martes, 30 de octubre de 2012

Miedo


Cuando el mundo se pone en nuestra contra, podemos hacerle frente hasta perecer, doblegar las manos y rendirnos, o tomar las riendas de nuestra vida y enfilarnos al despeñadero, con tal de no dejar que sea él quien determine nuestro final. 

Un día de esos, en los que las preguntas iban más allá de lo aceptable, y el destino buscado parecía cada vez más lejano y confuso, mi percepción de la realidad cambió por completo. En ese entonces mi futuro era más incierto que de costumbre, y la verdad no estaba segura de si me importaba conocer el lugar dónde tendría que llegar, o si quería morir peleando, o preferiría rebanarme las venas, hasta tocar el hueso.

            Nunca había sido una mujer de fe, ni en el sentido religioso o en la vida práctica. Después de múltiples traiciones y engaños, había aprendido a no confiar en nadie, y no esperaba lo contrario del resto. No sé si eso me había convertido en un ser despreciable, o sólo en una superviviente más. Sin embargo, justo en el momento en que sentía que el mundo se había empeñado en hacer de mi vida un pequeño infierno, no encontré un lugar más acorde que una vieja iglesia, para descargar mi impotencia.

            No creo en Dios, y nunca había orado ante ninguna de sus representaciones, pero eso no fue ningún impedimento para que me acercara a la imagen de la virgen, y me derrumbara a sus pies. No sé si lo hice por desesperación, o porque vi en ella a una mujer que no me habría de juzgar, ni me preguntaría nada.

            El caso es que permanecí arrodillada y en silencio, sin hacer algo para evitar que mis lágrimas se escaparan y golpearan contra el suelo, como una cruel metáfora de mi lastimera existencia.

            En eso, un sacerdote me tocó el hombro, y yo volteé sobresaltada.

            –No tengas miedo jovencita –me dijo, con una voz grave y tranquila.

          –Perdón Padre, no lo había visto –le dije, mientras me incorporaba, tratando de secarme las lágrimas.

            –No te preocupes hija. Estás en la casa de nuestro Señor. Aquí es donde los perdidos encuentran la paz que tanto han buscado, y no creo que tú seas la excepción. Mira a aquella mujer que reza y besa su rosario. O aquel hombre que se arrodilla frente al Cristo. O los demás que aguardan pacientemente que empiece la misa. Todos ellos han venido acá en busca de consuelo, y lo han encontrado, como tú lo harás –me dijo con una sonrisa.

            –Padre…, no me asuste, en la iglesia sólo estamos usted y yo… –le repliqué nerviosa. 

            –No hija, de hecho ni siquiera estás tú –dijo y se desvaneció en el aire.

            Desde entonces sigo aquí, como una sombra más entre los rincones, sin más memoria de mi existencia pasada, que el recuerdo de mis manos y rodillas temblorosas, en el momento en que decidí terminar con mi vida.   

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