viernes, 18 de noviembre de 2011

El fuego del dragón

El espejo

-I-

A mi alcance tengo el poder más grande que cualquier mortal pudiera querer. Pero no lo quiero, al menos ya no. Quizás por el simple hecho de que ya no soy un mortal.

Mi nombre es irrelevante, pues no hay nadie a mi lado que pueda pronunciarlo de nuevo. Hace siglos (quizás milenios) yo era el mago más poderoso que caminara sobre estas tierras. Era el hijo preferido de Draco; el dragón más viejo y sabio de la región. Él no era realmente mi padre, pero fue la única figura paterna que tuve en la vida. Las nodrizas que estuvieron a cargo de mi crianza solían decir que él me había encontrado abandonado entre unos cascarones rotos, en una madriguera de dragones. Ahí había ocurrido una masacre. Un grupo de cazadores habían encontrado el nido y destruido uno a uno todos los huevos ahí presentes. Hasta que mi maestro los descubrió y los perpetradores fueron consumidos por su aliento de fuego.

            Ningún cazador salió con vida, pero tampoco se pudo rescatar ningún huevo. Mi mentor había llegado demasiado tarde. Pero entre los cascarones me encontró a mí. Sin una sola quemadura o rasguño. Tal vez intrigado por mi presencia en ese lugar o resistencia a su implacable aliento, Draco prefirió cuidar de mí en vez de acabar conmigo. Permitiéndome de esa manera, y al paso de los años, el que me convirtiera en su aprendiz.

            Él me enseñó todo lo que sé de magia, lo demás se lo dejó a su harén de servidoras; mis madres. Ellas me enseñaron a caminar y desenvolverme entre los mortales, en tanto que él me instruyó a invocar las fuerzas de la naturaleza y hablarles de tú a los dioses.

Conforme fueron pasando los años, dejé de ser el protegido de mi maestro, para convertirme en su protector. Aunque ante mis ojos él siempre sería el más poderoso de los dos.

Cuando era niño nadie se atrevía a meterse conmigo por temor a la ira de mi padre. Una vez crecido, le tenían más miedo a mis habilidades mágicas que al fuego del dragón.

-II-

El agua, el aire, la tierra y el fuego se volvieron mis aliados naturales. Era capaz de invocar a la lluvia, el viento, los terremotos e incendios con sólo desearlo, canalizando mi energía a través de algún objeto sagrado. Asimismo, podía combinarlos y crear huracanes, tormentas, lluvia de estrellas, o atraer meteoritos sobre las cabezas de los enemigos de mi padre. Ningún cazador de dragones volvió a internarse en los dominios de mi Señor. Ni siquiera la corona se atrevía a mandar a sus tropas. Así como tampoco era necesaria la marca del desollador para alejar a los asesinos y delincuentes de nuestras tierras.

            Muy pronto el palacio de mi padre se convirtió en el bastión de sabiduría y poder más importante de este mundo. De todas partes del orbe, los magos, brujos y hechiceras más poderosas se hacían presentes. Desde curanderos troles hasta nigromantes elfos, pasando por hadas, gnomos y duendes. Todos ellos con un poder inigualable. Sin embargo, sus habilidades mágicas estaban sujetas a algún objeto; piedras, báculos, capuchas, anillos, pulseras, dijes, escudos, etcétera. De tal suerte que sin estos elementos eran incapaces de canalizar sus habilidades. Por desgracia esta debilidad era algo que compartía con todos ellos.

            Yo quería conocer el verdadero poder, sin necesidad de piedras mágicas. Quería sentir la fuerza del cosmos en mis manos. Pero ese conocimiento no lo habría de encontrar en ese lugar. Por lo que decidí partir en búsqueda de mi destino, aunque esto implicara no regresar nunca más a las plácidas tierras del dragón.

-III-

Por años recorrí el mundo mortal y etéreo, pero no encontré nada que no hubiera visto en el palacio de mi padre. Eran comunes las historias acerca de objetos mágicos, pero nadie sabía nada de la magia en sí misma. Era como si tener ese tipo de conocimiento resultara vedado para todos los mortales.

            Estaba a punto de darme por vencido cuando escuché a un par de borrachos hablar de “la entidad más poderosa del mundo”. Tomando en cuenta su estado etílico no le presté mucha importancia a sus afirmaciones, pero lo que alcancé a escuchar era demasiado sorprendente para dejarlo pasar. Aquellos hombres hablaban de un ente que era capaz de desprender las montañas de sus cimientos con sólo desearlo. Podía hacer que lloviera fuego del cielo y congelar en el tiempo la llama más poderosa e infatigable. Decían que el poder del universo reposaba en sí mismo y fluía con libertad a través de su esencia.

            No soporté la curiosidad por más tiempo y les pregunté dónde es que podía encontrarme con ese ser. Ellos no sabían qué decir, quedaron mudos, se miraron entre sí un poco desconcertados, y echaron a reír. Me sentí como un tonto por haber creído en su absurda historia y me alejé de ellos. Pero no había dado ni cinco pasos cuando un anciano me tomó del brazo y dijo:

–Si realmente quieres encontrarte con el ente más poderoso del mundo, deberás dirigirte al “Valle de las sombras”. En su cordillera nevada habrás de localizar la “Montaña negra”, la reconocerás porque es la única que no alberga nieve en sus laderas. En su cúspide encontrarás un cráter por el que tendrás que ingresar al corazón de la montaña. Ahí adentro, aquello que buscas te estará esperando. Pero te advierto que el camino no habrá de ser sencillo, y en el interior del cráter te toparás con las más sanguinarias criaturas que puedas imaginarte.

–¿Cómo es que sabes todo eso? –le pregunté.

–No lo sé. Sólo te dije lo que he oído y advertido lo mismo que me han aconsejado aquellos que me lo dijeron, nada más. Nunca he estado ahí y espero nunca tener que visitar ese sitio. Yo sólo respondí tu pregunta y ahora me tomo la libertad de pedirte, sin conocerte siquiera, que no vayas. Hay fuerzas que más nos valdría no conocer nunca –dijo y se fue agachando la cabeza.

Me limité a prestar atención en la ruta que tendría que seguir, y no hice caso a ninguna de sus advertencias. Si el ente más poderoso del mundo vivía en ese cráter, yo habría de dar con él, aunque se me fuera la vida en el proceso. Y así fue.

-IV-

Cuando eres capaz de manipular la tierra que soporta tus pisadas, nada queda demasiado lejos. No me demoré ni un ciclo lunar en llegar a la Montaña negra. El Valle de las sombras era un territorio desolador, rodeado de árboles muertos y lagunas secas, pero era un paraíso en comparación con lo que tenía delante de mí.

Estar parado frente a esa montaña era como observarle los ojos a la propia muerte, y tener que aguantar su mirada. Los vapores que emanaba su cráter eran densos e intimidantes, pero no podía renunciar en ese momento. Tenía que entrar. Apreté con fuerza mi báculo y me perdí en la oscuridad de sus fauces humeantes.

            Invoqué una bola de fuego para iluminar mi camino, pero no fue suficiente. Me concentré aún más y formé una bola más grande, pero sólo parecía una pequeña chispa en una noche oscura y nebulosa. De mi morral saqué una piedra de luz y en conjunción con mi báculo, pude crear una gigantesca esfera de energía que me alumbró lo suficiente para seguir adelante.

            El terreno era escabroso y casi intransitable, pero no podía volver. No quería renunciar en ese momento. Después de bajar, por no sé cuánto tiempo, llegué a los pies de una escalinata iluminada por centenares de antorchas y calderos encendidos. Dispersé la esfera y seguí mi camino. Entonces noté que las hogueras se prendían adelantándose a mis pasos, y apagaban cuando las había dejado atrás. Como si mi presencia las estimulara de alguna manera.

            Después de subir por las escaleras me topé con un largo pasillo. Era como estar en un puente rodeado de un río de oscuridad pura. Conforme avanzaba me pareció que aquel corredor emergía cuando me acercaba a su borde y se volvía a hundir cuando me alejaba de ahí. A los lados había unos gigantescos arcos de piedra que en contraste con la oscuridad reinante, parecían estar soportando el peso de la bóveda celeste. Sentía como si todo eso respondiera a mi presencia, como si me hubiese reconocido y me estuviera dando la bienvenida.

            Pero no todo era favorable, porque desde la acuosa oscuridad que me rodeaba, empezaron a emerger todo tipo de criaturas monstruosas que se arrastraban, o plantaban imponentes ante mí. Eran bestias sin una forma definida que parecían mutar cada vez que las miraba. Por momentos eran como la arcilla fresca, pero si desviaba la vista, cuando volvía a ellas eran de vísceras y sangre. Todas gemían y gruñían a mi alrededor. Eran demasiadas y mi magia no parecía afectarlas en nada. Con cada bola de fuego, destello de energía o ventarrón que invocaba, las criaturas se multiplicaban hasta que me rodearon y me sumergieron en su propia oscuridad.

No podía ver, sentir, oír, u oler nada. Sólo percibía la oscuridad más profunda y eterna que alguna vez hubiera experimentado. De repente… Nada. Así como habían surgido, de un momento a otro ya no había ni una sola de esas bestias a mi alrededor. Estaba completamente solo en aquel pasillo infinito.

            Entonces seguí caminando hasta que ya no pude más y me derrumbé de cansancio.

-V-

Cuando desperté ya no estaba en el mismo sitio. Era como si algo me hubiera trasladado a otro lugar, pero dentro de la misma grieta. O quizás la fatiga me había impedido ver el final de aquel corredor y el umbral de mi tan esperado destino; unas escaleras que subían hasta una plataforma que brillaba más fuerte que el mismo sol.

            Rápidamente me puse de pie y subí las escaleras hasta llegar a aquel lugar elevado. Yo no podía ver nada más que la cegadora luz. De repente la luminosidad cedió, y ante mí pude ver por primera vez todo aquel escenario. El pasillo no era ese camino recto que había supuesto, sino un intrincado espiral gigantesco que rodeaba todo el lugar. El río de oscuridad que me cercaba, yacía plácido como aceite y las criaturas que lo habitaban sólo asomaban un poco la cabeza y se volvían a perder en las sombrías aguas.

            En la plataforma no había nada más que un espejo viejo colgado de ninguna parte, levitando en el vacío. Me sentí defraudado. Había buscado e invertido tanto tiempo para nada. Pensé que quizás aquel ente nunca había estado en ese lugar. Creí que ni siquiera existía.

Pero me equivoqué. Porque ahí estaba y no era otro más que yo. De mis propias manos brotaba la luz que iluminaba toda la caverna, y no tenía nada más que pensarlo para cambiar cualquier aspecto en su interior.

            Con sólo proponérmelo pude hacer que de la fría piedra brotaran un sin número de luceros, sin tener que sujetar mi báculo o alguna de mis gemas. Aquellas criaturas deformes se convirtieron en luciérnagas que revoloteaban por entre los arcos de piedra. En fin, podía hacer lo que quisiera. Pensé que había obtenido mi objetivo, que era poseedor de la magia más pura; aquella que podía transmitir sin necesidad de algún tipo de artilugio u objeto.

Pero una vez más, estaba equivocado. Porque cuando abandoné aquella plataforma todo volvió a ser como antes. El poder no provenía de mí, sino del espejo.

            Lleno de rabia e impotencia recogí mi báculo y me acerqué al espejo con la firme idea de hacerlo pedazos, pero tan pronto estuve lo suficientemente cerca para ver mi rostro reflejado en su superficie, eso fue precisamente lo único que no vi. Según el espejo yo no estaba ahí. Todo se proyectaba vívidamente, salvo mi imagen. Mas no era un problema con el espejo, pues tampoco pude encontrar mi rostro reflejado en ninguna de las brillantes piedras mágicas que cargaba conmigo.

            Traté de abandonar ese lugar, pero cada vez que intentaba bajar las escaleras, sentía cómo la energía se escapaba de mi cuerpo. En la plataforma podía hacer que el río oscuro se volviera sangre vaporosa o fuego líquido, pero lejos del espejo no era capaz ni de dar un paso.

-VI-

Ya no soy el mago más poderoso que anduviera por estas tierras, aunque sería capaz de apagar el sol de un soplido, si me lo propusiera. Mi nombre no importa, no hay nadie alrededor que pueda repetirlo. No soy ni una sombra de lo que fui o siquiera un reflejo. Ya no soy un mortal… sólo soy un espejo que cuelga en el vacío.

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