martes, 31 de julio de 2012

En la calle


Tengo hambre, pero el mundo sólo me ofrece un caramelo; no me lo regala, eso sería esperar demasiado, sólo me lo enseña, sujetado por una chiquilla que camina de la mano de su madre. Tan cerca que percibo el dulce perfume de la cereza, pero demasiado lejos como para arrebatárselo y salir corriendo.

Tengo frío, pero no poseo más cobertor que esta vieja gabardina y un cielo gris, tan apático y distante, como los transeúntes que me ven y hacen como si no existiera. Pero no los culpo, porque yo solía hacer lo mismo, hace sólo un par de años.

Tengo sed, pero mis lágrimas son escasas, y la lluvia es demasiado ácida como para beber de ella, por lo que me siento como un naufrago en una balsa, rodeado de agua, pero sediento hasta la médula.

Tengo hambre, pero lo que quisiera ahora no es comida, sino una botella de agua ardiente; para poder ahogar mis penas, intoxicar mi memoria y olvidarme de todo.

Podría recapacitar, y tal vez reconocer que esta obsesión de buscar alcohol en vez de pan, es lo que me ha dejado justo donde estoy; en la calle, solo y olvidado, como un viejo grafiti en la pared. Pero no es así, porque los que me han dejado acá tirado, como un trozo de papel usado, plano, sin vida, sin color ni brillo, no fueron la botella ni el licor, sino tu volátil corazón y la testarudez del mío, que no supo aceptar el hecho de que nunca serías para mí.

En vez de la dulzura de tu miel, ahora bebo la amargura del recuerdo que me dejó la calle, en la misma esquina donde te conocí aquella noche, cuando me vendiste tus caricias, con tanta sutileza que me hiciste olvidar que era yo el que te pagaba.

Pero eso fue sólo esa noche, que a pesar de haber durado meses, para mí siempre fue la misma; sólo un instante de placer, calor, vida y amor, que terminó el mismo día que me quedé sin efectivo, y en vez de un beso, aunque fuese de despedida, me arrojaste una botella de alcohol; tan vacía como mi negocio, mi cuenta bancaria y mi existencia.   

Tengo hambre, pero incluso la niña del caramelo se ha ido con su madre, y sólo quedo yo, con un cartel que suplica por un poco de alimento, una barba cada vez más larga y encanecida, como las calles que, cómplices y silentes, atestiguan tus pasos.

Cada noche es lo mismo, llegas con esos tacones altos, esa sugestiva minifalda, el pelo suelto, cobijando tus hombros desnudos, los labios pintados de fuego, y un cigarrillo ardiendo entre tus dedos, que al igual que yo, jamás volverá a tocar tu boca.

Tu rutina y la mía, se conjugan, hasta que el frío de la madrugada nos sorprenda. A ti en las sombras de aquella esquina, o entre las sábanas frías de aquel hotel de mala muerte, y a mí entre estos muros, como un recuerdo más, trazado en la pared.      

jueves, 5 de julio de 2012

La luna y el mar


Un día el sol se fue y no dejó dicho si volvería. Cada noche era lo mismo, pero al amanecer regresaba como soberano del cielo, para equilibrar al yin, con su yang. Pero esa vez fue muy distinta. La eterna noche reinaba sobre la bóveda celeste, ocultando las luces del firmamento con su negra cabellera, sólo dejando pasar el resplandor de algunos luceros, cometas y estrellas fugaces.

Mientras tanto, la luna aprovechó la ausencia de luz para bañarse con las aguas del mar. Se desnudó de materia, oscuridad y frío, para vestirse de sueños, amor y fantasías. Dejó su puesto solitario y se descolgó, hasta tocar con sus gráciles piernas las aguas marinas, las cuales se endulzaron de inmediato, con el mero tacto de su belleza.

La palidez de Selene se ruborizó, por el calor que hervía en el vientre de su amorosa madre, que la recibió con los ojos cerrados, los brazos abiertos y sus aguas tibias. Por ese único momento, la eternidad duró un segundo, lo divino se confundió con lo pagano, y la muerte tomó un respiro de vida, mientras la luna se zambullía en las profundidades del océano, las imbatibles olas acariciaban su delicada piel, y las gotas se aglutinaban en su brillante melena.

Hasta las arenas del tiempo se detuvieron. Todos se habían confabulado para hacer posible ese momento de fugaz eternidad. Meztli había vuelto a Coatlicue, el Tlalticpac latía por su presencia, y el mar brillaba con un resplandor que provenía de su propio corazón. Selene había vuelto a Gea, y Poseidón fungía de anfitrión en una fiesta que tal vez no se repetiría nunca. Pero la complicidad de Cronos llegó a su fin, o tal vez fueron las incontinentes arenas las que se revelaron a su Señor, porque se escaparon sin piedad de entre sus dedos. 

La luna se marchó y el mar lloró como nunca, devolviéndole a sus aguas la sal que la dulzura de su amada había disipado, mientras el tiempo retomaba su camino, y lo divino se perdía entre suspiros de eternidad, suspendida en un sinfín de latidos.

El cielo nocturno había recuperado a su musa, pero el mar no se resignaba a sólo haberla tenido, y ya no sentirla entre sus aguas, por lo que incansablemente buscó la manera de recuperar a su Diosa, y aún lo sigue haciendo.

Desde entonces, sus olas golpean contra la arena y sus aguas suben en mareas, hechizadas por el influjo de su amada, hasta que ella vuelva, o al menos una vez cada veintiocho días, mire a su eterno enamorado y le regale una sonrisa.