viernes, 18 de mayo de 2012

Tres de cada sabor


Sólo tiene seis años, pero mi pequeña Selene sabe muy bien cómo sacarme de quicio. La mayor parte del tiempo es la niña más dulce del mundo, pero hay ciertos momentos en los que creo que se parece más a mi suegra que a su madre. Lo curioso es que siento que lo disfruta. Mi esposa dice que exagero, pero yo sé muy bien que lo hace a propósito.

            El otro día pasé por ella al colegio, me recibió muy cariñosamente, me llenó de abrazos y besos, pero justo antes de subir al automóvil me dijo:

            – ¿Papi? En la casa ya no tenemos de los jugos de soya que mamá me pone en la lonchera.

            – ¿Qué te parece que pasemos al “súper” antes de llegar a la casa, para que tu mami no se preocupe mañana? –le repliqué ingenuamente, y ella estuvo de acuerdo.

            Antes de entrar a la tienda, Selene me pidió un helado, se lo compré, y mientras ella se lo comía, yo tomé uno de los “carritos” y nos encaminamos al área de jugos.

            –Estos son los que te compra mamá ¿verdad? –le pregunté, y ella respondió afirmativamente, mientras comía su mantecado.

            Una vez que llené el carrito, Selene me miró juiciosa y me dijo:

            –No, creo que mamá compra otra marca.

            – ¿Segura?

            –Absolutamente. Mamá compra los jugos que están cerca de las sopas de pasta, por la pescadería –replicó, muy dueña de sí. Por lo que volví a dejar los jugos en su lugar.

Pero al llegar al sitio indicado, me di cuenta de que la marca era exactamente la misma.

            No dije nada, pese a que Selene tenía una sonrisa de satisfacción que no podía ocultar ni cubriéndose la cara. Y después de respirar profundamente, volví a llenar el carrito.

            De nueva cuenta, mi pequeña esperó que hubiera terminado, para levantar su dedo índice, en señal de desaprobación, y hacerme notar que estaba haciéndolo mal.

–Mamá me compra tres de cada sabor.

            –Pero Amor, ya llevo como ocho de cada uno, te aseguro que así es mejor.

            –No, porque luego los jugos se vuelven viejos y ya no saben igual.

            Respiré profundamente y dejé los excedentes en su lugar.

            Camino a las cajas de cobro, Selene se me adelantó a escoger una fila; la más larga. Lo cual no me extrañó, porque también era la más cercana al departamento de juguetería.

            Después de treinta minutos, salimos con veinticuatro jugos, y una muñeca que lloraba y gritaba: “¡mamá!”. Como si nos hiciera falta otra igual.

            Selene se veía feliz, y yo tenía como consuelo que pronto llegaríamos a casa, y podría relajar mi cansada espalda, de tanto llenar y vaciar el carrito de compras.

            Entonces, ya que estaban todos los jugos guardados, y ella se acomodaba en la parte de atrás, Selene me dijo, con una mirada que sería capaz de derretir un témpano, que tenía sed, y me pidió que le diera uno de los jugos que acabábamos de comprar. Por supuesto que no me negué y volví a abrir la cajuela.

            Consciente del carácter de mi pequeña, le pregunté qué sabor quería. Y ella, con una sonrisa que apenas le cabía en la cara, me respondió:

            –Cualquiera, al cavo saben a exactamente lo mismo.         
  

El duende


Todos en el pueblo sabemos que en el bosque habitan un sinfín de creaturas, que para muchos sólo deberían existir en la imaginación, pero que más de un leñador, cazador, recolector y campista, han visto en su jornada. Desde pequeñas lucecitas aladas, con formas femeninas, a las que podríamos llamar hadas, o voces delicadas, entre las ramas y arbustos, que ríen y cantan bajo la luz de la luna, hasta pequeños hombrecitos que se visten de hojas y ramas.

Sin embargo sus dominios no se limitan al bosque, porque es bien sabido que más de uno de estos seres se ha asentado en el pueblo, para cohabitar entre nosotros sin que nos demos cuenta. Eso ahora es considerado un honor, pero no siempre fue así, desafortunadamente.

Hace un poco más de diez años, una catástrofe se posó sobre la Hacienda más próspera y grande de la región. Todo comenzó como un rumor; primero fueron los empleados, pero al poco tiempo se propagó a toda la familia, incluyendo al viejo hacendado, quien aseguró haber visto entre los pasillos de su propiedad, a una diminuta criatura de brazos largos, piernas espigadas y rostro juvenil, que gustaba de robarle la comida a las mascotas de sus nietos.

Al principio no le dieron importancia, incluso les parecía pintoresco que un duende viviera con ellos, y hasta le dejaban comida en el establo para que no les robara el alimento a sus animales. Pero todo cambió cuando una mañana encontraron todas las puertas de la Hacienda, incluyendo las del granero y el establo, abiertas de par en par.

El viejo hacendado estaba molesto por el incidente, y mandó a poner cadenas y candados a todas las entradas, pero a la mañana siguiente las puertas estaban abiertas y las cerraduras violadas. No faltaba nada en la propiedad, por lo que la posibilidad de que se tratara de algún ladrón les pareció muy remota, y la culpa recayó por completo en el duende, quien seguramente se estaba burlando de ellos.

Lo mismo ocurrió por cinco amaneceres más. Sin importar cuántas cadenas o cerraduras colocaran al anochecer, al otro día todas las puertas eran encontradas abiertas. Eso enfureció aún más al viejo, quién mandó a llamar al chamán del pueblo, para que eliminara al intruso y todos pudieran dormir tranquilos otra vez.

El chamán se presentó a la Hacienda con dos enormes perros cazadores, que de inmediato se dieron a la tarea de rastrear al duende y dar cuenta de él.

No fue una jornada fácil, pero antes de que anocheciera, los perros volvieron con los hocicos manchados de sangre, y un diminuto esqueleto triturado, aun colgando en una de sus fauces. La amenaza había sido erradicada, el hacendado estaba complacido, los perros satisfechos, y el chamán recibió su paga.

A partir de aquí la historia es un poco confusa; algunos dicen que el chamán fue saqueado y asesinado en el bosque por unos forajidos, otros aseguran que fueron los duendes quienes lo ajusticiaron en el camino, y otros más que se suicidó, colgándose de un árbol, después de que se enterara de lo que esa misma noche había ocurrido en la Hacienda.

Fue una masacre; todos murieron, desde los animales de los establos, los empleados, hasta el viejo y su familia. Pero nadie culpa a los duendes de ello, porque el causante fue un rayo que cayó a media noche en el granero, provocando un incendio que rápidamente se propagó por todas partes. Algunos dormían y quizás ni se enteraron de su fatídico final, pero los que no lo hacían, tuvieron una muerte angustiosa, tratando infructuosamente de escapar de la propiedad, ya que todas las puertas se encontraban cerradas.