miércoles, 30 de noviembre de 2011

Ana

Ana no sabe cuál pueda ser el motivo, pero últimamente no ha podido descansar muy bien. Ignora si la causa sea el ruido de la ciudad, su vida nocturna, sus hábitos alimenticios o la entrada del otoño, pero está empezando a cansarse de despertar exaltada por las constantes pesadillas.

            Cada vez que llega la hora de dormir, Ana trata de relajarse, no pensar en nada, o imaginar algo agradable, pero todo parece inútil, pues tan pronto entra en su mundo onírico, pierde el control de su mente y vuelven las pesadillas. Al principio son como cualquier otro sueño; una mezcla de memorias, fantasías y proyectos. Pero poco a poco se van tornando más salvajes y violentos, culminando todos en el mismo suceso; su inevitable muerte.

            El otro día soñó que caminaba por la calle, en compañía de sus amigas, cuando de repente se vieron rodeadas por una jauría de perros que las persiguieron hasta un oscuro callejón. Ella y sus amigas estaban aterradas, sin poder distinguir nada entre las tinieblas. Pero de un momento a otro todo se iluminó, dejándola ciega por un instante. Tan pronto recobró la visión, Ana se dio cuenta de que sus amigas ya no eran las mismas, sino unas bestias mitad perro y mitad mujer, que se abalanzaron contra ella y la despedazaron viva. Ana podía sentir cada mordida, tirón y rasguño, pero no lograba despertar, ni siquiera cuando sus vísceras quedaron al descubierto y esparcidas por el pavimento.

            El día anterior soñó que se encontraba en un cementerio, en medio de un cortejo fúnebre. La gente marchaba vestida de negro, con la cabeza baja, sollozando y cargando un féretro sobre sus hombros. Ana no podía reconocer a nadie, de hecho parecía que ninguna de esas personas tuviera rostro, aunque se pudiera notar su aflicción en sus semblantes vacíos. Tan pronto colocaron el ataúd sobre un pedestal de aluminio, todos se marcharon, dejándola sola con la caja. Pero cuando ella se disponía a abandonar el lugar, el féretro se abrió y dejó escapar un gemido. Ana giró sobre sus pasos sobresaltada, pero la caja estaba vacía. Entonces intentó recuperar la marcha, pero una vez más se topó con todas esas personas que habían llevado ahí el ataúd, pero ahora en sus rostros destacaba una boca que abarcaba toda la cara, repleta de hileras interminables de dientes. Quienes saltaron sobre Ana, despedazándola por completo, importándoles lo mismo si trituraban sus órganos vitales o sus huesos.

            La semana pasada soñó que viajaba en un tren. Todos los asientos estaban vacíos y parecía que ella estaba completamente sola en el vagón. Afuera el sol brillaba imponente, regalándole paisajes que hacía mucho tiempo no disfrutaba. Pero de repente el convoy ingresó en un túnel y todo se volvió oscuro. Entonces Ana supo que no estaba sola, pues algo había rozado sus piernas. Tan pronto el tren salió de las tinieblas, Ana vio horrorizada a un sin fin de ratas que la asechaban. Ella corrió con todas sus fuerzas, pasando de un vagón a otro, hasta que no pudo más y cayó agotada sobre sus rodillas. Aún temerosa, volteó la mirada, pero ya nada la perseguía. Por fin se sentía aliviada, pero tan pronto se incorporó y alzó la cara, vio a sus persecutoras aferradas al techo, las cuales al saberse descubiertas se dejaron caer sobre ella, desgarrándole la piel, hasta exhibir sus entrañas, con diminutos arañazos y mordiscos.

            Y así ha sido desde hace semanas, por eso Ana aborrece la hora de volver a su guarida al despertar el alba, y sin importar lo cansada que pudiera estar después de una larga noche de cacería de sangre humana, se queda despierta hasta muy tarde, o quizás muy temprano, contemplando desde las sombras y con sus lentes oscuros, la fatídica luz del amanecer.

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