martes, 30 de octubre de 2012

Lo que quede


Hoy te has apoderado de mi memoria; resulta que tenía que enviar un paquete por correo, y como la oficina postal más cercana a mi domicilio se encuentra en la Ciudad Universitaria, no dudé en acudir a ella, aunque era consciente de que volver a visitar ese lugar, traería a mi mente más recuerdos de los que pudiera imaginar.

            Ahora es más fácil cruzar el circuito escolar, pues han colocado semáforos, por lo que ya no hay que “torear” a los autos para atravesar la calle, aunque no faltan los jóvenes que se arriesgan, pese a que la luz roja les pida lo contrario; tal vez piensen que llegar a tiempo es más importante que llegar con vida.

            Siguen vendiendo libros, suéteres y camisetas en los andadores, sólo que ahora también ofrecen audífonos, accesorios para dispositivos móviles y teléfonos celulares. En eso también yo he cambiado, ya que antes recorría estos mismos pasillos entre murmullos, barullo y el sonido ambiental haciéndome compañía, en tanto que ahora lo hago con mi propia banda sonora en los oídos.

            El edificio de posgrado está igual de lúgubre que siempre, tal vez sea el único de la Universidad que sólo tiene un mural, cuando el resto parece un museo al aire libre. Pero lo que tiene de apagado ese sitio, lo tiene de luminosa la Biblioteca Central y la Rectoría, no sólo por los murales que los decoran, sino por la cantidad de estudiantes que se hacen presentes en sus jardines; desde los que protestan por la imposición del nuevo presidente, los que denuncian alguna arbitrariedad, ya sea en su contra o en perjuicio de la clase obrera, hasta los que juegan futbol, conversan entre el prado, retozan, se aman o lloran, ante la complicidad muda de un Universo, que por momentos parece haber prescindido de ellos.

            En la oficina de correos me han atendido tan bien como recordaba, a pesar de que ya no soy estudiante, y en menos de diez minutos ya he entregado el paquete y me encuentro afuera, por lo que vuelvo a ponerme los auriculares, me acomodo la boina, y regreso a ese mar de recuerdos, que parecen no querer marcharse. 

            Sólo por curiosidad, en vez de regresar por donde vine, decido pasar por mi vieja Facultad. Tan pronto me aproximo, me recibe una manta que dice “no se permite rendirse”, al tiempo que el aroma a café y tabaco, desplazan el olor a hierba mojada, e inundan mis pulmones y memoria. 

La mujer que vendía los jugos ya no está, y en lugar del puesto donde compré mis primeros libros de filosofía, ahora hay un módulo que ofrece los mismos textos, pero en empaques cerrados. 

            En aquella esquina, donde esa joven lee un libro, cuyo título no alcanzo a distinguir, recuerdo que solía esperar que salieras, para llevarte a comer, tomar un café y acompañarte al autobús. Cuántas veces me quedé esperando, aún debajo de la lluvia, sólo para verte salir, tan radiante y sonriente, como la “Verdad” y la “Vida”, lo cual es normal, después de todo, las tres son mujeres. 

            La caseta telefónica, en la que tantas veces llamé a tu casa, aunque tu padre te negara y tu madre me colgara al escuchar mi voz, sigue tan ocupada como siempre, lo cual me dice que hay cosas que nunca cambiarán, sin importar el tiempo que pase. 

            Quisiera entrar a deambular por los pasillos de la Facultad, pero no puedo, no tengo tanto tiempo, y ya he perdido demasiado con este viaje al pasado, que si bien ha valido la pena, pienso que a veces lo mejor es dejar “el ayer” en la memoria.

            Cada vez me alejo más, la Facultad está a mis espaldas, y enfrente tengo aquel pasadizo que comunica el circuito escolar con la avenida, el cual sigue rodeado de maleza, como siempre. Recuerdo que hacíamos hasta media hora en atravesarlo, cuando en realidad no es tan largo. Tal vez porque nos distraíamos intercambiándonos miradas, caricias, abrazos, besos, experiencias, sueños y proyectos; los cuales nunca concretamos.

            Sigo mi camino, y entre las miles de conversaciones sin sentido que mantuvimos aquí, y que bombardean mi mente en este momento, una en especial atrapa mi atención; la vez que me dijiste que había tanta vegetación en este lugar, y era tan sínica la negligencia de los jardineros, que uno podría matar a cualquiera y esconder su cadáver entre las rocas y los helechos, sin que jamás dieran con él.

Entonces me detengo, fijo la vista justo en medio de la maleza, y me pregunto si aún seguirás ahí, o ya habrán dado contigo, o con lo que quede de ti.  

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