jueves, 5 de julio de 2012

La luna y el mar


Un día el sol se fue y no dejó dicho si volvería. Cada noche era lo mismo, pero al amanecer regresaba como soberano del cielo, para equilibrar al yin, con su yang. Pero esa vez fue muy distinta. La eterna noche reinaba sobre la bóveda celeste, ocultando las luces del firmamento con su negra cabellera, sólo dejando pasar el resplandor de algunos luceros, cometas y estrellas fugaces.

Mientras tanto, la luna aprovechó la ausencia de luz para bañarse con las aguas del mar. Se desnudó de materia, oscuridad y frío, para vestirse de sueños, amor y fantasías. Dejó su puesto solitario y se descolgó, hasta tocar con sus gráciles piernas las aguas marinas, las cuales se endulzaron de inmediato, con el mero tacto de su belleza.

La palidez de Selene se ruborizó, por el calor que hervía en el vientre de su amorosa madre, que la recibió con los ojos cerrados, los brazos abiertos y sus aguas tibias. Por ese único momento, la eternidad duró un segundo, lo divino se confundió con lo pagano, y la muerte tomó un respiro de vida, mientras la luna se zambullía en las profundidades del océano, las imbatibles olas acariciaban su delicada piel, y las gotas se aglutinaban en su brillante melena.

Hasta las arenas del tiempo se detuvieron. Todos se habían confabulado para hacer posible ese momento de fugaz eternidad. Meztli había vuelto a Coatlicue, el Tlalticpac latía por su presencia, y el mar brillaba con un resplandor que provenía de su propio corazón. Selene había vuelto a Gea, y Poseidón fungía de anfitrión en una fiesta que tal vez no se repetiría nunca. Pero la complicidad de Cronos llegó a su fin, o tal vez fueron las incontinentes arenas las que se revelaron a su Señor, porque se escaparon sin piedad de entre sus dedos. 

La luna se marchó y el mar lloró como nunca, devolviéndole a sus aguas la sal que la dulzura de su amada había disipado, mientras el tiempo retomaba su camino, y lo divino se perdía entre suspiros de eternidad, suspendida en un sinfín de latidos.

El cielo nocturno había recuperado a su musa, pero el mar no se resignaba a sólo haberla tenido, y ya no sentirla entre sus aguas, por lo que incansablemente buscó la manera de recuperar a su Diosa, y aún lo sigue haciendo.

Desde entonces, sus olas golpean contra la arena y sus aguas suben en mareas, hechizadas por el influjo de su amada, hasta que ella vuelva, o al menos una vez cada veintiocho días, mire a su eterno enamorado y le regale una sonrisa.

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