran para uno, y hasta es posible apreciar la belleza de la ciudad…

Pero veo que otra vez tienen esa mirada. ¡Bueno! Trataré de ser breve.

Para no cansarlos con detalles que bien pueden pensar que no vienen al caso, pero que harían mucho más rica y entretenida mi ponencia, les diré que encontré una banca vacía, no era en la que conociera a mi esposa hace más de cuarenta años, pero se le parecía mucho. Aunque pensándolo bien.., no, de hecho no se le parecía en nada, pues entonces eran unas verdaderas bellezas, no como las de ahora.

¡Ya! ¡Ya voy! ¡No me apresuren que pierdo el hilo y tengo que empezar otra vez!

Me senté, saqué mi emparedado de su bolsa de estraza y me dispuse a desenvolverlo, pues debo aclararles que a mi esposa le gusta cubrir mi almuerzo con más de dos capas de servilletas, dice que así se conserva más la frescura de los alimentos. Pero no diré más al respecto, pues ella me mataría si supiera que ando divulgando sus secretos con desconocidos.

Bueno, ¿en qué estaba…?

¡Ah… claro! Desenvolví mi emparedado, aunque a muchos les gusta llamarlo sándwich, no sé por qué motivo, pero no me detendré en eso ahora.

En ese momento un hombre de unos treinta años o quizás un poco más, se sentó en la banca que se encontraba justo en frente de mí. Yo lo saludé, como es natural, siempre he sido una persona muy educada, pero él apenas alzó la cabeza un poco, no sé si para regresarme el saludo o sólo para saber quién le había hablado. No dijo nada, sólo soltó una especie de gemido, así como “mghu”.

¿Qué dice? ¿Que si lo maté por eso? Claro que no, eso hubiera sido absurdo. Si yo hiciera eso con todos aquellos que no me han devuelto el saludo, creo que ya no seríamos tantos en esta ciudad. ¿No le parece?

Pero les decía. Empecé a degustar mi emparedado de queso blanco, pues cuido mis niveles de colesterol. Estoy bien, pero uno nunca sabe y no está de más cuidarse un poco, sobre todo a mi edad, aunque en mi familia siempre hemos sido muy longevos.

¡Pero déjenme de ver de esa manera! ¡Por Dios, que me distraen!

En ese instante noté que aquel joven sacó un libro hermosísimo de una pequeña maleta. No sé si ya les había contado que soy encuadernador de libros, de hecho podría decirles que estoy más familiarizado con el olor a papel, tinta, piel y pegamento, que al perfume de mi esposa, y eso que la adoro y que para mí no hay, y nunca ha habido otra mujer como ella.

Les decía, tengo tantos años en el negocio, que sé distinguir a un libro valioso tan pronto lo veo. Y ese ejemplar era único; tenía un forro de piel, de una finura que ni en sueños me hubiera podido imaginar, las letras del lomo estaban grabadas y tenían un toque dorado, que incluso me obligaron a dejar de masticar por un par de segundos, y eso que a mí el emparedado de queso me encanta, pero no sé si ya se los había dicho antes.

¿Qué…? ¡No! ¡Claro que no lo maté para quitarle el libro! ¡Yo soy un hombre honesto y trabajador! ¡Desde muy joven aprendí a ganarme el pan con mi esfuerzo y eso no ha variado con el transcurrir de los años!

¡Está bien! Acepto su disculpa. Prosigo entonces.

Aquel joven estaba leyendo, cuando ese “mghu” que originalmente pensé que era un saludo, se volvió más grave y repetido. Aquel muchacho estaba enfermo, por lo que me presté a sacar mi pañuelo para auxiliarlo, pero él se negó tajantemente.

¡No! ¡Por Dios! ¡No lo maté por negarse a aceptar mi ayuda! ¿Me van a dejar concluir con mi relato de una buena vez?

El joven rehusó mi asistencia, por lo que guardé mi pañuelo y estaba volviendo a mi banca, cuando noté que el muchacho tomó una de las hojas de aquel libro y la arrancó. Pero no sólo eso, pues después la usó como servilleta y se sonó la nariz en varias ocasiones. ¡Eso era horrible! Después cogió otra hoja, la arrancó, la estrujó y empleo como envoltorio de la primera y las depositó en la basura. Eso era más de lo que pudiera permitir.

¿Ya ven, Señor Juez y señores del jurado, como yo tenía razón? Lo maté porque se lo merecía.

   

Familia

Quedé embarazada a los diez y seis años, de un hombre sólo un poco mayor que yo, quien juró velar por mí y no desampararme nunca, pero me engañó; pues tan pronto se enteró de la noticia, le perdí la pista, al grado de que me parecía más fácil encontrar a un político honesto en la Cámara de Diputados, que dar con él.

Recuerdo que pensé en abortar, pero no tuve valor, ni corazón para hacerlo. Por suerte mis padres me respaldaron y nueve meses después ya cargaba entre mis brazos a mi pequeña Marisol. Era un gusto tenerla conmigo, pero también sabía que su existencia implicaba muchas más responsabilidades de las que pudiera imaginarme.

Para sostenernos empecé a trabajar de mesera en un pequeño restaurante, pues aunque mis padres me apoyaban, no podía relegarles tal responsabilidad por mucho más tiempo. El salario era poco, pero el dueño y las demás meseras, consientes de mi situación, me daban facilidades para poder atender a mi pequeña el mayor tiempo posible, hasta que cumplió sus primeros dos años.

La inevitable pregunta sobre la identidad y paradero de su padre, sólo se demoró tres años más. Yo no sabía cómo explicarle y le di largas, hasta que al año siguiente el azar me echó la mano, llevando a Gabriel, su padre, justo al restaurante donde yo trabajaba.

Él me reconoció de inmediato, pero no le dio tiempo de reaccionar y salir corriendo, no le sería tan fácil esta vez. Entonces lo encaré. Le dije que no quería nada de él y por mí bien podría seguir escondido por siempre, pero que nuestra hija quería conocerlo. En un inicio me sorprendió su reacción, pues  pareció entender mi circunstancia, pero luego me enteré que Susana, otra de las meseras, era su nueva novia, por lo que no podía quedar como un desobligado frente a ella, y en ese mismo momento acordamos una reunión, a la cual yo estaba segura que no iría, pero me equivoqué.

Gabriel y Marisol parecieron hacer buena química de inmediato, de hecho debo admitir que me sentí hasta un poco rechazada y celosa, no por él, sino por lo amorosa que lucía ella, casi como si él hubiera estado pendiente de su persona por siempre y nunca le hubiese hecho falta.

Desde ese día la relación de los tres cambió; para bien y para mal. Gabriel no volvió a ser mi pareja, pero sí empezó a comportarse como lo que era; el padre de mi hija. Su respaldo era más bien simbólico, pero era mejor que nada. Por otro lado, Marisol empezó a usar a su padre como una arma para hacerme daño, al principio muy sutilmente, pero conforme fue creciendo, se volvió más recurrente, al grado de que no había discusión que no terminara con un “si yo estuviera con papá no tendría este problema” o “con papá estaría mejor” o “papá hubiera hecho esto o aquello”. Por supuesto que eso minaba la autoridad que yo pudiera tener sobre ella, y el hecho de que yo tuviera otra pareja no ayudaba en nada.

Cuando Marisol cumplió siete años, conocí a Gastón, un extraordinario zapatero y aún mejor ser humano, poco después me enamoré de él y nos volvimos pareja al año siguiente. A él no le incomodaba el que tuviera una hija, y de hecho era muy gentil, atento y considerado con ella, mucho más que su padre, pero Marisol no lo aceptaba, ni por accidente.

Ella sabía que su papá y yo nunca más volveríamos a estar juntos, pero quizás veía a Gastón como un obstáculo más entre nosotras. Hacía tiempo que Gabriel ya había formado su propia familia, pero eso no era un problema para ella.

Pasaron los años y cuando Marisol cumplió diez, mi pareja y yo decidimos que ya era tiempo de hacer crecer la familia. Gastón se veía renuente, pues temía que mi hija se sintiera desplazada por el nuevo integrante, pero ella tomó la noticia con mucha alegría. Eso me tranquilizó, hasta que después me aclaró que el motivo de su felicidad se debía a que entonces ella podría irse con su padre, ya que yo le había encontrado un “remplazo”.

Después de que nació Mariana, Marisol cambió de idea y decidió no irse con su padre, para ayudarme a criar a su hermanita. Para ella Gastón seguía siendo un extraño, pero Mariana no, ella era su hermana y la amó desde el primer momento en que la vio, a diferencia de los hijos de Gabriel, ellos eran “harina de otro costal”, solía decir ella.

Las cosas no han sido nada fáciles desde entonces, pero los cuatro nos hemos mantenido juntos, como una familia “normal”. Yo trabajo con Gastón en el taller de zapatos, y Marisol en ocasiones se nos une a inventariar los pedidos y cosas así, o simplemente se entretiene con la pequeña Mariana.

Pero hace unas semanas cambio algo de manera significativa. Marisol, que ya tiene diez y seis años, tuvo una fuerte discusión conmigo. Me pidió permiso para irse de fin de semana con unos amigos que yo no conozco, y evidentemente se lo negué. Ella no lo tomó muy bien, y lo menos que me dijo fue “intransigente”. Luego me amenazó con largarse con su padre, cosa que ya no hacía desde hace mucho tiempo, y entonces le dije que si eso era lo que quería, pues por mí estaba bien y le dije que se fuera con él. Ella no esperaba esa respuesta de mi parte, se puso roja, como si quisiera llorar, gritar o explotar, cerró los ojos y dijo: “muy bien, pues me voy con papá”.

–¡Que te vaya bien! Y llévate una chamarra y una sombrilla, porque parece que va a llover –le dije y sólo alcancé a escuchar cómo azotaba la puerta.

Al principio no me preocupó, su padre vive a sólo unas cuadras y Susana, su esposa, se lleva muy bien con mi hija, por lo que pensé que ella hablaría con Marisol y antes de que anocheciera ya estaría de regreso en la casa. Mientras tanto yo tenía mucho qué hacer; arreglando los útiles de mi pequeña Mariana, que estaba por ingresar a la primaria.

Con cada cuaderno forrado y uniforme listo para ser guardado, era inevitable recordar a mi otra pequeña, que aunque un poco mayor y rebelde, era mi otro tesoro. Pensé que quizás había exagerado o sobredimensionado las cosas, después de todo ella me había demostrado ser una joven responsable y sensata, mucho más que yo a su edad, por lo que si ella no veía ninguna duda con respecto a esos amigos, por qué habría de tenerla yo. Estaba en eso, cuando decidí hablar a la casa de Gabriel, para ver como estaba mi pequeña.

Me respondió Susana, muy amable como siempre, pero tan pronto le pregunté por mi hija, me dijo que Marisol no se había parado por su casa en todo el día. Entonces sentí que me habían arrojado una cubeta de agua helada y me quedé sin habla, sólo colgué el teléfono y salí corriendo de la casa, en búsqueda de… no sé qué cosa.

No sabía qué hacer y me sentía la peor madre del mundo, entonces regresé a la casa para hablarle a Gastón al taller, pero la línea estaba ocupada, entonces no se me ocurrió otra cosa, salvo tomar a mi pequeña Mariana y juntas ir por su padre, para que los tres buscáramos a nuestra hija. Yo estaba desesperada y el corazón parecía que se me quería salir por las orejas, incluso la vista se me nublaba.

El taller de Gastón no está lejos, por lo que llegamos en pocos minutos. Él estaba ahí, guardando sus herramientas y preparando todo para cerrar, cuando me vio llegar con el rostro desencajado.

–Pero Amor ¿qué tienes? Parece que has visto al Diablo –me dijo preocupado.

–¡Es Marisol! ¡Marisol no está! –le dije desesperada y me solté a llorar.

–Tranquila mi Amor, ella ha estado conmigo toda la tarde. Ahora mismo está terminando de apagar la computadora donde llevamos el inventario, ya ves que yo soy muy torpe con todo eso. Pero ella me ha estado enseñando…

Ya no dejé que siguiera hablando, cuando apareció Marisol. Entonces corrí hasta ella y la llené de abrazos y besos.

–¡Mamá! ¿Qué te pasa? ¿Estás loca o qué “bicho te picó”?

–Nada mi Cielo, lo que pasa es que no sabía dónde estabas, y temí lo peor.

–¿Cómo que no sabías dónde estaba? Yo te dije que me iba a ir con papá. Él sí me escucha y confía en mí, no como tú –me dijo volteando a ver a Gastón, quien nos veía con una sonrisa que no le conocía, sólo comparable a la que me enseñó cuando sostuvo por primera vez entre sus brazos a nuestra pequeña Mariana.

A partir de ese día todo cambió, pues sólo entonces sentí que había logrado formar una verdadera familia.      

¿Para qué están los amigos?

Sandra era mi mejor amiga, además de una de las chicas más guapas de la Universidad. Pero su belleza trascendía la mera apariencia, pues además era una mujer noble, gentil y de buenos sentimientos. Simplemente era imposible no sentirse atraído por sus cualidades. Para este punto quizás sobre decir que yo estaba perdidamente enamorado de ella. Sin embargo nunca le dije nada al respecto, básicamente por temor a su rechazo, y más aún, perder la hermosa relación que nos unía.

            A ella le conocí varios novios, muchos de ellos sólo la veían como un trozo de carne con el que pensaban satisfacer sus apetitos más básicos, y nada más, por lo que generalmente ella “los mandaba a volar” en  sólo una semana. Pero había uno que parecía que no la buscaba por eso, y casi podría asegurar que la veía como yo. Este muchacho se llamaba Rafael y duraron juntos por varios meses, hasta que se separaron por razones desconocidas por mí.

            En ese lapso, Sandra estaba destrozada y muy vulnerable. Recuerdo que me hablaba por teléfono todos los días, tal vez sólo para escuchar una voz amiga, y cuando nos encontrábamos en la Universidad, no se me despegaba de mí ni un instante, lo cual al principio me pareció excelente. Hasta que una tarde, en la que los dos estábamos solos en la biblioteca, ella empezó a contarme lo triste que se sentía, y lo necesitada de cariño. Luego apoyó un poco su mano en mi rodilla, y acercó tanto su rostro al mío, que yo era capaz de aspirar sus exhalaciones. Ella estaba a punto de besarme, cuando la detuve. Aún ahora pienso que eso fue una de las más grandes estupideces que he cometido en mi vida, pero en ese momento me pareció que eso era lo más adecuado, y quizás en el fondo aún piense que fue lo mejor para los dos.

            Evidentemente ella se sintió rechazada, insultada, y se marchó sin voltearme a ver, pero notoriamente molesta, mientras cada célula de mi cuerpo me reprochaba por no haber aprovechado la oportunidad de probar la dulzura de sus labios y la suavidad de su piel. Pero lo peor no fue eso, sino lo que hice a continuación; buscar al exnovio de Sandra, para convencerlo de volver con ella. Algo realmente estúpido.

            Rafael era un buen chico y se le veía tan afectado por el rompimiento con Sandra como ella, por lo que no me costó mucho trabajo sentirme identificado con él. Platicamos por horas; al principio de cosas de la Universidad, la crisis de  los partidos políticos, los constantes aumentos en el transporte colectivo, las próximas elecciones presidenciales, el rumbo de la selección nacional de futbol, el estado del tiempo, en fin, hasta que el tema “Sandra” salió a relucir.

A Rafael realmente le importaba ella, lo que no me hizo más feliz, pero seguí adelante. Honestamente yo hubiera preferido que él fuera un patán, como los otros, por lo que entonces me sentiría libre de ir a buscar a Sandra, con el ramo de flores más grande que tuvieran en la florería, y el mejor mariachi que mi bolsillo pudiera pagar.

            El caso es que al terminar de platicar con él, logré convencerlo de que buscara a Sandra y le contara todo eso que él sentía por ella. Lo cual, no sé si por suerte o desgracia mía, ocurrió esa misma tarde.

            Al día siguiente ya eran otra vez pareja y a los dos se les veía deslumbrantes caminando de la mano. Yo en cambio, me sentía el ser más miserable del mundo, además del rey de los idiotas. Hasta que más tarde me reencontré con Sandra en los pasillos de la Universidad. Ella estaba sola y me veía con unos ojos tan hermosos que aún hoy, más de veinte años después, los recuerdo y sonrío de satisfacción.

Lo que pasó después nunca lo borraré de mi memoria, aunque por momentos no esté muy seguro de si realmente pasó de esa forma, o lo he ido embelleciendo con en transcurrir del tiempo; Sandra dejó caer sus libros y cuadernos al piso, y corrió a mis brazos, luego me regaló un fugaz, pero bellísimo beso en los labios, y me dijo: “gracias por todo lo que hiciste por mi”. Después me dio otro beso en la mejilla y se despidió con un tímido: “Nos vemos luego”.

            Tal vez sobre decir que después de eso yo estaba en trance, pero aún así alcancé a despedirme con la mano en alto y le respondí, en un grito que se vio enmudecido por el barullo de los otros, “¿para qué, si no es para esto, que están los amigos?”

            Ella me sonrió, asintió con la mirada, recogió lo que había dejado caer y entró a su clase. Yo me quedé en ese pasillo, no sé por cuanto tiempo más, completamente solo…          

Vida y corazón

Recuerdo que me juraste amor eterno; una vida no, eso sería insuficiente para ti. No me prometiste poner el sol y la luna a mis pies, decías que eso era muy poco, además de imposible. Lo que me ofreciste fue tu vida y corazón, y a mí me bastó eso.

Nos casamos entre flores multicolores, y delante de Dios juraste amarme y respetarme hasta que nos separara la muerte, pero ante la luna llena me dijiste que incluso si ésta se interponía en nuestro cariño, tú la enfrentarías sólo por mí… Pero mentías.

            Cuando más necesité de tu presencia te fuiste, me dejaste sola, sin amor y en silencio. Después todo se volvió frío y oscuro. Tu ausencia me dolió casi tanto como tu persistente recuerdo martirizando mi débil memoria. Pero no podía olvidarte, tú eras todo mi mundo y al final me fallaste miserablemente, como ya me habías defraudado antes, pero entonces estaba ciega de amor, y a pesar de que era evidente para todos, no lo vi venir hasta que ya fue demasiado tarde.

            Pero hoy te he encontrado de nuevo. Estás un poco más viejo, aunque la dama que te acompaña luzca mucho más joven que yo. Parecieras su padre, pero la manera en que la tocas y besas me dice que no es así, o quizás eres más degenerado de lo que podría haber sospechado antes.

            Entonces me descubres entre las sombras, y no puedes dar crédito a tus sentidos. Tu acompañante no soporta mi presencia y te deja solo; quizás por primera vez en tu vida sabes lo que signifique que alguien te abandone a tu suerte.

Tienes miedo, lo puedo oler en tus pantalones y percibir en tus ojos, pero no dices nada. No sabes qué es lo que está ocurriendo. Tal vez piensas que has perdido la razón, o aún duermes y esto no es más que una horrible pesadilla.

Perdona la apariencia, yo tampoco soy la misma que dejaste. Por lo que no sólo es inútil que busques dulzura en mis palabras, sino también el que pretendas encontrar ese amor que te juré en mis pupilas. No sólo porque hace años que ese sentimiento está muerto y enterrado, sino porque desde esa misma cantidad de tiempo, yo morí con él.

La muerte me ha cambiado, ¿a quién no? Pero aún recuerdo tus promesas, aunque no sienta más amor por ti.

Mis ojos están vacíos; dos cuencas hondas y secas te miran, sin amor, rencor, o vida. Y mis labios también se han ido con el resto de piel y tejido muscular, pero aún te enseño mi sonrisa, de una manera que jamás pensaste conocer.

Ya no soy tu eterna amada, pero recuerdo muy bien tus promesas. La luna llena fue testigo de nuestro amor, y la luna roja lo será ahora de tu tormento.

Me dejaste morir sola, me abandonaste cuando más necesité de ti, pero no te guardo rencor, ya no. Eso sí, veré que hagas valer tu juramento. No te preocupes por amarme, eso te lo perdono, pero tu vida y corazón… esos sí, me los llevaré conmigo.