martes, 17 de abril de 2012

Hoy

Después de varias semanas de planeación, reflexiones y moralinas, he decidido que hoy habrá de ser “el gran día”. Lo he pensado mucho y creo que ya no queda nada por considerar, y ya es hora de dar el siguiente paso. Quizás debí de haberlo hecho desde hace meses, pero al final de cuentas eso lo tenía que determinar yo, y solamente “yo”.

            Hoy desperté antes de que sonara la alarma del reloj. La ciudad estaba en calma, cosa rara, por lo que quizás sólo me regalaba unos minutos más de tranquilidad para reconsiderar las cosas, pero no lo hice. Nunca me ha gustado hacer aquello que los demás esperan de mí, va contra mi naturaleza; tal vez ése sea el problema.

            El espejo me dio los “buenos días”, ante la descortesía de mi silencio y la luz tintineante del baño. Un poco de agua refrescó mi cara, ahuyentó la pereza, pero no los fantasmas. No… ellos siempre marchan conmigo y lo seguirán haciendo hasta el final de mis días, es decir, hasta hoy.

            Arreglé la cama, sólo por costumbre, y descorrí la cortina, cuando aún dormía el sol tras el horizonte. Tú te veías tan apacible que no te quise molestar, sabía que sin importar el ruido que hiciera jamás lograría despertarte, pero aún así me alejé “de puntitas” para no perturbar tu sueño interminable. Eso sí, antes de marcharme besé tu frente y tus labios por última vez. Evidentemente no respondiste, seguías siendo un cadáver.

            Me vestí, apagué las luces y salí de la casa, no sin antes dejar pegadas las llaves en la puerta, para que la policía no tuviera que destrozar el marco, cuando tus vecinos notaran el aroma de tu cuerpo putrefacto. Recuerdo que me contaste lo mucho que te gustaba el acabado de la madera tallada, me lo repetiste como mil veces, por lo que asegurarme de que lo dejarían intacto era lo menos que podía hacer por ti.

            Afuera me esperaba la noche y la humedad, mientras el viento frío acariciaba mis mejillas, casi como uno de tus besos. Un hombre en la esquina pedía una moneda o un trozo de pan, recuerdo que pensé: “hay gente que tiene muchos más problemas que yo”. Por lo que le entregué mi último billete y me alejé sin dirigirle la palabra. Entonces él cometió el mismo error que tú, porque me alcanzó para agradecer mi generosidad, y me tocó sin mi consentimiento. Por lo que le pagué con la misma moneda que a ti, y le arranqué la vida de un navajazo en el cuello. Ni siquiera le dio tiempo de gritar.

Nadie me vio, y eso fue lo mejor, porque mi navaja aún tenía filo y no pensaba detenerme ahí. Un fantasma más se agregaba a mi lista, y eso que él ni siquiera me había llamado “puta”.

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