martes, 17 de abril de 2012

La función

Ya casi son las tres de la tarde, y como todos los días, Paz espera instalada en su butaca especial del parque el inicio de la función. Desde hace más de un año la he visto llegar, sentarse en la misma banca, y esperar que el telón imaginario del Kiosco se abra e inicie el espectáculo de hoy.

Por lo general cada noche es una puesta en escena distinta, en cuanto a sus personajes, pero con una temática muy semejante; el desfile interminable de parejas, de todas las edades y estratos sociales, reunidas en un eterno cortejo que cambia de rostros y quizás de intenciones, pero que básicamente es igual cada tarde.

            Pero Paz está sola, y así como llega se marcha, sólo un poco antes de que el sol se pierda en el horizonte. A veces, sólo a veces, alguien se le aproxima, intercambian un par de palabras, rara vez una sonrisa, y eso es todo. Sistemáticamente ella declina cualquier otra cosa y se concentra en la función. Tal vez busca a alguien, o se imagina interpretando ese papel de enamorada, sin compromisos rotos, ni mañanas frustradas, sólo la eternidad encantada del amor fugaz de un par de horas, contenido en la mirada de aquellos que pasan delante de ella, siempre de dos en dos.

            En ocasiones me parece que sonríe, pero invariablemente se pasa un pañuelo por los ojos antes de irse. Cada vez que se marcha me maldigo e inútilmente trato de apretar los puños, prometiéndome a mí mismo que mañana habré de hacer acopio de coraje para acercarme a ella y… no sé, hacer algo para llamar su atención. Pero el caso es que nunca lo hago, y mucho me temo que hoy no será diferente. La veo pasar y casi estoy seguro de que ella me ve, pero como parte de la misma escenografía; un elemento del que podría prescindir, sin dañar en absoluto el espectáculo. 

            De hecho, ni siquiera sé cómo se llama, y si le digo Paz es porque es “eso” lo que siento cada vez que la veo llegar al parque. Desde que su calzado toca el primer adoquín, el ambiente cambia y sé que ella está aquí, con esa belleza que trasciende su físico, y que invita a las rosas a disfrutar de su perfume, a las palmeras a deleitarse con su elegancia, y a las palomas a detener su vuelo y contemplarla como lo hago yo. Tal vez exagere, después de todo, ¿por qué las plantas o estas aves habrían de estar interesadas en ella? Pero una pregunta semejante podrían estar haciéndose todas ellas: “¿Cómo una estatua podría estar interesada en alguien?” Pero así es, y ni mi dura piel o mis ojos vacíos han impedido que sienta, al menos unas horas al día, latir mi inexistente corazón.  

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