domingo, 20 de noviembre de 2011

Espacios vacíos

Ya todos se han ido, dejando tras de sí un sin número de recuerdos y rincones empolvados. Los muros están desnudos, y de no ser por las múltiples cicatrices que dejaron los clavos y el martillo, resaltarían aún más las grietas del último terremoto. Hace años en aquella pared reposaba nuestro retrato de bodas. Y en esa otra, la foto de nuestro primer hijo, Carlos. Tiempo después habrían de colocarse otras dos, las de Dulce y Andrés. Pero ahora sólo hay tres espacios vacíos y una sombra.

            En esta habitación, que ahora sólo colecciona telarañas, estaba la biblioteca. Ya no hay libros, ni estantes, sólo las huellas de su peso en las lozas quebradas. Aquí había un escritorio donde siempre quise poner un pequeño atril, pero el tiempo me ganó y acabó siendo el hogar de nuestra primera computadora.

            Más allá está la habitación que por un tiempo fuera de los niños. Ya que tan pronto entraron a la pubertad, cada uno exigió su propio espacio y tuvimos que decirle adiós al cuarto de huéspedes y a la oficina que había acondicionado para trabajar en casa. Cada uno decoró su recámara a su manera. Tan distintas entre sí, que a veces me preguntaba si eran realmente hermanos.

            Recuerdo que cuando compramos la casa nos parecía tan grande que creímos que nuestro mayor problema sería llenarla. Entonces no teníamos nada y sólo estábamos mi esposa y yo. Pero conforme fueron pasando los años nos dimos cuenta de que es más fácil llenar un lugar así de grande, que encontrar espacio suficiente para acomodar toda una vida.

Ella siempre fue la de las  buenas ideas y por más locas que pudieran parecerme, siempre terminaba coincidiendo con su parecer. Incluso cuando dijo que quería un perro y no un canario cantante, como yo deseaba.

–¿Cómo se supone que nos va a proteger un ave? –decía, dejándome sin argumentos.

Hasta que un día trajo a la casa a un chihuahueño más nervioso que un ratón, al que nombró “Hércules”.

 –¿Cómo se supone que este intento de perro va a poder defendernos? –le pregunté muy serio.

Ella no dijo nada, pero al día siguiente me regaló a “Isis”, una hermosa canaria cantarina.

            Al tiempo la casa fue perdiendo sus habitantes. Primero se fueron los niños, siendo ya unos adultos. Trazaron su senda, estableciendo otros lazos y formando sus propias familias. Entonces el espacio que parecía tan escaso se volvió inconmensurable. Pero sólo por un tiempo, porque luego llegaron los nietos, colmando otra vez a nuestro hogar de risas y anécdotas.

            Esta era la habitación principal, donde mi esposa y yo compartimos tanto amor, risas, discusiones y malentendidos. Aquí, donde sólo se ven las huellas de una cama, fue donde decidimos tener hijos, amarnos, odiarnos e ignorarnos tantas veces. También aquí fue donde cuidaron de mí, hasta el desvelo y conocí el frío beso de la muerte.

            Ahora ya se fueron todos, hasta yo (de algún modo). Porque la vida sigue con los vivos, aunque los muertos se queden con sus recuerdos.

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