martes, 30 de octubre de 2012

La casa del enterrador


-I-
Este pueblo está lleno de historias y leyendas, quizás demasiadas, considerando que no somos ni veinte mil habitantes, pero parece que eso no tiene nada qué ver, porque no hay callejón o túnel que no guarde entre sus tabiques un mar de anécdotas; desde la infaltable historia de amor infructuoso o prohibido, que irremediablemente termina involucrando a la muerte, hasta la no tan romántica leyenda de la monja que hiciera un pacto con el Diablo y masacrara a todos los feligreses y sacerdotes del rumbo. 

Pero entre todas ellas, hay una que ha atrapado mi imaginación desde muy niño. Es una leyenda que los mayores siempre negaron afanosamente, pero que los niños conocían muy bien, es decir, cada uno tenía su versión de la historia, y cada una de ellas era aún más grotesca que la anterior.

            Se cuenta que hace mucho tiempo había un hombre que trabajaba como sepulturero en el panteón municipal. Se hacía llamar Eleroy, aunque nadie sabe si en verdad ése era su verdadero nombre. 

            La versión más simple de la historia, cuenta que era un hombre maldito, que consumía la carne de los malvivientes que murieran de frío o hambre a las orillas del cementerio, y después arrojaba sus restos en la fosa común. Hasta que un día lo sorprendieron mientras cenaba, y lo llevaron preso. 

Dicen que los demás reos le tenían tanto miedo que no se le acercaban. Pero hay otros que aseguran que él no sobrevivió ni una noche preso, ya que los demás prisioneros lo destazaron y devoraron, con el beneplácito de las autoridades del penal.  

            Otra versión cuenta que Eleroy no se limitaba a comer los cadáveres de los malvivientes que encontrara por el rumbo, sino que los asesinaba con sus propias manos, e incluso a media noche desenterraba los cuerpos que hubiese inhumado ese día, para saciar su apetito. 

Cuentan que comía la carne cruda, incluso con tierra. Pero también he oído que él era todo un gourmet, que limpiaba y guisaba los cadáveres de sus víctimas con hierbas aromáticas, y elaboraba sus cubiertos con los huesos restantes. Sin embargo, una versión cuenta que era más bien burdo, y si bien no consumía la carne cruda, desmembraba los cuerpos sin ningún tipo de utensilio, incluso aún estando alguno de ellos con vida. Los ponía a hervir en grandes ollas de aluminio, y consumía su jugo y carne aún humeantes, hasta dejar los huesos, los cuales guardaba en el sótano, donde además yacía su propia mano cercenada, clavada en la pared.  

            Según algunos, Eleroy suplía la falta de su mano con una prótesis de aluminio, pero otros aseguran que utilizaba un cuchillo, o un trinche para asar carne. El caso es que su extremidad faltante nunca fue una limitante para su peculiar gusto culinario. 

            Sin embargo hay otra versión, que dice que él no devoraba a los cadáveres, al menos por completo, ya que sólo consumía sus órganos blandos, y lo demás lo reservaba para otros fines. Incluso cuentan que las autoridades supieron de él, hasta que el párroco descubriera en la bóveda de la capilla una representación de la crucifixión de Cristo, elaborada con puros restos humanos.

            Algunas versiones dicen que cuando la policía rodeó el cementerio, sobre cada tumba había un cuerpo desollado, no necesariamente del dueño de la misma; de hecho, la mayoría eran cadáveres frescos que se exhibían ante el sol, aún escurriendo sus fluidos corporales, y con los brazos abiertos.

            Dicen que las autoridades no lo llevaron preso, más bien abrieron fuego contra él, sin ninguna consideración y lo hicieron pedazos. Pero también hay quienes cuentan que las balas no le hacían nada; pues aseguran que Eleroy era un enviado del Diablo, si no es que Satanás mismo.  

            También se ha especulado respecto a su pasado; dicen que unos bandidos masacraron a su esposa e hija, y por ello él cometía esos actos tan aberrantes, en venganza no sólo de la sociedad, sino de Dios, por haber permitido eso. Pero también hay quienes piensan que él nunca fue humano, sino un engendro del mal, que emergió de un charco de sangre que fungió como un portal hacia el Infierno.

            Son tantas las versiones, que lo más probable es que ninguna de ellas sea cierta, y ni siquiera se acerquen a la verdad.

-II-
Hace años que nadie utiliza el viejo cementerio municipal, ya que prefieren el nuevo, y por el aspecto, parece que los residentes tampoco reciben visitas de sus deudos, lo cual podría afianzar la leyenda de Eleroy. Pero a juzgar por las fechas de las lápidas, tal vez el verdadero motivo sea que el tiempo los ha reunido para siempre.

            La maleza está crecida, los árboles muertos, y los cuervos me miran como guardianes de un imperio en ruinas. Admito que tengo miedo, pero no tanto de encontrarme con un espectro o con el propio Eleroy, sino de tropezar y lastimarme con las varillas oxidadas que delimitan algunos de los mausoleos. 

            El sol se está escondiendo, y por un segundo me detengo a pensar si lo mejor sería volver sobre mis pasos y regresar mañana al amanecer. Pero después de un instante de indecisión, sigo la marcha, después de todo, sólo un poco más adelante espera mi destino: “la casa del enterrador”. 

            Por fuera no es muy diferente a una bodega, o a una cripta. Entonces veo varios agujeros en las paredes, lo cual podría validar, o dar un poco de sustento a alguna de las versiones que conozco, pero tomando en cuenta el tiempo del edificio, no puedo descartar que esto también sea obra de los años y el desgaste natural de los materiales.

            La puerta está cerrada, pero no del todo, ya que se encuentra una parte despedazada. Por lo que prendo mi lámpara e ingreso, aunque aún no sé qué es lo que espero encontrar ahí.

            Adentro huele a orín de rata, me tapo la nariz y boca con un pañuelo, pero sigo mi marcha. El lugar es engañoso, ya que por fuera parecía mucho más pequeño de lo que en realidad es. Pero hasta ahora no he encontrado nada fuera de lo normal; hay un armario arrumbado, un catre caído, una mesa hecha pedazos, un baño…, del cual lo mejor es salir, porque el olor es nauseabundo, en fin, ni rastro de que en ese lugar hubiese vivido un asesino serial, ni de la existencia de una habitación llena de huesos humanos.

            No sé, por un lado me siento aliviado de no haber encontrado nada, pero también un poco decepcionado. Aunque el hecho de que aún no he dado con ninguna evidencia, no quiere decir que él no hubiera existido o no hubiese efectuado parte de lo que se le acusa. De hecho, quizás hace décadas la policía se llevó todo, o no soy el primero en recurrir a este sitio. Es más, en el suelo puedo ver huellas que se destacan del polvo, y no son mías. Por lo que decido seguirlas. 

            Hasta me siento como un niño jugando a “los detectives”. Pero dura poco la diversión, porque las huellas terminan justo en la entrada, y sé que afuera me será imposible rastrearlas con esta insipiente luz, por lo que desilusionado, cojo la única silla que aún se mantiene en pie, y me siento. Entonces un temblor me sacude, el suelo se abre por debajo de mí, y parece que la construcción se me viene encima, sin que me dé tiempo a escapar. Algo me golpea…, y todo se vuelve negro.

III
La cabeza me duele, no sé dónde me encuentro, pero por suerte la lámpara sigue encendida y no está muy lejos. A gatas me acerco, y no logro reconocer el suelo; parece que estoy en una pila de ramas que se quiebran con mi peso. Hasta que alcanzo mi objetivo, y veo algo que me hace sentir como si me hubiesen arrojado un balde de agua helada encima: ¡Estoy rodeado de huesos! 

Intento no perder la calma. Tal vez caí en la fosa común, eso es todo. Pero al alumbrar las paredes descubro algo más; clavada en una de ellas yace una mano cercenada, la cual parece moverse, o tal vez sólo sea un efecto visual provocado por las sombras y el haz de luz de la lámpara.

            Pero lo que veo después no tiene ninguna explicación. Justo delante de mí se encuentra parado un hombre; con el rostro descarnado, la ropa hecha jirones, tiene por mano un cuchillo, y sostiene con su otra extremidad una cabeza cercenada que chorrea sangre. 

            Las rodillas ya no me soportan, todo me da vueltas, la vista se me nubla, a la par que las baterías de mi lámpara empiezan a dar de sí, hasta que las sombras me rodean por completo.

Por primera vez en mi vida, pienso que quizás nunca debí haber sido tan curioso. 

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