domingo, 20 de noviembre de 2011

1973

-I-

Hace una semana llamaron mi atención dos notas que leí en la Internet. La primera hablaba de un nuevo telescopio que acababan de lanzar al espacio con mucha más potencia y definición que el Hubble. Era lo último en tecnología espacial, óptica e informática, y estaba al alcance de todos porque su computadora central estaría conectada permanentemente a la red global. Es decir, los confines de la galaxia estarían al descubierto con un solo “click” del ratón, desde la comodidad de mi casa u oficina.

La segunda nota era mucho menos amable que la anterior, y me la envió con todo y video Yanis, que vive en Libia, por correo electrónico. En ésta se narraba cómo un hombre se había quitado la vida, dejándose caer desde el edificio más alto de un país que ni siquiera sabía que existiera, y que me resulta imposible de pronunciar. Pero eso no era lo extraño, sino el testimonio que dieron del incidente los testigos y policías que trataron de impedir que cumpliera con su cometido. Según ellos aquel hombre se veía normal y apacible, como un turista más, con deseos de ver aquella hermosa ciudad desde otra perspectiva. Pero cuando trepó la malla de protección y los guardias forcejearon con él, sin lograr detenerlo, empezó a gritar incoherencias. Aseguró que el mundo llegaría a su fin en unos cuantos días y que un ángel se lo había dicho en un sueño.

–Un resplandor en el cielo habrá de anunciarnos el final de todo lo que conocemos. Ténganlo presente, pues eso habrá de ocurrir el miércoles 21 de marzo de 1973 –anunció y se lanzó al vacío.

Aquel hombre quizás nunca pensó que su acto fuera a dar la vuelta al mundo, pero su testimonio y salto quedó grabado por la cámara de video de un turista, que no dudó en ponerlo en la Internet y al alcance de todos.

            Como legado aquel hombre dejó un puñado de testigos con crisis nerviosas, una advertencia que no atemorizó a nadie, y un video que ha sido más visto que la llegada del hombre a la luna. El suicidio de cualquiera no es un asunto menor, pero ¿cómo alguien podría tomarse en serio que el mundo conocería su fin el 21 de marzo de 1973, a mediados del 2010?

La nota llamó mi atención por tres motivos. El primero era reconocer el tipo de razones que una persona puede tener para ponerle fin a su vida. El segundo era la facilidad con la que alguien puede grabar un hecho semejante y sentir la necesidad de hacerlo público. Y por último, reconocer la gran cantidad de personas que estuvimos dispuestas a acceder a dicho video a pesar de haber sido advertidas de su contenido.

Treinta y siete años después, su premonición ha quedado refutada por el propio calendario, y el profeta se ha visto relegado a un video más de la Internet.

-II-

Si aquel hombre hubiera hecho pública su advertencia a inicios de los setenta, tal vez habría logrado el mismo olvido del que goza hoy en día, sólo que entonces sería porque muy pocos se hubieran enterado de su existencia. Sin embargo y pese a lo absurdo que pudiera parecerme su alegato, no ha pasado del todo inadvertido, porque desde que supe de él no he dejado de tener la misma pesadilla.

Sueño que estoy en la casa trabajando frente a la computadora. Cuando un destello en el cielo llama mi atención y me asomo por la ventana. Como si fuera granizo, pequeños fragmentos de piedras de fuego se desintegran al llegar al suelo. Pero no vienen solas, pues tras de ellas viajan trozos cada vez más grandes, hasta que son lo suficientemente densos para impactar de lleno, romper el pavimento y estremecer la tierra. De repente los edificios que no son colisionados se vienen abajo por los temblores producidos, y poco a poco la ciudad entera se desmorona, o es consumida por el fuego que arrastran los bólidos encendidos. Incrédulo vuelvo a la computadora y me percato de la fecha: 21 de marzo de 1973… Entonces despierto.

            Lo que hace más curioso todo esto es que varios de los compañeros del trabajo han tenido la misma pesadilla, u otras semejantes. Por supuesto que ninguno se lo ha tomado en serio, podría tratarse de una mera sugestión, coincidencia o quizás sólo hemos visto demasiadas películas de ciencia ficción. Como sea, me parece muy interesante que un hecho tan fuera de contexto produzca semejantes síntomas en un grupo de personas, que incluso ignoramos cómo es que se debe pronunciar el nombre del país donde ocurrieron las cosas.     

-III-

Recuerdo que en 1999 muchos hablaban del fin inminente, antecedido por el colapso de la sociedad y sus herramientas. Todo aquello que regulaba nuestro estilo de vida estaba amenazado por la transición de un dígito; pasar de 99 a 00. Era un problema real que bien pudo haberse evitado muchos años antes, pero quizás no se pensó que llegaríamos a verlo.

Yo ya estaba en el negocio de la informática y sabía el riesgo real que había, pero se actuó a marchas forzadas y contra reloj, y no pasó nada. Pero no lo sabíamos entonces sino hasta que el día llegó, se dio la última campanada y entramos al nuevo milenio.

            Afortunadamente nada pasó. Los aviones siguieron volando, las bolsas de valores no se desplomaron, ni se activaron las decenas o millares de ojivas nucleares alrededor del mundo. Lo único que ocurrió de 1999 a 2000 fue que nos hicimos más viejos y sabios, aunque la mayoría de nosotros sólo lo primero.

Era sorprendente ver a tanta gente preocupada por un hecho así. De igual modo, resultaba irónico saber que si algo salía mal y por ejemplo, si las computadoras que controlaban los misiles o bombas de algún lejano o cercano país hubieran llegado a colapsarse, se podría haber puesto en peligro el estilo de vida de personas que probablemente ni siquiera conocían una computadora, o jamás se imaginaron que algo así podría llegar a afectarles.

Parte de la desigualdad de este mundo se puede medir en el número de personas que se preocupan por tener un buen antivirus para su computadora, el servicio de Internet más rápido, o saldo y cobertura en su teléfono celular, y aquellos que se concentran en cómo conseguir un techo, agua y comida para no perecer ese día.

Decimos que el mundo está globalizado y las oportunidades están puestas para cualquiera, pero quizás no nos hemos puesto a pensar en que las necesidades, intereses y recursos no son los mismos para todos. Por ejemplo, en las ciudades pululan los teléfonos celulares, los cuales con una simple conexión a Internet pueden hacernos saber qué está pasando en el país más lejano, en el momento preciso en que está ocurriendo un evento, como pasó con el profeta suicida. De igual forma podemos entablar amistad con gente de todas partes del orbe y ser sus mejores amigos, sin saber si su nombre y rostro son los mismos que aparecen en su perfil y avatar. En fin, paradójicamente es posible que ni siquiera sepamos el nombre del vecino o el estado de salud de nuestro familiar más cercano.

Por la calle puedes ver hordas de zombies con aparatos conectados a las orejas, o sin perder de vista la pantalla de su teléfono celular, computadora personal, o cualquier otro dispositivo, sin saber, ni importarle siquiera, quién está a su lado o si esa persona puede estar necesitando de su ayuda. Es como si estuviéramos conectados con el mundo entero, pero contradictoriamente alienados de nuestro propio entorno.

Ahora hasta podemos ver lo que reposa más allá de los límites de la galaxia, pero ignorar si el techo requiere o no de impermeabilización.

La tecnología nos ha hecho libres y al mismo tiempo dependientes. Podemos hacer casi cualquier cosa con solo presionar un botón. Pero si hay un problema con el sistema que ese botón echa a andar, entonces estamos desnudos y a la intemperie.

Hace unos meses fui al centro comercial a comprar algo de comer. De un momento a otro se fue la luz y aunque regresó enseguida, dicha falla provocó un error en el sistema que obligó a la tienda a reiniciar todas sus computadoras, lo cual toma su tiempo. Mientras tanto, no podían cobrar nada que no tuviera en su etiqueta el precio exacto, pues los lectores del código de barras estaban inutilizados. La escena era como una versión caricaturesca del Apocalipsis, pues se podían ver las decenas de carritos de compra llenos de productos abandonados y chocados entre sí en los pasillos de la tienda. Así como una fila interminable de consumidores que con uno o dos artículos en las manos, esperaban que el despachador tomara nota de la compra y entregara una copia firmada como recibo.    

De cualquier forma, pese a lo que pueda opinar o no del avance tecnológico y nuestra inalienable dependencia al mismo, admito que lo primero que hago al despertar, incluso antes de quitarme la pereza de encima, es prender la computadora. Y no la apago hasta que se me ha acabado el café, los cigarros o los párpados se rehúsan a seguir abiertos. Asimismo, no hay día que no reciba o mande un mensaje a Yanis, sin estar seguro de si es “él” o “ella”. Algo semejante me ocurrió con Alex, que por cinco meses creí que era hombre hasta que me envió una foto con un corazón dibujado y su rúbrica: Alexa.

-IV-

Aquella primera nota que hacía una semana llamara mi atención, volvió pocos días después para anular la expectativa que hubiera podido provocarme. Todo estaba listo para que el telescopio iniciara sus operaciones cuando la Agencia Espacial perdió todo contacto con la computadora abordo. Podría ser cualquier cosa, un desajuste inesperado, un golpe en el transbordador que lo transportaba, interferencia satelital, fallas mecánicas, sabotaje o terrorismo.

Yo estaba un poco decepcionado. En realidad quería ser de los primeros en ver desde mi desordenado escritorio y monitor, las impactantes imágenes que habría de enviarnos el telescopio. Pero así son las cosas con la tecnología. Las máquinas no tienen palabra, al igual que muchas personas.

Poco después Yanis me envió un mensaje diciéndome que ya sabían qué había pasado con el telescopio, o al menos dónde estaba lo que quedaba de él. Algo lo había golpeado en el espacio y estaba hecho pedazos. Sólo unos cuantos fragmentos del mismo seguían flotando en la órbita, y el resto se calcinó al contacto con la atmósfera terrestre. Parecía una lluvia de estrellas. Era extrañamente poético, como si una fuerza en el Universo se hubiera negado a compartir sus secretos con nosotros y nos regalara luces artificiales en vez de conocimiento.

            Aiko (de Japón) me envió fotografías de los restos del aparato y Yamir (de la India) una lista completa de las posibles causas del desperfecto. Alex estaba muy deprimida y se mantuvo fuera de línea por dos días. Para entonces yo ya había recuperado la esperanza y pensaba que sólo era cuestión de tiempo, cinco o diez años más, para que se revisara el proyecto, se rediseñara el telescopio y se lanzara al espacio. Aquel incidente sólo habría sido un golpe doloroso, pero no letal. Estaba convencido de que aún nos tocaría ser testigos de la revelación de los más intrigantes secretos del cosmos. Ya podía verme surcando el espacio profundo y el mar de estrellas, desde mi computadora personal.

-V-

Ayer estuve trabajando hasta tarde y hoy me levanté mucho después de que saliera el sol. Como casi nunca, prendí el televisor y sintonicé el canal de las noticias. La señal era mala. Algo estaba interfiriendo con el satélite o habría de aproximarse una tormenta. Entonces prendí la radio y el resultado fue el mismo.

Miré por la ventana y noté mucha gente confundida en las calles. La mayoría le daba palmaditas a sus teléfonos, reproductores de audio y demás artilugios. El cielo estaba gris como de costumbre, pero no parecía que fuera a llover o caer alguna tempestad. En las calles el tráfico estaba más pesado que de costumbre, mas no le di importancia, ni me percaté de que los semáforos estaban vueltos locos. El claxon de los coches, insultos y maldiciones de conductores a peatones, viceversa y entre sí era normal, quizás lo único que operaba como siempre.

Volví a correr la persiana y fui a la cocina a prepararme un café. Mientras, encendí un cigarrillo como desayuno. La luz parpadeaba por momentos, pero asumí que todo era parte de lo mismo. Quizás una descarga o trabajos de mantenimiento en la red eléctrica. Sólo me preocupaba que fuera a afectar la computadora. Aún tenía mucho por hacer y el jefe no habría de aceptar más excusas de mi parte. Por suerte el parpadeo no duró mucho y el aroma a café caliente me devolvió a la apacible rutina.

El descanso de la computadora había llegado a su fin y era hora de encenderla. Todo marchaba bien y el letrero de “Bienvenido” en la pantalla me dio pauta para dar un último bostezo y teclear la contraseña. Pensé que antes de ponerme a trabajar podría revisar mi correo electrónico y ver que buena nueva me podría haber enviado Yanis, pero ahí empezaron los problemas. Por más que lo intentaba era imposible conectarme a la red. El antivirus decía que no encontraba ningún problema, pero el servicio no se reestablecía.

Traté de comunicarme con el proveedor, pero tan pronto descolgué el auricular me di cuenta de que el teléfono no tenía línea. El celular tampoco me daba servicio, auque tenía saldo y batería cargada. Entonces noté algo que había pasado desapercibido; la fecha del teléfono estaba mal. Pero no sólo la de éste, pues en la computadora indicaba lo mismo; Miércoles, 21 de marzo de 1973.

En ese instante se fue la luz en toda la ciudad y colapsó la máquina. Recordé aquella nota que leyera hace unos días y esbocé una sonrisa. De ser más crédulo hubiera empezado a preocuparme o sudar frío, pero no lo era. Por lo que sólo descorrí la persiana, me asomé por la ventana y entre gritos de pánico y alarmas de autos, pude ver lo equivocado que estaba.

El cielo ya no era gris, sino rojo, negro y amarillo. La atmósfera se estaba incendiando y dejaba pasar un sin fin de bolas de fuego de diversos tamaños que impactaban inmisericordes contra la Tierra. Como en mi sueño.

Mi escepticismo se fue a pique en la medida en que la ciudad entera empezó a estremecerse y arder por la misma metralla que seguramente acribilló al telescopio centinela, y ha interferido con nuestros sistemas de comunicación, además de desajustar el calendario de las computadoras.

Estaba frente a una posibilidad que no figuraba en la lista que me había mandado Yamir. Ignoraba si esto sólo estaba pasando aquí o ya había sucedido o seguiría ocurriendo en el resto del mundo. Pensé en mis padres y mi hermano, del que no he sabido nada por casi tres años. De igual modo me imaginé qué podrían estar haciendo los compañeros de la oficina o el jefe. Me preocupé por Yanis, Alex, Aiko y Yamir, quienes sin haber estrechado al menos una vez sus manos, los consideraba mis mejores amigos. Me sentía solo y desconectado.

 “El 21 de marzo de 1973, un resplandor en el cielo habrá de anunciarnos el final de todo lo que conocemos”. Dijo aquel hombre, antes de lanzarse al vacío, pero nadie le hizo caso. ¿Cómo se le hubiera podido prestar atención entonces? ¿Cómo podríamos saber lo que se avecinaba?

Ayer mi principal preocupación era no poder terminar a tiempo el trabajo para entregarlo hoy al medio día. Hoy… eso ya no tiene importancia.

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