jueves, 24 de noviembre de 2011

Retazos

Cuando aún era muy joven conocí a una mujer inexperta e impetuosa como yo. Ella era muy atractiva y no tardé mucho tiempo en acabar rendido a sus pies. Una semana después ella ya intervenía activamente en todos mis proyectos. Se vislumbraba un futuro prometedor y aunque las cosas no siempre salían como esperábamos, jamás me desanimé pues sabía que a mi lado siempre estaría ella. Su mayor cualidad era la insistencia en todo lo que se proponía, y su peor defecto era aquello que más me atraía: su ambición.

Ella lo quería todo y daba lo mismo para obtenerlo. Era emprendedora y jamás me dijo que no, hasta el día que me dejó. Recuerdo que fue un lunes por la mañana, cuando desperté y ya no estaba a mi lado.

Nunca supe que fue de ella o por qué se fue con mis sueños de juventud y la alegría de seguir vivo. Pero aunque no me consta, siempre sospeché que estaba muerta, quizás hasta por su propia mano, porque desde ese día el mundo me pareció un poco más empobrecido, desanimado y oscuro, como si entre sus habitantes hiciera falta ella: “Esperanza”.

Muy poco tiempo después conocí a otra mujer. Ella era tradicionalista. No se parecía en nada a mi primer amor, pero me perdí en su mirada profunda, segura y realista. Ya no éramos un par de jovencitos y el mundo había dejado de ser una inquietante aventura, y se había convertido en una monótona, pesada y abrumadora placa de concreto. Ella a casi todo me decía que no y el único sí que escuché salir de su boca fue tan fulminante que me fui a vivir a su lado.

Podría decir que duramos juntos toda una vida, pero cómo saberlo cuando todos los días parecen ser el mismo.

Sus aliados más fieles y enemigos más severos siempre fueron el reloj y el calendario. Ella a estos dos les llamaba “hogar” e “infierno”, y aunque mi amada había recibido muchos nombres a lo largo de su vida, para mí era simplemente “Rutina”.

A diferencia de lo ocurrido con Esperanza, Rutina seguía en mi vida cuando conocí a otra mujer que me dejó cautivado con su silencio. Era misteriosa, ausente y cerebral. No parecía tan segura como la otra, pero su andar era firme y no tardé mucho en enamorarme de ella.

A Rutina no parecía importarle su presencia y a mí menos, hasta que su silencio se fue volviendo cada vez más lúgubre y atormentador. Ella nunca me dijo que sí o que no. Decía tanto sin decir una sola palabra y era brutalmente honesta. No se le escapaba nada y su juicio era implacable.

Poco a poco se fue apoderando de todo mi mundo, y todo el mundo se estaba llenando de ella. Al grado de que no supe en qué momento habíamos dejado de ser tres y sólo quedábamos ella y yo, quien por cierto se llamaba Soledad.

Ella siempre fue la más posesiva de las tres mujeres que había tenido en mi vida. Me acompañaba a todos lados y no había mañana que no despertara y la viera a mi alrededor. Con ella cada día era distinto y eterno.

Recuerdo que a menudo Soledad invitaba a alguna amiga, que por lo general nunca llegaba sola. Una se llamaba Nostalgia y la otra Tristeza, quienes parecían disfrutar mucho el hacerme recordar a Esperanza y a Rutina, pues no dejaban de hablar de mi vida con ellas. Soledad se quedaba callada, mientras Nostalgia y Tristeza hacían de mi memoria su casa. A veces Compasión también nos visitaba, pero ella solía irse muy pronto, sobretodo cuando andaba por el rumbo Dolores y Locura.

Aunque Soledad dejaba que sus amigas nos visitaran regularmente, e incluso en más de una ocasión le abrió la puerta a Rutina, ella me quería solo para sí misma y no permitía que nadie más se me acercara demasiado. Pero a pesar de su celoso resguardo, un día conocí a otra mujer que llenó todas mis expectativas y le quitó a Soledad la corona de reina y las llaves de mi reino.

Ella era la mujer más hermosa y cautivadora que hubiera conocido alguna vez, y no dudé ni un segundo en saber que habría de pasar una eternidad adorándola.

Con ella en mi vida ya no había cabida en mi memoria para Esperanza, ni presente para Rutina, Soledad y sus múltiples amistades. De inmediato me volví uno con ella y su abrazo selló un pacto que jamás podrá ser roto por nadie.

Yo a todo le digo que sí, sin que ella tenga que formular petición alguna. De hecho, el mismo día que la conocí me marché a su lado, y seguiré ahí para siempre. Nunca le pregunté, ni me importó su nombre, pero me parece que alguna vez le escuché decir que algunos le llamaban: “Muerte”.    

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