lunes, 14 de enero de 2013

Inocente


Se llamaba Hugo, y para su buena o mala fortuna, le tocó nacer un 28 de diciembre, justo el día de los “Santos Inocentes”. Incluso, como su madre siempre había sido muy delgadita, durante sus primeros días de vida, su propio padre llegó a pensar que su nacimiento sólo era una broma de su esposa, que se había tomado demasiado a pecho la farsa de su matrimonio.  
Bastó una semana para que su familia aprendiera a aceptarlo, salvo su padre, quien tardó un poco más en quererlo como al resto de sus hijos, es decir, a la distancia.
            Hugo era el más chico de una gran familia; de hecho eran casi diez hermanos, y digo “casi”, porque la décima era Greta, su única hermana, quien sólo era un año mayor que él, pero entre los dos formaban una dupla que sabía muy bien cómo meterse en problemas, aunque no eran tan hábiles saliendo de ellos. De hecho era ella quien complicaba todo, y él quien no sabía cómo salir de sus enredos.
            En la escuela siempre fue el más tranquilo de la clase, de hecho era casi inexistente para sus profesores y compañeros. Era el que se sentaba en la última banca, pasaba los descansos solo, y jamás le preguntaban ni la clase, por lo que, acostumbrado a vivir entre los gritos de sus padres y los enredos de sus hermanos y hermana, la escuela para él era “el paraíso”.
            Su primera novia la tuvo cuando ya era bastante mayor, tendría unos cuarenta o cincuenta años. “Nunca es tarde”, dicen, incluso si tomamos en cuenta que se enteró de la existencia de ella en la celebración de su primer aniversario. Tal vez sobre decir que él era un poco distraído, pero Marisa, su novia, tampoco era la mujer más avispada del mundo.
            Él nunca tuvo hijos, por gracia divina, pero su compañera tuvo cinco. El primero se llamó “Hugo”, como era de esperarse, y los otros cuatro “José”, por razones que quizás ni ella misma alcanzó a comprender. Sin duda eran el uno para el otro o, como se dice comúnmente, “siempre hay un roto para un descosido”.
            Hugo era un poeta que en sus ratos libres vendía libros ajenos, claro está, aunque con forme fue transcurriendo el tiempo, y fueron cambiando sus necesidades, se volvió más un vendedor de libros, bicicletas, discos y botellas, que tenía como pasatiempo escribir poemas ajenos, claro está.
            Curiosamente, un 28 de diciembre Hugo partió de la mano de la muerte, cometiendo la primera y única infidelidad de su larga vida. Dada la fecha de su deceso, incluso su esposa pensó que él bromeaba, por lo que le siguió el juego y organizó el velorio más emotivo de la historia, encabezado por la viuda más sonriente que se hubiese conocido nunca.
En el pueblo no se podía hablar de otra cosa que no fuese dicho evento, al grado que varios años después, Marisa murió pensando que todo lo vivido, no había sido más que una de las típicas bromas de su querida suegra.

Los escamoles del General


A veces ocurren eventos en nuestra vida, que por rutinarios o cíclicos, llegan a pasar desapercibidos o paulatinamente van perdiendo su mérito, hasta que un evento inesperado o casual, les devuelve su brillo, o nos hace ver que no todo es tal cual lo pensábamos; como cuando de niños íbamos todos los días al colegio, al punto que nos llegamos a hacer a la idea de que habríamos de pasar en ese sitio lo que nos quedara de vida, aunque al final no fuese de esa manera.     
            Yo nunca conocí a mi padre, pero no me hizo falta, porque mi madre era mucho “padre” para dar y compartir; tanto en cariño, cuidados y protección, como en disciplina y mano dura.
Nací en una época que cada vez se ve más lejana, no tanto por el tiempo, sino por las diferencias. Cuando era niño no hacía falta luz eléctrica, baterías o un disco duro para pasar un buen rato. Bastaba un par de piernas para correr por el campo, un par de brazos para trepar sobre los árboles, y un par de pulmones para aguantar la respiración y darnos un chapuzón en los ojos de agua que se desbordaban en primavera. 
            Recuerdo que entre marzo y abril siempre llegaba el General Méndez a la casa. Lo cual al inicio era todo un acontecimiento para mí, dado que él era uno de los hombres más cercanos del Presidente de la República, y tenerlo sentado a nuestra mesa, y a la vez verlo en las fotografías de los diarios al lado de los ministros de justicia, embajadores y demás personalidades, me hacía sentir que mi familia era muy especial.
Especulaba con la idea de que quizás él hubiese conocido a mi padre, pero la verdad nunca me atreví a preguntarle nada, y sólo me limitaba a escuchar sus innumerables historias de batallas ganadas, porque, según él, los encuentros perdidos no tenían la decencia de dejar testigos. Además de que siempre mi madre me comisionaba para ir con los peones a buscar en el campo los escamoles que tanto le gustaban a él.
            Año tras año, y una primavera tras otra, el General se volvió parte de mi contexto, como el campo, los árboles, las nubes y el cielo azul. Al grado que llegó el momento en que la sorpresa se volvió rutina, después apatía, hasta que llegó el punto en que lo dejé de notar. Más tarde me fui de la casa, hice mi vida, casi como si todo lo demás hubiese sido un sueño, y sólo volvía al pueblo de visita, hasta que ya no quedó nada por qué regresar ahí.
             Ahora, delante de la bóveda donde descansan los restos de mi madre, me tomo mi tiempo para mirar hacia atrás. Entonces, como un destello que siempre estuvo ahí, pero aún así pareciera invisible ante mis ojos, veo una hermosa placa dorada a los pies de la lápida, y con una sonrisa en el alma, y otra haciéndose camino entre mis arrugas, por primera vez le presto atención a la inscripción que en su momento le mandara a hacer el General: “A mi eterna amada”.
            Y pensar que por años anduve levantando piedras con los peones de la Hacienda, buscando los escamoles más suculentos y generosos, en pos de complacer al exigente paladar del General, cuando lo único que buscaban, tanto mi madre como él, era que los dejáramos solos.   

Sangre


En una sola gota de sangre reposa su vida y la mía; la suya en vilo, frágil y expuesta, y la mía sedienta de su color carmesí, deseosa de su aroma y dulzura escarlata, y hambrienta de su energía y calor.
            No es amor lo que siento por su persona, ni siquiera empatía; para mí, usted y su especie nunca han sido más que ganado; criaturas dispuestas por Dios, para saciar nuestro apetito y prolongar nuestra existencia. Pero usted es diferente.
            Podría usarla, llevarla al límite, y dejarla vivir hasta que su cuerpo aguantase. O conservarla como a una mascota; para cuidarla de los suyos y de los de mi clase, y usted de mí, sobretodo en esos largos días de verano. Pero sé que se marchitaría; perdería su libertad y belleza, y es eso lo que más me ha atraído de su sangre.
            Podría llevarme esa última gota de vida conmigo, pero eso sería matarla. Robarle al mundo al más bello de sus ángeles, y entregarle a la muerte un rubí que nunca más brillaría para mí. A cambio de unos días más de cacería, hasta que me encontrara con otra como usted. Pero lo dudo, porque no creo volver a encontrarme con alguien que siquiera se acercase a su naturaleza.
Dejarla ir sería conocer la muerte de primera mano, por omisión a mis instintos y “necedad”, dirían los míos; por optar por el sacrificio, como si un gato prefiriera morir de hambre antes que comerse a un miserable ratón. Pero en mi defensa, permítame decirle que yo no soy un felino, y usted dista mucho de ser un roedor.
No entiendo mi desconcierto, pero aún entiendo menos la razón por la que usted sigue a mi alcance, incluso ahora que me he revelado tal como soy, ante sus ojos mortales. No sé si su presencia es un reto, o será acaso el miedo el que le impide moverse con libertad.
No me tiente, se lo pido; no exhiba su cuello desnudo, ni humedezca sus labios en mi presencia, oculte su mirada de las sombras, y no vuelva a salir a estas horas de la noche, sobretodo sola. Porque no sé si tendré tanto carácter la próxima vez. La carne es débil, y lo es aún más si se tiene hambre y se está frente a un banquete.
Si bien hoy he preferido ser yo el que desaparezca de su vida, antes que ser la causa de su muerte, si es que antes del alba logro satisfacer mi apetito con otra, dudo que si nos volvamos a encontrar, usted corra con la misma suerte.   

Estambre


Lo supe desde el primer momento en que te vi; tan altiva y soberbia, tan lejana y brillante. Sabía que terminaría enredándome contigo, ya fueras tú quien viniera a acurrucarse entre mis garras, o fuera yo quien subiera a ronronear entre tus piernas.

            Sólo es cuestión de tiempo, yo aún tengo mis siete vidas intactas, y estoy dispuesto a apostar ocho de ellas por alcanzarte. Como verás, las matemáticas no son mi fuerte, pero la paciencia sí, y tengo un costal lleno de ella.

            Dicen los necios que eres de queso. ¡Qué absurdo! Ya te imagino mordisqueada por miserables ratones, o derritiéndote en primavera, o sobre una pizza italiana.
           
Dicen los sabios que eres de piedra, aún más ridículo, como decir que los sueños no son de algodón, o que la tierra no tiene un corazón, cuando de buena fuente sé que tiene dos; uno latiendo en mi pecho, y el otro aguardado por mí, justo en tu interior.

Yo sé que ni de queso, ni de piedra, ni nada de eso, porque desde que te vi, supe que sólo podías estar hecha de un blanco, majestuoso, suave y esponjoso estambre.   

 

Yo



Tal vez no te acuerdes de mí, pese a que he estado a tu lado desde que aún dormías en el vientre de tu madre, e incluso antes.
Jamás me alejé de ustedes, ni de nadie.
            Es normal que tengas miedo, o que sientas como si un viento congelante paralizara tus extremidades, o una opresión en el pecho te estuviera robando el aire.
Pero recuerda que no soy yo quien te está ocasionando todo esto. De hecho, la responsable siempre ha sido, y siempre será la existencia.
            Sé que no me esperabas aún, nadie lo hace, aunque de alguna manera supieras que yo estaba por ahí, o a la vuelta de la esquina.
La verdad es que yo nunca te he soltado, ni te soltaré la mano.
No obstante, tú siempre has actuado como si yo no existiera. Por cierto, apaga tu cigarrillo, que el humo empieza a molestarme.
            Bien sabes que mi presencia aquí significa que no irás a tu junta de mañana, ni podrás asistir a la boda de tu hija la semana que entra, ni tendrás un nuevo amanecer para reconciliarte con tu esposa.
Ya ves, así es la vida; naces, vives, amas, mientes, y luego, cuando crees que lo has visto todo, o incluso antes, llego yo. Y entonces actúas como si no me conocieras.
            Pero no me importa nada de eso, ni tu dinero, poder, raza, sexo, nacionalidad, credo, preferencia política, equipo favorito, canción predilecta, o si alguien llorará o brindará por tu memoria, o maldecirá mi nombre.
Sólo me importa llevarte conmigo, hasta ese sueño eterno; sin dolor, ni miedo, sin amor, ni alegría, ni cansancio.
Una noche eterna sin estrellas, ni lunas, sin el calor de tu compañera, ni la monótona rutina absorbiéndolo todo, sólo yo; la nada, el vacío, y la oscuridad infinita.
Por lo que, si no tienes nada más qué decir, ¿nos vamos?
– ¡Vale pues! ¡Termina la alharaca Mujer! ¡Tanto discurso para eso! Me lo hubieras dicho desde un inicio, y yo mismo hubiese pagado el taxi y el cuarto.