domingo, 20 de noviembre de 2011

Con olor a muerte

-I-

Desperté rodeada de oscuridad, humedad y muerte. No sabía dónde estaba, ni podía ver nada más que uno que otro destello, pero el olor a sangre y putrefacción era demasiado intimidante y repulsivo como para esperar que la luz disipara mis dudas.

A gatas y sin saber hacia dónde iba, me alejé lo más que pude de ese pestilente aroma, sin mucho éxito porque lo cargaba conmigo. Me dolían las piernas, los brazos, el cuello y la espalda, mas no me sentía herida, por lo que resultaba evidente que no era mía la sangre que empapaba mi ropa.

Las palmas y rodillas me ardían, cuando al fin encontré un poco de luz y mis pulmones se llenaron del frío aire del bosque. Entonces traté de incorporarme, pero aún no me respondían las piernas y caí de bruces contra el suelo. El golpe me invitaba a darme por vencida, pero mi temor a seguir en ese lugar era más fuerte que la incertidumbre de no recordar ni siquiera mi nombre. Todo era como una pesadilla de la que aún no sabía nada y apenas habría de comenzar.

Dando tumbos y un tanto cegada por el repentino cambio de oscuridad a luz, pude darme cuenta de que había salido de una estrecha cueva. Mi ropa estaba hecha jirones y escurría lodo y sangre. Todo me daba vueltas y un fuerte dolor abdominal, acompañado del olor a muerte que cargaba conmigo, me hizo volver el estómago. Estaba desesperada, me dejé caer de rodillas y solté un grito que erizó hasta mi propia piel. Pero no me quedé ahí a contemplar mi infortunio. Aún adolorida, me puse de pie y me alejé lo más rápido que pude.

No sé cuánto caminé, ni cómo soporté el frío en mi piel desnuda y las filosas piedras bajo mis pies descalzos, pero llegué a una pequeña casa. Entonces todo me pareció menos terrible y corrí a pedir ayuda. Toqué a la puerta y no sé quién me abrió, porque perdí el conocimiento.

Cuando volví en mí, me encontraba aseada y recostada sobre una tibia y confortable cama. Por un segundo pensé que estaba en casa y que todo había sido una horrible pesadilla, pero ese lugar me era desconocido. Traía puesta una hermosa bata blanca con encajes, mis manos y rodillas estaban vendadas y olían a algún tipo de ungüento.

Aún estaba aturdida pero podía escuchar un cuchicheo del otro lado de la puerta, luego pasos que se hacían cada vez más próximos, y entonces un par de ancianas entraron a la habitación.

–Espero que te sientas mejor. Nos diste un terrible susto cuando te encontramos tirada allá afuera. Creímos que estabas muerta… Pero perdona mis modales, yo soy Jessel Cordero y ella es mi hermana Nayeli –dijo una de ellas, mientras la otra se acercó a la cabecera y me tocó la frente con la mano helada.

–Tienes un poco de fiebre pero no creo que sea nada de lo que te tengas que preocupar. Debes sentirte afortunada de que te hubiéramos escuchado, porque con esa ropa que traías y el frío de la mañana, no creo que hubieras durado mucho tiempo con vida. Estabas hecha un témpano, por lo que perdonarás el atrevimiento, pero tuvimos que darte un baño con agua caliente. Por suerte no pesas mucho y aún nos conservamos fuertes, porque de otra manera hubiéramos tenido que asearte y curarte allá afuera, ya que estamos solas. Tú apenas te movías, era como bañar una planta –dijo la que tocó mi frente.

Después se dirigió a una habitación adjunta y trajo una pequeña toalla humedecida que me colocó en la cabeza.

–Ahora dinos, ¿qué te pasó? –inquirió Jessel y se sentó a los pies de la cama, mientras Nayeli descorría las cortinas, dejando entrar los rayos del sol.

Yo no sabía qué decir. No recordaba mi nombre ni cómo había terminado en esa cueva. Ignoraba si vivía por la región o sólo iba de paso. Entonces, como una avalancha de sensaciones recordé el olor a muerte y sangre que me había despertado, y me sobresalté.

Las dos mujeres me pidieron que respirara profundo y conservara la calma.

–No te inquietes jovencita, aquí estas a salvo. Ya Nayeli llamó al doctor y no ha de tardar en venir. De hecho sólo esperábamos que recuperaras el conocimiento para saber si podíamos llamar al comisario. Ya sabes, no es que pensemos mal de ti, pero si tienes algún problema con la ley, no tienes de que preocuparte. Las dos somos muy discretas y sabemos que a tu edad se pueden cometer mil locuras –suspiró Jessel.

–Si tan sólo te contáramos la mitad de cosas que hicimos, o problemas en que nos metimos cuando éramos un par de jovencitas, bueno…

–¡Ya basta Jessel! Que vas a espantar a la niña –la interrumpió su hermana.

–No, nada de eso, lo que pasa es que no puedo recordar nada, sólo que desperté en una cueva oscura, fría, húmeda y rodeada de animales muertos o algo así, porque despedían un hedor nauseabundo, pero no estoy segura de nada, ni de quién soy, o si esto que les cuento es sólo un mal sueño –les dije tartamudeando, y me solté a llorar.

Las dos hermanas me acariciaron la cabeza, me estrecharon suavemente las manos y se fueron para dejarme descansar.

–Quédate tranquila y duerme un poco. Ya te despertaremos cuando llegue el médico, o esté listo el desayuno, mientras tanto descansa y aclara tus ideas. Quizás sólo te caíste en una de esas trampas que suelen poner los cazadores. “Sueña con los angelitos”  –dijo Nayeli y cerró la puerta.

Admito que sus palabras me tranquilizaron, pero lo que dijeron atrás de la puerta volvió a inquietarme. Susurraban muy quedo y apenas lograba entender lo que decían, pero creo que hablaban acerca de la buena suerte que tuve, y de lo raro que era que se le hubiera escapado una “presa” a la “bestia”. Entonces una de ellas silenció a la otra y le pidió que no se apresurara al evaluar las cosas.

–No sabemos si ella es una víctima que se le fue viva al monstruo o…

–¡Cállate de una buena vez, ni se te ocurra pensar en eso! Además, si ella no es lo que aparenta, entonces es posible que pueda estar escuchándonos –dijo una, y luego sólo pude oír cómo se alejaban del cuarto.

-II-

Cuando el médico me revisó no pudo encontrar una causa física para mi falta de memoria. Mis signos vitales eran normales y no había ningún indicio de trauma en la cabeza. Dijo que la amnesia habría de ser pasajera y los recuerdos volverían paulatinamente.

–Con los elementos que tengo, pienso que tu trauma es emocional y no físico. No trates de forzar a tu memoria, porque podrías dañarte de una manera irreversible. He hablado con las señoras Cordero y ellas están dispuestas a brindarte hospedaje y alimento el tiempo que sea necesario, de hecho se ofrecieron voluntaria e insistentemente. Procura descansar y relájate un poco. Deja que tu memoria sane como habrán de hacerlo tus moretones y rasguños –dijo y me regaló una paleta de frambuesa que guardaba en su bata, lo cual me hizo sentir como una “chiquilla”, pero acepté sin repelar.

A la puerta lo acompañó Jessel, mientras Nayeli se quedó conmigo hasta que terminé de desayunar. En ese lapso me enteré de más detalles de su vida que de los que pudiera suponer de la mía. Era extraño pero me sentía más identificada con ella que conmigo misma. Todo era nuevo, pero sus anécdotas me resultaban familiares y acogedoras.

Con un poco más de confianza, me tomé la libertad de preguntarle por la conversación que había escuchado entre ellas dos y que me tenía un poco inquieta.

Ella se puso pálida y fingió no saber de qué estaba hablando, pero tan pronto le pregunté ¿qué era eso de la “bestia”? Se cubrió la boca con las manos y trató de salir corriendo, pero Jessel ya estaba en la puerta de la habitación.

Nayeli bajó la mirada mientras su hermana, que había atestiguado todo, entró plácidamente al cuarto. Abrió una de las ventanas, acercó una mecedora hacia donde corría con mayor libertad el aire y prendió un largo cigarrillo.

–Perdona a Nayeli, a ella no le gusta hablar de estos temas, y menos ante una extraña. No es que no te tenga confianza, nada de eso, más bien ha de pensar que si te cuenta lo que hemos escuchado, seguramente terminarás dudando de nuestra cordura o burlándote de las dos. Y no podríamos culparte por ello –dijo, y no me quitó los ojos de encima.

–¿Pero por qué tanto misterio? Me está inquietando más su silencio que mi situación. Si no me quieren decir está bien, ya han hecho más que suficiente por mí y nunca terminaré de agradecerles, pero quizás saber un poco más de esa “bestia” y sus “presas” puede ayudarme a comprender qué fue lo que pasó conmigo –les dije y Jessel apagó su cigarrillo.

–Antes que nada, he de decirte que no tengo certeza alguna de lo que estoy a punto de contarte. Sólo son historias que se oyen por el pueblo, fantasías rurales y mitos. Pero con un enorme peso en las costumbres y estilo de vida de la gente. ¿Crees en los hombres lobo? –preguntó Jessel y me dejó muda.

Yo estaba sorprendida, jamás me imaginé que una mujer tan seria me saliera con semejante pregunta. Pero no me burlé, aunque no pude ocultar mi extrañeza, mientras Nayeli se frotaba los brazos y Jessel esperaba mi respuesta, la cual fue negativa.

–Entonces te va a costar el doble de trabajo entender lo que te estoy platicando –dijo y prendió otro cigarrillo.

–Desde siempre los lugareños han tenido la creencia de que hay un espíritu en las faldas verdes que visten a la montaña. Se le ha llamado de mil formas, pero la menos controvertida siempre ha sido “la bestia”. Por generaciones se nos ha advertido de su presencia, pero nunca han faltado aquellos que creen que sólo son cuentos para asustar a los pequeños o incautos –dijo Jessel, mientras dejaba escapar el humo.

–Hace algunos años, una empresa maderera se asentó en el área, con la idea de hacerse de los recursos forestales que rodean a la montaña, pero se les vino todo abajo cuando su primer grupo de leñadores no logró salir del bosque. Mandaron un segundo grupo y sucedió lo mismo. Cuando los rescatistas los encontraron, ya no quedaba mucho de ellos, estaban destrozados o a medio comer. Pensando que los leñadores habían sido víctima de talamontes ilegales, lugareños inconformes con su presencia en la zona, o algún animal salvaje, la empresa mandó un tercer grupo con armas y protección policiaca. Ellos tampoco volvieron y la empresa se fue. Entonces se propagó lo que ya era conocido por todos, sólo que ahora no se hablaba de un espíritu salvaje, sino de una bestia devoradora de hombres –prosiguió, y Nayeli salió a de la habitación.

–No es mi intención contravenirte, pero una cosa es que haya una o varias bestias salvajes que maten a cuanta persona se acerque a su territorio, y otra muy distinta es la existencia de un “hombre lobo” –me atreví a comentarle.

–Un tiempo después vino un cazador deseoso de incrementar su colección de trofeos y hacerse de la mítica bestia. Era un profesional y no tenía ningún reparo en hacerle saber a todos sus grandes proezas. Su mayor orgullo era una cicatriz en la pierna. Decía que se la había hecho un tigre de Bengala en Asia; su arma ya no tenía municiones cuando el animal se le lanzó encima, pero él había alcanzado a desenfundar su sable para decapitar al gigante, no sin que éste le hubiera dejado un recuerdo permanente en su pierna derecha. Aseguraba que la cabeza del felino decoraba su casa de campo, y la garra con la que lo hirió descansaba sobre la chimenea del médico que le había salvado la pierna. A pesar de todo eso, su suerte no fue distinta a la de los otros, y no se supo nada de él por varios meses.

–Quizás no encontró nada y salió del bosque por algún otro sendero para evitar que se rieran de él –la interrumpí otra vez.

–Seis meses después se presentó el hermano del cazador, que también se jactaba de serlo y se propuso obtener lo que el otro no había conseguido. Se internó en el bosque y tres noches después salió con su recompensa guardada en un recipiente hermético. Cuando bajó al pueblo, lo primero que hizo fue ingresar a la taberna a presumir su hazaña. Como en aquella historia del tigre de Bengala, aseguró que ya se había quedado sin balas cuando consiguió tener a la bestia precisamente donde la quería, pero no titubeó, se armó de valor y de su inseparable machete, y degolló a su objetivo. Dijo que era un animal como nunca lo había visto antes; medía como tres metros de altura, estaba cubierto de pelo, con orejas largas, hocico prominente, y una pequeña cola como la de algunos canes, gruñía, aullaba y aunque andaba un poco encorvado, se desplazaba sobre sus dos patas traseras. El hombre estaba emocionado, orgulloso y deseoso de enseñarle a todos la cabeza cercenada de tal magnífico animal, pero al abrir el contenedor se topó con la novedad de que no había tal trofeo, sino la cabeza cortada de su propio hermano –dijo y me dejó sin palabras, al mismo tiempo que Nayeli, que recién había regresado, se fue corriendo a vomitar al baño.

–Ahora descansa y no pienses demasiado en estas cosas, agradécele al Creador seguir con vida y ruega porque sigas siendo tú la que huya de la luna llena, o en el mejor de los casos, que todo esto que te he dicho sólo sean historias absurdas de una mente senil, o un mito –dijo, apagó su cigarrillo y me dio un beso en la frente.

-III-

Por más que me propuse no pensar más en ello ni quedarme dormida, no pude evitar sucumbir al cansancio y la fantasía.

Soñé que era de noche y estaba en esa casa con las hermanas Cordero, cuando un aullido nos sobresaltó. Jessel descolgó una escopeta y salió a echar un vistazo. Entonces Nayeli me sujetó del brazo para meterme en un armario y esconderme. Yo no podía hacer nada, era como si mi cuerpo no me perteneciera. De repente se escuchó una detonación y un grito. Estaba aterrada, pero aún así me asomé por la cerradura. Apenas lograba ver algo cuando escuché la voz de Nayeli, que estaba gritando desesperadamente el nombre de su hermana. Entonces la puerta se abrió de golpe y la cabeza de Jessel rodó por el piso. Nayeli dejó escapar un lastimero grito y cuando estaba a punto de salir de mi escondite para ayudarla, una bestia cruzó el umbral de la puerta. Era intimidante, peluda y exhibía con fiereza sus prominentes dientes. En ese instante Nayeli tomó un enorme cuchillo y se lo clavó al animal en las entrañas, pero ya no era una bestia sino yo…

Desperté y a mi lado estaban las dos hermanas, era de noche y Nayeli me preguntó si me sentía bien. Yo estaba bañada en sudor y les dije que no, pero cuando me dispuse a contarles mi sueño, Jessel me interrumpió.

–Ya pronto te sentirás mejor.

Descorrió las cortinas y dejó que la luz de la luna iluminara la habitación.

–Que suerte que despertaste o te hubieras perdido la mejor experiencia de tu vida –dijo Nayeli y Jessel asintió con la cabeza.

Entonces las dos empezaron a convulsionarse y llenarse de pelo. Desgarraron sus ropas, dejándome ver cómo los huesos y músculos crecían por debajo de su piel. Poco a poco y entre gritos de dolor y gemidos, ante mis ojos dejaron de ser dos dulces viejecitas, para convertirse en un par de monstruosas criaturas peludas, de ojos brillantes y colmillos sobresalientes.

Yo estaba conmocionada, pero en mi desesperación intenté protegerme con lo que fuera y me cubrí la cabeza con la delicada sábana. Cerré los ojos y esperé lo peor, pero eso no ocurría. Entonces me despojé de mi inútil barrera y noté que ese par de bestias sólo se me quedaban viendo, como si esperaran algo de mí.

Afuera se podía escuchar que había más criaturas como ellas, una jauría entera que gruñía y aullaba a la luz de la luna. En ese momento me di por vencida y empecé a llorar. Pero no eran lágrimas lo que brotaban de mis ojos, sino sangre. Todo el cuerpo empezó a dolerme y pude sentir en carne propia la metamorfosis de la que hacía un instante sólo había sido testigo. Algo ardía en mi corazón y se esparcía por las venas hasta el más ínfimo rincón de mi cuerpo. Los huesos tronaban, los músculos se contraían y estiraban al máximo, mientras mi piel lampiña desaparecía en una maraña de pelo que no dejaba de salir por los poros. Podía sentir cómo los huesos de mi cráneo se desacomodaban y reagrupaban de otra manera, la quijada se me salía, y donde antes estaba mi boca, se alzaba un prominente hocico. Tenía hambre… pero me sentía poderosa, imparable y libre.

–¡Arriba dormilona! Que ya es la hora de comer –me despertó Jessel con una pequeña campanita.

Todo había sido un sueño y apenas pasaban de las tres de la tarde.

–Veo que todo lo que te conté esta mañana no logró espantarte el sueño y me alegro. Aunque por el aspecto de las sábanas, tampoco parece que hayas dormido muy placenteramente. ¿Tuviste pesadillas? –inquirió con dulzura y yo asentí tímidamente.

–De corazón espero que ese mal sueño se quede entre las sábanas, para que de un buen sacudón lo ahuyentemos para siempre. ¿Qué te parece? –preguntó mientras agitaba con fuerza la sábana en la ventana abierta.

–Ya está. Ahora a comer, que de seguro has de tener mucha hambre.

-IV-

Después de terminar la sopa y aún saboreándome el jugoso trozo de carne que me habían servido, les hablé de mis sueños…

Jessel estaba apenada y no encontraba dónde esconder la mirada, mientras que Nayeli se veía molesta con la hermana, por haberme provocado ese tipo de pesadillas.

            –No te enojes con ella, sólo respondió a mi pregunta. La culpa es mía por haber dejado que sus historias me afectaran tanto. Pero ahora, entre los rayos del sol y mis dos ángeles guardianes, no creo que nada se atreva a molestarme –les dije y besé a las dos en la frente.

            –¿Y me veía muy feroz con colmillos? –inquirió juguetonamente Jessel.

            –Ya basta de eso o la que tendrá pesadillas seré yo –dijo molesta Nayeli y se paró de la mesa, mientras yo le contestaba a su hermana que sí, que realmente se veía intimidante.

            –¡Bueno, bueno! ¡Ya estuvo bien con ustedes dos! –dijo Nayeli, que regresaba con un sorbete que había preparado como postre.

–Espero que ya estén más relajadas, porque creo que sería una buena idea que al terminar esta delicia bajemos al pueblo a desquitar las calorías, espantar los malos sueños y en una de esas despejar la mente y aclarar la memoria –dijo volteándome a ver, y sirviéndome una buena porción de postre en un tazón.

-V-

El pueblo estaba como a treinta minutos y yo me sentía de maravilla. Era como si no fuera una extraña, ni para mí misma, como si nada malo fuera a ocurrir, y ese vago recuerdo de sangre y muerte no fuera sino otra pesadilla.

La explanada de la plaza central estaba llena de personas que paseaban con la familia y mascotas, comían helado o arrojaban arroz a las palomas. En el centro había un hermoso kiosco donde un grupo de músicos ensayaban una pieza. Había pintores que llenaban de luces sus lienzos, retratando los numerosos árboles, las coloridas aves, uno que otro rostro y hasta a los desatinados músicos, que por más que lo intentaban no parecían obtener buenos resultados.

            Se podía respirar tranquilidad y camaradería, todos se deseaban las “buenas tardes” con agrado y confianza. Jessel sacó su encendedor y Nayeli la contravino con “no irás a fumarte otro cigarrillo ¿verdad?”

–Ya te fumaste como tres este día y recuerda que el médico te los prohibió definitivamente. ¿Acaso quieres darme otro susto como el que me diste el mes pasado? ¿De qué sirve que cuide lo que comes, cuando el problema está en lo que “respiras”? –agregó Nayeli.

–Está bien, con tal de que te calles no fumaré más por este día. De hecho, te hago entrega de mis cigarrillos y tú (dirigiéndose a mí) habrás de guardar mi encendedor –dijo y me lo guardó en una de las bolsas de mi vestido, mientras que Nayeli arrojaba la cajetilla a la basura, sin que Jessel lo notara.

Luego tomamos asiento en una banca y Nayeli nos indicó con la mirada la presencia de Yadira, una vieja amiga suya que paseaba con sus cinco perritos.

            –Aquí viene, deja te la presento…, aunque no sé cómo te llamas –dijo Jessel, un poco apenada.

            –No te preocupes, si tu amiga es de confianza no creo que le cueste trabajo entender mi situación, de igual forma es posible que pueda ser de utilidad, quizás ella me ha visto antes por aquí –dije y las dos hermanas estuvieron de acuerdo.

            Yadira ya estaba muy cerca cuando sus perros se volvieron locos, no dejaban de ladrarme, gruñirme y correr despavoridos. Estaban tan aterrados con mi presencia que parecía que les iba a dar un infarto, por lo que decidí alejarme de ellos. Me disculpé con las dos hermanas y su amiga, y me metí a la iglesia.

            Adentro empecé a llorar, estaba apenada, confundida y me sentía fuera de lugar. Ya no era la misma de hacía un rato, e ignoraba si me seguía pareciendo a la que fui antes de perder la memoria. Entonces alguien posó su mano en mi hombro.

Al voltear vi que era una anciana que estaba sentada atrás de mí. Tenía un manto negro en la cabeza, un bastón y parecía estar ciega.

            –Discúlpeme, no la vi y lamento haber interrumpido sus oraciones con mi presencia –dije y me dispuse a marcharme, pero aquella mujer me detuvo del brazo.

            –No te aflijas, ni te engañes –dijo al tiempo que pasó su palma por mi rostro.

–Algunos animales pueden ver, oír, u oler cosas que otros ni nos imaginamos. Mis oídos me pueden engañar con tu dulce voz y hacerme pensar que estoy ante la presencia de un ángel. Mi tacto se puede confundir con tus lágrimas resbalando sobre tu delicado rostro y quizás hasta pueda pensar que estoy delante de la mismísima virgen. Si pudiera ver no creo que mis ojos tuvieran un mejor juicio que mis otros dos sentidos. Pero puedo oler, y tu aroma no es propio de los seres celestes. Huelo tu perfume, un poco de jabón y sudor, pero lo que más percibo es tu hedor a muerte. Es eso lo que altera a los animales, el aroma del cazador paseándose como un cordero más entre un rebaño confiado e inexperto –dijo y apretó con fuerza su mano hasta enterrarme las uñas.

            –¡Suélteme! ¿Acaso está loca? –le grité y retiré mi brazo.

            –Sí, ahora te puedo oler mejor –dijo mientras aproximaba sus dedos a la nariz.

–Tu sangre no puede ocultar lo que cargas contigo. Tu peste es inconfundible, pero muy pocos la conocemos y hemos vivido para contarlo. No recuerdo la mirada de mi padre o el color de ojos de mi madre, pero recuerdo haber visto su sangre esparcida y sus cuerpos devorados. No sé si mis hermanos y hermanas jugaban conmigo o si éramos felices, pero sus ojos asustados y gritos de angustia son un recuerdo que no borraré de mi memoria. Son profundas cicatrices que nunca habrán de sanar. Pesadillas que aún me aterrorizan por las noches. Percepciones que jamás olvidaré, como tu aroma e imagen, la última que mis ojos pudieron observar; intimidante, majestuosa, cubierta de pelo, garras y dientes, soberbia e imbatible mientras masacrabas a mi familia, satisfaciendo tu sed y hambre con su sangre, carne y huesos –dijo con un tono de voz que me hizo estremecer.

Me alejé lo más rápido que pude de ella, pero aún podía escuchar que me gritaba.

Decía que estaba marcada, que la muerte era mi compañera de cama y el hedor de la bestia me seguiría donde quiera que fuera.

No seguí escuchando y salí corriendo de la iglesia.

            Jessel y Nayeli me observaron extrañadas y temerosas, pero no me detuve a pesar de que me pedían que lo hiciera. Mi mente estaba en blanco y mi único objetivo era escapar de ese lugar. Sabía que era absurdo todo lo que se me había dicho, pero no podía apartarlo de mi cabeza, al igual que un alud de recuerdos de cuerpos humanos mutilados, ríos de sangre, dolor, gritos y miradas horrorizadas. Imágenes que veía aún con los ojos cerrados, acompañadas de efectos sonoros, aromas, texturas y… sabores.

Era una locura, pero cada vez me parecía más plausible la idea de que todas esas historias no fueran meras supercherías. Con cada paso que daba al interior del bosque, y cada animal que huía al detectar mi presencia, sentía como si me estuviera hundiendo en un océano de soledad y muerte. Era ridículo que pudiera estar considerando la idea de ser una “bestia mítica”, pero las sensaciones que me acompañaban eran confusas.

            Tal vez ya era tiempo de que me fuera haciendo a la idea. Pensé que quizás había llegado el momento de afrontar mi destino y develar las respuestas que se habían estado ocultando tras un manto de oscuridad, miedo y muerte. Era tiempo de regresar a la cueva de la que había escapado antes y averiguar si sólo eran animales muertos los que me rodeaban con su pestilencia.

-VI-

Con auxilio de una memoria que trascendía por entero mi comprensión, llegué a la cueva donde había despertado. El olor era familiar e insoportable. El sentido común me aconsejaba olvidar esa locura y volver con Jessel y Nayeli, pero algo muy dentro de mí me decía que no había otro sitio a donde ir que la oscuridad bajo tierra. Entonces entré del mismo modo que había salido; a gatas.

            La luz había abandonado mis ojos y la humedad me hacia sentir como una lombriz que regresaba a casa. Tal vez aún era tiempo de volver atrás y olvidarme de esto. Si había podido borrar por completo quién era o de dónde venía, ¿por qué no erradicar esto también de mi cabeza? Aún no era tarde para salir, pero cada vez me internaba más adentro.

            No sé por cuanto tiempo anduve a gatas, pero se me hizo eterno, tal vez porque era mayor mi premura por salir, que la que tenía por regresar a ese sitio, pero avancé hasta que no tuve más a donde ir y aquí sigo, aguantándome las nauseas y tratando de no palpar demasiado entre las piedras y los restos viscosos.

            La oscuridad, humedad y olor a muerte siguen conmigo, mientras yo aún ignoro qué es lo que estoy esperando.

Ya hace un buen rato que estoy aquí, pero la luz no es suficiente para aclimatar mis ojos y poder ver lo que me rodea.

–¡Pero que tonta soy! –me digo al darme cuenta de que aún traía el encendedor de Jessel conmigo.

Entonces, con la esperanza de no encontrarme con algo volátil, acciono la chispa y veo horrorizada un sin fin de restos humanos mutilados.

            No miro más y salgo corriendo de ahí, simplemente no es posible que yo hubiera hecho todo esto. Debe tratarse de un error. Como sea, no tengo tiempo para aclaraciones, aunque parece que mi estómago aún tiene algo que dejar atrás. Ya no me importa gatear entre mi vómito, sólo me interesa salir de aquí, y de una sola pieza, pero quizás ya sea demasiado tarde.

            Un gruñido, que esta vez no proviene de mi sistema digestivo, detiene mi marcha. Quiero hacerme pequeñita hasta el punto mismo de desaparecer, pero no puedo. Estoy bañada en sangre, sudor, restos humanos y lo que mi estómago aún guardaba de la comida.

En este momento cómo quisiera no haber regresado aquí nunca, pero ya no queda nada por hacer, pues siento cómo unas enormes garras me toman de la cabeza y me arrastran por el largo túnel que conduce al exterior.

Me duele todo…, pero sé que habrá de venir lo peor. Afuera hay luna llena y el miedo que tenía de convertirme en monstruo bajo su influjo, palidece ante la verdadera bestia.

Tal como me lo había descrito la anciana de la iglesia, aquella criatura está completamente cubierta de pelo, dotada de poderosas garras, filosos dientes que le sobresalen de un prominente hocico, y un par de ojos brillantes. Luce imponente, intimidante e invencible ante la luz de la luna, y no puedo evitar sentirme como una tonta que se sintió una amenazante cazadora… cuando nunca fui otra cosa más que el postre.      

No hay comentarios:

Publicar un comentario