martes, 12 de junio de 2012

De un plomazo


-I-

Estos chicos ya me tienen harto. Cada fin de semana es lo mismo; arman sus “fiestas” en su departamento, expandiéndose a los pasillos del edificio, y las concluyen hasta el amanecer. Está bien que se diviertan, pero con toda esa música, gritos y charlas a todo volumen, no dejan dormir a nadie.

Al principio pensé que sería pasajero, pero ya es el tercer mes que no logro descansar ni un par de horas. Ni siquiera cubriendo mis ventanas con los sarapes, logro apaciguar el escándalo que producen, porque hasta las paredes retumban.

            Ya hemos hablado con ellos, pero no nos escuchan. Incluso una vez los busqué para ver cómo podíamos remediar esto, pero malhumorados, se atrevieron a regañarme por tocar a su puerta al medio día:

            – ¿Qué? ¿No se fija que estamos durmiendo? ¿Acaso está loco? ¡Respete el sueño ajeno! –me dijeron los desvergonzados.

            ¡Pero ya me harté! Si no entienden por las buenas, entonces será por las malas.

            Ahora, que sostengo entre mis manos este revólver cargado, recuerdo cuántas veces fantaseé con asomarme por la ventana, y repartir plomo a esa bola de inconscientes, que no saben el significado de la palabra “derecho ajeno”. Por momentos, hasta me parece increíble que me haya atrevido a adquirir un arma, pero aquí está, y pienso usarla.

            ¡Justo a tiempo! Ya son las once de la noche y su escándalo apenas comienza. Podría asistir en este momento, pero no lo haré. Los chicos tienen derecho a divertirse y aún es temprano, esperaré hasta más tarde.



-II-

Jamás pensé que este insomnio involuntario, se volvería mi cómplice. Ya son las dos de la mañana y no parece que la fiesta vaya a detenerse. Me abrigo, tomo mis llaves, guardo el arma en mi bolsillo y voy a verlos.

            Ahí están afuera, como si el edificio fuera sólo de ellos. Tienen tomadas las escaleras y sus risas resuenan por los pasillos. Con tanto humo, no me extrañaría que más de uno muriera de enfisema, lo malo es que propagan su veneno por todas partes.

            Me ven con desinterés, pese a que practiqué toda la semana y saqué a relucir mi gesto más severo. No se sienten aludidos, sólo se hacen a un lado, hasta que llego a la puerta.

            – ¿A dónde vas viejito? Ésta es una fiesta privada y no creo que alguien te haya invitado. El asilo está en otra parte –me dice un muchachito con el pelo revuelto, y con más alcohol en su torrente sanguíneo, que glóbulos rojos.

            –Aquí está mi invitación –le respondo, sacando mi revólver.

            Todos se alarman, algunos huyen como cucarachas, y los pocos que se animan a enfrentarme, lo piensan mejor y se esconden.

Parece que el miedo neutraliza los efectos de la droga que consumen, porque sus miradas ya no están dispersas, sino fijas en el cañón de mi arma.

            Al fin, después de tantos fines de semana en vela, vuelvo a sonreír, porque tan pronto encuentro mi objetivo, de un plomazo vuelve el silencio.

            Ya no hay marcha atrás, lo más seguro es que pronto llegue la policía y me lleve preso. Pero habrá valido la pena. He sentado un precedente y ahora es muy probable que estos chicos lo piensen dos veces antes de armar otra fiesta.

            Cuando la autoridad llegue, encontraran a un puñado de muchachos drogados, algunos con crisis de pánico, algunos vecinos conmocionados, a mí, seguramente dormido en este sitio, aún con el revólver en la mano, al lado de un reproductor de música, deshecho a balazos.       


Un mal día



Hoy ha sido un mal día. En la mañana discutí con mi mujer, y creo que esta vez no hay vuelta atrás, es más, dudo mucho que la encuentre en casa, si es que logro regresar.

El tráfico estuvo más pesado que nunca, es decir, como siempre, por lo que una vez más llegué tarde al trabajo, lo que provocó que Hugo, el engreído encargado del personal, me regañara delante de todos en la oficina. Incluso me amenazo.

– ¡Un error más y te corro! ¿Me oíste? ¡Te corro! –me gritó, como si no estuviera a solo un paso de distancia.

Por suerte salió mi jefa, quien tratando de tranquilizar las cosas, le pidió al “idiota ése” que no volviera a alzar la voz de esa manera, o lo reportaría. Lo cual debo admitir que me endulzó un poco el día. Pero sabía que no duraría mucho, porque el idiota habría de desquitarse conmigo.

            Todo el día me trajo de aquí para allá; llevando papeles, sacando fotocopias, engrapando folios, archivando documentos, en fin, lo de siempre, pero ahora sin quitarme la vista de encima. Él sabía que eso me pondría nervioso, tal vez al grado de cometer “ese error” que provocara mi despido. Pero no pasó.

            Al final de la jornada, ya cuando todos se habían ido y yo seguía archivando, Hugo, quién ya había marcado su tarjeta de salida, regresó sólo para amenazarme. Entonces no aguanté más y le respondí.

Jamás pensé que me atrevería, pero este día había sido tan malo que no pude más y estallé en su contra. No estoy orgulloso de haberlo hecho, y mucho menos de lo que pasó después, pero admito que en ese momento me sentí más libre que nunca.

            Las manos me temblaban y me dolía la cabeza, cuando tomé el volante con la firme idea de regresar a casa, y ponerle punto final a este día. Mañana pensaría sobre las consecuencias de mis actos. Hoy ya no, ya había tenido suficiente. Pero antes me detuve en la primera farmacia, para comprarme una aspirina.

            No había espacio en el estacionamiento, por lo que después de un rato de dar vueltas, opté por quedarme a tres calles de mi objetivo, sólo para llegar al local y encontrar un par de espacios disponibles. Ya no tenía caso regresar, con la suerte que había tenido, lo más probable era que cuando volviera, ya estuvieran ocupados.

            El lugar estaba abarrotado, parecía como si toda la ciudad hubiera acudido por medicinas. Recuerdo que pensé que sólo faltaba que no les quedara ni una sola aspirina. Por suerte me equivoqué.

Tardaron unos quince minutos en atenderme y otros quince en cobrarme, demasiado tiempo para un frasco tan pequeño y una botella de agua. Pero no estallé contra nadie, incluso le regalé una sonrisa forzada a la cajera que me atendió, después de todo, ella no tenía la culpa de nada.

            Cuando salí, los espacios del estacionamiento seguían disponibles, por lo que sólo me reí conmigo mismo, destapé la botella y tomé un par de pastillas.

Cerré los ojos, respiré hondo y seguí hasta donde había dejado el auto, sólo para no encontrarlo.

– ¡Lo que me faltaba! –dije fastidiado.

            Entonces volví a reír, casi histéricamente, hasta que noté que estaba llamando la atención. Por lo que me calmé un poco y me alejé de ahí, justo cuando empezó a llover.

            Aún sigo caminando, podría pagar un taxi o irme en un microbús, pero no quiero. Prefiero seguir así, hasta dónde pueda. Mañana quizás no vaya a trabajar, me reportaré enfermo, lo cual, con esta humedad y el frío, no creo que sea una mentira. Sin embargo, lo que le da un poco de brillo a esta oscuridad que parece rodearme, es imaginarme la cara que van a poner los imbéciles que se robaron mi auto, cuando descubran el cadáver de Hugo en la cajuela.


Adiós



Jamás pensé que este día llegaría. Ya no recuerdo cuándo fue la primera vez que supe de ti, pero siento como si hubieras estado conmigo desde siempre. Pero así es la vida. Sin importar los lazos que puedan seguir existiendo entre los dos, no podemos permanecer juntos. Tampoco es fácil para mí, aunque no sabría cómo explicarte por qué tomé esta decisión. Por lo que sólo te diré que seguir a tu lado me produciría un dolor aún más insoportable que el que ahora siento, o el que implicará separarte de mí.

Mis padres me dicen que esto es lo mejor. Bien sabes que no soy de los que suele hacerles caso, pero esta vez creo que tienen razón. Tal vez te parezca absurdo, pero en este momento recuerdo cuántas veces los desoí, pensando que no habría consecuencias, pero ya ves. Ante el malestar que tu presencia me produce, no tuve más remedio que acudir a ellos. Quizás pienses que soy un cobarde, pero es que ya no podía seguir de esta manera, ya no me era posible comer, hacer mis deberes, o incluso dormir por las noches.

            Ahora te observo y sé que tal vez no volveré a verte, al menos de la misma manera. Sin duda dejarás un hueco que no sé si algún día habrá de llenarse. Ellos me dicen que sí, que desde un inicio sabían que tú serías pasajera, pero tengo mis dudas. Después de todo lo que hemos compartido juntos, es normal que piense que nunca habrá otra como tú.

            Irremediablemente, no puedo dejar de pensar que pude haber hecho algo para que esto no ocurriera. Tal vez si te hubiera puesto más atención. Si te hubiera cuidado como correspondía. Si no hubiera dejado que esos dulces placeres me dominaran, tal vez ahora no estaríamos pasando por esto. Pero ya es tarde, y no se puede remediar el pasado.

            No sé cómo haré para no pensar en tu ausencia cada vez que sonría, o cómo afrontar la hora de la comida, sabiendo que ya no estarás a mi lado. En fin. Ya escucho que mi madre se acerca, es tarde y no me queda más que decirte “adiós”.

            – ¡Juanito! ¡Hijito! Ya deja de verte las muelas en el espejo y arréglate, que el dentista no habrá de esperarnos todo el día.    

Hasta que suena el teléfono


Después de un arduo día de trabajo, filas interminables para tomar el autobús, y la multitud de desconocidos, apáticos, cansados, molestos y al borde del colapso, como ella, al fin llega a su frío y desolado departamento. Ya hace mucho que no le puede llamar a ese sitio “su hogar”, pero sigue siendo el lugar donde se despoja de todo.

            Su bolso es pesado; está cargado de papeles por revisar, documentos por llenar y un teléfono apagado. Por eso es de lo primero que se deshace, aligerando su hombro y abandonándolo sobre la mesa de centro. Después se quita el reloj de pulsera, le sigue el saco, y se encamina a su habitación.

            La cama está impecable, hace meses que sólo la usa para dormir, y a veces ni para eso. Piensa tomar asiento, desacomodar un poco las sábanas, quitarse las zapatillas y dejar que el tiempo pase, como si no hubiera un “mañana”. Pero se queda de pie, y así se descalza, con la mirada fija, como ausente, perdida o hipnotizada.

            El frío recorre la planta de sus pies hasta alcanzar la espalda, provocándole un estornudo, que resuena con eco en el pasillo, pero no hay quién le diga: “salud”.

            Camina hasta el baño, y frente al espejo se quita los aretes, se deshace de la cinta y los pasadores con los que aprisionaba a su pelo, y abre el grifo. Llena el lavamanos hasta el límite y zambulle su rostro en el agua helada. Después de un rato e ignorando cuánto tiempo ha pasado, abre los ojos, pero no saca su cabeza hasta que su cuerpo le exige un respiro.

            Abre la llave de la regadera y vuelve su mirada al espejo. Delante de él, se desabotona poco a poco la blusa, la deja caer y hace lo propio con la falda. Después se despoja de las medias, y le sigue su ropa interior, que al igual que el resto, termina en el suelo; sin vida ni voluntad, como ella.

            Se mete a la regadera y las gotas golpean delicadamente su piel desnuda, devolviéndole por un instante las ganas de vivir. Frente al fluir del agua tibia, siente cómo se quita de encima las presiones del día, disminuye la tensión de sus hombros, así como se regulariza el ritmo cardiaco y su respiración.

            Poco a poco, siente cómo su piel se desprende del cuerpo, la grasa, los músculos, sus vasos sanguíneos y nervios se separan de los huesos, se disuelven los tejidos de sus órganos y se diluye la sangre, que se arremolina, como un coctel carmesí hirviendo, con dirección al desagüe.

            Hasta que suena el teléfono.