lunes, 14 de enero de 2013

Los escamoles del General


A veces ocurren eventos en nuestra vida, que por rutinarios o cíclicos, llegan a pasar desapercibidos o paulatinamente van perdiendo su mérito, hasta que un evento inesperado o casual, les devuelve su brillo, o nos hace ver que no todo es tal cual lo pensábamos; como cuando de niños íbamos todos los días al colegio, al punto que nos llegamos a hacer a la idea de que habríamos de pasar en ese sitio lo que nos quedara de vida, aunque al final no fuese de esa manera.     
            Yo nunca conocí a mi padre, pero no me hizo falta, porque mi madre era mucho “padre” para dar y compartir; tanto en cariño, cuidados y protección, como en disciplina y mano dura.
Nací en una época que cada vez se ve más lejana, no tanto por el tiempo, sino por las diferencias. Cuando era niño no hacía falta luz eléctrica, baterías o un disco duro para pasar un buen rato. Bastaba un par de piernas para correr por el campo, un par de brazos para trepar sobre los árboles, y un par de pulmones para aguantar la respiración y darnos un chapuzón en los ojos de agua que se desbordaban en primavera. 
            Recuerdo que entre marzo y abril siempre llegaba el General Méndez a la casa. Lo cual al inicio era todo un acontecimiento para mí, dado que él era uno de los hombres más cercanos del Presidente de la República, y tenerlo sentado a nuestra mesa, y a la vez verlo en las fotografías de los diarios al lado de los ministros de justicia, embajadores y demás personalidades, me hacía sentir que mi familia era muy especial.
Especulaba con la idea de que quizás él hubiese conocido a mi padre, pero la verdad nunca me atreví a preguntarle nada, y sólo me limitaba a escuchar sus innumerables historias de batallas ganadas, porque, según él, los encuentros perdidos no tenían la decencia de dejar testigos. Además de que siempre mi madre me comisionaba para ir con los peones a buscar en el campo los escamoles que tanto le gustaban a él.
            Año tras año, y una primavera tras otra, el General se volvió parte de mi contexto, como el campo, los árboles, las nubes y el cielo azul. Al grado que llegó el momento en que la sorpresa se volvió rutina, después apatía, hasta que llegó el punto en que lo dejé de notar. Más tarde me fui de la casa, hice mi vida, casi como si todo lo demás hubiese sido un sueño, y sólo volvía al pueblo de visita, hasta que ya no quedó nada por qué regresar ahí.
             Ahora, delante de la bóveda donde descansan los restos de mi madre, me tomo mi tiempo para mirar hacia atrás. Entonces, como un destello que siempre estuvo ahí, pero aún así pareciera invisible ante mis ojos, veo una hermosa placa dorada a los pies de la lápida, y con una sonrisa en el alma, y otra haciéndose camino entre mis arrugas, por primera vez le presto atención a la inscripción que en su momento le mandara a hacer el General: “A mi eterna amada”.
            Y pensar que por años anduve levantando piedras con los peones de la Hacienda, buscando los escamoles más suculentos y generosos, en pos de complacer al exigente paladar del General, cuando lo único que buscaban, tanto mi madre como él, era que los dejáramos solos.   

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