jueves, 24 de noviembre de 2011

El lobo

-I-

Nací, crecí y he vivido en la ciudad toda mi vida, por lo que desde muy pequeña me enseñaron a reconocer, evitar y protegerme de los distintos peligros que esto implica, como poner atención al atravesar las avenidas, no descuidar mi bolso, evitar caminar por calles solitarias u oscuras, en fin, vivir en alerta de lo que pudieran hacer los demás. Por lo general, en las grandes ciudades la mayor amenaza siempre proviene del que camina a tu lado.

Sin embargo, de niña solía dormirme con los mismos relatos y pasar el tiempo con los mismos juegos que por generaciones nos han advertido de otro tipo de peligros. Amenazas que podrían parecer improbables en una gran urbe, pero que han permanecido en el imaginario colectivo desde los tiempos en que no se salía de noche por temor a las brujas, los duendes y los no tan míticos lobos.

Recuerdo muy bien un juego en particular, en donde mis hermanos y demás chicos del rumbo hacíamos una ronda y cantábamos: “jugaremos en el bosque, mientras el lobo no está, porque si el lobo aparece a todos nos comerá”. Y rematábamos con la pregunta: “¿lobo estás ahí?”, entonces alguno de los chicos, previamente designado y escondido tras algún árbol, interpretando el papel del lobo, salía de súbito a corretearnos, o nos respondía qué estaba haciendo en ese momento, advirtiéndonos de su potencial amenaza. El caso era que el lobo despertara, se alistara, inventara un sin fin de actividades, desde vestirse, cepillarse los dientes, tirar la basura o ver televisión, etcétera, con tal de mantener viva la tensión, mientras nosotros cantábamos repetidas veces la misma canción, hasta que salía de sorpresa a perseguirnos, teniendo como consigna atrapar a uno de nosotros, para que éste ocupara su lugar como “lobo”.

El juego podría parecer repetitivo, pero a mí me gustaba mucho. Era muy estimulante hacer la ronda y cantar sin saber cuándo habría de salir la bestia a perseguirnos, pero mi parte favorita siempre fue jugar como el lobo, por lo que solía dejarme atrapar con cierta facilidad. Eso no era hacer trampa y a los demás jamás pareció importarles demasiado, quizás no lo notaban, o a ellos les gustaba más el cantar, aguardar y salir corriendo cuando yo aparecía.

Hay muchas cosas que han cambiado desde entonces, pero para mí el bosque sigue siendo ese lugar donde la fantasía e inocencia se mezclan con sombras de muerte, cazadores y presas. Por lo que el día que Ignacio, mi novio, me invitó a una de sus excursiones a un lugar conocido como “El valle del lobo”, no lo pensé demasiado y dije que sí.

-II-

Se suponía que él ya había ido a ese sitio en más de una ocasión, pero tan pronto abandonamos la camioneta y nos adentramos sólo un poco más allá de la vereda, me resultó evidente que esa era la primera vez que entraba a ese lugar. Por supuesto que no lo quería admitir, pero ante lo obvio resultaba inútil negar que me había engañado para que no me rehusara a acompañarle.

Ignacio había leído en una revista que mucha gente había visto hadas y gnomos en ese lugar, por lo que consciente de que todo ese tipo de cosas me encantan, no pensó en mejor sitio para proponerme matrimonio.

Las cosas no habían resultado como él lo tenía pensado, pero aún así le dije que “sí”, al tiempo que le advertí que más le valdría que esa fuera la última ocasión en que quisiera engañarme. Él asintió con la cabeza y seguimos la marcha en pos de un bonito lugar donde pasar la tarde, antes de regresar a la ciudad.

Con cada paso que dábamos nos alejábamos más del camino, pero jamás pensé que terminaríamos perdidos y con la noche asechando nuestras espaldas. Él estaba apenado y yo más furiosa que asustada, o al menos eso es lo que intentaba demostrarle. No cabía duda de que nuestro compromiso había empezado con el pie izquierdo, pero no parecía ser lo peor por lo que hubiéramos pasado. Además de que no estábamos desamparados, después de todo nos habíamos preparado para una excursión, y sólo era cuestión de encontrar un buen lugar para prender una fogata, instalar la tienda de campaña, y esperar que la luz del amanecer nos ayudara a localizar el sendero que nos regresara a la camioneta.

Él no era ningún novato, y aunque yo seguía aparentando estar enojada con él por lo ocurrido, en realidad estaba contenta de estar a su lado y me sentía protegida.

Mi charada terminó tan pronto él encendió la fogata y juntos instalamos la tienda donde habríamos de pasar la noche. No sería la primera vez que compartiríamos la cama, pero se suponía que habría de ser la primera del resto de nuestras vidas, y yo no podía pensar en un mejor lugar para eso, o un mejor pretexto que un acto de amor.

Afuera de la tienda el viento soplaba y agitaba las ramas tan caprichosamente que hasta parecían danzar al ritmo de la hoguera. Por lo que salimos de nuestro idilio para ver el espectáculo que nos presentaba la noche. La oscuridad se había apoderado de todo y entre el cielo y los frondosos árboles que parecían estirar sus brazos para alcanzarlo, no había más luz que la nuestra. Por un instante me imaginé que estábamos solos en el Universo. La luna brillaba por su ausencia y las estrellas bien hubieran podido apagarse sin que nos diéramos cuenta. Sólo estaba él y yo perdida en su mirada, hasta que apretó el frío y decidimos volver a la cama, ahora sí para dormir.

Tan pronto cerramos la tienda el bosque pareció regresar a la vida con un concierto de grillos y cigarras, mientras a lo lejos escuchábamos el insistente correr de un riachuelo y la profunda voz de una lechuza. Hasta que de repente todo volvió a quedar en silencio y la fogata se apagó. Entonces Ignacio salió a encenderla de nuevo.

No hacía mucho tiempo que nos habíamos aislado del bosque, pero afuera nos esperaba un escenario muy distinto. La oscuridad se refugiaba bajo el abrigo de los árboles, mientras el brillo de la luna llena iluminaba el páramo como si fuera a amanecer. En cualquier otro momento eso me hubiera parecido el mejor corolario que la velada pudiera tener, pero había algo más en el ambiente, una presencia que no había sentido antes y que nos asechaba desde las sombras.

Le grité a Ignacio que regresara a la tienda, que algo no estaba bien, pero el minimizó mi súplica y en su lugar me pidió que guardara la calma y disfrutara del paisaje. Entonces yo ignoraba que ésas habrían de ser sus últimas palabras, pues una enorme bestia cubierta de pelo se abalanzó sobre él y lo dejó hecho pedazos en cuestión de segundos.

Yo no quería ver, pero tampoco podía cerrar los ojos o mover un sólo músculo, estaba paralizada mientras esa criatura desgarraba y devoraba el cuerpo de mi prometido.

La carnicería terminó con un manchón de sangre en el suelo y un aullido que estremeció al bosque entero, e hizo que saliera de mi parálisis. El instinto de supervivencia pudo más que mi dolor y salí corriendo sin rumbo fijo, temiendo terminar igual que Ignacio.

No me importó caminar descalza por entre las piedras y ramas caídas, o cubrir mi semidesnudez, lo único importante era alejarme de ese lugar lo más rápido que pudiera y salvar mi vida.

No sé por cuanto tiempo corrí, o si la bestia me seguía, pero no detuve mi marcha hasta que encontré una vieja casona con luz en su interior y la puerta abierta. Entré sin anunciarme y cerré de golpe. Adentro había un grupo de hombres conversando y una anciana tejiendo en una mecedora.

La mujer se sobresaltó por el portazo, pero al verme rasguñada por las ramas y sangrando de los pies, se incorporó y le ordenó a los hombres que me ayudaran y me cubrieran con sus abrigos.

Yo traté de explicarles que no había tiempo para eso, y que afuera rondaba una bestia peligrosa que había asesinado a mi novio, pero no me hicieron caso, en su lugar cubrieron mi espalda y piernas con sus ropas, y me invitaron a tomar asiento para beber un poco de chocolate caliente.

–¿Es que no me entienden? Les digo que afuera hay una bestia asesina.

–No, no, no. Nada de eso, una cosa es matar para comer y otra muy distinta es asesinar a sangre fría –dijo la anciana, al tiempo que fue a la cocina por un poco de agua para curarme las heridas.

Entonces el aullido retumbó otra vez, ante la mirada complaciente de todos en la casa.

–Hijito, ábrele la puerta a tu hermano, el pobre es tan despistado que se puede seguir derecho y lastimarse, como la última vez que salió de cacería –le dijo la mujer a uno de ellos y después me miró con ternura.

–Perdona, pero es que estos jóvenes cada día piensan más con sus estómagos que con el cerebro, o el corazón.

Abrieron la puerta y en un segundo esa horrible criatura ya estaba en el interior. No dejaba de lucir feroz e imponente, pero se veía un poco disminuida, como intimidada por los ahí presentes. Entonces la anciana se acercó a ella y la bestia se echó a sus pies, como un perro fiel.

–Ya ves niña, no tienes nada de qué preocuparte. Este insensato no habrá de ocasionarte más problemas –dijo y todos echaron a reír ante mi desconcierto.

Las risas aumentaron su tono y volumen, hasta volverse tan intimidantes como el mismo aullido de la bestia, al punto de no poder diferenciar uno del otro. Poco a poco se despojaron de sus disfraces y me dejaron ver su verdadera naturaleza. Hasta la mujer había dejado de ser una apacible anciana para revelarse como una bestia de pelaje gris, y ojos rojos y brillantes como la sangre. Entonces no supe más y perdí el conocimiento.

-III-

Desde esa noche ya ha pasado algún tiempo y aún hoy me pregunto si las cosas realmente ocurrieron de esa manera, de otra o sólo fue un sueño. Sé que Ignacio está muerto, pero ya no me importa. Desde entonces algo ha cambiado en mí y me siento como reconstruida. He vuelto a nacer y veo al mundo con otros ojos, como si todo lo anterior no hubiera sido más que un engaño, y por primera vez pudiera ver las cosas tal y como son realmente. Me siento libre, en paz y protegida por mi nueva familia.

Pero yo soy una mujer de ciudad, y aunque he aprendido muchas cosas nuevas en este lugar, he decidido volver a lo mío, aunque no me quede nada allá. Todos mis amigos y conocidos seguramente ya me habrán dado por muerta, y no creo que mi antigua familia piense distinto. Quizás sea tiempo de hacerles una visita.

Madre me ha hecho saber que siempre habrá lugar para mí en su mesa en el valle del lobo, pero creo que ha llegado el momento de incrementar el territorio, explorar nuevos sabores y hacernos presentes en una sociedad cada vez más ausente, confiada y ensimismada.  

            Hasta el día de hoy hemos dejado que los niños jueguen, hagan sus rondas y canten sin miedo del lobo y de la noche. Pero muy pronto habrá de cambiar todo esto, pues en breve volveré a caminar por sus calles iluminadas y caminos oscuros. La ciudad volverá a ser mi patio de recreo y a mí… nunca me ha gustado jugar sola.  

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