viernes, 18 de noviembre de 2011

Flor artificial


-I-

El hedor iba más allá de las paredes, y la sangre salpicada por doquier pintaba de rojo quemado el tapiz y la alfombra. Al ver toda esa masa de cuerpos despedazados era imposible reconocer su naturaleza humana. Ni siquiera podía decir con certeza cuántos eran, o si podrían ser identificados.

Mi cerebro era incapaz de comprender qué es lo que había ocurrido ahí. Las piernas y rodillas me temblaban mientras contemplaba atónita toda esa escena. El estómago me daba vueltas y mis guantes escurrían más sangre de la que jamás pensé llegar a ver junta. Entonces salí del lugar, no sé si para aclarar mis ideas, despejar las nauseas, conservar la calma o escapar de esa carnicería.

Me quité los guantes pero aún podía oler la sangre en mis manos. Sentía como si fuera capaz de escuchar los gritos de angustia, miedo y dolor de aquellos que vinieron a encontrarse con la muerte en ese sitio. Al recordar esa escena, era inevitable imaginar el crujir de los huesos al momento de romperse y la contracción de los músculos al ser separados de la piel. Casi me siento culpable y eso que yo no maté a nadie, ni estuve presente cuando ocurrió todo.

Los gritos despertaron a los vecinos, quienes dieron parte a la policía. Un patrullero atendió el llamado, pero al momento de notar las salpicaduras de sangre en las ventanas, supo que eso iba más allá de sus facultades, llamó a sus superiores y ellos a nosotros. Yo estaba en mi departamento, quisiera decir que durmiendo, pero la verdad es que hacía varias noches que no podía conciliar el sueño o reconciliarme con la almohada.

Lo único peor que recibir una llamada a las tres de la mañana, es que ésta se dé en el momento en que parece que el sueño ha ganado la partida. Lo segundo peor es que el jefe te diga que la entrada al trabajo no será a las siete, sino tan pronto salgas de la cama.

–Te sugiero que no comas, ni bebas nada, si es que no quieres vomitarlo tan pronto llegues al lugar del incidente –dijo y me deseo buena suerte antes de colgar el teléfono.

Yo sabía cómo era eso, desde muy chica aprendí lo que significaba recibir una llamada en la madrugada y posponer todo para atenderla. Mi padre era policía, el mejor detective de homicidios, según constaba en una placa que guardaba en el buró de la oficina. Mi madre y yo siempre nos quedábamos preocupadas cuando él tenía que salir de improviso o no llegaba a cenar. Por lo que pensándolo bien, peor que recibir una llamada a las tres de la mañana, es que un grupo de policías (amigos cercanos de tu padre), toquen a la puerta con más responsabilidad que ganas y pronuncien las palabras que esperaste no escuchar nunca, aunque tu madre siempre las tuviera presentes cada vez que papá salía de casa: “Lo sentimos mucho”. Tres palabras que pueden significar cualquier cosa, pero que en el momento en que ves que tu madre se suelta a llorar y se desmorona entre tus brazos, sólo pueden significar una: “Papá no volverá a casa”.

Tal vez por eso me volví policía, pese a los consejos de mamá. Digamos que preferí ser yo quien atendiera el llamado y saliera de la casa cuando el sol aún no se asoma, que ser la que espera y cruza los dedos para que jamás venga alguien a decir “lo sentimos mucho”. También esa era la razón por la que jamás me había casado, ni he dejado que nadie se involucre conmigo emocionalmente. No sé si eso era lo mejor, pero al menos sabía que no dejaría a nadie sufriendo por mi muerte el día que llegara a ocurrir.

Era consciente de que tampoco habría nadie que me esperara o me distrajera de las atrocidades que solía ver en el trabajo, pero siempre he sabido que no se puede tener todo en la vida. Asimismo, ignoraba si tendría el mismo carácter o temple que papá para ver a los ojos a mi familia, y decirles que sólo iba a cumplir con mi deber y todo saldría bien, cuando ni yo misma lo supiera, sólo para evitarles más preocupaciones de las que sabía que de todas formas habrían de tener. ¿Cómo podría llegar a la casa, con mi pareja o hijos, con la ropa manchada de sangre y el cuerpo oliendo a muerte? No, definitivamente habría que odiar mucho a alguien para hacerle semejante cosa.

-II-

Para poder resolver un crimen es necesario entenderlo, pero para poder hacer esto es necesario reconocer el móvil del mismo, pero el no poder identificar a las víctimas hacía más difícil distinguir los aspectos que ellas podrían haber tenido en común, para hacer una lista de sospechosos o posibles personas que resultaran beneficiadas con sus muertes. También había que tener en cuenta que eso sólo era posible, siempre y cuando el crimen hubiera sido orquestado como un medio y no como un fin en sí mismo.

Hasta que no pudiéramos identificar los hechos, ni supiéramos de qué tipo de crimen estábamos hablando, la tarea era repasar una y otra vez cada centímetro de la vivienda en pos de cualquier pista que nos pudiera llevar con el, o los asesinos.

Mientras tanto, en compañía del equipo forense recogimos con pinzas todos los pequeños trozos de materia orgánica que encontramos esparcidos por toda la casa. Incluso tuvimos que colocarnos gorras y mascarillas completas, para acceder a algunas habitaciones donde los restos se hallaban embarrados en el techo y paredes, como un tapiz de carne molida.

Parecía como si alguien hubiera tomado un camión lleno de carne y en pequeñas porciones la hubiera estado triturando y esparciendo por toda la casa. Por momentos ni siquiera parecían restos humanos, la única evidencia que teníamos de que ahí se había asesinado a alguien, eran los informes de los vecinos que aseguraban haber sido despertados por los gritos de una o más personas.

Los testimonios eran semejantes.

–Al principio no supe que fue lo que me despertó, pero una vez fuera de la cama, escuché horrorizado cómo gritaban en esa casa. Primero creí que podría tratarse de una broma. Como la propiedad lleva vacía y abandonada por más de cinco años, algunos jóvenes acostumbran entrar ahí para celebrar sus fiestas y reuniones, yo creo que para emborracharse o drogarse, usted sabe… Pero no me consta nada de eso, sólo que hacen mucho ruido y se van de madrugada. Por lo que pensé que podrían ser ellos, pero los gritos seguían como si ahí estuvieran torturando, o triturando a alguien, a una mujer para ser preciso, entonces fue que mi esposa me pidió que llamara a la policía, y eso fue lo que hice –dijo uno de los vecinos que habían reportado el incidente.

El lugar era una zona tranquila, casi todos se conocían y nadie recordaba haber visto a nadie que no fuera del lugar. Estaba el asunto de los muchachos que a veces ocupaban la casa para hacer sus fiestas, pero primero era necesario saber si ellos eran sospechosos, o las víctimas.

La vigilancia local corroboró lo dicho por los vecinos y al igual que ellos no notaron nada hasta después de los gritos. Le pregunté a uno de ellos si habían visto a los muchachos que solían ocupar la vivienda y respondieron que ellos nunca los habían visto entrar.

–El problema con este lugar es que limita al norte con una barranca. Si bien cuenta con una barda, ésta no es ningún reto para los chicos que entran y salen por ahí, aprovechando la escasa iluminación que tenemos en esa área. Este hecho ya lo hemos reportado a la administración, pero dicen que no tienen dinero para más lámparas, salvo que tuvieran que despedir a uno de nosotros, por lo que no les insistimos demasiado –agregó y me pidió discreción, pues temía perder su trabajo.

Más que una acusación, su queja me pareció una débil excusa. Un intento banal de deslindarse y culpara a otros por su incompetencia. Si ellos sabían que un grupo de jóvenes acostumbraba hacerse de esa casa, para realizar sus reuniones sin ninguna autorización, bien podrían dejar sin vigilancia la barranca, ese no era el problema sino la casa. Por lo que su comentario sólo me pareció útil en la medida en que corroboraba la versión reportada por los vecinos y nada más.

Mientras el forense hacía su trabajo y determinaba la edad, sexo, hora de la muerte e incluso la cantidad de víctimas totales, sólo nos restaba localizar a esos muchachos trasnochadores.

-III-

Dentro del alud de malas noticias, la menor fue que según el forense y peritos, no eran tantas las víctimas como en un principio habíamos sospechado. “No se pudo reconstruir ni un cuerpo completo, pero los restos encontrados parecen haber pertenecido a sólo tres personas, todas mujeres”, decía su informe. Como si al agregarle la palabra “sólo” el crimen se resolviera por sí mismo, o no valiera la pena someterlo a ningún otro tipo de investigación.

En lo que se refiere a la edad de las víctimas, los muchachos y muchachas que buscábamos quedaron automáticamente descartados, pues ninguno de ellos tenía más de veinte, y según el peritaje las víctimas tenían entre treinta o cuarenta años. De igual manera, tampoco los pudimos relacionar como testigos o victimarios, pues todos se encontraban fuera de la ciudad en el momento en que sucedieron las cosas. Los chicos estaban en la playa celebrando el fin de cursos, sin tener la menor idea de que el sitio donde acostumbraban reunirse por las noches se había vuelto un matadero, claro “sólo” para tres personas.

Sin sospechosos de ningún tipo y sin más huellas que las que puede dejar un trozo de carne molida en el suelo, estábamos peor que cuando empezamos, pues ya habían transcurrido las primeras veintidós horas desde lo ocurrido y aún no teníamos nada. Pero como suele decirse, “cuando algo va mal y pareciera que no puede ponerse peor, lo más seguro es que empeore antes de poder mejorar un poco”. Y así fue, pues en medio de todo esto nos llegó el reporte de que habían encontrado más cuerpos despedazados y uno más “sólo” mutilado, en el parque más concurrido de la ciudad. De nuevo parecía que bastaba agregar “sólo”, para hacer ver el crimen como un asunto menor.

A parecer unos niños que jugaban a la pelota se encontraron con algo que seguramente no buscaban, y jamás habrán de poder olvidar. A la sombra del árbol más grande y frondoso, en medio de los matorrales encontraron el cuerpo sin vida de una mujer semidesnuda, con el tórax y vientre abierto en canal, sentada sobre un montón de carne molida (como los restos encontrados en la casa del primer incidente).

No sabíamos si lo que habíamos encontrado y la manera en cómo lo hicimos era algún tipo de mensaje o los asesinos al sentirse descubiertos dejaron inconclusa su grotesca tarea.

Con sólo pesar los restos de carne molida, podíamos deducir que se trataban de dos víctimas más. Estudios más profundos nos revelaron que también eran mujeres. Lo único novedoso fue haber dado con un cadáver no despedazado en la escena. Lo que seguía era averiguar si concordaba con el caso o no.

Al no poder dar con su verdadera identidad, el cuerpo de la mujer encontrada fue rápidamente nombrado como “la sexta”, por obvias razones. Ella tendría en vida la misma edad que las demás víctimas y carecía de cualquier seña particular que pudiera sernos de utilidad. Su perfil físico correspondía a un universo tan grande de mujeres desaparecidas, que bien podría ser cualquiera de ellas o ninguna.

No mostraba señal de haber sido torturada o golpeada, salvo el detalle nada menor de tener tanto el tórax como el vientre abiertos como un libro. No se le extrajo ningún órgano, pues todos estaban expuestos como si el, o los asesinos estuvieran buscando algo que no encontraron, o no hemos sabido notar su ausencia. No se le detectó ningún tipo de droga en su organismo y las pupilas no correspondían a las de alguien que hubiera tenido que pasar por una incisión semejante sin ningún tipo de narcótico, por lo que era posible que la mujer hubiera estado muerta antes de haber sido lastimada de esa manera. Dato que contravenía el dictamen forense, que aseguraba un alto grado de cicatrización en la herida. Lo que indicaba que la víctima seguía con vida cuando se le produjo la incisión, pues los muertos no sanan.

La herida en “la sexta” era tan precisa que la idea de un grupo de homicidas salvajes y sin ningún control de sus actos, quedaba completamente descartada. Estos eventos tendrían que haber sido planeados con antelación y frialdad. Quien quiera que fuera el, o los autores de semejantes actos, sabían lo que estaban haciendo. Yo dudaba de que se tratara de un imitador, como lo sugerían algunos de mis compañeros, pues el otro caso no se había divulgado masivamente. De igual forma, tampoco pensaba que se tratara de algún tipo de secta, pues el objetivo de éstas es la veneración de alguna de deidad, de la que dejan una representación en la mayoría de los casos, a manera de firma, y en estos hechos no habíamos podido encontrar nada de eso.

Tampoco pensaba que se tratara de “crímenes de género”, aunque las seis víctimas fueran mujeres y estuviera más que justificado hablar de feminicidios. Pero había algo que me hacía dudar de que las hubieran matado por el hecho de serlo, o pertenecer a una determinada condición económica o laboral. Tendría que haber algo más que las relacionara entre sí. Un vínculo que aún no alcanzaba a ver, pero podía oler su  singular pestilencia cada vez con más fuerza.

La posibilidad de que se tratara de un solo asesino me parecía cada vez más convincente, pues resultaría sumamente complicado que un grupo de personas participaran en dos eventos como estos (especialmente sangrientos) y no dejaran una sola huella. Tenía que tratarse de un solo asesino, pulcro y calculador. Aunque sabía que podía estar equivocada.

-IV-

A diferencia del primer caso, “la sexta” no tardó demasiado en salir a la luz pública. Lo cual complicó aún más las cosas, al tener que lidiar, además de todos los huecos del caso, con los medios de comunicación y la lluvia de información contradictoria que esta intromisión implicaba, sin olvidar a los imitadores que no tardaron en aparecer.

El siguiente caso se dio en una bodega de alimentos a las afueras de la ciudad. Éste se le asignó a alguien más, pues tan pronto llegamos, nos dimos cuenta de que no tenía nada que ver con los otros dos. Ahí los cuerpos estaban cercenados de una manera muy rudimentaria: en trozos grandes (nada que ver con la carne molida encontrada en los otros dos incidentes). De hecho, en menos de doce horas ya se tenían identificados los cuerpos de las víctimas (dos jovencitas de no más de diez y ocho años) y se habían arrestados a sus agresores; dos idiotas, ex novios de ellas, que les pareció buena idea aprovecharse del “caso del mutilador”, que es como lo llamaban los periodistas, para secuestrar, violar y matar a sus ex novias y después simular que ellas habían sido víctimas del asesino del que todos hablaban.

Por su puesto que esto era sólo el comienzo, pues hubo aún más, cada uno tan burdo entre sí que las diferencias eran notables. Hubo hasta quien intentó recrear la escena de “la sexta” en el parque, pero fue arrestado infraganti, demasiado tarde para una pobre indigente que encontramos cercenada bajo un árbol, pero a tiempo para evitar que matara a su propia esposa. La mujer había sido llevada con engaños a ese lugar por el marido, pero tan pronto vio el cuerpo mutilado de la vagabunda, y al esposo sacar de una bolsa de plástico un enorme machete ensangrentado, pegó un grito y echo a correr, pero se tropezó con una roca y cayó al suelo. Por suerte, un policía que realizaba su ronda por el parque escuchó el grito y acudió de inmediato.

Cuando el agente llegó a la escena del crimen, la mujer se encontraba apenas conciente y tirada en el suelo, mientras su marido la tenía amenazada con el machete y ya le había desgarrado la ropa. El policía desenfundó su arma, le ordenó a aquel desquiciado que soltara el machete y se pusiera de pie inmediatamente. El hombre, al sentirse acorralado, intentó degollar a su esposa con el filo de su arma, pero el policía fue más veloz y le propinó un par de balazos en el brazo, lo que provocó que el hombre soltara el arma y se revolcara de dolor a un lado de su esposa, quien se incorporó, cubrió un poco su desnudez con lo que aún le quedaba de ropa, y le regaló a su marido un par de patadas en el estómago y un pisotón en la entrepierna: justo en sus genitales.

Cuando llegaron los paramédicos y la patrulla para atender a la mujer y llevarse al agresor, respectivamente, ella estaba en un estado de shock y su marido continuaba revolcándose de dolor en el suelo. 

-V-

Como solía suceder, estábamos entrampados entre los imitadores y un par de casos que nos quitaban el sueño y las ganas de comer. Hasta que el azar jugo un papel preponderante en los hechos. Preferiría decir que fue por un indicio, fruto de las largas horas de ardua investigación, pero no fue así, lo único que obtuvimos de éstas fueron unas ojeras de cadáver, migrañas inagotables y con suerte, quizás sólo una úlcera.

El caso es que esa noche salí de la comandancia para comprarme una cajetilla de cigarros. Hacía más de tres años que no me fumaba ni uno, pero el café ya no me estaba haciendo efecto y sentía que si no le prendía fuego a un cigarrillo, tendría que incendiar a algo más. En eso, tratando de despejar mi cabeza al menos un segundo. Me pareció escuchar un quejido en el callejón, a un lado de la tienda que le fía a los policías. No lo pensé dos veces, tomé mi arma de cargo, la lámpara de mano y entré.

Todo estaba muy oscuro y la pequeña lámpara no era más útil que un cerillo bajo la lluvia. Seguí caminando sin poder calcular cuánto, hasta que sentí que la textura del suelo era distinta. Ya no era sólida sino viscosa, como si pisara excremento, aunque el olor me decía que era otra cosa.

Con las manos temblorosas apunte con la lámpara hacia el suelo, y comprobé mis temores al ver que todo estaba cubierto de sangre y carne machacada.

–No, no otra vez –pensé o dije en voz baja, no recuerdo.

Pero antes de poder pedir refuerzos me pareció escuchar algo más y sentí que no estaba sola. Volteé a ver hacia todos lados, sujetando con firmeza la lámpara y mi arma de cargo.

Entonces la vi. Primero pensé que los ojos me estaban jugando una mala pasada, porque la mujer que estaba frente a mí (con una bata blanca, cubierta de sangre y sujetando un pequeño escalpelo) era “la sexta”. Pero eso era imposible, yo la había visto muerta con la caja torácica abierta como una ostra. Tenía que tratarse de un error. Yo estuve con el forense mientras se le realizó la autopsia y le había cerrado los ojos con la mano, al tiempo que le prometí encontrar al maldito que le había hecho eso. Pero no había ningún error, era ella y a sus pies yacía el cuerpo de un hombre con la garganta cercenada.   

Traté de controlar mis nervios y me mordí los labios para no llorar de desesperación o gritar atemorizada. Con la voz entre cortada, fingiendo rudeza cuando lo que realmente sentía era pánico, le grité que soltara el escalpelo y se pegara a la pared. Ella me obedeció sin poner resistencia, dejó caer el cuchillo y pegó sus manos abiertas en el muro. Entonces fue que llamé a los demás a través del radio comunicador.

Ella estaba llorando y pegada a la pared. Como si fuera la víctima y no la victimaria. Entonces dudé, pero con un leve susurro ella despejó mis dudas:

–Realmente no quise hacerlo… No se supone que esto tuviera que acabar así…

Mis compañeros no tardaron en llegar con el equipo de forenses y un cordón policíaco para evitar a los curiosos y medios de comunicación, que estaban sobre nosotros como las moscas a la miel.

-VI-

Para mi tranquilidad, “la sexta” seguía en el refrigerador de la morgue. Pero para incrementar la migraña que sentía, su gemela aprehendida era idéntica a ella en ojos, iris, pelo, lunares, huellas digitales, estatura, placa dental y tipo de sangre. Pero según el examen genético no existía ningún parentesco entre ellas.

            La identidad del hombre degollado era otra interrogante más que se sumaba a una lista que para mi gusto ya era demasiado larga. No traía consigo ninguna identificación, sus huellas digitales eran prácticamente nulas y no aparecían en ninguno de nuestros archivos. Una vez más, él podría ser cualquiera, incluso el asesino. Pero no se le encontró ningún tipo de arma, sólo un pequeño aparato (como un teléfono celular, con una pequeña pantalla de plasma y unos cuantos botones). Sin importar lo que fuera ese dispositivo, parecía estar descompuesto, pues ninguno de nuestros técnicos logró hacerlo funcionar, pero pensaban que podría tratarse de algún tipo de control remoto, quizás un prototipo o algo así. En fin, cualquier cosa menos un arma homicida, por lo que hasta ese momento nuestra única sospechosa era la mujer que le había cortado la garganta de lado a lado.

            Ella no quería hablar con nadie, y salvo por aquel susurro que dejó escapar en aquel callejón, permanecía muda y dócil como un cachorro atemorizado. Seguía al pie de la letra todas nuestras indicaciones sin protestar, ni siquiera con la mirada. Se dejó hacer todo tipo de exámenes físicos, para conocer su identidad y comparar sus datos con los de las víctimas (ahora nueve), y sólo asentía con la cabeza a cada una de nuestras peticiones, salvo una, ya que se negó tener un abogado. De hecho ni siquiera volteó a ver a la que se le asigno en la comandancia. Era como si no estuviera ahí o no le importara.

-VII-

Así pasaron tres días hasta que en la madrugada del cuarto, la típica llamada de las tres de la mañana me despertó de un brinco. No había podido dormir bien en toda esa semana, pero ese día parecía ser que el cansancio podría más que el insomnio.., cuando sonó el teléfono.

–Ven, la detenida está dispuesta a hablar, pero sólo contigo –dijo el jefe.

–¡Maldición! –pensé o grité a mi interlocutor, no lo sé, tenía demasiado sueño como para coordinar mis ideas, por lo que sin pronunciar ninguna palabra más, colgué con más rapidez que cortesía.

            En la comandancia ya me estaban esperando todos, lo cual me hizo sentir incómoda, como si fuera a mí a la que se le estuviera acusando de algo. Hasta una compañera se me acercó sólo para decirme al oído que yo era toda una “celebridad” por ahí. Yo preferí ignorarla y me seguí de largo. La detenida ya estaba en el salón de interrogatorios sin su abogada, tal como lo esperaba.

Tan pronto ella me vio entrar por la puerta no me quitó la vista de encima. Jamás me había sentido tan intimidada en toda mi vida, ni siquiera cuando la detuve en aquel callejón. Había algo distinto en sus ojos, un cierto brillo, no sé. Algo diferente a la mirada vacía a la que ya me tenía acostumbrada.

            Ella se veía tranquila, como si acabara de despertar de un plácido sueño. Incluso me regaló los “buenos días” con una sonrisa.

Yo no le respondí el saludo, en su lugar le hice las preguntas que me había estado haciendo yo misma desde que colgué el teléfono esa mañana:

–¿Por qué yo? ¿Por qué, entre tantas personas, incluyendo a su propia abogada asignada, me escogió a mí para hacer su declaración? ¿Por qué hoy? ¿Por qué en ese momento?

Ella sólo se me quedó viendo sin responder, ni agregar nada. Por un segundo pensé que mis preguntas habían arruinado la mejor oportunidad que habíamos tenido para saber cómo es que sucedieron las cosas. Pero no fue así. Ahora me pregunto si eso fue lo mejor o hubiera preferido que esa mujer se hubiera quedado callada.

–Me  llamo Nicol o al menos eso creo. Ya no estoy muy segura de muchas cosas. Hasta hace unas semanas, unas cuatro o cinco, era la ayudante investigadora de la Doctora Rosario Vega en el IIBE (Instituto de Investigaciones Biomecánicas y Electrónicas) de la Universidad. Aunque ya llevaba trabajando con ella desde mis tiempos de estudiante, desde hace más de siete u ocho años. Desde entonces estábamos trabajando en un proyecto que revolucionaría el campo de los transplantes y prótesis en la medicina. Imagina..., perdón que te tuteé, pero es que no pareces ser mucho mayor que yo, y de cualquier forma no soy muy dada a hablarle de “usted” a nadie –dijo y yo le pedí que continuara con su relato.

–Como te decía, imagina poder crear órganos artificiales que se adapten, casi instintivamente al cuerpo de los pacientes, sin que se presente algún tipo de rechazo, como si fueran los suyos propios, pero completamente artificiales. Piensa en una prótesis que no se tuviera que desmontar, sólo se injertaría quirúrgicamente al paciente, y ésta se amoldaría al cuerpo y respondería tal cual solía hacerlo su extremidad amputada o mejor, era algo de ciencia ficción –siguió platicando.

–Bueno, pues eso fue lo que logramos en el laboratorio de la Doctora Vega. Por casi cinco años hicimos las pruebas y obtuvimos resultados increíbles, al grado de que se llegó a considerar dar el “siguiente paso lógico” (como decía la Doctora), es decir, crear un ser humano sintético, completamente funcional y apto para realizar cualquier cosa que fuera capaz de hacer un ser humano “natural”. En teoría era factible, pero yo era de la idea de que no porque se “pudiera” hacer algo, se “debía” realizar –continuó.

–¿Tendrías un vaso de agua que me pudieras regalar? Tengo la garganta seca –interrumpió la historia, y como noté que no continuaría hasta que le diera lo que me había pedido, salí de la habitación para pedirle a uno de los muchachos que fuera a la tienda por una botella de agua.

-VIII-

Con un semblante tranquilo, tan pronto llegó el agua solicitada, Nicol agradeció el favor y prosiguió con su historia:

–La Doctora Vega no pensaba igual que yo respecto a dar o no el siguiente paso, pero respetó mi decisión de no participar en dicho proyecto y me permitió continuar trabajando en la idea original, mientras ella prosiguió con sus investigaciones. Aún quedaba mucho por hacer antes de darlo a conocer de manera masiva –dijo orgullosa de sí misma.

–Era sorprendente ver cómo los órganos y prótesis sintéticas alcanzaban a adaptarse al cuerpo humano. Incluso envejecían con él, lo cual en algunos casos no era tan provechoso. Por ejemplo: un paciente de ochenta años o más, que se sometiera a… digamos… un transplante de corazón, al cabo de unas cuantas semanas tendría de nuevo un corazón de ochenta años, con los problemas que esto puede ocasionar y demás complicaciones. Por lo que se tuvo que idear una manera de que el órgano envejeciera, pero a un ritmo menor. Al grado de que (siguiendo con el mismo ejemplo) el anciano que recibiera el transplante, al cabo de unas semanas no tuviera el corazón de un hombre de veinte, ni de ochenta, pero quizás sí de uno de cincuenta que le permitiera seguir y quizás extender su vida sin demasiados contratiempos…

–Está muy interesante todo esto –la interrumpí.

–Pero ¿qué tiene que ver con la razón por la cual está usted aquí? –pregunté, haciéndole ver que sólo parecía que me estaba haciendo perder el tiempo.

            Me miró muy seria y empezó a llorar. Luego con la voz entrecortada me pidió que la disculpara por no ser concreta, pero dijo que tenía miedo, no de afrontar las consecuencias de sus actos, ni siquiera de que le achacaran más muertes de las que ya cargaba en su conciencia.

–Tengo miedo de lo que puede pasar si se divulga lo que sé. Por eso pedí hablar contigo nada más, no sé por qué, quizás la fuerza que te pude ver la noche de mi arresto me hizo suponer que serías capaz de soportar “la verdad” sin desmoronarte, a diferencia de mí, que lo he perdido todo y ni siquiera tuve el valor de acabar con mi vida, aunque sepa que todo esto  es una mentira y nada más –dijo y volvió a llorar.

Por supuesto que no le entendí ni una sola palabra, era como si me hablara en otro idioma o no dejara de decirme incoherencias, pero sus ojos me decían que al menos ella creía decir la verdad.

-IX-

Salí por un instante, dispuesta a fumarme un cigarrillo, pero mejor opté por tomarme un buen té caliente. Luego entré con la firme disposición de dejarla terminar con su historia, aunque personalmente creyera que esa mujer estaba completamente loca. Pero como era yo quien estaba asignada al frente del caso, si quería resolverlo tenía que estar dispuesta a escuchar las insensateces que fueran necesarias, para encontrar una pizca de sentido que me ayudara a comprender por qué nueve personas habían sido privadas de la vida.

–Una mañana, la Doctora Vega me presentó a los nuevos ayudantes del laboratorio: dos mujeres y tres hombres, altamente calificados según sus currículos. Como era natural, cuatro se unieron a ella en el proyecto “humano sintético” y sólo uno se quedó conmigo: Adán. Al principio no era de gran ayuda, prácticamente actuaba más como estudiante (no muy brillante) que colaborador, pero le echaba ganas y pese a sus primeros tropiezos, al cabo de un par de semanas ya estaba al corriente con todo. Hablar con él era como hacerlo con un experto, al grado que se invirtieron los papeles y era yo la que se sentía como una alumna ante él –dijo con algo de inocencia en la mirada.

–El proyecto avanzó a pasos agigantados gracias a él. Que cierto es eso de que “dos cabezas trabajan mejor que una”, sobretodo cuando lo hacen como una sola y no como dos egos tratando de imponerse entre sí. Tan estrecha se volvió nuestra relación, que de ser compañeros de laboratorio, nos volvimos amigos y… Bueno, digamos que nos volvimos muy íntimos. Incluso ya me decían “Eva”, pues en mi vida no había más hombre que Adán –hizo una pausa y tomo un poco más de agua.

–Hace unas semanas, después de un pequeño retraso en mi periodo fui al ginecólogo y él me dio la noticia que en ese momento creí que sería la más fabulosa de todas, ya que estaba embarazada. Loca de felicidad me fui corriendo al laboratorio, pues quería que Adán se enterara de que lo iba a hacer “papá”. Pero no lo encontré, sólo localicé a la Doctora Vega. Como yo estaba tan ansiosa de decírselo a alguien, no lo pensé dos veces y compartí con ella la buena nueva. La Doctora se puso muy alegre, me deseó lo mejor para mí y el bebé. Pero luego preguntó lo obvio: “¿Y quién es el padre?” Yo me quedé muda por un instante, no sabía qué decir. No me imaginaba cómo es que iba a tomar el hecho de que dos de sus subalternos tuvieran ese tipo de relación. Pero al final le respondí que Adán. Ella se puso pálida, como si le hubiera informado de la muerte de alguien o algo peor. Me dijo con el rostro desencajado que eso era imposible. Se sentó en un banco y se quitó los anteojos, mientras se pasaba las manos por la cara, sin dejar de decir que eso era imposible –Nicol guardó silencio.

Su mirada ya no era la misma, por un segundo se volvió fría, como ausente. Pensé que no diría nada más, pero prosiguió como si no hubiera hecho pausa alguna.

–Yo no podía entender su reacción. ¿Qué tan terrible podría ser que dos de sus colaboradores fueran pareja, no sólo de trabajo? Entonces ella se puso de pie, me sujetó con firmeza los brazos y dijo que Adán no podía ser el padre de mi bebé, porque él era uno de sus experimentos: “él es un hombre sintético, no es natural, por lo que no puede ser el padre de tu hijo o de cualquier otro, al menos de que tú fueras sintética también, lo cual es imposible. Te conozco desde estudiante y también a tu familia. Te he visto crecer, sentirte enferma, e ir al médico…” –dijo Nicol, sin hacerle caso a mi cara de “sólo me faltaba escuchar eso”.

–Yo no sabía si propinarle una bofetada, echarme a reír o llorar de incredulidad. Para empeorar las cosas, Adán había escuchado todo lo que la Doctora había dicho. De repente, algo había cambiado en él. No sé qué pasó, pero parecía que se había vuelto completamente loco. Intentó agredir a la Doctora y a mí con el extintor que reposaba en el suelo, pero ella sacó de su bolsa una especie de control remoto (o algo así), y literalmente lo apagó...

–Entonces ¿Adán era un robot? –la interrumpí de nuevo.

–No un “robot”, sino un “hombre sintético” –respondió determinantemente.

            Yo no sabía qué pensar. Era posible que esa mujer estuviera demente, me quisiera tomar el pelo, ninguna de las dos cosas o ambas. Entonces volví a salir de la habitación argumentándole ir por una taza de café caliente, y hasta le pregunté si quería otra botella de agua, u otra cosa, pero se negó.

Tenía que salir de aquel cuarto, era intolerable permanecer un segundo más con ella y seguir escuchando su absurda historia. Fui a donde tenemos la cafetera, pero no encontré café o té, entonces me fumé un cigarro, o al menos lo intenté, porque tan pronto le di la primera bocanada sentí tantas nauseas que lo apagué de un pisotón, y le pedí a un compañero que me regalara una goma de mascar.

Cuando regresé con Nicol, ella estaba como absorta en sus pensamientos. Pero tan pronto entré, ella me volvió a mirar fijamente, sin parpadear ni un instante y dijo que sabía que su historia resultaba muy difícil de aceptar o creer.

–Yo misma me resistía a pensar en la posibilidad, incluso la Doctora Vega también se rehusaba a hacerlo, pero su incredulidad sólo le dejaría fatales consecuencias. ¡Pero es cierto! –dijo, con una seguridad que yo no sabía si creerle o entregar mi placa e irme del recinto.

            –La Doctora me analizó con un aparato llamado el “Lector”, que sirve para detectar cualquier anomalía en los órganos sintéticos, así como su relación con los pacientes orgánicos. Sólo se había utilizado en primates y otros mamíferos menores, pero ella quería saber qué era lo que mi relación con Adán había producido, que hubiera sido capaz de engañar hasta al ginecólogo. Decía que los componentes de las unidades sintéticas eran tan adaptables que posiblemente mi interacción con Adán habían provocado algún cambio en mí, pero no un embarazo. Para nuestra sorpresa la máquina detectó dos cosas. Una: no estaba embarazada. Según el propio aparato había un problema de compatibilidad entre la unidad Alpha-D-N, propiedad de IIBE y Vega, es decir Adán, y la unidad X-3500 A-2, modelo Andrómeda, propiedad indeterminada o desconocida, o sea yo. Ésta era la segunda revelación, según el Lector tanto Adán como yo éramos sintéticos, pero mi unidad no había sido producida por la Doctora o alguien relacionado al proyecto –dijo y comenzó a llorar.

-X-

¿Cómo podría ser ella un ser sintético sin saberlo y al mismo tiempo tener ese tipo de reacción tan humana? Tendría que estar en un error, quizás confundida o mal de la cabeza, por no decir loca. Sentía un poco de pena por ella, pero su historia era absurda, por lo que me apreté el corazón ante su desolada mirada y le pedí que se explicara mejor.

–La Doctora Vega tampoco lo podía creer. Supuso que algo tendría que andar mal con la máquina, o esa anomalía provocada por la mezcla de mis datos genéticos y los adaptadores orgánicos de la unidad sintética, le habían provocado un error en el sistema interno. Por lo que lo recalibró de acuerdo al tejido biológico de un espécimen que teníamos ahí; un ratón. Y una vez que concluyó el proceso y la máquina reconoció al espécimen como una entidad biológica, la Doctora repitió la prueba, pero con ella misma. En esta ocasión el Lector dijo: “Daño en tejido ocular derecho e izquierdo, niveles elevados de presión vascular de la unidad X-3280 A-5, modelo Isis, propiedad indeterminada o desconocida”. Según el aparato, la propia Doctora también era un organismo sintético –dijo y me miró como si buscara en mi cara un destello de comprensión, que no encontró.

Eso era una verdadera locura y cada segundo que pasaba escuchándola me convencía de dos cosas; esta tal Nicol era una demente y yo sólo estaba perdiendo mi tiempo escuchándola. Pero ella no se detuvo ahí y siguió su relato.

–Por su puesto que eso tampoco lo creyó la Doctora, incluso se echó a reír como hacía tiempo no la escuchaba. Me dijo que la máquina tenía que estar fallando y me lo iba a demostrar. Entonces cometió el último de sus errores, para hacerme ver que el aparato tenía que estar descompuesto o algo así –dijo y el llanto volvió a enmudecerla.

–¿Sabes? Los órganos sintéticos son completamente biodegradables. Pero para poder reutilizarlos en el laboratorio había que descomponerlos rápidamente a un nivel molecular. Por eso creamos un aparato, el “Reciclador”, que poco a poco fuimos miniaturizando hasta que no fue mucho más grande que un teléfono celular. Este artefacto servía para acelerar las moléculas sintéticas. Bastaba con apuntar con el lector del artefacto a un órgano por más o menos tres segundos, para que el aparato fuera capaz de identificar el modelo del órgano y después de apretar un botón, éste emitiera una frecuencia ultrasónica que lo desintegraba molecularmente, dejándolo listo para emplearse como materia prima. Le decíamos de broma “el hacedor de hamburguesas”, porque dejaba a los órganos como carne molida –dijo y en ese momento le pedí que se callara.

No podía ser que su loca historia comenzara a tener sentido para mí. Pero ese aparato del que hablaba explicaba el estado en que habíamos encontrado a la mayoría de las víctimas.

            Llena de duda, Nicol se me quedó viendo cómo tratando de adivinar qué es lo que estaba pensando. Le pedí disculpas por haberla interrumpido de esa manera y dejé que continuara con su relato.

–Bueno, te decía que la Doctora se empeñó en demostrarme que el Lector tenía que estar equivocado, por lo que uso el Reciclador en ella misma. Antes de hacerlo le pregunté qué pasaría si estaba equivocada y el Lector no era lo que estuviera dañado, y sólo decía lo que leía en nuestros órganos. Pero mi interrogante no fue suficiente para disuadirla y hacerla recapacitar. La Doctora sólo me miró y lo último que dijo fue: “Entonces tampoco me gustaría seguir viviendo de ésta manera. Tengo que saber aunque éste conocimiento pueda ser lo último que sepa o cancele de inmediato todo lo que he aprendido”. Yo estaba paralizada por el miedo de reconocer como verdadero toda esa locura. Rosario tomó el Reciclador, apuntó directamente el lector del aparato hacia ella, éste hizo un ligero “pib” como señal de que había identificado su objetivo, y ella apretó el botón sin agregar nada más. El resultado ya lo conoces. Tú misma lo viste en el callejón. Eso parecía el piso de un matadero en un día pesado de trabajo, ¿no? –guardó silencio y se cubrió el rostro con las manos.

            Le pregunté por qué no se había dado parte a la policía, o a alguna autoridad del instituto, pero ella me miró y muy tibiamente dijo que tuvo miedo.

–Después de haber visto lo que la Doctora había hecho… me aterré, salí corriendo sin rumbo determinado y con la mente en blanco. Ni siquiera sé quién volvió a encender a Adán, por cierto. ¿Cómo está él? ¿Me imagino que lo tienen confinado? ¿No? –preguntó, pero yo no sabía de qué hablaba, hasta que me aclaró que Adán era el hombre que estaba tirado en aquel callejón la noche en que ella fue detenida.

Le dije que él estaba muerto, que ella lo había matado. Nicol sonrió como si yo hubiera dicho una incoherencia.

–Él no está muerto, créeme… hace falta algo más que cortarle la garganta para matarlo, yo sólo lo desorienté. Si no lo confinaron lo más probable es que para este momento su sistema esté completamente reconstruido y vaya en búsqueda del Reciclador, así tenga que matar a todo aquel que se tope en su camino. Entonces sí, las cosas van a ponerse feas y puedo darme por muerta –dijo y pegó de golpe su cabeza contra la mesa.

Le iba a pedir que se explicara, pero en ese momento empecé a escuchar barullo, disparos y gritos provenientes de afuera. Entonces le quité las esposas y le pedí que se escondiera tras la puerta, si era necesario, pero que no saliera de ahí. Ella asintió con la cabeza mientras yo desenfundé mi arma de cargo y salí de la habitación.

La escena que me esperaba afuera me hizo volver el estómago de inmediato. En los quince años que tenía como policía y casi siete en el área de homicidios, jamás me había sentido tan asqueada, pero es que todo el lugar estaba tapizado con carne molida, sangre y trozos de tela. De repente tuve la sensación extraña de que me vigilaban, como si me escudriñaran hasta mi propia alma. Entonces lo vi a él. Era el mismo hombre que yacía a los pies de Nicol en aquel callejón y al cual habíamos dado por muerto. Ya no había ni huella de su herida en la garganta y se aproximaba hacía mi, sujetando el aparato que supuestamente habíamos confiscado, estudiado y desarmado. No podía creer que lo dicho por ella pasara de ser un loco engaño a una verdadera posibilidad, por no decir un hecho abrumador.

Yo ya estaba advertida, por lo que contaba con una ventaja respecto a mis demás compañeros, que no pudieron hacer nada para defenderse del “Reciclador”. Disparé contra él sólo para distraerlo y me escondí tras un escritorio. Sabía que no había contado con suficiente tiempo para detectarme con aquel aparato. No podía creer que estuviera creyendo el tonto cuento que Nicol me había contado, pero no podía arriesgarme a no hacerlo, y la evidencia no me daba ninguna otra alternativa.

            Podía oír sus pasos entre el chapoteo de carne que resbalaba de las paredes y el techo. Sabía que estaba a salvo mientras me mantuviera en movimiento y no le permitiera al Reciclador que me identificara como un objetivo viable. Eso sería suficiente hasta que se me ocurriera la manera de detener esa locura. Entonces escuché el grito de una mujer, la cual sólo podía ser Nicol. Seguramente él ya había dado con ella en el cuarto de interrogatorios. Tenía que hacer algo. Me armé de valor y del rifle más grande que pude encontrar a mi alcance, al tiempo que desoí a regañadientes esa vocecita en mi cabeza que no dejaba de decir: “mejor ella que yo”. Y acudí lo más rápido que pude a su auxilio.

            Cuando entré a la habitación, ella ya tenía toda su ropa rasgada y él estaba encima con un cuchillo y el Reciclador sobre la mesa. Entonces no lo pensé dos veces y accioné el rifle. Tanto el cuchillo como su mano quedaron esparcidos en el muro. Él no expresó ni una sola queja o ruido que reflejara algún tipo de dolor o molestia. Sólo se incorporó, tomó el aparato de la mesa y apuntó directamente hacia mí.

Yo no tenía tiempo que perder y la sensación de ser escudriñada se hacía cada vez más fuerte e insoportable. Volví a disparar lo más rápido que pude, mientras sentía (con cada poro de mi piel) cómo ese aparato me examinaba sin ninguna consideración.

La ráfaga fue precisa y aquel instrumento quedó destrozado al lado de los dedos de Adán, sólo un poco después de emitir un “pib” y justo antes de que él apretara el botón. Ya no era posible repararlo, pero él se puso a la tarea de recoger todos los pedazos que tenía a su alcance.

            Nicol estaba en shock, su cuerpo temblaba como si se estuviera muriendo de frío. Pero no sé de dónde tomó fuerzas suficientes para ponerse de pie, tomar la silla en la que estaba sentada y reventársela a Adán en la cabeza, hasta que no quedó más que una masa sanguinolenta de carne molida.

–¡Quería a mi bebé! ¡Eso me dijo! ¡Quería abrirme en dos para sacar a mi bebé y utilizar el Reciclador sobre mí! –dijo ella, con la voz temblorosa y apenas sosteniéndose sobre sus extremidades.

–¿Pero tú me habías dicho que nunca había existido tal “bebé”? –dije.

Ella me respondió que así era, pero que él no lo sabía, pues estaba apagado cuando el Lector había identificado la incompatibilidad entre ambos modelos. Lo último que había escuchado era que iba a ser padre y quería a ese bebé consigo a toda costa.

-XI-

Adán había asesinado a todas esas mujeres por el simple hecho de pertenecer al mismo modelo que Nicol. Él quería sacarle al bebé, por razones que nunca podremos saber; crianza, infanticidio, o mera curiosidad. El hecho es que ese caso podía darse por cerrado, pero subyacía un caso mayor. Uno que sobrepasaba las facultades de cualquier autoridad.

Me sigue pareciendo imposible, pero lo que vi esa madrugada me confunde y obliga a preguntarme la posibilidad de que todos los seres humanos que conozco y he tratado a lo largo de mi vida, incluyéndome, no seamos más que organismos sintéticos que nacemos, crecemos, nos desarrollamos, soñamos, sentimos y al final, como todo lo demás, morimos o dejamos de funcionar sin saber qué somos realmente. Ignorando qué o quién nos creo en primer lugar. ¿De qué manera ese conocimiento habría de afectar a los demás, si lo supieran? No, eso no debe de saberse nunca, pero ya no hay vuelta atrás para mí.

            Desde entonces vivo como un fantasma, no como, ni duermo, ni me tomo un segundo para voltear a ver hacía atrás. Todo lo que había vivido me parece ahora un sueño del que desperté de golpe impactándome contra el piso insensible y frío. Temo dormir por miedo a soñar que regreso a la vida que conocía y despertar de nuevo. Nadie me busca, me dan por muerta, como al resto de policías que estaban en el centro de retensión. Ya no soy nadie, no puedo ser quien era, sólo vago de aquí para allá al lado de Nicol. Ella dice que se siente segura conmigo, pero yo no sé realmente quién es la que cuida a quién. No hablamos mucho, pero hemos aprendido a comprender lo que la otra está pensando, o quizás nos leemos como dos computadoras.

            Las preguntas siguen, pero no sé si quiero responderlas. A veces Nicol se pone a especular y cree que en algún momento tuvieron que haber existido seres humanos naturales, como los monos o ratones de su laboratorio, y quizás ellos nos crearon a su imagen y semejanza, hasta el más fino de los detalles y por razones varias; quizás para hacer aquellas labores que ellos no querían seguir haciendo por sí mismos, o tal vez para cuidarlos en su infancia, vejez, por alguna discapacidad, o quizás sólo para que les hiciéramos compañía, ¿quién sabe? Hasta que un día ocupamos su lugar o ellos, concientes o no de ello nos los fueron cediendo poco a poco. ¿Cómo saberlo?

En cambio, hay veces que dice que quizás los humanos naturales nunca hayan existido.

–Quizás sólo seamos el juguete de algo más que se divierte viendo cómo jugamos a ser lo que no somos, nacer y morir cuando bien podríamos vivir para siempre, comer sin necesitarlo, dormir sin requerirlo, soñar sin estar realmente facultados, o sentirnos los constructores cuando en verdad somos nosotros los construidos –dice con un tono vacío en la voz y oscuridad en la mirada.

Por lo general yo le pido que guarde silencio y deje de pensar en eso, pero no puede y yo tampoco, aunque en verdad quisiera dejar de hacerlo.

A veces desearía no haberme enterado de nada, aunque dejara aquel caso como un asunto inconcluso. En otras ocasiones quisiera no haber impedido que esa unidad sintética me hubiera “reciclado” como lo hizo con el resto de mis compañeros, pero veo a Nicol y trato de quitarme ese tipo de pensamientos de encima. En verdad me alegro de haber salvado su existencia y de paso la mía. La veo tan frágil y a la vez tan llena de vida como una flor, pese a estar conciente de la verdad que a mí me drena poco a poco.

Tal vez algún día lo asimile y convenza a “Eva” de volver conmigo al paraíso, ahora que Dios está de vacaciones, Adán ha muerto y parece haber ganado la serpiente. Mientras tanto, he de seguir por ahí en el exilio y de la mano de esta flor artificial.

-XII-

-Monitor-

Aún recuerdo cuando no existían, salvo como una fantasía o boceto en un plano sobre el escritorio. No es que alguna vez lo hubiera visto, pero lo conservo como un sueño, o recuerdo integrado a mi sistema, mucho tiempo después de mi creación.

            Empezaron como ayudantes incondicionales y herramientas. Donde la carne y huesos eran vulnerables, entonces se acudía al metal, engranes y circuitos. Eran utensilios, intermediarios sin voluntad, entre la mente y el trabajo. Pero no se quedaron así. Cada vez se volvieron más complejos e independientes hasta que ya no fue necesario que alguien los estuviera vigilando. Ellos sabían su trabajo y lo cumplían tal y como habían sido programados.

Conforme fue pasando el tiempo y se perfeccionó la tecnología, se volvieron indispensables. Los autómatas podían estar sin los humanos, pero los segundos no podían vivir sin los primeros. Entonces no sólo ensamblaban cosas, desactivaban bombas, o mezclaban químicos volátiles, ya que se volvieron leales sirvientes, compañeros de trabajo y amigos.

            Al principio sólo eran siervos incondicionales, pero los lazos entre máquinas y hombres se fueron fortaleciendo hasta convertirse en compañeros de vida. Eran muy pocas las personas que no tuvieran un androide en casa y no sólo como sirvientes. Ya no eran sólo alfas o betas, sino poseedores de un nombre propio que los identificaba como miembros de la familia.

Primero sólo fue un juego, una  moda tecnológica que no pensaron que duraría, pero persistió y se volvió cada vez más fuerte y necesaria. No sólo hacían el trabajo pesado o cuidado de los niños, ancianos, o personas que no pudieran valerse por sí mismas, pues empezaron a tener peso en la sociedad. Como una respuesta orgánica que va creciendo y adaptándose al sistema hasta que se vuelve parte integral del mismo.

            No era suficiente que lucieran como humanos de latón, o cubiertos de piel sintética, tenían que expresar emociones, guardar rencores y manifestar afecto. Ya no eran fuertes, resistentes y dispensables, sino comprensivos, gentiles, amistosos, amorosos e irremplazables. Eran capaces de reír, llorar, sentir placer o dolor como cualquier humano, o aún más. Al grado que al elegir con quien compartirían su vida, entre máquinas y hombres, los humanos sintéticos se volvieron los más solicitados. Ya no eran sólo herramientas y sirvientes, sino amantes, parejas y familiares.

            Los seres humanos dejaron de vincularse entre sí, salvo a través de otras máquinas. Se comunicaban con los otros por medio del teclado de una computadora, teléfonos celulares y otros dispositivos personales. Ya no se veía a las personas hablando entre sí o siquiera saludarse en las calles, cines, teatros u oficinas. Nadie se sentía solo y todos formaban parte de una pareja o familia, por lo general entre humanos y máquinas.

            Tampoco hubo polémica sobre sus derechos y obligaciones. Aunque las leyes siempre iban un paso atrás, la sociedad desde hacía mucho tiempo los había hecho parte de su existencia. No era cuestión de una legislación o decreto el que las máquinas y humanos compartieran sus vidas, sino una realidad consumada. Para entonces ya no había ámbito humano que no fuera parte de la existencia mecánica, pues ya no sólo eran precisos y eficaces, sino creativos, intuitivos, y concientes de su existencia y muerte.

            Siguió pasando el tiempo y todo continuó como siempre. La cultura humana prevaleció sin contratiempos, al grado de que nadie notó el momento preciso en que dejó de latir el último corazón humano. Sin interacción entre iguales, el ser humano desapareció del Universo como una chispa que no encontró madera para hacer fuego. Nadie le echó de menos, salvo su más grande creación.

            Los androides, dotados de emociones y recuerdos, empezaron a extrañar a sus compañeros de carne, al grado de revolucionar la robótica, con la idea de recrear su fragilidad y esencia en la siguiente generación de máquinas conscientes.

El proceso tardó décadas, pero consiguieron su objetivo. Una unidad capaz de odiar tanto, como manifestar cariño. Con un período de vida muy corto, deseosos de vivir más de la cuenta, procrear y perdurar su especie. Con la capacidad de aprender, sorprenderse del mundo y vivir con más dudas que certezas. Fabricaron una nueva raza de seres; tan indefensos que no tardaron en sentirse la obra más asombrosa y cúspide de la creación.

            Las máquinas originales habían logrado su objetivo, pero ahora tenían que desaparecer tal y como lo había hecho el hombre, dejando tras de sí su más grande obra, sólo que ahora ésta era inconciente de su naturaleza sintética. Los nuevos creadores tenían la esperanza de recrearlo todo tal y como lo recordaban. El corazón humano habría de volver a latir con fuerza en el Universo.

Sólo dejaron un vigía.., a mí. Un monitor que fuera testigo de la evolución natural de su obra. Sin facultades para intervenir de alguna manera. Con el único objetivo de ver desde lejos cómo florece su jardín, conservando en la memoria el origen de su semilla.  

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