viernes, 18 de noviembre de 2011

El fuego del dragón

La sirena

-I-

Por más años de los que he de estar dispuesto a admitir en público, he vivido entre gigantes, elfos, magos, dragones y enanos. Siendo estos últimos con los que más he convivido, por el simple hecho de que soy uno de ellos. Pero desde hace varias cosechas mi vida ha cambiado radicalmente. Nunca fui un enano aventurero, pero la primera vez que me embarqué (literalmente) en una, ésta me cambió la vida de un modo irreversible.

            Todo empezó hace algún tiempo cuando fui a la “Laguna de los susurros” a pescar algo sabroso que desayunar. Como cada día, tomé mi caña, la hielera, un botecito con carnada, mi inseparable anzuelo de la buena suerte y salí antes de que despuntara el sol. No había ni una sola nube en el cielo y la luna brillaba con todo su esplendor en lo más alto. El viento apenas despeinaba las copas más elevadas de los árboles y el crujir de las hojas secas me hizo compañía hasta llegar a mi destino, mientras los gigantes del bosque aún dormían y roncaba plácidamente a todo pulmón. 

            La laguna parecía un espejo de agua. Sólo las ranas se atrevían a romper su tranquilidad, brincando de un lado a otro sobre las hojas de los lirios. Era casi un delito romper con esa danza saltarina, pero si quería pescar algo bueno tenía que empezar temprano. Me acomodé sobre una roca en la orilla, engarcé un gusano al anzuelo, extendí la caña y me senté a esperar que algún pez cayera en la trampa.

            Pasaron las horas y las ranas parecían haber tenido más suerte con los mosquitos que yo con los peces, porque mi hielera seguía sin un solo pescado y con más agua helada que hielo. De repente algo sacudió el agua y me dio un susto que casi me tira de espaldas. Recuerdo haber escuchado una risa y volteé a ver de quién se trataba. Era una sirena. Yo nunca había visto una, aunque sí que había escuchado hablar de ellas. Estaba en la orilla atacada de la risa, conciente del susto que me había propinado.

–Así no vas a atrapar ningún pez. Se supone que debes permanecer callado y sin sobresaltos –dijo burlonamente.

Yo la ignoré y recogí la caña.

–No te enojes conmigo, no fue mi intención asustarte y tampoco quise reírme de ti, pero es que te veías tan gracioso que no pude resistirme. ¿Me perdonas? –insistió, pero seguí sin hacerle caso.

Quizás no había visto antes a una sirena, pero sabía que no había que confiar demasiado en ellas, por muy hermosas que pudieran parecer.

–No seas así, perdóname. Mira, como muestra de mi arrepentimiento te voy a dar un consejo para que puedas atrapar muchos peces –dijo y yo dudé por un momento, pero seguí recogiendo mis cosas como si no la hubiera escuchado.

–En la orilla de la laguna hay muy pocos peces o son pequeños y astutos. Pero en el centro los hay por montones y son extremadamente confiados. Bastará con que extiendas tu caña para que saques uno grande y jugoso –dijo.

Ya el sol estaba en lo más alto y yo tenía hambre, por lo que “grande y jugoso” eran atributos que no podía desconocer.

–Está bien, pero ¿cómo le puedo hacer para llegar hasta el centro de la laguna, si no cuento con ninguna embarcación y tampoco sé nadar? –pregunté.

Ella se sonrió y me dijo que le tuviera confianza y montara sobre su espalda.

–Sé que las sirenas no tenemos muy buena fama, pero no todas somos iguales. Dame solo una oportunidad de resarcir la mala impresión que pude haberte causado. Lo digo por el susto que te di, en verdad no quise hacerlo… al menos no tanto. Confía en mí y verás que no te arrepentirás de haberlo hecho –concluyó, y pese a que una vocecita en mi cabeza me decía que me fuera de ahí, acepté su oferta y me monté en su espalda. No cabe duda que una panza hambrienta no es la mejor de las consejeras.

Todo mi cuerpo temblaba de nervios. No podía dejar de pensar qué iba a hacer si la sirena me estaba engañando y sólo buscaba dejarme solo en medio de la laguna.

Para mi sorpresa ella cumplió su palabra y me llevó sano y salvo al lugar acordado. De igual modo, en ningún momento intentó deshacerse de mí, e incluso me ayudó a atrapar un robusto pez de piel lisa y aleta dorsal azul.

–¡Esto es lo más grande que he pescado en mi vida! –le conté emocionado.

Ella me sonrió y se dispuso a regresarme a la orilla.

En el trayecto me dijo llamarse Corazón, aunque prefería que le llamaran “Cora”.

–Así es como me decían de pequeña mis padres y amigos. No es que tenga o tuviera muchos. De hecho en esta región sólo tengo a uno. Aunque primero debí preguntar si querías serlo –dijo y un poco apenada se quedó callada, hasta que le dije que a los verdaderos amigos no se les busca, pues ellos aparecen solos, sobre todo cuando más se les necesita.

Ella sonrió complacida y siguió navegando conmigo a cuestas.

Ya en tierra firme me olvidé de la hielera y junté algunas ramas secas para encender una hoguera, secarme un poco y cocinar al pescado ahí mismo. Tenía mucha hambre.

Después de asarlo muy bien por todos lados, y aderezarlo con unas cuantas hojas de olor, compartí la pesca con mi nueva amiga. Ella dijo que nunca antes había comido uno de esa manera, pero se mostró complacida con su sabor.

Nos despedimos cordialmente y quedamos de vernos al día siguiente. Ya no para pescar, sino para conocernos mejor. Además prometí llevarle un pan de fresas que, modestia aparte, me sale exquisito.

-II-

Por varias lunas consecutivas acudí puntual a mi cita con Cora, hasta el día en que ella dejó de asistir. Primero no me preocupé, pensé que quizás se había entretenido en alguna otra cosa. Pero después de tres noches me consternó un poco su ausencia. Sobre todo porque empecé a tener unos sueños muy extraños, donde la veía varada con la aleta lastimada en una caverna oscura y fría. Sabía que no podía tratarse de una simple pesadilla. Tenía que ser un mensaje que me estaba enviando ella para que fuera a ayudarla. Pero no sabía por dónde empezar a buscarla.

            Lo primero que hice fue construir una pequeña embarcación. Sabía que Cora no salía del agua y que si estaba varada en alguna caverna, debió de haber llegado a través de la misma laguna. Por lo que tenía que buscarla ahí, así tuviera que surcarla por completo y en más de una ocasión. Era una superficie muy amplia, pero por una amiga valía la pena cualquier esfuerzo que se pudiera hacer por encontrarla.

            Desde que embarqué me dispuse a no volver a tierra hasta dar con Cora. Por lo que me despedí de la aldea y me abastecí con todo lo que mi pequeña embarcación pudo cargar.

-III-

De un extremo al otro recorrí cada rincón de la laguna, hasta llegar a aquellas salientes que no aparecían en mis mapas de navegación. En ese momento aprendí que en este mundo existen más cosas de las que se puede tener algún tipo de registro.

            Pasaron varias noches, pero encontré a Cora en una remota cueva que alimenta de agua a la laguna, a través de un río subterráneo. Ella estaba inconciente, apunto de perecer de hambre y frío. Pero logró reconocerme.

Como pude, la acerqué a la orilla, donde el agua apenas la golpeaba un poco, y empleando mi piedra de fuego logré que regresara el rubor a sus pálidas mejillas. Después le di de comer lo poco que me quedaba, y humedecí su cuerpo con una pequeña jícara que llevaba conmigo.

            Ya más recuperada, Cora me contó que la corriente la había atrapado y arrastrado hasta esa caverna. Estaba adolorida, confundida y con la aleta lastimada, por lo que no podía salir de ahí.

–Si no fuera por ti, seguramente habría muerto aquí mismo… y sola –dijo entre lágrimas y me dio un fuerte abrazo.

–Tenías razón, a los amigos no se les busca, pues ellos aparecen cuando más se les necesita...  –pronunció sollozando en mi hombro.

–¿Qué otra cosa podría hacer? Ni modo de resignarme a perder a mi mejor compañera de pesca –le dije y se rió conmigo.

            Su aleta aún estaba lastimada, por lo que no podía salir de ahí nadando. Entonces se me ocurrió inundar un poco mi embarcación, para que ella abordara y no se deshidratara demasiado, hasta llegar a un lugar más confortable.

Pero tan pronto abordamos los dos, la misma corriente que la había llevado hasta ese lugar, nos engulló y sin ningún control sobre el navío nos arrastró por todo el río subterráneo.

-IV-

Cuando recobré la conciencia estábamos encallados en una roca, entre dos corrientes y un enorme cañón. Cora estaba inconciente pero no lucía mal herida. Traté de hacerla volver en sí, cuando algo más llamó mi atención. No estábamos solos. Además de una vegetación que nunca antes vi por mi aldea, había algo más; unos lagartos gigantes. Tan grandes como un dragón, pero que a diferencia de ellos que sólo son unos cuantos, éstos se podían contar por millares.

            Por suerte, en ese momento despertó Cora y juntos fuimos testigos de ese sin igual espectáculo. Ninguno de los dos teníamos ni idea de qué eran esas criaturas o dónde estábamos, pero le rogábamos a las estrellas que estos lagartos fueran menos agresivos e inteligentes que sus parientes, y nos ignoraran por completo.

            Con cuidado desembarcamos y como en aquella primera ocasión, me subí a la espalda de Cora para que juntos nadáramos hasta la orilla más cercana. Nuestro objetivo no estaba muy lejos, pero con una aleta lastimada y mis brazos pequeños, llegar ahí fue una verdadera proeza.

            Estábamos asustados, ansiosos y maravillados al mismo tiempo. Nadie en la aldea me hubiera creído si les contara todo lo que había en ese sitio. Las plantas eran enormes, las flores hacían parecer a Cora como una enanita y a mí… bueno… a mí me hacían ver mucho más pequeño de lo que soy, y eso que entre los míos siempre fui considerado “el más alto de los enanos”.

            Aquello era descomunal, no me cabía en los ojos y Cora estaba tan maravillada como yo. Hasta que pasamos del asombro al pánico, cuando uno de esos lagartos nos descubrió y se acercó a nosotros. Cora se alejó nadando y yo de un chapuzón me fui con ella. Fue tanto el miedo que olvidé por completo que no sabía nadar, hasta que el agua que se me metió por la nariz me recordó mi falta de pericia. Entonces ella, al percatarse de mi situación me ayudó llevándome hasta la otra orilla.

Estábamos exhaustos, pero no teníamos tiempo para descansar. Por lo que tomamos una decisión; no nos íbamos a separar.

El problema era que yo no sabía nadar y Cora no estaba en condiciones para cargar conmigo. Por lo que decidimos que fuera yo quien cargara con ella, pero en tierra firme.

Arranqué una hoja gigantesca de la vegetación que nos rodeaba y Cora se puso encima. Yo no sabía nadar, pero sí correr y empujar. Por lo que a manera de una carreta sin ruedas, empujé el improvisado vehículo y nos alejamos de ahí lo más rápido que pude, casi sin mirar hacia delante, y procurando no prestar demasiada atención a las gigantescas pisadas que nos seguían por detrás. Hasta que no sé cómo, pero llegamos a un desfiladero y nos desbarrancamos.

La buena noticia era que la caída no nos había matado. La mala era que la razón de nuestra milagrosa supervivencia, se debía a que habíamos descendido sobre uno de los nidos de esos gigantescos lagartos. Pero lo peor era que la madre nos había visto y no parecía muy contenta de que estuviéramos ahí.

No sé cómo, pero cargué a Cora como si fuera un saco de papas y salí corriendo. Me dolían los brazos, las piernas y espalda, pero sabía que me dolerían aún más si no nos alejábamos rápidamente de ese lugar. Parecía como si todos los lagartos estuvieran detrás de nosotros, porque sus pisadas hacían temblar la tierra bajo nuestros pies, hasta que una densa niebla nos rodeo y poco a poco esas descomunales pisadas me parecieron menos inminentes.

Sin poder ver hacia dónde me dirigía, llegamos hasta un claro en un paso entre dos montañas. Ahí la niebla se disipaba y por fin nos sentimos a salvo. Pero algo nos había seguido hasta ahí; un enorme lagarto de quijada amplia, ojos pequeños y afilados dientes, estaba atrás de nosotros. Yo ya no tenía fuerzas para seguir corriendo y sólo atine a mirar a los ojos asustados de Cora y pedirle perdón por haberle fallado. Ella me miró apenada y se arrastró hasta donde yo estaba para estrecharme entre sus delicados brazos.

Había llegado nuestra hora, no teníamos ninguna esperanza contra esa criatura, y no se veía nada amistosa. Los dos contuvimos la respiración hasta que la bestia atravesó el paso y ocurrió algo que honestamente no esperábamos. La criatura puso un pie fuera de la niebla y tan pronto colocó el otro para lanzarse a atacar, se convirtió en polvo. Así, nada más.

Cora y yo sólo alcanzamos a exhalar el poco aire que nos quedaba y… Creo que me desmayé porque no supe nada más de mí.

-V-

Cuando recobré el sentido, Cora era la que me estaba cuidando ahora. Más o menos, porque no desaprovechó el tiempo y me usó como modelo de peluca, o algo así, porque terminé con todo tipo de trenzas, tanto en la barba como en el pelo.

–Lástima que no tengamos un espejo para que vieras lo “bonito” que te ves de esa manera –dijo y se echó a reír.

No se supone que los enanos nos debamos ver “bonitos”. Somos una raza de guerreros valientes y feroces, por lo que me le quedé viendo muy seriamente hasta que no pude más y también me solté a reír con ella.

            Me seguía doliendo el cuerpo, pero no podíamos permanecer ahí. Teníamos que comer y no sabía por cuánto tiempo más Cora podría permanecer fuera del agua. Por lo que hice acopio de fortaleza y volví a cargarla sobre mis hombros.

            No sé por cuánto tiempo caminé, pero al final encontramos una preciosa laguna donde la bajé. Ella estaba feliz y su aleta estaba mucho mejor. Me agradeció otra vez por haber ido en su búsqueda y se sumergió en pos de un suculento pescado que nos comimos asado, como aquella primera vez.

            Satisfechos y descansados, sólo restaba saber dónde estábamos. No lucía como ningún lugar que conociéramos o que hubiéramos escuchado antes, ni en los relatos de mis ancestros. Por lo que decidí explorar. Le pedí a Cora que averiguara lo que pudiera en la laguna, mientras yo hacía lo propio en tierra.

–Nos vemos aquí mañana. Cuídate mucho –dijo y se despidió de mí.

            El bosque era como el de la aldea, pero un poco menos silvestre. Había un camino de piedra roja que delimitaba el sendero a seguir. Entonces escuché que alguien pedía ayuda; una vocecita chillona que provenía del interior de un viejo árbol seco.

–¡Válgame, en esta región los árboles hablan! –pensé en voz alta, pero la vocecita del interior me sacó del error, cuando se identificó como Rotni “el duende inventor”.

–Entré en este árbol en búsqueda de unas cuantas alimañas para comer, pero creo que comí demasiadas, porque ahora no puedo salir por el mismo hueco –dijo y me pidió que hiciera algo para sacarlo de ese aprieto.

Entonces ubiqué la ranura por la que aquel duende había ingresado, e introduje mis manos para desgarrar la corteza del tronco y hacer más ancha la hendidura.

–Muy bien, eso es suficiente. Tampoco deseo que destroces el árbol completo –dijo y se dispuso a salir del atolladero.

–Gracias por venir a ayudarme. En estos días son muy pocos los que abandonan sus actividades para ayudar a un desconocido. Como ya te había dicho, mi nombre es Rotni y soy un duende muy ingenioso. Invento todo tipo de artilugios y reparo cualquier cosa, si es que no la descompongo antes. De hecho, justo en este momento estaba apunto de probar lo último que he creado, pero preferí comer un poco antes, y bueno… ya sabes el resto. –dijo al momento de sacar una especie de mochila plateada del interior de un costal mucho más pequeño.

–¿Cómo le hiciste para sacar esa cosa de esa pequeña bolsa? –pregunté.

Él respondió que no era un costal común y corriente, sino uno mágico.

–Aquí es donde guardo mis inventos. De esta manera evito que me los roben. Ya sabes, hay mucha gente sin principios en estos días –contestó y me regaló la pequeña maletita plateada que había sacado.

–Ten esto es para ti. No te atrevas a despreciarme, porque soy capaz de echarte una maldición y no me gustaría nada maldecir al enano que me ha brindado su ayuda. ¿Qué dices? ¿Lo aceptas?

–Ya que lo pones de ese modo… lo acepto pero… ¿qué se supone que es esto que estoy aceptando? –pregunté.

–Es una mochila voladora. Te la pones en la espalda, amarras perfectamente sus tirantes y ya está. Basta con que des un pequeño brinco para despegarte del suelo y volar como las aves. Si quieres ir a la derecha, sólo tienes que jalar el tirante que está de ese lado. Si quieres ir a la izquierda, haces lo propio con el otro. Si quieres elevarte aún más, sólo tienes que subir tu barbilla, al hacerlo tu nuca activa un dispositivo que hace que asciendas aún más. Si quieres descender, sólo tienes que tirar de los dos tirantes al mismo tiempo y hacia abajo. A poco no es un regalazo –dijo y me puso el aparato.

–Te queda perfecto. Sólo te falta un detallito –agregó al tiempo que se inclinó para sacar de su pequeño costal un casco y unas gafas.

–El casco es para proteger tu cabeza de alguna contusión, y los lentes para que puedas ver por donde vuelas, y no se te vaya a meter algo en los ojos –dijo y me los puso en un santiamén.

Yo no sabía qué me hacía ver más ridículo; el casco, los lentes, aquella mochilita plateada o las múltiples trenzas de mi barba. Pero aún así pegué un salto y me elevé como el humo.

Todo iba bien hasta ese momento, podía ver como los árboles se hacían más pequeños y las nubes más cercanas, hasta que bajé la mirada y vi que Rotni estaba loco de contento; brincando y gritando: “¡Funciona! ¡Funciona! ¡En verdad mi aparato puede volar!”.

Eso hizo que me preocupara muchísimo y perdí el control. Mi vuelo dejó de ser tranquilo y pausado, y empecé a desplazarme como un meteorito.

Sin control sobre el vuelo me estrellé contra una estructura de cristal que detuvo mi marcha, pero de la peor forma. El casco protegió a mi cabeza del golpe, pero Rotni olvidó inventar un casco para el trasero, que fue lo primero que impactó contra el implacable suelo.

 -VI-

Estaba adolorido y un poco mareado cuando se presentó ante mí la criatura más bella que hubiera visto en mi vida. No era una enana, aunque sólo era un poco más alta que yo. Era un tipo de criatura que nunca había visto antes.

–¿Te encuentras bien? –preguntó y yo no supe si me gustaba más el sonido de su voz o su enigmática belleza.

–Que golpe tan fuerte te diste. No te muevas, voy a llamar a un médico para que te revise. Espero que no te hayas roto nada, porque estuviste a punto de atravesar el muro –dijo al tiempo que me quitó las gafas, el casco y empezó a acariciarme la cabeza.

Yo me quité aquel endemoniado aparato y de un salto me incorporé.

–Esa insignificante caída no es nada para un enano –dije para tratar de impresionarla.

Ella me miró extrañada y después se tapó la boca para ocultar su risa. Yo no sabía si le había hecho gracia lo que había dicho, o si se estaba riendo de mí y las trencitas.

–Bueno, ya veo que no tienes ningún hueso roto, pero aún así no te aconsejo que hagas ese tipo de movimientos tan bruscos. Tómatelo con calma. ¿Cómo te caería un poco de leche y pan para bajarte el susto? –preguntó y me tomó del brazo, para conducirme hasta el interior de la estructura de cristal contra la que me había impactado.

–Son bastante fuertes los muros para ser sólo cristal –comenté al entrar.

Ella sólo asintió con la cabeza y me sonrió.

El lugar era enorme y estaba lleno de cosas; jarrones, figurillas de cerámica, pinturas, piedras de muchos tamaños y colores…, en fin. Nos sentamos en una salita y le pregunté si ahí vivía.

–No… y sí. Deja te explico. Esta no es mi casa, la mía es mucho más pequeña, pero es aquí donde paso la mayor parte del tiempo. Esto es un museo y yo soy la encargada. Por cierto, me llamo Anya ¿y tú? –preguntó con una dulce mirada.

–Mi nombre es Ocnar y soy un enano. Mi aldea está muy lejos de aquí, pasando la densa neblina, la región de los lagartos gigantes y un río subterráneo –dije y ella se me quedó viendo extrañada.

Luego se puso de pie y sacó un enorme mapa que tenía doblado entre unos libros.

–Perdón, ¿dónde dices que está exactamente tu aldea? –preguntó y extendió su mapa.

Yo me fijé bien y después de un rato le hice saber que no aparecía en su pergamino.

–Ni siquiera está el cañón de los lagartos gigantes, mucho menos aparece la cordillera helada de los colosos de hielo –dije, pero ella sólo se me quedó viendo como si le estuviera diciendo puras incoherencias.

–Este mapa abarca todo el planeta, por lo que si no aparece aquí, significa que el lugar del que vienes, y todo eso de lo que hablas no existen –dijo con un gesto muy serio.

Debo aceptar que su comentario me enfadó un poco.

–Yo no miento, los enanos no mentimos y yo no soy la excepción –dije muy indignado.

Le conté la historia de mi pueblo: desde las piedras de fuego, pasando por el ascenso al trono del rey O´Khan y la reina Kim, hasta el día en que conocí a mi amiga Cora.

–¿Una sirena? Intentas burlarte de mí o es que ese golpe te ha hecho perder la razón –me interrumpió exaltada.

–No porque no conozcas algo o no esté en tu museo, eso deja de existir. Yo nunca había visto a las sirenas y arriesgué mi vida por una. Tampoco sabía de los lagartos gigantes y creo que ellos desconocían de mí, pero eso no impidió que varios intentaran probar el sabor de mi carne –dije enfadado.

–¿Quieres una prueba de lo que digo? Pues bien… te la daré –dije y le mostré mi piedra de fuego.

Ella la vio y se quedó sorprendida.

–Es… es como un sistema solar… pero atrapado en una esfera –balbuceó fascinada.

–Cuéntame más…, por favor –agregó y yo encantado complací su curiosidad.

-VII-

No sé bien cómo le hizo, pero en unas cuantas horas Anya ya había asimilado todo el conocimiento que a mí me había tomado años acumular y comprender. Sus ojos estaban humedecidos y su sonrisa estaba tan amplia que apenas le cabía en su pequeña cabeza. Luego y sin decir nada me regaló un beso que siempre llevaré conmigo. En ese momento supe que quería permanecer con ella por el resto de mi vida y eso que los enanos vivimos mucho tiempo.

            Después de aquel mágico momento y apunto de amanecer, la tomé de la mano y salimos de ese lugar. Me volví a poner la mochila voladora y le pedí a Anya que se colocara el casco, los lentes y se aferrara con fuerza a mí, para que pudiera volar conmigo.

–¡Vamos! Te voy a presentar a Cora. Ya casi amanece y ella ha de estar esperándome en la orilla del lago –dije y de un salto despegamos los dos del suelo.

            Sobrevolamos palacios, torres y monumentos antiguos, así como cerros, arboledas, ríos y puentes de piedra. Yo aparentaba ser todo un experto y aquel percance anterior, no parecía más que un pretexto del destino para poder presentarme a Anya, mi compañera de vuelo.

Ese sería el principio de otro tipo de aventura. Ella podría no ser una enana o sirena, pero nadie es perfecto. Pero para mí, ver esos enormes ojos llenos de curiosidad y asombro era suficiente para no querer dejar de verlos nunca.

-VIII-

Lo que pasó después ya lo saben. Me quedé con ella y formamos una familia. Bien pude habérmela llevado de regreso a mi aldea. Ahora con la mochila voladora no creo que el cañón de los lagartos pudiera haber sido un problema, salvo que ellos también hubieran aprendido a volar. Pero preferí quedarme en su mundo, con vehículos ruidosos y altos edificios. Opté por permanecer a su lado y enseñarle a ver de frente su propia realidad, pero con otros ojos. Demostrarle que aún en su cotidianidad más simple y mundana existe lo fantástico y maravilloso. La vida está llena de magia, incógnitas y entidades fascinantes de múltiples formas, colores y costumbres.

Conforme fueron pasando los años construimos nuestro propio museo, con toda cantidad de objetos comunes para mí, pero enigmáticos para todos los demás. Tuvimos tres hijos; dos hermosas damitas y un varón. Ellos a su vez, tuvieron los suyos y eso es lo que son ustedes.

–¿Qué pasó con Cora? –pregunta Zil, la más pequeña de mis cinco nietas.

Pero antes de que pueda responderle, Iki (la mayor de ellas) les dice:

–No sé cómo le puedes creer esos cuentos tontos al abuelo. ¡Los gigantes, elfos, duendes o sirenas no existen, mas que en su cabeza!

 –¿Es verdad abuelo? –pregunta Nok, mi único nieto.

–No, no lo es. Los enanos no mentimos nunca y yo soy…

–Tú  no eres un enano –interrumpe otra vez Iki.

–Sí, eres el más bajito de mis abuelos, pero eso es por tu edad y ascendencia genética, pero no por tu supuesto origen “mitológico” –agrega y se cruza de brazos enfadada.

–Vengan conmigo, les quiero enseñar algo –les digo a todos.

Ellos acceden y me siguen hasta el jardín.

Podría convencerlos como lo hice con su abuela. Pero mi piedra de fuego la tiene ella desde que nos casamos, tal como lo indica la tradición enana, y Anya no se encuentra en casa. Por lo que tomo de la mano a la mayor y les pido a los demás que hagan lo propio, de tal manera que formamos una cadenita de manos entrelazadas.

–Vamos a entrar al bosque y no quiero que se pierdan. No sé que me harían sus madres y abuela si les llegara a pasar algo –les digo muy serio y los siete nos internamos entre los árboles.

            A la orilla de un hermoso ojo de agua, le aprieto sólo un poco la mano a Iki y grito:

–¡Cora! ¿Dónde estás bribona? ¿Qué no ves que tienes visitas?

La mano de mi nieta suda. Está nerviosa, pero no dice nada. Es muy orgullosa para demostrar algún tipo de debilidad. Sin duda alguna, la sangre guerrera de los enanos corre por sus venas aunque no lo quiera aceptar.

Pasa un minuto y luego dos.

–Ya ven, el abuelo dice puras mentiras –les dice a sus primas pequeñas y hermano.

Ellos agachan la mirada decepcionados, e Iki levanta su barbilla llena de orgullo y se dispone a emprender el camino de regreso a casa, cuando se detiene al escuchar un chapoteo en la orilla. Entonces regresa sobre sus pasos y muy tímidamente voltea la cara.

Seis pares de ojos no dan crédito de lo que ven. Las cuatro pequeñas y el niño se sonríen entre sí, mientras que la mayor no sabe qué decir y sólo balbucea algo que no logro entender del todo. Cora se ha hecho presente, tan hermosa y juguetona como siempre; como aquella madrugada en la laguna de los susurros.

Iki se le acerca muy despacito, como si no pudiera creer en lo que ven sus ojos.

–No temas, lo único que te puede pasar es que te quiera hacer unas cuantas trenzas –le digo e invito a acercarse un poco más.

            Cora permanece quieta, casi como si no notara nuestra presencia, hasta que Iki ya está muy cerca… entonces la pícara sirena le grita: “¡Bú!”.

Mi nieta corre a esconderse atrás de mí, mientras los demás se ríen y Cora les secunda descaradamente.

–No has cambiado nada, amiga mía. Sigues disfrutando asustar a los que son más pequeños que tú. Déjate de cosas que te quiero presentar a mis nietas y nieto –digo y ella se sonríe un poco apenada por su comportamiento.

-IX-

De regreso, las pequeñas risas me acompañan sin descanso. Están tan complacidos que no quieren esperar a llegar a casa para que les cuente otra historia, incluso Iki insiste más que las pequeñas y Nok.

–Paciencia, criaturitas juguetonas y pequeña escéptica. Aún tengo historias que contarles. Por cierto ¿Ya les hablé del rey de los enanos? ¿O de la cazadora elfa? ¿O sobre el espejo mágico? ¿O el desolla…? No… mejor me espero a que crezcan un poco más antes de contarles esa historia –les digo a punto de entrar a la casa y sus ojitos me ven llenos de emoción y curiosidad.

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