domingo, 20 de noviembre de 2011

Horario de visita

Después de quince años de vivir encerrado en este lugar, me pregunto cuál podría ser el sentido de querer salir. El abogado que lleva mi caso (asignado por el Estado), ha sugerido que apelemos la sentencia argumentando los años ya purgados y mi buen comportamiento durante todo este tiempo. Podría salir libre en tres o cinco años más, pero no quiero.

            Allá afuera no queda nada de lo que dejé, ni nadie al que le importe o requiera de mí. El mundo es otro y no sé si tenga vocación para conocerlo. La vida acá adentro no es fácil, pero ya me he acostumbrado a vivir entre hienas carroñeras, santos, asesinos y demás depredadores. Quisiera decir que soy de los segundos, pero no es así. Purgo una pena de cuarenta años por un crimen que sí cometí, aunque no recuerde el motivo.

            Aquel día salí del trabajo con la billetera llena, mis buenos amigos y muchas ganas de saciar la sed en la primera cantina que nos abriera las puertas. El resto es difuso, como fragmentos de una historia que he escuchado antes, pero jamás he vivido. Recuerdo el ir y venir de las botellas y billetes, una riña y dos enormes “gorilas” sacándome a patadas del establecimiento. Las calles eran oscuras y desconocidas, a veces se hacían estrechas, o amplias como plazas públicas. De cualquier forma, no sé si por azar, destino o mala suerte, terminé en la casa. Mi esposa estaba despierta y no muy contenta. Discutimos…, y después no sé qué pasó. Me parece que se encerró en la recámara mientras yo me metí en el baño.

            Lo siguiente que recuerdo es haber despertado en el piso a un lado del sanitario, con un cuchillo ensangrentado en la mano y un cadáver en la regadera. El resto me lo contó la fiscalía al momento de acusarme de asesinato. Entonces me declaré inocente y la defensa alegó que no era responsable de mis actos, por haber cometido el homicidio bajo los efectos del alcohol. Pero no sirvió de nada porque el juez me declaró culpable y sin derecho a fianza.

            Durante mis primeras semanas en prisión, solían venir a verme aquellos amigos con los que pasé mi última noche libre. Después se olvidaron de mí, y yo de ellos. La que nunca lo ha hecho es mi esposa, quien viene a verme todos los días sin falta y a pesar de todo. Ella es la única que sosiega esta soledad compartida y me regala su paz. Algo habré hecho bien en la vida para merecer su compañía, o quizás ella fue la que hizo algo tan ruin y despreciable para merecer la mía.

El caso es que ella es la única que podría saber qué fue lo que realmente pasó esa noche, pero nunca declaró en mi contra, ni le gusta hablar de eso, casi como si no hubiera ocurrido. A pesar de lo que pudieran opinar los demás, ella siempre ha estado a mi lado respaldándome en todo momento. Aunque algunos de mis compañeros de celda no opinen lo mismo. Ellos creen que es todo lo contrario, piensan que tal vez fue mi esposa la que me inculpó por un crimen que ella misma cometió, aprovechándose de mi estado etílico. Pero yo sé que están equivocados.

Ella no sería capaz de semejante cosa. Aunque a veces quisiera que me contara que fue lo que vio o escuchó esa noche. Pero cada vez que le pregunto ella se incomoda, cambia de conversación o voltea a ver el reloj, y se marcha argumentando lo mucho que aún tiene que hacer en la casa. Por eso ya no he insistido en ese asunto. La verdad es que tengo miedo de que deje de venir a visitarme o se olvide de mí, así como yo me he olvidado de casi todo; desde la fecha de su cumpleaños, el lugar donde la conocí, la Iglesia en que nos casamos, su flor favorita y… hasta el motivo por el cual la asesiné en el baño.

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