lunes, 21 de noviembre de 2011

El arete

Aún recuerdo cuando Susana y yo llevamos a nuestra hija Perla, de sólo un año de edad, a que le perforaran sus delicadas orejas para ponerle sus primeros aretes. Yo no estaba muy seguro de estar haciendo lo correcto, y hubiera preferido esperar a que mi niña creciera lo suficiente para que fuera ella quien tomara esa decisión, pero Susana decía que un año ya era haber esperado demasiado.

            Para la ocasión le compramos a Perla un oso de peluche, mucho más grande que ella, y lo principal, unos hermosos aretitos de oro en forma de media luna. El procedimiento no pareció incomodar demasiado a nuestra pequeña, quien apenas dejó escapar un pequeño gemido y una solitaria lágrima. Quisiera decir que fue lo mismo para mí, pero la verdad es que pasé unos de los segundos más angustiantes de toda mi vida. Yo no quería que nada profanara su piel y mucho menos una aguja, pero se veía tan linda con sus diminutos aretitos que me sentí como un tonto al no haber aceptado antes.

            Desde ese día a la fecha han pasado casi quince años, pero los aretitos siempre fueron parte importante de su atuendo, hasta que hace sólo unas cuantas semanas se extravió uno, y aunque lo buscamos por todas partes no habíamos podido dar con él.

Susana y yo tomamos la pérdida como el cierre simbólico de un ciclo, porque aunque Perla sigue siendo “nuestra niña”, no ignoramos que cada día que pasa ella se está convirtiendo en toda una mujer, independiente, rebelde y emprendedora, con más orificios en las orejas que dedos en una mano.

Desde que Perla cumpliera los trece y decidiera ponerse más de un arete por oreja, su madre siempre estuvo con ella, cómplice ante mi silencio, por lo que me sorprendió un poco que acudiera a mí para que la acompañara a hacerse un orificio más.

            –Espero que no estés pensando perforarte la nariz, porque en las orejas no veo más espacio –le dije en tono de broma.

            –¡Papá! ¡Claro que no! Sólo quiero que estés conmigo en esta ocasión.

            Ante tal argumento me quedé sin objeciones, al tiempo que me convertí en jalea, salvo por una única neurona que se negaba a sucumbir ante sus palabras y me atreví a preguntarle:

–¿Qué opina tu madre al respecto?

            –Ella no quiere acompañarme y no está de acuerdo con que me haga un piercing.

–Un… ¿qué?

–¡Ay! Una perforación en la piel. Pero sé que tú siempre has respetado mi opinión, confiado en mi buen juicio y apoyado en todo lo que he decidido hacer…

No dejé que dijera más y la detuve con la mano, porque ante tal despliegue de adulaciones, las demás neuronas salieron de su hipnosis y pregunté:

            –Pues ¿dónde te piensas hacer la perforación?

            Ella guardó silencio y pareció buscar la respuesta en el techo, las paredes y el piso. Tomó un respiro y susurró:

            –Aquí –dijo, levantándose un poco la blusa y señalando su ombligo.

            –¡Estás loca! Sé que ya no eres una niña, pero ¿para qué demonios quieres un orificio en el ombligo? ¿Qué no te basta con el que ya tienes?

            –¡Papá! ¡Ahora ya estás hablando igual que mamá!

            –¡Pues ya era hora de que los dos estuviéramos de acuerdo en algo!

            –¡Pero tú no eres así! Mamá siempre me sobreprotege, pero tú…

            –¿Yo? Yo soy “el tonto” que basta con que le hablen bonito o sonrían un poco para que acceda a absolutamente todo ¿o no?

            –¡No! ¡Nada de eso! La diferencia es que tú confías en mí. No es que mamá no lo haga, pero creo que tú lo haces más.

            Nos quedamos callados unos cinco minutos, aunque me parecieron horas, hasta que mi fortaleza se desmoronó ante su mirada triste y abrí los brazos para confortar a “mi niña”.

            De camino al lugar donde habrían de realizarle la perforación, no dijimos casi nada. Dejamos que la radio del coche llenara los minutos de silencio, e ignoro lo que estuviera pensando ella, pero yo no dejaba de especular sobre las múltiples razones por las que Perla pudiera querer hacer eso con su ombligo. No pensaba que fuera por pura moda, o para imitar a alguna de sus amigas, ella era más lista que eso y no se dejaba llevar por los demás. Tampoco creía que sólo se tratara de vanidad, pues mi hija no era de las chicas que anduviera mostrando su ombligo por todos lados. Pero los tiempos cambian y lo que antes era de mal gusto ahora está bien visto, de igual modo, ella ya no es más una niña y quizás ahora tuviera el pretexto ideal para empezar a usar “ombligueras”.

            Al llegar al local me llevé la primera sorpresa, agradable por suerte, ya que el lugar no era como me lo imaginaba, pues yo pensaba encontrar un local con imágenes satánicas por todos lados y un tipo fumando marihuana en el mostrador. Se veía todo limpio, y aunque la chica encargada tenía más dibujos tatuados sobre la piel que la Capilla Sixtina, y al menos un kilo extra de puro metal perforando su cuerpo, no lucía desagradable y aunque me cueste admitirlo, hasta me resultó atractiva.

            Sin mucho preámbulo, Perla se dirigió a la encargada y le dio los detalles de sus intenciones, mientras yo sacaba la billetera, sólo para embolsármela otra vez, pues mi hija ya había dejado sobre el mostrador un par de billetes.

–¿Ya traes el pendiente para el piercing o quieres escoger uno de los que aquí tengo? –preguntó la vendedora.

–No, aquí guardo el mío –dijo Perla y de la bolsa derecha de su pantalón extrajo un pequeñísimo cofrecito que le entregó a la joven.

            –Papá, si estás nervioso puedes esperarme aquí, por mí no hay problema, sólo será un minuto –agregó muy segura de sí misma, ante mi palidez.

            –Nada de eso, si ya te acompañé hasta aquí, no veo por que habría de dejarte sola ahora.

            –No se preocupe señor, que hace mucho tiempo que no se nos muere un cliente –dijo la encargada, y no sé que mirada puse que se disculpó de inmediato, al tiempo que me aclaró que sólo se trataba de una broma.

            –Mejor sí te espero aquí –dije y Perla me regaló un beso en la mejilla y una sonrisa.

            –Señor, no se ponga muy cómodo, que se la devolveré enseguida –dijo la joven y las dos entraron a una habitación.

            Me senté resignado, y después de hojear un folleto del local, saqué el teléfono celular para hablar con Susana, pero apenas estaba marcando, cuando mi hija ya estaba afuera, con una sonrisa que apenas le cabía en la cara.

            –Vámonos papá, te dije que sería muy rápido –señaló y me abrazó muy contenta, cancelé la llamada, nos despedimos de la encargada y salimos de ahí.

Ya en el coche y con la misma mirada que tenía cuando me regaló el primer pastel que preparara con sus propias manos, me dijo:

–¿Quieres ver cómo quedó, o te esperas a verlo con mamá?

–Bueno, creo que merezco la primicia.

–Lo mismo pienso yo –dijo y me enseñó su ombligo.

Yo no pude evitar que mis ojos se humedecieran y me embargara la nostalgia, al ver a aquel aretito perdido con forma de media luna, ahora alojado en su nuevo hogar.

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