jueves, 24 de noviembre de 2011

Ella

Anoche soñé con ella. Estaba muy oscuro y había empezado a llover. Yo aguardaba en la recámara a punto de quedarme dormido, cuando apareció como un ángel entre las sombras. Mi amada regresaba de un viaje que la había mantenido ausente de mi vida por varios días, pero ahora estaba conmigo y se recostó a mi lado. Quizás el sueño evitó que escuchara el momento de su arribo, pero ya estaba ahí, y antes de pasar conmigo, visitó el cuarto de nuestro pequeño hijo. A él lo despertó sólo para avisarle que estaba de vuelta y entregarle un regalo que le había traído. Ahora era mi turno, y mi presente era ella.

            Sus brazos estaban helados, pero no se había mojado ni un poco por la lluvia. Me abrazó colocando mi cabeza sobre su pecho, y se alzó un poco la falda para rodear con sus piernas mi cuerpo. Su piel olía exquisito, y yo sumergí un poco más la nariz en su regazo para absorberla por completo. Y así permanecimos un rato, mientras ella me contaba los pormenores de su viaje y me acariciaba la cabeza, casi como si fuera un niño.

En eso entró al cuarto nuestro hijo con una pelota de plástico, que seguramente era el presente que le habían traído. Se subió a la cama y dijo que estaba un poco nervioso, por unos cuchicheos que le pareció oír desde su habitación. Ella le quitó la pelota, lo tomó entre sus brazos, y le explicó que seguramente sólo había escuchado a papá y mamá conversando.  

            Entonces los tres salimos de la recámara, para regresar al pequeño a su propia habitación. Ya pasaban de las once de la noche y al día siguiente había que llevarlo al colegio.

La otra noche soñé que despertaba y ella estaba a mi lado. Su cabeza yacía recostada en la almohada, mientras su respiración era absorbida por la mía. Ella me veía con una mirada ambigua, que me decía “al fin despiertas” y “aún no te levantes” al mismo tiempo. Entonces ella me acarició el rostro, y yo le correspondí haciendo lo propio con su larga y ondulada cabellera.

            Ya era tarde, pues el sol entraba plenamente por la ventana, atravesando impunemente la cortina. Pero no parecía que ninguno de los dos tuviera la intención de pararse de la cama, o ganas de cerrar los ojos y seguir durmiendo. Sólo estábamos ahí, amándonos en silencio y con el mero roce de nuestros dedos. Hasta que sonó la alarma del despertador… y desperté en serio.

En otra ocasión soñé que caminábamos por el parque donde muchos años atrás habíamos pasado nuestro primer 31 de diciembre juntos. Sólo que ahora no éramos sólo dos, y mientras nuestro hijo se entretenía alimentando a las palomas, ella y yo recordábamos aquella primera vez.

            Se suponía que aquel treinta y uno, ella debía estar en casa temprano, pues habría de ayudar a su madre a preparar todo para la cena familiar, a la cual yo no estaba invitado. En ese momento no éramos ni siquiera novios, y aunque ella conocía perfectamente mis intenciones, yo no era más que un prospecto (con suficientes posibilidades como para vernos precisamente ese día).

            Nos habíamos citado a las once de la mañana, pero yo la esperaba desde las diez aunque sabía que ella llegaría por ahí de las doce. Apurada y retrasada, como era su costumbre, ella llegó al medio día, pese a que vivía realmente cerca. Se había entretenido en su casa, adelantando algunas cosas que sabía que no llegaría a tiempo para realizar con su madre.

Se veía hermosa aunque tuviera el pelo alborotado, y en vez de las delicadas blusas y faldas a las que me tenía acostumbrado, vistiera una sudadera y pantalones deportivos, no precisamente impecables.

            Aquella primera vez no pintaba nada bien, pero no me desanimé. Le entregué una hermosa rosa que le había comprado camino a ese lugar, e hice a un lado todo lo demás para concentrarme en ella.

Su belleza trascendía la mera apariencia, y entre pláticas, tasas de café, y una nieve de limón, me di cuenta de que ella sería la mujer de mi vida.

Las manecillas del reloj de la plaza central avanzaban, a medida de que el sol se iba ocultando entre los edificios, y ella se sentaba cada vez más cerca de mí. Nunca volteó a ver su reloj de pulsera, y casi estaba seguro de que de haberle propuesto que plantara a sus padres y pasara la noche de año viejo conmigo, ella lo haría. Pero no lo hice, y nos separamos a las diez de la noche. Para entonces, y sin que conociera siquiera el sabor de su boca, sabía que nos perteneceríamos para siempre.

No hay semana que no la sueñe y despierte con su olor en mi propia piel. Ella se ha convertido en la relación más larga y fructífera que he tenido, pero ni siquiera sé quién es. No recuerdo haberla visto nunca, salvo en mis sueños. Ni sé por qué sólo en ellos soy capaz de revivir esos momentos jamás vividos, pero tan llenos de aromas, texturas y colores. Incluso a veces pienso que en realidad sueño cuando estoy despierto, y mi verdadera existencia sucede sólo a su lado.

            Cada vez que la sueño, recuerdo su nombre, el lugar donde la conocí, su fecha de nacimiento, nuestra dirección, el día exacto en que nos besamos por primera vez, el lugar donde nos casamos, dónde pasamos nuestra luna de miel, lo que yo estaba haciendo en el momento preciso en que me dijo que seríamos padres, su periodo de embarazo, el nacimiento de nuestro hijo, el nombre que ella eligió para él, y hasta el motivo de nuestras más pequeñas discusiones. Pero tan pronto despierto todo se borra. Las tonalidades en blanco y negro vuelven a llenar los espacios que estaban ocupados por un sin fin de colores, y lo único que conservo es su esencia en mi memoria y su aroma entre mis brazos.

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