martes, 17 de abril de 2012

Lunático

Algunos me llaman “lunático”, pero están confundidos. Sé que tengo mis excentricidades, pero lo que pienso que es realmente desquiciado, no es aullarle a la luna llena y bailar bajo sus rayos a media noche, sino mostrarse apáticos ante su influjo, magnetismo y belleza. Eso sí que es demencial. Por otro lado, yo soy inofensivo… bueno, casi.

            Me miran feo porque no soy como ellos; me dejo crecer la barba, el cabello y las uñas, pero sólo un poco, de hecho, sólo lo necesario para aferrarme a mis sueños, y no pasar frío cuando las nubes cubren a la bella Meztli, Selene, Luna, o como quieran llamarle, despojándome de lo único que me mantiene caliente y cuerdo por las noches.

            Desde muy pequeño las cosas han sido de esta manera. Mientras los demás chicos buscaban piedras en el camino, yo contemplaba la luna, en espera de que ella me resolviera mis dudas, me enseñara la senda correcta, y algún día me llevara a su lado, para perdernos en la inmensa oscuridad, y ver el amanecer de un nuevo mañana desde su superficie, o quizás el brillo azul de una “Tierra llena”.

            Pero ese tiempo ya pasó. Ahora sé que no importa cuánto le aúlle o le baile, nada hará que la luna baje, o algo me eleve hasta donde se encuentra ella. Pero esto no significa que haya renunciado a su amor, simplemente he encontrado algunos paliativos, mientras doy con el modo de hacer mis sueños realidad.

            Desde hace algunos meses, me he limitado a recolectar lunas y guardarlas en mi armario. Sé que puede sonar algo “loco”, pero prefiero que piensen eso, antes de arriesgarme a que sepan la verdad. No creo que todos entiendan, y si se los cuento a ustedes es porque son de confianza…

            Resulta que por accidente descubrí que todos guardamos una luna en nuestro interior, no hablo del yin, ni estoy usando una metáfora. Hablo de una luna tangible, sólida y ósea, que refleja el brillo de mi amor, aunque con ciertas deficiencias. Lo difícil es extraerla, pero con una buena segueta, un cuchillo filoso, mucho algodón para absorber la sangre, que es bastante, y un poco de paciencia, todo es posible. En poco menos de un año me he hecho de doce, y cada luna llena recolecto una más, que limpio y pulo hasta que brilla como la original.

La buena noticia es que hoy la noche se ilumina con la belleza de mi amada, y para mañana tendré una luna nueva en mi armario. La mala es que aún no sé a quién de ustedes habré de escoger para unirse a mi colección.   

           

Al frente

Después de múltiples sacrificios, por fin ha llegado el día de saber si las desveladas continuas y el trabajo invertido valieron la pena. Todos mis pares lucen nerviosos, inseguros y… desenfocados, en tanto que yo intento transmitirles certeza y confianza, sin mucho éxito. Sólo espero que todo esto no se quede en las meras apariencias, y al final también yo termine sucumbiendo al pánico.

            Enfrente de mí está “el destino”, aterrador y soberbio. Camina con firmeza, mientras con la mirada seria intenta intimidarnos y minar nuestra confianza. Luce imponente y complacido, al ver que ha logrado plantar su semilla de terror en más de una consciencia. Yo finjo, no quiero que sepa que su táctica no ha funcionado conmigo. Aún no es tiempo, pero pronto habré de demostrar que no le temo, y que estoy por encima de cualquier desafío que él o cualquiera pueda ofrecerme, o al menos eso espero.

            El silencio se impone a los cuchicheos, que hasta hace unos segundos parecían interminables. En el ambiente se percibe que “hoy” es el “día” y que todo lo hecho hasta ahora habrá significado “nada”, si después de este “encuentro” nos marchamos con una derrota. Ni siquiera nuestra respiración se atreve a alzar la voz. Parecemos ausentes, hasta que una insolente mosca distrae nuestra atención, sólo para pagar con la vida su error, y quedar aplastada en la pared, como ejemplo de lo que es capaz el inclemente destino.

            Todo está listo. Ya nos indicaron que guardáramos nuestras únicas armas, y no hay manera de volver atrás. Es la última oportunidad que tenemos de hacer acopio de coraje, mente y estómago, y permanecer preparados para lo que pueda ocurrir. Ahora sólo es cuestión de tiempo, autocontrol, preparación y suerte.

Hasta que al fin sucede…

            – ¡Gómez! ¡Pase al pizarrón! 

Hoy

Después de varias semanas de planeación, reflexiones y moralinas, he decidido que hoy habrá de ser “el gran día”. Lo he pensado mucho y creo que ya no queda nada por considerar, y ya es hora de dar el siguiente paso. Quizás debí de haberlo hecho desde hace meses, pero al final de cuentas eso lo tenía que determinar yo, y solamente “yo”.

            Hoy desperté antes de que sonara la alarma del reloj. La ciudad estaba en calma, cosa rara, por lo que quizás sólo me regalaba unos minutos más de tranquilidad para reconsiderar las cosas, pero no lo hice. Nunca me ha gustado hacer aquello que los demás esperan de mí, va contra mi naturaleza; tal vez ése sea el problema.

            El espejo me dio los “buenos días”, ante la descortesía de mi silencio y la luz tintineante del baño. Un poco de agua refrescó mi cara, ahuyentó la pereza, pero no los fantasmas. No… ellos siempre marchan conmigo y lo seguirán haciendo hasta el final de mis días, es decir, hasta hoy.

            Arreglé la cama, sólo por costumbre, y descorrí la cortina, cuando aún dormía el sol tras el horizonte. Tú te veías tan apacible que no te quise molestar, sabía que sin importar el ruido que hiciera jamás lograría despertarte, pero aún así me alejé “de puntitas” para no perturbar tu sueño interminable. Eso sí, antes de marcharme besé tu frente y tus labios por última vez. Evidentemente no respondiste, seguías siendo un cadáver.

            Me vestí, apagué las luces y salí de la casa, no sin antes dejar pegadas las llaves en la puerta, para que la policía no tuviera que destrozar el marco, cuando tus vecinos notaran el aroma de tu cuerpo putrefacto. Recuerdo que me contaste lo mucho que te gustaba el acabado de la madera tallada, me lo repetiste como mil veces, por lo que asegurarme de que lo dejarían intacto era lo menos que podía hacer por ti.

            Afuera me esperaba la noche y la humedad, mientras el viento frío acariciaba mis mejillas, casi como uno de tus besos. Un hombre en la esquina pedía una moneda o un trozo de pan, recuerdo que pensé: “hay gente que tiene muchos más problemas que yo”. Por lo que le entregué mi último billete y me alejé sin dirigirle la palabra. Entonces él cometió el mismo error que tú, porque me alcanzó para agradecer mi generosidad, y me tocó sin mi consentimiento. Por lo que le pagué con la misma moneda que a ti, y le arranqué la vida de un navajazo en el cuello. Ni siquiera le dio tiempo de gritar.

Nadie me vio, y eso fue lo mejor, porque mi navaja aún tenía filo y no pensaba detenerme ahí. Un fantasma más se agregaba a mi lista, y eso que él ni siquiera me había llamado “puta”.

Tu sonrisa

Por más que intento no encontrarme contigo, te veo en todas partes; tu sonrisa me persigue, tu mirada me vigila, tu perfección me aterroriza y tu nombre nubla mi existencia. Ayer te encontré en el supermercado. Donde quiera veía tu cara sonriente, plena y llena de vida.

¡Eres una farsante! Lo sé y lo sabes. Te vendes al mejor postor, te dejas adular, consciente de que son palabras vacías y sin corazón. No te importa si es lo correcto o no, sólo te interesa que paguen por tus servicios, y que al final de cada sesión luzcas cada vez más joven, radiante y hermosa.

            Ocultas tu tristeza y soledad bajo una belleza envidiable, que sin importar lo encantadora y dulce que se vea, me hace llorar. ¿Cuántas personas no habrán soñado con poseerte, besar tus labios, acariciar tu delicada piel, o al menos arrancarte una sonrisa? ¿Pero cuántas veces has vuelto sola y vencida, a una cama que cada vez te parece más amplia, ajena, fría y vacía?

            Veo tu rostro en las revistas de modas, en la portada del suplemento de espectáculos, en el cartel del Banco y hasta anunciando un nuevo dentífrico, que con esa sonrisa como marco, seguramente será todo un éxito. Cada día te ves más bonita, y conforme aumenta la tecnología y mejoran la manipulación de las imágenes, puedes dar por cierto que nadie notará que tu piel ya no es lo que solía, ni que tu mirada ha perdido esa chispa que te hacía lucir “divina”.

No sabes cuánto tiempo más podrás sostener esta farsa, día a día te repites ante el espejo que no lo volverás a hacer, y te planteas miles de proyectos y actividades que te permitan demostrarle al mundo lo que realmente eres capaz. Pero invariablemente, todas esas ideas se escapan por el mismo tubo por el que se va el agua con la que lavas tu cara, y una vez más sales a la calle a hacer lo mismo.

            ¡Te odio! Me enferma tu falsa perfección, me marchita tu sonrisa, y al mismo tiempo siento pena por ti. Porque sé de tu suerte, conozco tu vida mejor que nadie, y porque soy consciente de que sin importar donde vayas o qué es lo que hagas este día, sé que verás en mis ojos el juicio de tu mirada.

Día a día te atormentará mi rostro cansado y vacío en cada rincón, anuncio y revista del aparador. Porque es imposible, por más maquillaje que te pongas, escapar de tu verdadera cara.

Carteles en la pared

Hoy desperté y todo estaba distinto; el silencio me regaló los “buenos días”, el frío me arropó con su indiferencia, y la ausencia me acompañó durante el desayuno. Afuera la vida continuaba; con sus prisas, relojes, gritos, mareas de gente, apáticas y rutinarias.

            Mi sombra proyectada jugaba con mi reflejo en la taza de café, la cual una vez más solo estaba llena de agua, porque no he tenido tiempo, ni ganas de comprar ni siquiera un té. Pero eso no importa, de todas formas el café nunca me ha gustado, el té no es lo mismo sin ti, y tampoco me sabe igual el agua. Por lo que tomé la taza y vertí su contenido en la única maceta que conservaba intacta. El vapor se colaba hasta mi nariz, pero eso era lo de menos, al fin de cuentas ahí nunca había germinado nada, casi igual que mi vida contigo, y exactamente lo mismo que mi existencia sin ti.

            Los espejos me daban la espalda cada vez que me asomaba, y yo les mostraba la lengua sin pudor o mesura. Sabía que a ellos no les importaba, no sólo porque era consciente de que no tienen sentimientos, sino porque además de todo, desde que te has ido, carezco de boca.

            No recorrí la cortina, hoy no quería que entrara el sol a mi casa. Me molesta su brillo, me da dolor de cabeza su luz, y me enferma su terca necesidad de aclarar lo que es oscuro. A mí me gusta la oscuridad, me da confianza abrazar a la nada y escuchar los consejos del silencio que habita en mi cabeza. ¿Acaso es demencial este sentimiento? No lo creo, además, ¿qué ganaría recorriendo las cortinas, si tampoco tengo ventanas? Ésas también te las llevaste contigo.

            Ayer vi un paisaje maravilloso en la pared de enfrente; montañas nevadas y nubes esponjosas, talladas por el viento tan caprichosamente que hicieron volar mi imaginación. Hoy no lo he visto. La pared sigue ahí, quizás ella sea la única que no se ha ido de mi vida, pero está vacía, algo descascarada, con una que otra grieta, y un amplio vacío que va del techo al piso, pero no hay señales de aquel paisaje. ¿Será que ése también te lo llevaste cuando te alejaste de mí? ¿No te pareció bastante marcharte con mi cordura? Le pregunto a la nada y, como siempre, me responde el silencio.

            Sigo deambulando sin sentido, y sin despegar ni un instante los pies del piso. Le echo un vistazo a mi alrededor y sé que algo ha cambiado; ya no siento ese aro dorado abrazando mi dedo, tu humedad se ha escapado de los poros de mi piel, tu sabor se lo ha tragado el pasado, tu voz ha enmudecido en mis oídos, no queda ni un vestigio de tu aroma en mi olfato, y de mis muros se han esfumado tus colores, tus cuadros, tu mirada y tu sonrisa. Ahora sólo queda la silueta de tu ausencia, como una marca indeleble que sólo acumula frío y dolor bajo las cobijas. Y ese calendario, que cínico y cruel, desgarra mi memoria, estruja mis entrañas, ríe, me mira burlonamente y se aferra como un tatuaje a la puerta.

            Pero hoy desperté y todo era distinto; el frío cobijaba mi piel con su aliento, la oscuridad cubría mis ojos con su presencia, la muerte dormía plácidamente entre las sábanas, y la sangre se escapaba sin control de mis venas, tiñendo por igual mi ropa, el colchón, la navaja, tu memoria, tu ausencia, y los carteles de la pared.      

Todo va bien

Por casi diez años, mi esposa y yo pensamos que lo nuestro era para toda la vida. Como cualquier pareja, habíamos tenido problemas y malentendidos, pero nada que pusiera en riesgo la relación, y mucho menos nuestro amor. Nos conocíamos muy bien y antes que amantes, éramos amigos, por lo que nos procurábamos y respetábamos mutuamente. Por eso el día que nos dimos cuenta de que nuestra relación no parecía dar más de sí, decidimos conversarlo como amigos, sin abogados de por medio.

            Yo la amaba, de hecho aún lo hago, y ella a mí, pero sin darnos cuenta caímos en la rutina, y todo eso que antes nos consolidaba como un equipo, dejó de ser una aventura, para convertirse en costumbre y monotonía. Había muy poco que me sorprendiera de ella y viceversa. Cada día era lo mismo. Hasta hacer el amor dejó de ser el juego de dos enamorados, para convertirse en un acto repetitivo que no nos satisfacía a ninguno de los dos, pero que era nuestra rutina; ya sin arrumacos al oído, caricias, ni cuerpos entrelazados.

            Para discutir al respecto nos reunimos en el restaurante de siempre, donde antes pasábamos horas frente a una taza de café, platicando de proyectos y tonterías. Ese lugar era parte de nuestra historia, y habría de ser el escenario donde veríamos si ésta seguiría siendo una, o cada quien dibujaría sus propios trazos en lienzos separados. Posibilidad que estrujaba mi corazón, pero bien sabía que a veces es mejor decir “adiós” que “te odio”.

            Como lo habíamos acordado, cada quien llegó por su lado, pero puntuales, porque sabíamos que no podíamos darnos el lujo de llegar tarde. Ella se veía preciosa, con muy poco maquillaje, su pelo suelto y aquel vestido que se estrenara el día de su cumpleaños. Estaba divina, aunque podía ver en sus ojos que esa situación le era tan poco placentera como a mí.

            Nos saludamos cordialmente, más como amigos que como pareja, pero en ese fugaz beso, entre labio y mejilla, pude sentir que ella también pondría todo de su parte con tal de que ésa no fuera nuestra última reunión.

            Hablamos del estado del tiempo y la temperatura, mientras hojeábamos el menú y nos tomaban la orden. Hacía frío y todo indicaba que sólo era el inicio de un crudo invierno. Después conversamos de política, los cambios en el gabinete del presidente, las próximas elecciones, etcétera. Parecía que ninguno de los dos estaba dispuesto a dar el primer paso, aunque supiéramos que era necesario darlo, ya fuera para atrás o para adelante.

            Al tiempo que nos sirvieron los alimentos, y entre una cosa y otra, tomé la iniciativa y empecé con el mejor de mis argumentos; le dije que la amaba y que ella siempre sería la mujer de mi vida. Con los ojos llorosos y la voz entrecortada, ella me señaló que ése no era el problema, hecho que también yo sabía, pero no dije nada y dejamos que el silencio hablara por los dos. En eso, unas risas llamaron nuestra atención.

Un par de mesas más adelante, una pareja parecía estar celebrando algo. El señor tendría unos setenta años y la señora quizás un poco más de sesenta, pero se besaban, conversaban y reían como si tuvieran menos de veinte. Se veían felices y plenos, al grado que casi nos podíamos imaginar el amor que ambos se profesaban.

            Entonces mi esposa me tomó de la mano y dijo: “Si ellos han podido… ¿por qué no habremos de lograrlo nosotros?”

            Sus palabras reanimaron mi espíritu y sus ojos se iluminaron, luego nos dimos un beso en los labios para sellar nuestro acuerdo, entrelazamos nuestras manos sobre la mesa y sin decir nada, juramos hacer todo lo posible para lograr que nuestro amor no desfalleciera antes que nosotros. No era un “borrón y cuenta nueva”, las heridas debían cicatrizar y los olvidos atenderse, pero estábamos dispuestos a darle vuelta a la hoja y escribir en una nueva página los dos.

            Antes de pedir la nota de consumo, y aprovechando que mi esposa había ido al baño, y que la pareja que nos había inspirado estaba por marcharse, me armé de valor para acercarme a ellos y agradecerle por lo que indirectamente habían hecho por nosotros.

            –Disculpen mi atrevimiento, pero quiero que sepan que su muestra de afecto ha salvado mi matrimonio. No pretendo ofenderlos, pero al ver que una pareja como ustedes ha prosperado a través de los años, nos ha invitado a mi esposa y a mí a pensar mejor las cosas y valorar lo que realmente es importante –les dije, casi sin respirar.

            La pareja me vio extrañada, pero después de un silencio un poco incómodo, el señor le pidió a su compañera que se le adelantara para hacer fila en la caja de cobro. Luego me miró muy serio y dijo:

            –Ella no es mi esposa, la mía me dejó hace más de veinte años, de hecho me cambió por otro. La mujer con la que me ha visto hoy es mi socia, hemos estado saliendo desde hace un par de meses y hasta ahora… todo va bien. ¡Suerte con su matrimonio! –remató con una sínica sonrisa, y dándome una fuerte palmada en el hombro.

Fantasma

Yo tenía seis años cuando tuve mi primer encuentro con un fantasma. Recuerdo que estaba en el jardín, jugando con Karen, mi muñeca favorita, entre las flores de mamá. No se supone que yo pudiera estar ahí sin supervisión, pero aprovechando que ella había salido con papá y la abuela, y que mi tía se había quedado dormida en la sala, con los audífonos puestos, no me pude resistir y salí a jugar entre esos colores y aromas. Sabía que me iban a regañar, pero con tal de estar ahí, al menos un par de horas, valía la pena tomar el riesgo.

            Karen era el hada de las flores y sobrevolaba su reino, cuando algo me tocó el hombro y después me rozó la mejilla. Miré por todas partes, pero no había nadie, entonces una voz me susurró al oído: “A tu mamá no le va a gustar encontrarte en su jardín, y mucho menos sola”.

            La voz era ambigua, hasta la fecha no sabría definir si era de un hombre o de una mujer, pero en ese momento careció de importancia, porque sólo me interesó entrar lo más rápido que pudiera a la casa.

            Mi tía seguía dormida, por lo que no me vio ingresar con los zapatitos llenos de tierra y con Karen sujeta de los cabellos.

El regaño era el menor de mis problemas, y mis rodillas temblaban cuando crucé por enfrente de la habitación de la abuela, quien para mi sorpresa no se había ido con mis papás como yo suponía, y se encontraba tejiendo frente a la ventana.

            –Pero Corazón, ¿a dónde vas con tanta prisa? Parece que viste a un fantasma –dijo, con una sonrisa amistosa.

            Yo no podía articular ni una palabra y me faltaba el aire por la carrera, por lo que sólo atiné a correr hacia ella, abrazarla y ponerme a llorar.

            La abuela me consoló, como sólo ella y mamá sabían hacerlo; con una ternura que me hacía sentir la persona más amada y segura del mundo, mientras estuviera entre sus brazos. Una sensación que cada vez extraño más.

            –No pasa nada mi amor. Ahora dime ¿qué te ocurrió que te puso de esta manera?

            – ¡Un fantasma! Estaba en el jardín jugando con Karen y algo me tocó en el hombro y rozó mi mejilla –le dije sin respirar.

            Ella me sonrió, me estrechó nuevamente entre sus brazos y me dijo: “Pero mi niña, bien sabes que los fantasmas no existen”.

            –Pero es cierto, no había nadie alrededor, pero alguien me tocó… y me dijo…

            – ¿Qué fue lo que te dijo? –preguntó, interrumpiendo mi silencio.

            –Que no debería estar ahí jugando sola –respondí apenada y con la cabeza agachada.

            – ¡Ah, vaya! Bueno, pues yo creo que no fue un fantasma, sino tu conciencia la que te habló, ¿no te parece?

            – ¡No, no fue eso! –le repliqué enfadada.

            –Mira, cuando era niña yo también le temía a los fantasmas. En cada rincón de mi pueblo se podían escuchar historias de “aparecidos”, “sombras” y “espectros”. A la orilla de la carretera se hablaba de una mujer muy bella que les pedía a los automovilistas que la llevaran a su casa, pero pasando la primera curva ella desaparecía, provocando que el conductor perdiera el control de su vehículo y chocara. También se hablaba de una anciana, que todas las noches se le podía ver llorando en el borde de una barranca, pero si alguien se le acercaba, ella los sujetaba de las manos y se los llevaba hasta el fondo. O el sepulturero fantasma que vigilaba el sueño de los muertos del cementerio, y les garantizaba el descanso eterno a todos los intrusos que se atrevieran a profanar sus dominios. Recuerdo que también escuché hablar del espíritu de un niño, quien deambulaba por las escalinatas de la vieja torre de la escuela, razón por la que no había menor que se atreviera a jugar o merodear por ese lugar –me contó sin dejar de tejer, y un aire frío me recorrió por la espalda, de la nuca a las piernas.

            –De niña me daba terror todo eso. No había rincón o callejón oscuro que no fuera el hogar de algún espectro, o tal vez de un “demonio”. Pero después crecí y me di cuenta de que eso eran tonterías. La mujer de la carretera bien podría ser sólo un pretexto de los automovilistas para justificar sus percances, o un disuasivo popular, para evitar que los conductores se detuvieran en la carretera a auxiliar a desconocidos, por su propia seguridad. Lo mismo con la mujer de la barranca; desde que empecé a escuchar de su existencia, las personas accidentadas en ese sitio se redujeron al mínimo, de tal suerte que su fama se convirtió en un método más efectivo para evitar que la gente se aproximara demasiado a la orilla, que un letrero que dijera “Peligro, no se acerque”. También te cuento que las profanaciones clandestinas del cementerio cesaron, y te puedo decir lo mismo del niño de la torre, el cual era la garantía de que nadie, salvo la dirección del plantel, se acercara al lugar donde se guardaba el historial académico de los alumnos y la nómina de los profesores. ¿Ya ves? Los fantasmas sólo viven en las cabezas de las personas y nada más –dijo, me dio un beso en la frente, y me envolvió con la bufanda que estaba tejiendo.

            –Ahora vete a limpiar esa tierra, que a juzgar por tus zapatos, has de haber dejado regada por toda la casa –dijo con esa firmeza que era difícil de contravenir.

            Le correspondí con un abrazo, un beso en la nariz, y me fui de su cuarto con la bufanda puesta, con dirección al lugar donde guardaban las escobas.

            Mamá regresó un par de horas después de que terminé de limpiar la tierra del piso. Papá no venía con ella y se le veía muy afligida. No me dijo nada, sólo me abrazó con fuerza y despertó a mi tía. Luego me pidió que me fuera a mi cuarto.

Era evidente que quería hablar con su hermana de algo que no deseaba que yo me enterara. Pero antes de irme le presumí la bufanda que me acababa de regalar la abuela.

Entonces mamá se puso a llorar, me volvió a abrazar y me dijo algo que me borró el color y la sonrisa de la cara.

–Tu abuelita ya no estará más con nosotros, el médico hizo lo que pudo, pero no consiguió salvarle la vida –dijo, en un mar de llanto y cayendo de rodillas.                     

La cita

Ella tenía las uñas tan largas, que ya las quisiera tener cualquier personaje de película de terror para una noche de pesadilla. Su mirada era indiferente y al mismo tiempo intimidante, al grado que yo no sabía si era mejor que no me viera, o admitir que mi respuesta natural era mirar hacia el suelo cada vez que nuestros ojos se encontraban. Su voz era imperativa, no podría ser de otra manera, pero yo tenía un objetivo, y no habría de darme por vencido hasta que me dijera que “sí”.

La saludé cordialmente y ella me miró de arriba a abajo, importándole muy poco que me diera cuenta de semejante inspección, es más, estoy seguro de que lo hizo sólo para hacerme sentir incómodo y me fuera sin presentar batalla, pero apreté los dientes, para no cerrar los puños, y le regalé la mejor de mis sonrisas.

Sólo unas cuantas palabras intercambiamos… bueno, la verdad es que no hubo tal intercambio, más bien me limité a responder las preguntas que me lanzaba como cuchillos, no sé si para probarme y cerciorarse de que yo era “el indicado”, o para liquidar mis esperanzas de una buena vez.

Cada pregunta era una daga que apuntaba directamente a matar, pero no lo logró, no por falta de malicia o puntería, simplemente porque llegué bien preparado. No lo digo por alardear, que no es mi estilo. No fue nada fácil, pero sabía que la oportunidad era única y no pensaba desaprovecharla, por lo que desde un inicio llegué con la convicción de que habría de triunfar donde los demás habían fracasado.

Ella no se veía muy feliz, era evidente que su idea era verme derrotado, pero no contaba con ningún elemento para decirme que “no”, al menos con ninguno que no la revelara al mundo tal cual era en realidad; despiadada, prejuiciosa e insegura. Por lo que, con los ojos casi enrojecidos, las venas exaltadas, las pupilas dilatadas, algo sudorosa, y un gesto de profunda desaprobación, no tuvo más remedio que decir: “Está bien, usted es el indicado; el trabajo es suyo”.   

La horda

-I-

Estoy al frente de la organización de los festejos de nuestro tercer siglo de libertad, después de la cruenta invasión de la horda orca. Fue una batalla sangrienta y dolorosa, pero sin ella aún seguiríamos sometidos a esas despiadadas criaturas, que con tal de apoderarse de nuestras verdes y fértiles tierras, fueron capaces de arrasar con nuestra cultura, importándoles muy poco si en el proceso morían mujeres o niños. Por suerte un hombre les hizo frente, el General Dak, quien organizó a nuestras tropas, obligando a los orcos a abandonar estas tierras y regresar al desierto, donde aún están, y según algunos continúan sedientos de venganza.

En ese entonces muchos cuestionaron la decisión del General de no exterminarlos por completo, pero nadie se atrevió a contravenir las órdenes de su salvador, mucho menos cuando dejó claro que su prioridad no era eliminar a esa raza, sino restaurar la paz y seguridad de nuestro pueblo. Sin embargo se alzó una gigantesca muralla, para evitar cualquier futura irrupción enemiga, del mismo modo que se les prohibió a todos los habitantes ir al desierto, por su propia seguridad. De hecho sólo queda un acceso no resguardado a ese lugar, el cual es tan estrecho y peligroso por sí sólo que nadie se atreve a cruzarlo.

Sin duda el estar libres de esta amenaza es algo digno de conmemorar, y si fuera poco ser el coordinador de los festejos, hoy he sido llamado ante la presencia de la última descendiente del General Dak, quien seguramente querrá cerciorarse de que su ancestro sea recordado como se debe.



-II-

Angelina Dak es el único familiar vivo del General, ya es una mujer de edad avanzada, por lo que con su potencial muerte se pondría fin a una de las familias más respetadas de nuestra sociedad. Pese a ello, su vivienda es modesta, al igual que su guardia, que consta de sólo un elemento, quien me escolta hasta sus aposentos y me deja solo con ella, por indicación de la propia Angelina.

            – ¿Entonces es usted el encargado de las celebraciones de este año? –me pregunta.

            –Así es, y créame que es todo un honor estar delante de usted. Le aseguro que el nombre de su ancestro habrá de ser reconocido como se lo merece… –le digo, pero ella me interrumpe con la mano cubriéndome la boca.

            –Eso espero, eso mismo es lo que espero que suceda este año –me dice, al tiempo que me pide que la ayude a levantarse.

            Una vez sentada, toma un vaso de agua de su buró, se toca la cabeza, pero antes de que pueda preguntarle si se siente bien, me pide que vaya hasta una cortina y la descorra para ella. Lo cual hago sin preguntarle nada.

            Lo que mis ojos ven es imposible, pero ahí está: “la armadura del General Dak”, perfectamente conservada.

            Me siento honrado y trato de agradecerle, pero ella me vuelve a detener alzando la mano.

            – ¿No ve nada raro o irregular en esa armadura?

            –No, para nada, es perfecta e imponente, tal y como la describen los poemas épicos que nos enseñan de niños –le respondo emocionado.

            – ¿Y eso no le parece raro? Si ésta es la legendaria armadura del General Dak, cosa que sí es, y él no hizo más que ofrendar su vida con tal de erradicar a los orcos de nuestras tierras, ¿no le parece que debería estar golpeada, abollada, con enmendaduras… o cosas así?

            –Disculpe, pero no entiendo su comentario. ¿Qué quiere decirme con todo esto? –le aclaro.

            –Mire, yo soy una mujer mayor y estoy muy enferma, los médicos no me dan muchas esperanzas de vida y cada minuto que pasa siento a la muerte más cerca de mí. No tengo hijos, ni ningún otro familiar a quien pueda encargarle esta pesada carga, y ya me cansé de mentir –dijo, respiró profundamente y se volvió a sobar la cabeza.

Pero sin darme tiempo de articular palabra alguna, prosiguió:

            –Nunca hubo tal invasión orca, de hecho, éstas nunca fueron nuestras tierras. Nuestro origen está a muchas noches de aquí, más allá del mortal desierto, y más allá del oscuro mar de dunas. No sabría decirle el nombre de nuestro verdadero origen, esa información se ha perdido entre las distintas generaciones, pero sí le puedo asegurar que el General Dak nació en el desierto, donde la vida es dura y escasa, tanto que los hombres, más que hombres son bestias, y como tales, no piden lo que necesitan, sólo lo toman. Estas tierras, verdes y fecundas, eran de los orcos, criaturas instruidas en las artes de la paz; grandes constructores, agricultores y artistas, que no pudieron defenderse de la horda humana, el fatídico día que ésta llegó hasta sus dominios y masacraron a todos, incluyendo a sus crías, sólo para apoderarse de sus tierras. Los grandes palacios, desde los cuales ahora gobierna la familia real, nunca fueron construidos por nosotros, que a lo más que llegamos fue a reforzar la muralla que nos separa de lo que verdaderamente amenazaba nuestra “sociedad”, es decir, “la verdad” sobre nuestro origen –dijo, y yo me quedé tan asombrado, que no soporté escuchar más y salí corriendo de ahí.



-III-

No era posible que todo lo que me dijera la anciana fuera verdad. Seguramente no era la razón, sino algún tipo de demencia senil la que hablaba. Pero lo peor es que no puedo borrar de mi cabeza sus palabras. Tengo que saber la verdad. ¿Pero qué estoy pensando? Su historia no tiene sentido y yo sé la verdad… ¿o no?

            Sólo hay una manera de salir de dudas y es ir al desierto. Sé que está prohibido y que las puertas principales no se abren por ningún motivo. Por lo que tendré que cruzar por el peligroso estrecho. No sé si seré capaz de hacerlo, ni estoy seguro de estar haciendo lo correcto. Puedo ir con la familia real, pero eso podría manchar las festividades.

No hay otra opción. Tengo que ir a ver si hay motivo o no para festejar.



-IV-

Hay una razón por la que el estrecho no tiene guardias; hay tantos escorpiones entre las rocas que no hay hombre u orco que se atreva a pasar por ahí, pero yo tengo que hacerlo.

            Sorprendentemente, los escorpiones huyen al sólo acercarme a ellos. Tal vez la suerte me sonríe, o quizás sólo están aguardando el mejor momento para atacar.

            Me armo de valor y sigo. Tengo que escalar un poco y después descender hasta el escabroso mar de piedras; una defensa natural que hace de esta frontera la más protegida de todas.

Hasta ahora todo bien. Sólo me he llevado unos cuantos rasguños, pero nada grave. En estos momentos cruzo los dedos pidiendo que lo que me dijo la anciana sea verdad, porque de lo contrario seré presa fácil de los orcos; de quienes se dice son capaces de detectar el olor de la sangre humana a kilómetros de distancia.

            Sigo el camino entre las filosas piedras, pero la única amenaza externa con la que me he encontrado, son un grupo de zopilotes que no han dejado de volar sobre mi cabeza. Más adelante parece haber algo colgado de un palo, parece un bulto, un costal… pero no. Es un orco, o al menos lo era, porque es obvio que está muerto, momificado y con una lanza atravesándole por en medio. Nunca había visto uno, pero es tal cual lo narran las historias. Es tan grotesco que la simple idea de pensar que la anciana tenía razón, me parece ridícula. Sus manos son toscas y su aspecto tan fiero, aún estando muerto, que creo que sólo estoy perdiendo mi tiempo. Pero no me detengo y sigo mi marcha.



-V-

No sé cuánto he caminado, ni sé que fuerza me motiva a seguir adelante, seguramente la insensatez. Pero a punto de darme por vencido y volver antes de que la noche me sorprenda en este lugar, alcanzo a ver una construcción, tan burda que sólo puede ser una vivienda orca. Luce abandonada, de hecho es más bien una ruina, por lo que no me detengo a pensarlo y sigo adelante.

            Lo que ahí encuentro me desconcierta un poco, ya que sólo hay utensilios humanos. Después de todo, tal vez no sea una vivienda orca, sino de algún nómada o ermitaño, tan insensato como yo, que se internó demasiado en el desierto.

            Salgo de la vivienda, y el viento devela ante mí algo que la arena mantenía oculto; las ruinas de una ciudad, demasiado familiar para ser orca.

No puedo creer que la anciana tuviera razón y todo lo que he aprendido no sea más que una mentira. El cuerpo me vibra y siento que todo me da vueltas. No sé si será por el sol, la falta de agua, la insoportable verdad, o algo peor, por el hecho de que en realidad esté pensando en marcharme de aquí y hacer como si no supiera nada.

            Si esto se llegara a saber, sería el fin de nuestra civilización. No puedo permitir eso. Por lo que emprendo el camino de regreso, con una idea que no me enorgullece, pero que sé que debo concretar antes de que sea demasiado tarde, o alguien más se entere.



-VI-

Llego al estrecho un poco antes del anochecer, y ahora los escorpiones parecen mucho más interesados, pero no es en mí, sino en el cadáver orco que traigo arrastrando conmigo. Cuento con ello, por lo que le arranco una mano para entretener a estas criaturas, quienes se arremolinan a él y me dejan pasar sin hacerle caso a mis heridas.

            Todo está en calma y la ciudad parece vacía, por lo que nadie me ve entrar con mi cadavérica carga. Sé lo que tengo que hacer, pero aún necesito ordenar bien mis ideas, para no cometer ningún error; Angelina Dak debe morir y debe parecer obra de los orcos.

            La calle donde se localiza su vivienda está tan desolada como el resto, es notorio que la mayoría de la gente está ocupada con los preparativos del festejo. Al cadáver lo dejo escondido tras un árbol, y me presento ante el guardia de la familia Dak. Ahora agradezco que sea sólo uno.

Le digo que tengo que ver a su Señora, que es urgente y no puedo esperar hasta mañana.

Él no parece muy convencido, pero se comunica con ella y al poco rato me deja pasar, escoltándome nuevamente hasta sus aposentos.

Ella se ve complacida y le pide al guardia que se retire.

–Ya fue a confirmar mi historia al desierto ¿no es así? –pregunta.

–Así es.

–Entonces si ha venido hasta aquí usted solo, es porque viene a asesinarme ¿o me equivoco? –me dice con una seguridad, que me hace suponer que ella ya lo tenía planeado de esa manera desde un inicio.

–En el cajón tengo un arma, pero no puede hacer uso de ella porque sabrán que mi muerte no fue un accidente. Además, debe deshacerse del guardia. ¿Ya había pensado usted en eso? –inquiere y yo asiento con la cabeza.

– ¿Entonces qué espera? ¡Máteme de una vez y sáqueme de este tormento!

En ese momento cojo una de las almohadas de la cama y la presiono con fuerza contra su rostro. La consciencia me grita que me detenga, pero el sentido común me dice que la muerte de esta mujer es un costo muy bajo, comparándolo con la supervivencia de nuestra sociedad.

Me toma un poco más de lo esperado, pero al fin la mujer ha dejado de agitar sus brazos y parece que ha muerto. Quito la almohada de su rostro, para constatar su fallecimiento, pero al ver su mirada de terror y sus facciones cubiertas de sangre, no puedo evitar sentirme asqueado. Pero ya está hecho y ahora sólo falta el guardia. Por lo que me armo con un abrecartas que encuentro en el buró, lo llamo y me escondo tras la cortina.

Él no se demora en llegar y al ver el cadáver de la mujer me busca, pero antes de que pueda encontrarme, le incrusto el abrecartas en la garganta. Nunca había visto tanta sangre en mi vida. Me siento ruin y estoy tentado a dejar las cosas así, pero sé que aún falta un detalle. Por lo que salgo hasta el lugar donde dejé el cadáver orco, para traerlo a esta casa, y prenderle fuego a todo.

Cuando las autoridades apaguen el siniestro, encontrarán a la anciana muerta, el guardia asesinado y los restos calcinados de un orco.

Sin duda este año habrá fuegos artificiales.   



-VII-

Todo ha salido como lo planeé y aunque los festejos se han enlutado por la muerte de la última de los Dak, es mejor un moño negro en el monumento del General, que ver cómo se desmorona todo lo que sustenta nuestra civilización.

            Como organizador de los festejos he sido invitado a la ceremonia fúnebre. Incluso me han pedido que dé un discurso en su honor.

            El Reino ha perdido un emblema, pero ha ganado una reliquia, porque del siniestro pudieron rescatar la armadura del General, que aunque un poco dañada, será remozada para poder exhibirla el gran día.

            Sin embargo algo que nunca creí que pudiera ser un problema, se presenta con una forma demasiado familiar.

La muralla exterior ha caído y la horda de los orcos ha invadido nuestras tierras. Ante la evidencia histórica, eso parece imposible, pero lo que ven mis ojos es innegable; más de un millar de orcos han inundado las calles con su presencia, y tan fieros como los describen los antiguos textos, arrasan con todo lo que les sale al paso. Nuestras tropas son inútiles y sin poder dar crédito de lo visto, testifico la manera salvaje en que estas bestias están masacrando a mi gente.

            De repente, en medio de todo ese caos, un monstruo colosal irrumpe y encima de él hay un orco que luce imponente, casi como un Dios, el cual sostiene entre sus garras un pedestal, que soporta algo que me resulta desagradablemente conocido: “la mano momificada de aquél que encontré en el desierto”.

            Entonces el orco, que sin lugar a dudas es su líder, levanta el pedestal y grita:

            – ¡No venimos por lo que es nuestro por derecho! ¡No ha sido fácil, pero hemos aprendido a sobrevivir, y después de muchos años hemos vuelto a ser la especie próspera que éramos en estos campos verdes! ¡Hemos extraído la miel de la arena y nuestra Ciudad es mucho más imponente que antes! ¡Incluso a nuestras artes hemos agregado una más, heredada por ustedes: “la guerra”! ¡Pero habíamos vivido en paz, sin odio ni rencor hacia su raza! ¡Hasta que se atrevieron a profanarnos de nuevo, y hurtaron de nuestro suelo al “gran tótem”; al primer guerrero, ya antes masacrado por sus manos, y una vez más mancillado! ¡Pero ya no más! ¡Y no dejaremos piedra en su lugar, ni cabeza en su sitio, hasta dar con sus restos y volver a casa! –dice y le secunda el rugido de la horda, al tiempo que vuelven a arremeter contra todo, mientras yo los miro sin creer en mis ojos, pero consciente de que no habrá un nuevo despertar mañana.

                    


Adriana

Adriana siempre se ha sabido una mujer especial. No es la soberbia lo que la caracteriza, pero es consciente que desde que era muy niña, la vida le ha presentado obstáculos que no todos logran superar. Pero aún así ha seguido adelante y ha triunfado donde los demás se darían por vencidos. Lo cual la ha fortalecido al grado de sentirse feliz y satisfecha con su existencia.

            Desde pequeña Adriana no puede caminar, a causa de una enfermedad que inutilizó su espina dorsal y que la tiene confinada a una silla de ruedas. Pero ella no se detiene a ver qué es lo que no puede hacer, más bien invierte su tiempo en realizar todas aquellas actividades que le sean posibles. Desde muy joven es aficionada a la lectura y a la pintura, por lo que no era raro que después de leer algún capítulo de un libro, se le viera recreando la historia en un trozo de papel, y su escena preferida en un lienzo.

            Sus fieles compañeras de juegos siempre han sido “Soledad” e “Imaginación”. Y aunque la primera en ocasiones la deprime, la segunda se ha vuelto su mejor aliada contra la tristeza, y las tres juntas han vivido aventuras que muy pocos han experimentado, y muchos menos han soñado siquiera.

            Desde hace un tiempo para acá, a los libros y a la pintura se le ha sumado una nueva actividad: “la escritura”. Como un proceso casi natural, Adriana lee, pinta y escribe con una soltura que por momentos nos hace pensar que su mundo es mucho más vasto que el nuestro, porque está lleno de aromas, colores, texturas, sabores y formas que no es posible captar con los meros sentidos.

            Desde su ventana, Adriana ha visto correr a los niños y caminar a los hombres, y eso continuamente le recuerda su situación, pero no se deja llevar por el padecer y “crea”. Transforma la realidad a través de su imaginación, y su mente se desborda en un sin fin de historias que plasma en los lienzos y en el papel, con lo que hace de este mundo un lugar mucho mejor.

            Hay quienes han sufrido menos, pero se zambullen en su dolor y terminan ahogándose en sus penas. Pero ella no, Adriana sabe que la vida es corta, cada momento es precioso, y cada instante irrepetible. Por eso no pierde el tiempo aferrándose al recuerdo de todo aquello que la ha lastimado. No tiene caso.

            Adriana se despierta con los primeros rayos del sol, y desde que amanece ya está creando. Articula sus sueños, da luz a sus pesadillas y ahuyenta a las tinieblas con versos, colores e historias que nadie conocería si no fuera por ella.

            Desde pequeña Adriana no puede caminar, pero ella va mucho más lejos que los pasos de cualquiera. Desde niña no camina, pero de un tiempo a la fecha, ella vuela.               

La función

Ya casi son las tres de la tarde, y como todos los días, Paz espera instalada en su butaca especial del parque el inicio de la función. Desde hace más de un año la he visto llegar, sentarse en la misma banca, y esperar que el telón imaginario del Kiosco se abra e inicie el espectáculo de hoy.

Por lo general cada noche es una puesta en escena distinta, en cuanto a sus personajes, pero con una temática muy semejante; el desfile interminable de parejas, de todas las edades y estratos sociales, reunidas en un eterno cortejo que cambia de rostros y quizás de intenciones, pero que básicamente es igual cada tarde.

            Pero Paz está sola, y así como llega se marcha, sólo un poco antes de que el sol se pierda en el horizonte. A veces, sólo a veces, alguien se le aproxima, intercambian un par de palabras, rara vez una sonrisa, y eso es todo. Sistemáticamente ella declina cualquier otra cosa y se concentra en la función. Tal vez busca a alguien, o se imagina interpretando ese papel de enamorada, sin compromisos rotos, ni mañanas frustradas, sólo la eternidad encantada del amor fugaz de un par de horas, contenido en la mirada de aquellos que pasan delante de ella, siempre de dos en dos.

            En ocasiones me parece que sonríe, pero invariablemente se pasa un pañuelo por los ojos antes de irse. Cada vez que se marcha me maldigo e inútilmente trato de apretar los puños, prometiéndome a mí mismo que mañana habré de hacer acopio de coraje para acercarme a ella y… no sé, hacer algo para llamar su atención. Pero el caso es que nunca lo hago, y mucho me temo que hoy no será diferente. La veo pasar y casi estoy seguro de que ella me ve, pero como parte de la misma escenografía; un elemento del que podría prescindir, sin dañar en absoluto el espectáculo. 

            De hecho, ni siquiera sé cómo se llama, y si le digo Paz es porque es “eso” lo que siento cada vez que la veo llegar al parque. Desde que su calzado toca el primer adoquín, el ambiente cambia y sé que ella está aquí, con esa belleza que trasciende su físico, y que invita a las rosas a disfrutar de su perfume, a las palmeras a deleitarse con su elegancia, y a las palomas a detener su vuelo y contemplarla como lo hago yo. Tal vez exagere, después de todo, ¿por qué las plantas o estas aves habrían de estar interesadas en ella? Pero una pregunta semejante podrían estar haciéndose todas ellas: “¿Cómo una estatua podría estar interesada en alguien?” Pero así es, y ni mi dura piel o mis ojos vacíos han impedido que sienta, al menos unas horas al día, latir mi inexistente corazón.  

Caminata

Cada vez que salgo a la calle me topo con alguna novedad, desde un nuevo artilugio para hacer más fácil algo que ni siquiera sabía que se podía hacer, o un nuevo edificio, más alto y encristalado que el anterior. Pero poco a poco me he ido acostumbrando a eso, aunque siempre choca con mi cansada memoria el ver que todos esos lugares que han sido importantes en mi vida, ya no existen.

            Por ejemplo, en aquella esquina donde ahora destaca un cajero automático, antes había una heladería, donde solía gastarme de niño la mitad de mi mesada, para dejar la otra mitad en la esquina de enfrente, donde había un cine, y ahora sólo hay un edificio abandonado, con los muros pintarrajeados con citas que no alcanzo a comprender, los cristales de la que era la taquilla rotos, y el gran letrero que anunciaba el título de la película de temporada, hecho pedazos.

En ese cine fue donde por primera vez vi volar a mi superhéroe favorito, del mismo modo que me enamoré de aquella actriz tan famosa, de la que ahora no consigo recordar su nombre. También fue ahí donde llevé a la que fuera mi novia, y ahora mi esposa, en aquella primera cita. Recuerdo que todo me salió tan mal que pensé que nunca más aceptaría salir conmigo otra vez, pero he de haber hecho algo muy bien, cosa que aún se escapa a mi comprensión, porque después de cincuenta años juntos, ella no deja de recordarme lo bien que se la pasó aquella primera vez. De seguro es su memoria lo que le ha de estar jugando alguna broma, o quizás ella notó algo que yo no recuerdo.

            En la acera de enfrente también había una cafetería, donde invariablemente todas las parejas iban después de la película a intercambiar comentarios, abrazos y besos… ¡Ah! Esto último me acaba de recordar qué fue “eso” que hice tan bien, como para que ella volviera a salir conmigo.

¡Qué cabeza la mía! Yo que ya estaba juzgando mal su memoria, y resultó ser la mía la que ha empezado a olvidar las cosas.

            Ahora me muevo con más lentitud y caminar ya no es lo placentero que era antes, pero no me quejo, ya he andado por tantas calles y sendas, que si es verdad eso de que uno vuelve a recorrer lo caminado tan pronto se muere, entonces creo que me hará falta otra vida entera para poder hacerlo. Lo cual no estaría nada mal, sobre todo si la vuelvo a vivir con mi compañera a mi lado.

            Dos calles más adelante solía estar la tienda de discos. Ahí era donde solía gastarme gran parte del salario de mi primer trabajo, y ahora invierto un porcentaje de mi pensión, pues venden accesorios para computadora y otros dispositivos que jamás pensé que inventarían, ni que me llegarían a interesar, pero heme aquí, caminando tranquilamente con un par de audífonos en los oídos y escuchando mis canciones favoritas, con una calidad de sonido que supera por mucho a la de mi viejo toca cintas.

            ¡¿Oh?! Esto es nuevo, hace sólo una semana pasé por acá y había una tienda de artesanías, pero ahora hay una agencia de viajes. A este paso, creo que un día de estos saldré a caminar y cuando regrese a casa me toparé con la novedad de que ya es un Centro comercial.

¡Válgame! También hay una notaría y un despacho de abogados. Será mejor que me cambie de acera, porque este lado de la calle se ha vuelto demasiado peligroso.

            Cada vez es más complicado cruzar las avenidas, los automovilistas no respetan a los peatones, ni nosotros a ellos, a veces me siento como en una de esas caricaturas, en las que el personaje se encuentra completamente solo en la calle, pero tan pronto coloca un pie en el asfalto, un centenar de vehículos se hacen presentes. Hasta hace un segundo no había visto ni un solo automóvil, pero ahora parece que toda la matrícula vehicular se ha hecho presente…

¡Al fin!

            A mi mujer no le gusta que salga solo, dice que es peligroso, pero también sabe que prohibirme esa libertad sería insoportable para mí. Además, si no salgo, ¿entonces quién le traería a casa ese ramo de flores que tanto le gustan? Tal vez puedan tacharme de anticuado, pero muy pocas cosas se comparan a la belleza de la sonrisa de mi esposa, cada vez que me ve cruzar la entrada de la casa con sus rosas favoritas. Pero hoy además de eso le llevo un girasol, por lo que sé que su alegría será mucho mayor.

            Ella y yo hemos pasado situaciones difíciles, tanto que en nuestras mismas circunstancias muchas parejas ya se hubieran rendido hace años, pero nosotros no somos como las demás, lo nuestro es real.

No me imagino la vida sin ella a mi alrededor, de hecho me encantaría no estar haciendo este recorrido solo, pero así como mi vicio es caminar, el de ella es su casa. Todo tiene que estar impecable y ordenado, características que yo no poseo, por lo que mis caminatas le sirven a ella para “ordenar el desastre que yo dejo a mi paso”, palabras textuales. Sin embargo la adoro, ella es mi vida y aunque a veces me saca de quicio, la verdad es que no hay manera más agradable de perder la razón. Sin olvidar que yo tampoco soy el ser más “tratable” del mundo. Por eso es conveniente que estas caminatas no se suspendan, de esta manera puedo pensar en lo que serían las cosas sin ella.
     
             Por ello, sin importar la razón por la que salga a la calle, o la distancia que recorra cada semana, sé que ella es consciente de que yo sabré volver a casa, y no sólo con su ramo de flores, sino con una versión mejorada de mí mismo. Por mi parte, ella siempre ha sido perfecta, salvo un pequeñísimo defecto, el cual agradezco mucho; tiene un pésimo gusto para los hombres.