domingo, 7 de diciembre de 2014

Maquillaje

El otro día, en aquel pequeño infierno que algunos llaman “transporte público”, me llamó la atención una joven, de no más de veinticinco años, que con la determinación de un cirujano sacó un maletín y, pese al vaivén del camino, comenzó a maquillarse.
            Su único referente era un diminuto espejo que colocara encima de su bolso, incapaz de reflejar a un ratón de cuerpo entero. Comenzó colocándose una plasta en la frente, pómulos, barbilla y nariz, la cual fue dispersando cual crepa en una sartén. Después desapareció sus líneas de expresión con una plasta mayor, y prosiguió con el rellenado de unas cuantas cicatrices, seguramente provocadas por el acné. Eso no podía terminar bien; su tono de piel era mucho menos claro que el maquillaje empleado, pero yo no podía dejar de mirarla. Yo estaba hipnotizado.
            Sacó una especie de brocha y con un colorete rojo le devolvió la vida a sus pálidas mejillas. Luego, con una brocha menor, le dio luz a sus párpados y, con otra distinta, difuminó la oscuridad de sus ojeras. Más tarde sacó un delicadísimo pincel y lo acercó con un temple envidiable a sus globos oculares. Yo esperaba lo peor, estuve a punto de detenerla. Eso que hacía era un acto demasiado temerario aún en total quietud, cuánto más en un vehículo que se movía como trasero de abeja ante una flor. Pero no pasó nada, pese a que ella apoyaba con frialdad absoluta aquel instrumento sobre esa delicada cordillera de pestañas.
            Yo estaba hechizado, mientras mis demás compañeros de viaje dormitaban o veían sus teléfonos celulares. Me sentía un testigo silente de un ritual sagrado, como un cómplice involuntario. Poco a poco esa nube de pintura se fue despejando, dejando en su lugar un horizonte de texturas y líneas que, trazo a trazo, dibujaban un rostro.

            Al final, la joven no parecía tan “maquillada”, como si en vez de un velo, se hubiese colocado una luz que exaltara su propia belleza, sin exageración y naturalidad. Una obra maestra. Entonces me di cuenta de que el maquillaje femenino era un arte, que tiene como lienzo el rostro de la mujer. Sin embargo, así como en el mundo de la pintura hay un Rembrandt, este arte femenino no se podría librar de más de un Picasso.     

Un día ordinario

Aquel día había iniciado como cualquier otro; nada más ordinario que un jueves por la mañana; el reloj despertador, el café hirviendo, las noticias, el tráfico, las prisas, los gritos, en fin, un típico día.
            Como era habitual, ya se me estaba haciendo tarde para ir al trabajo. No es nada sano dormir tan noche y pretender despertarse temprano, y mucho menos con la tensión de tener que entregar el reporte de actividades antes de las siete de la mañana, para que sea lo primero que mi jefe vea al llegar, claro está, a las ocho o nueve. A veces me parecía que él no era tan severo como su “diabólica secretaria”, a la que uno no podía ni siquiera observar de reojo, porque ella nos detectaba de inmediato, no sé cómo, y castigaba a cualquiera con trabajo extra. En definitiva, ella era el látigo de la empresa. 
            Una vez más saldría desvelado y sin desayunar, a enfrentarme a ese mar de personas con mirada perdida, que navegaban como ciegos, incluso con más prisa que yo. No importaba quién pudiese estar en el camino, si no aprendes a moverte con rapidez, no dudaría ni un segundo en suponer que sería el tapete de más de un zapato.
            Pese a la hora, la panadería ya estaba abierta y exhibía en su mostrador una hermosa y redonda dona de chocolate, que por un instante me pareció el objeto más tentador del universo, hasta que mi reloj de pulsera, cual capataz de bolsillo, me indicó que no tenía tiempo qué perder, y ya habría oportunidad después para satisfacer las exigencias de mi estómago.
            Por fin, en la oficina, logré entregar mi reporte, apenas un segundo antes de que la “secretaria diabólica” llegara a recoger la carpeta de expedientes que aguardaban encima de su escritorio. Sólo entonces pude respirar tranquilo e ir por un café y algunas galletas, para aguantar el hambre hasta la hora de comer.
            El trabajo fue tan rutinario como siempre; presiones, intrigas, chismes de pasillo. Las mismas amenazas de siempre y las mismas noticias pesimistas que día a día nos recordaban los medios de comunicación; cada vez más muertes, asaltos, crisis, desempleo, guerras, protestas, incremento en el precio de los combustibles, escasez de alimentos, en fin, la misma canción de cuna que cada noche nos espantaba el sueño, y nos acompañaba hasta la muerte de un nuevo “amanecer”.
            Comí sin ganas y me quedé con hambre. Mi estómago reclamaba un banquete, pero tenía un nudo en las entrañas que no me dejaba ni un segundo, además de que sólo tenía tiempo de darle un aperitivo, porque el jefe quería que termináramos el proyecto del siguiente año. Ya cenaría con calma al llegar la noche, o al menos eso era lo que todos los días me repetía en silencio, pese a saber que llegaría tan cansado que podría darme por bien servido si no tenía que cenar “más trabajo”.
            Poco a poco el reloj se fue comiendo las horas, mientras la jornada devoraba mi espíritu. Hasta que por fin terminamos lo encargado y, más muerto que vivo, entregué el nuevo reporte, aflojé mi corbata, tomé mi abrigo y salí de la oficina, con dirección al tren elevado.
            Una vez más me estaba esperando ese océano de personas, con rostros fatigados que marchaban como en “cámara lenta”. Aún no terminaba de oscurecer, y pese a que el cielo nos estaba regalando un espectáculo de luces, colores y sombras dibujadas en las nubes, dudo que alguien más lo apreciara. Hasta que un destello, tan potente como el sol, atrapó la mirada de todos: “una explosión”. Pero no cualquiera, sino una detonación que jamás pensé que vería en persona, tan trágicamente célebre por fotografías de la segunda guerra mundial, y más de un film.

            Ese jueves jamás me pasó por la cabeza que fuese a ser mi último día. De haberlo sabido, tal vez sí me hubiese comido esa dona de chocolate en la mañana. 

Flores de Valladolid

Todo era tan maravilloso que hasta parecía un sueño; ella era la mujer perfecta, al menos para mí. No sólo era la más hermosa, sino también la más cariñosa, tierna e inteligente que jamás hubiese conocido. Con ninguna otra había experimentado un sentimiento parecido, por lo que, quizás ingenuamente, llegué a pensar que lo “nuestro” sería para siempre.
            Ella se llamaba Diana y la conocí una tarde lluviosa en la parada del autobús. Ella estaba titiritando de frío y yo empapado, en espera de un vehículo que parecía no tener ganas de aparecer. Al ver tal escenario y, para distraerme un rato, le hice un poco de plática con el cliché más ordinario que se me pudo ocurrir: “el clima”. Entonces ella me miró y desde ese momento ya no pude dejar de contemplarla. Sus ojos eran los más hermosos que hubiese visto en mi vida, y parecían iluminarse como estrellas, con el reflejo de los faros de los automóviles que circulaban sin parar. Su voz era una caricia a mis oídos, y su aroma un manjar para mi olfato.
            En ese instante conversamos de todo un poco y de nada en particular. Parecíamos dos niños que se negaban a regresar a casa, con tal de seguir “jugando”. Nos reímos del mundo, de la política y del tiempo, e intercambiamos miradas de complicidad, incluso cuando llegó nuestro transporte y seguimos nuestra charla, pero ahora en movimiento. Ésa fue la primera vez de muchas más que coincidimos, hasta que un buen día la invité a tomarse un café conmigo. El resto fue la experiencia más hermosa y angustiante que hubiese vivido; un romance de película; tan cursi como divino. Dos años después nos casamos, pero jamás perdimos esa divina cursilería de novios.
            Diana trabajaba como recepcionista en una editorial del centro, a sólo dos calles del metro “Flores de Valladolid”, y como yo solía salir del trabajo mucho antes que ella, se había vuelto “nuestra costumbre” que todos los días pasara a buscarla, para regresar juntos a casa. Eso implicaba que tuviese que hacer más de un trasbordo, pero eso nunca me significó un problema, después de todo, yo era capaz de atravesar un infierno con tal de volver a verla. Lo cuál sigo haciendo.
            Un mal día, de hecho el peor de mi vida, discutimos, ya ni recuerdo cuál fue el motivo, pero por primera vez en más de cinco años de estar juntos, lamenté habérmela encontrado en mi camino, una estupidez que desde entonces no ha hecho más que martirizarme. Salí enojado de la casa, incluso azoté la puerta, faltando a la costumbre, no le llamé para avisarle que había llegado con bien al trabajo, ni respondí el último mensaje que ella me envió: “Amor, ten un grandioso día, te amo”. Sin embargo, a lo largo de la jornada, el recuerdo de sus ojos, su risa y voz, fue ablandando mi testarudo carácter. Entonces intenté responderle el mensaje, pero no lo encontré. Pensé que lo habría borrado, cegado por el enojo, y la llamé, pero no respondió. Lo intenté repetidamente, hasta le marqué a su trabajo, pero una grabadora me dijo que ese teléfono no existía. Frustrado, incrédulo y temeroso, esperé a la tarde, para ir por ella, aclarar las cosas y entregarle sus flores favoritas.
            Al salir del trabajo me desvié a comprarle su ramo e hice lo de siempre; entré al metro, realicé varios trasbordos, y una vez en la línea que me llevaría hasta ella, visualicé en mi mente las estaciones que me faltaban: “Romero”, “Río Minerva” y “Flores de Valladolid”. Pero una vez que pasamos “Río Minerva”, en vez de llegar a mi destino, llegamos a “San Juan”. –Me pasé –pensé, por lo que me bajé del convoy y cambié de dirección. Pero una vez que dejé “San Juan”, llegué a “Río Minerva” nuevamente.
            No entendía lo que estaba pasando. Busqué “Flores de Valladolid” en el mapa de estaciones, pero no estaba. Por lo que le pregunté al primer policía que encontré en los andenes, pero él no supo darme razones, incluso afirmó no haber escuchado nunca el nombre de dicha estación.
            Aún más confundido, molesto e impotente, salí del metro y caminé hasta donde recordaba que estaba la editorial. Recorrí casi un kilómetro bajo la lluvia, pero no encontré ni vestigio de la estación, ni del trabajo de mi mujer, hasta que dí nuevamente con “San Juan”. Parecía un loco, preguntándole a cuánta persona se cruzaba por mi camino, tanto por la estación como por la editorial, pero nadie supo darme respuesta.
            No sé cuántas horas seguí ahí, todo me daba vueltas y me sentía incapaz de reconocer algo que me resultase familiar, por lo que volví a casa. Pero allá tampoco había rastro de ella, como si no la hubiera conocido nunca; el librero sólo contenía mis libros, el ropero mi ropa, sus retratos estaban ausentes de mis muros, e incluso la foto que guardaba en mi cartera había desaparecido. Como si ella sólo hubiese existido en mi imaginación.

            Hasta el día de hoy, cinco años después de eso, sólo conservo un poco de su aroma entre mis sábanas, esencia que abofetea mi alma con su ausencia, al abrir los ojos y no verla. Y aquí estoy, como cada tarde, esperando en la parada del autobús, viendo como llegan y se van un sinfín de personas, mientras yo sigo inmóvil, aguardando por ella.     

Un tipo cualquiera

¿Quién soy yo? Buena pregunta, pero lamento no poder ofrecer una buena respuesta. Verás, yo soy un tipo cualquiera; como tú, como el portero de tu edificio, o como aquel sujeto de la parada del autobús que se hurga la nariz como si buscase petróleo, o la típica señora que voltea a ver el aparador de la tienda y sujeta su bolsa, como si su dinero se fuese a escapar de ella por sólo mirar los vestidos. En fin, cualquiera.
            Nunca me he hecho el interesante, es más, públicamente he admitido en más de una ocasión que soy un ser aburridísimo, ni siquiera el más aburrido, sólo un aburrido más del montón, que malgasta su vida en pequeñeces, como ver cada domingo el partido de futbol o leer las noticias cada mañana en el diario. En fin, cosas que no implican realmente ningún esfuerzo extraordinario, o digno de conmemorar en un almanaque.
            Me gano la vida como cualquiera, he aprendido a sobrevivir haciendo un poco de todo, pero admito, sin ánimo de soberbia, que mi último trabajo me tiene más que satisfecho. Sé que quizás mi obra no pasará a la historia como lo “más grande” que se haya realizado, pero estoy seguro de que hablarán de ella, al menos, por unos cuantos meses o años.
            No fue fácil encontrar el escenario y los materiales adecuados, pero creo que mi trabajo se ha acercado a la perfección. No es arrogancia, aunque lo parezca, más bien es “honestidad intelectual”.
            Por años traté de hacerme de un nombre, dejar de ser un tipo cualquiera y convertirme en un “artista reconocido”. Cada día practiqué y experimenté con mi arte: “la escultura”, pero jamás conseguí lo que buscaba; el bronce era demasiado frío, la madera insulsa, el mármol impráctico, el oro, la plata y el cobre inaccesibles, y lo demás demasiado simple. Por no mencionar el nulo apoyo de mis colegas, o del propio gobierno, que de arte sabe muy poco y que le importa aún menos. Burócratas sin visión cultural, pero hambrientos de dinero.
Curiosamente, eso me enseñó a ser humilde, y valorar aquellos aspectos que antes me parecían demasiado comunes, como la piel o la carne. Por lo que empecé con animales, pero mi obra ocasionaba precisamente aquello que no quería: “repulsión”. Cada creación era aún mejor que la anterior, pero aún así el resultado no variaba, y las pocas puertas que se me habían abierto, comenzaron a cerrarse.
Entonces entendí que el arte no podía ser contenido en museos o salas de exhibición. Por lo que empecé a presentar mis creaciones en parques, sin fines de lucro e incluso, sin protagonismo. No me interesaba el crédito, ya no, sólo quería compartir mi obra con el mundo, y eso hago hasta el día de hoy.
            Nunca faltaron los críticos y moralistas, por no hablar de las autoridades, sobre todo cuando empecé a usar carne humana en mis exhibiciones. Un recurso tan vasto y muy poco utilizado. Algunos quizás digan que es un material poco duradero, y tienen razón, pero sólo en lo físico, porque sé muy bien que mis obras permanecen en la cabeza de todos aquellos que las han contemplado, quizás de por vida.

            Ya ves, yo soy sólo uno más, un tipo cualquiera, en cambio tú, bien puedes llegar a ser… mi obra maestra.   

Los amantes

Ya casi son las diez de la noche, y el ritmo de la ciudad sigue su incansable marcha. Yo regreso del trabajo, cansado de mente y cuerpo, pero sobre todo, fastidiado de toda esta multitud que me rodea, casi tanto como seguramente ellos han de estar hartos del resto, incluyéndome.
            No hago más que reparar tuberías todo el día, arreglar piezas, remplazar otras, en fin, a veces creo que he pasado más tiempo en el fregadero de los demás que en el mío propio. Pero bueno, me gano la vida y en estos días eso es algo que no se puede hacer de menos.
Hace sólo una hora esta estación parecía un hormiguero, pero por suerte ya muchos se han ido y yo espero, sin demasiada prisa, que llegue el próximo convoy. En el andén sólo estamos un puñado, que vemos de reojo a los demás, sin detenernos demasiado tiempo en nadie en particular. Todo es tan igual que no me extrañaría el estar compartiendo mi espacio con los mismos actores de siempre.
No parece haber nada digno de ser observado, pero las apariencias engañan, porque a sólo un par de metros de mi posición, hay dos amantes que parecen más interesados en devorarse mutuamente que en esperar la llegada del vagón. Ella lo aparta, pero muy tímidamente, como si el pudor no pudiese contener el deseo, mientras él no oculta su apetito voraz. Pareciera que nadie los ve, pero dudo que alguien pierda detalle, como si ese instante y escenario fuesen puestos sólo para ellos.
Tal espectáculo mezcla el morbo, el deseo y la añoranza, casi como si fuese ayer o hace cientos de años, cuando yo hacía lo propio con la que ahora es mi esposa, antes de que las facturas por pagar, la tensión del trabajo y los niños nos quitaran el sueño, haciendo de nuestra vida conyugal un mero recuerdo perdido, que por un segundo parece asomarse, al menos en mi cabeza.
Tal vez el idilio de estos dos sea inspirador, si no fuera por mi dolor de espalda y las jaquecas de ella, por no hablar de los niños. Suspiro casi sin darme cuenta y sigo mirando, mientras de pasada veo al resto, que al igual que yo, no parecen tener ganas de que llegue el próximo tren.
Entonces un teléfono suena, el de ella, por lo que aparta bruscamente a su amante, y responde:
–Amor, ¿cómo estás?… Sí, ya mero salgo. La reunión se prolongó más de lo esperado, pero sólo junto mis cosas y me voy. ¿Ya se durmieron los niños? Ah, me parece perfecto, ¿e hicieron su tarea? Ah, muy bien. Sí, sí claro, yo también te amo. Nos vemos por allá –dijo, colgó con premura y volvió a los brazos del otro, con cierta malicia en su sonrisa.
Bueno, como suponía, “las apariencias engañan”.

Aún así, la verdad no es muy tarde, no me molesta tanto la espalda y mañana no tengo que trabajar, sólo espero que a mi esposa no le duela la cabeza. Si no hacemos mucho ruido, igual y los niños ni se enteran. Un ramo de flores ayudaría. No recuerdo cuándo fue la última vez que le regalé algo. Tal vez aún estoy a tiempo de reparar eso. No vaya a ser que mi mujer también se busque un repuesto.

Sofía

Cuando la conocí, sólo era un trocito de carne que parecía querer comerse al mundo con la mirada. Sus manitas apenas podían sujetar su mantita, pero se abrían como si quisieran atrapar cada cosa que observase con esos enormes ojos castaños, herencia innegable de mi mujer. Digo que la conocí, pero la verdad es que quizás nunca logue tal hazaña; sé que es una parte de mí, un pedacito de vida, esperado y buscado por amor, y que vino a cambiar absolutamente todo. Pese a eso, nunca me atrevería a decir que la conozco por completo.
Le llamamos Sofía, aún antes de haberla concebido, con toda la carga ideológica y académica que semejante nombre conlleva. Mas dudo que haya sido sólo obra de la casualidad o un mero capricho de nuestra parte, porque al igual que la “sabiduría”; incontenible, monumental e incontrolable, ella siempre será el más hermoso de los misterios, al menos para mí.
            La soñé tantas veces que cuando nació ya la sentía como si hubiese estado conmigo toda la vida, sin embargo, bien sabía que con ella a mí lado, cada día habría de ser una aventura. No hablo de cazar demonios o cosas así, pero casi, o al menos mi vida ha sido una montaña rusa desde que la sostuve por primera vez entre mis brazos.
            Recuerdo que yo quería protegerla de todo, aún sabiendo que jamás lo conseguiría, por lo que mejor opté por alimentar cada neurona, hueso, músculo y vaso sanguíneo de “mi princesa”. De tal suerte que en mi ausencia, temporal o definitiva, ella fuese capaz de cuidar de sí misma, sin cadenas que la contuviesen, ni ataduras que le estorbasen en su camino.
            Lloré con ella cuando le salieron sus primeros dientes, y con su madre el primer día que dejó su hogar para ir a la escuela. Año con año nuestra bebé se fue volviendo una niña, y a su vez nuestra niña se fue convirtiendo poco a poco en una hermosa mujer, tan paulatinamente que a veces no lo notábamos, o quizás sólo fingíamos no darnos cuenta.
            Sus problemas ya no eran tan simples como antes, pero jamás dejé de brindarle mi apoyo incondicional. Ni siquiera las veces que era ella misma la que me pedía a gritos que la dejase “sola”. De hecho, en esas ocasiones era cuando más me mantuve a su lado, envolviéndola con mis brazos, hasta que su latido encontraba consuelo con el mío.
            Sus coletas se fueron quedando atrás, así como sus osos de peluche, sus muñecas y libros para iluminar. Los dulces ángeles y tiernos gatitos que decoraban su habitación, cedieron su lugar a ángeles negros vestidos de cuero, bandas de rock y más de un espejo. Poco a poco esa pequeña damita que corría de mi mano, fue forjando sus alas para levantar el vuelo.
Cada vez se parecía menos a la tierna niñita que me hizo comer un pastelillo de tierra, o me obligase a usar un disfraz de conejo rosa el día de su cumpleaños. Pero nunca dejó de parecerse a “mi niña”; ese pequeño trozo de carne, de ojos grandes y sonrisa franca, deseosa de comerse al mundo con la mirada. Sólo que ahora porta un arete en el ombligo, uno más en la nariz, un tatuaje en forma de mariposa en el hombro derecho, una calavera en el izquierdo, y se pinte el pelo de azul.

Sin importar el tono de su pelo, el tipo de ropa que use, o los tatuajes que decoren su piel, nunca dejará de ser esa eterna desconocida mía: “Sofía”.

Aroma a mantequilla

Siempre me ha parecido muy curiosa la manera como las distintas percepciones que hemos tenido a lo largo de nuestra vida, se entremezclan y salen a la luz, desatadas por un motivo aparentemente aislado. Es decir, la forma en que una experiencia; un color, un sonido, o un aroma, nos llevan a recordar pasajes completos de nuestra historia.
            Por ejemplo, el aroma que desprende la mantequilla al impactar contra un sartén caliente. Tal vez para muchos no signifique nada, pero para mí es regresar a mi infancia, estar en casa, un domingo por la mañana, y ver a mi mamá llegando a la habitación con una torre de hot cakes en una mano, y un tarro de miel en la otra. Recuerdo que era toda una fiesta. Ella no tenía mucho tiempo para estar conmigo o cocinarme todos los días, pero siempre que podía, buscaba la manera de compensar la cantidad de horas, con calidad de detalles, como largas caminatas por el parque, idas al cine, teatro, etcétera.
            Por otro lado, si a esta mantequilla derretida le pongo un poco de sal, regreso a esa función en la que observé por primera ves a un hombre volar; cómo olvidar su capa roja ondeando entre las nubes y sobre los edificios, mientras yo sostenía un bote grande de “palomitas” entre mis piernas. Casi puedo recordar el crujir y la textura del maíz inflado, sin olvidar, por supuesto, el sabor a mantequilla y sal. Nunca he vuelto a comer unas semejantes, o tal vez el recuerdo las ha vuelto insuperables.
            Ahora le toca a la carne entrar en escena, de seguro mi ex esposa me reprendería por cocinar con tanta proteína, pero bueno, si ya no está ella por acá, no creo que le llegue a importar demasiado. Ella y yo no terminamos de buen grado y, pese a que una discusión constante eran mis hábitos gastronómicos, la verdadera razón por la que nos separamos fue “el trabajo”. No, yo no era de esos que se pasaba la vida en la oficina o de viaje, mucho menos ella, más bien el “problema” era la falta de trabajo, apenas me las ingeniaba para traer comida a la casa.
Por un tiempo todo parecía marchar perfectamente, hasta que ella empezó a hacerme preguntas, como ¿de dónde sacaba la carne, ropa, y ciertos detalles, como anillos y aretes para ella, si carecía de un trabajo formal o dinero para ahorrar? Incluso me cuestionó porqué llegaba todas las noches tan hambriento, cuando en teoría, no había hecho nada en todo el día. En fin. Tal vez nunca aprendí a darle gusto, porque tan pronto la llevé al lugar donde conseguía todo eso, con el objeto de resolver sus interrogantes, bueno, pues no lo tomó de la mejor manera.
            No la culpo, descubrir que tu marido te ha estado manteniendo con carne de personas, que él mismo ha asesinado y cercenado, o que aquellos aretes y joyas que te regalaba, fuesen un “bono” extra de las mujeres que han dado su vida para que nosotros siguiéramos respirando, no ha de ser nada fácil. Incluso a mí me costó trabajo hacerme a la idea. Al principio no pensaba hacerlo, es más, ni siquiera me pasó por la cabeza, pero la desesperación y la necesidad tienen muchos rostros.
En verdad, mi intención original sólo era asaltar a la dueña de la cocina económica donde mi esposa trabajaba, con el fin de juntar un poco de monedas y llevar algo de comer a casa, pero pese a llevar una máscara, la dueña me reconoció la voz y tuve que asesinarla. Lo demás fue azar y circunstancia. Recuerdo que le di un fuerte golpe con una pierna de cerdo que tenían en exhibición, y su rostro cayó justo en el sartén donde estaba preparando unas crepas. Tal vez en ese momento tendría que haberme ido, sin mirar atrás, pero el aroma de su carne al mezclarse con la mantequilla caliente, fue más de lo que pude soportar.    
            Todos tenemos que vivir de algo ¿no? Pero al parecer mi esposa resultó demasiado pudorosa para soportar ciertas cosas. Trató de huir, pero yo no podía dejar que lo hiciera. Ante el altar juramos respetarnos y procurarnos hasta que la muerte nos separase, pero sabía que si ella lograba escapar, no valdría de nada ese juramento y no tardaría la policía en dar conmigo. Por lo que la tuve que matar.
No fue nada fácil, de hecho ha sido lo más difícil que he hecho hasta ahora. Eso sí, nunca antes había probado una carne tan suave y suculenta como la de ella, hasta el día de hoy.

            Por cierto… ¿gustas un poco de lo que estoy cocinando con tu brazo? ¡Vamos! No seas tímido. Sé que tiene muchos carbohidratos, pero sé realista, eso ya no tiene por qué importarte ahora. 

No todo es lo que parece

Ella no sabe que desde el mismo momento en que decidió internarse en el bosque, su vida pende de un hilo. Ignora que el crujir de sus pisadas, el aroma de su perfume, e incluso el leve silbido del viento al cruzar por su melena, ha cautivado la atención de un asesino.
            Él la observa desde lo lejos. Poco a poco todos sus sentidos perciben cada detalle, aroma y vibración que de ella emanan. La ve caminando con firmeza, segura de sí misma, cargando en su espalda una abultada maleta. Ya sus ojos se han llenado de su forma, pliegues y sombras. Mientras su olfato yace pleno de su fragancia, suave mezcla de perfume, sudor y adrenalina. Sus oídos han capturado su respiración, el silencio de la noche, y sus latidos. Su gusto casi puede adivinar el sabor de su carne; salado y dulce, como la sangre. Y su tacto está apunto de explotar por el deseo de recorrer cada rincón de su cuerpo, hasta provocarle la muerte.
            Ella no sabe que cada noche él deja en su perchero el disfraz de hombre de bien; trabajador, respetuoso de la ley y de las buenas costumbres, para convertirse en un sádico violador y asesino. Un depredador insaciable. Un peligro que empeora cada luna llena, cuando el influjo de su luz lo transforma, no sólo mental, sino físicamente, revelando su verdadera naturaleza; sus manos dejan atrás el cuchillo y se convierten en garras, sus piernas en patas, su boca en hocico, su cuerpo se cubre de pelo, y aúlla a la luna como lo que en realidad es: “una bestia”.
            Él sabe que ella no será su primera víctima, ya antes ha matado, tanto con su disfraz humano, como con su piel de fiera. Ella será sólo una más de una lista casi interminable. La bestia que hierve en su sangre es sólo una herramienta, pues es muy consciente que él es el verdadero asesino, mucho antes de haber sufrido su primera “metamorfosis”.
No todo es lo que parece, y hace más de veinte años él lo vivió en carne propia, la noche que siguió a una mujer hasta ese mismo lugar, en pos de sangre, gritos y placer. Pero antes de poder encajarle la última cuchillada en su abdomen, ella lo sorprendió mordiéndole el brazo derecho. Nunca antes había experimentado un dolor semejante, lo cual lo excitó más allá de la locura, mientras la mujer se convulsionaba, como si fuese a explotar algo desde adentro. Lo cual nunca salió, porque él le cortó la garganta de tajo y bebió directamente de su traquea. Esa noche cambió su vida para siempre. Para él fue un regalo del destino, que prolongó su salud, agresividad y condición física. Mientras que para los demás, fue el inicio de la mayor racha de desaparecidos y cadáveres mutilados, de la que hubiesen tenido memoria.
Ahora, él está listo; su instinto le dice que ya es tiempo, sólo es cuestión de decidir quién atacará primero; el hombre o la bestia.

Lo que él no sabe es que la supuesta víctima ha estado esperando este encuentro desde hace más de seis meses, y que lo que carga en esa abultada maleta, es una letal moto-sierra, que piensa usar para matarlo a él.

Silencio

Solo e inmerso en mis pensamientos, los fantasmas me rondan y las miradas me aterrorizan.
“¡Todos los saben!”
“¡No puede ser de otra manera!”
El hedor es insoportable y ha vuelto tan turbio el ambiente que ya no sé dónde empieza la verdad ni donde termina la mentira. Los recuerdos son confusos; los gritos, el llanto, la noche eterna en un espacio reducido. El aire se me escapa, la multitud me agobia y somete.
“¡Quiero matarlos a todos!”
Y ya no sé si lo he gritado para mis adentros o por fin esa rabia ha explotado como un volcán sobre sus cabezas.
Todo es confuso y luego… el silencio.
            Tal vez sean los medicamentos, quizás el veneno ha alcanzado mi cerebro, intoxicando a mi consciencia.
“¡Todos me miran!”
“¡No lo hagan!”
“¡Basta!”
“¡No quise hacerlo!”
“¡No!”
“¡Por Dios!”
No…
La verdad es que sí…
Sí quise hacerlo, y disfruté cada muerte como un regalo divino.
Su sangre alimentó mi espíritu, su agonía hizo latir mi pecho y sus gritos me llevaron al paraíso, pero ahí no encontré redención, sino remordimiento y condena unánime al olvido, del cual sólo he salido para presentar mi declaración.
“No quise hacerlo”.
Ellos me lo pidieron. Pero ahora que yo se los pido, sólo me responde el incesar latir de su corazón…

…y el silencio en mi pecho.

La dama de porcelana

Me imagino que ser despachador en un local de comida rápida no ha de ser nada sencillo; atender a cientos de personas cada día, a quienes no les importa quién eres o cómo te ha ido, sino exclusivamente que les des los alimentos que se te piden, rápida y adecuadamente, ha de ser algo que pone un enorme reto al temple de cualquiera. Sin embargo, la mala cara del despachador del negocio cantonés al que mi esposa y yo solíamos acudir cada vez que se nos hacía tarde para llegar a casa a comer, era realmente una suela plantada en el trasero; no sólo parecía estar molesto con su trabajo, sino que no dudaba en hacerlo notar a sus comensales y demás compañeros. Si no le gustaba lo que hacía, bien podría haberlo intentado en algún otra parte, ¿no?
Sé que nuestra cultura es diferente a la de ellos, y que en oriente se les enseña a manifestar sus estados de ánimo de otra manera que a nosotros, pero él exageraba. No le pedíamos que nos sonriera, pero sí al menos que nos hiciera sentir bienvenidos. El caso es que cada vez que llegábamos al local, parecía que le debíamos algo, y tan pronto nos parábamos frente a la vitrina de los alimentos, nos preguntaba despóticamente: “¡¿Qué quieren?!”, como si le estuviéramos quitando el tiempo.
No era mala la comida y tampoco cara, por eso es que seguíamos acudiendo al lugar, pero la verdad es que cada vez que pedíamos algo o pagábamos la cuenta, no nos quedaban muchas ganas de volver ahí. Hasta que un buen día dejamos de ir. Sin embargo, hace unas semanas volvimos; estaba lloviendo muy fuerte, no cargábamos con sombrilla, por lo que después de hacer las compras del súper mercado, se nos hizo fácil volver y comer ahí, mientras el cielo se despejaba un poco.
Para nuestro asombro, en el mostrador había una dama asiática, de mirada amable y una cálida sonrisa, que tan pronto nos vio llegar nos preguntó con una dulce voz: “¿En qué puedo servirles?”. Lo cual nos dejó gratamente sorprendidos.
Ordenamos, nos atendió de buen grado, nos llevamos la comida a la mesa y no pudimos evitar comentar entre nosotros la enorme diferencia, entre el “cara de suela” y la “dama de porcelana”.

            Comimos, hablamos de mil cosas y todo nos pareció muy cambiado, empezando por el servicio. Pagamos, le dí una propina al muchacho que recoge los platos, y estábamos a punto de abandonar el lugar, cuando no pude evitar acercarme a aquella dama, para hacerle notar la diferencia entre su trato y el del otro despachador, a lo cual, ella me miró complacida, entre cerrando los ojos, con una tímida sonrisa, y me dijo: “Le pido que no lo divulgue, por favor, pero yo era aquel despachador, pero ahora, gracias a los adelantos en las cirugías estéticas, por fin soy feliz”.

Zapatos de charol

Todo debe estar impecable, como siempre; la camisa blanca, el traje limpio y planchado, la corbata adecuada, los calcetines delgados y los zapatos de charol. Todas las noches deben ser perfectas, porque no basta tener una buena voz, modestia aparte, sino además hay que saber ofrecerla en un estuche que sea imposible de rechazar. La audiencia es cada vez más exigente, pero el más quisquilloso de todos siempre debe ser el propio artista, sobre todo si somos conscientes de que en el mundo del espectáculo no hay lugares garantizados, ni importa qué tan bien te fue la noche anterior, si en tu última presentación no estás dispuesto a despedirte entre una explosión de aplausos.
Además, sé que detrás de mí hay un ejército, más o menos talentosos que yo, que mueren por ocupar mi lugar, y no vacilarán en aprovechar cualquiera de mis fracasos, para intentar transformarlo en su éxito. Por no olvidar que el tiempo es un aliado del que no siempre se puede echar mano, motivo por el que cada espectáculo bien pudiera ser el último.
            La presión siempre es la misma, aunque tenga rostros distintos. No cualquiera enfrenta cada noche a su adversario, en búsqueda de su aplauso. Para ello hay que hacer sacrificios, trabajar muy duro y entregarlo todo en cada canción. Ya sea que la audiencia sea concurrida o escasa, hay que lograr que se olviden de sus penas, o al menos tratar de armonizarlas con nuestras hermosas melodías, para hacer de su viaje por esta vida, un poco más ameno. Debemos vernos felices y no sólo aparentarlo, porque las sonrisas vanas sólo atraen más vacíos que empatías. Por unos cuantos minutos somos su voz; decimos lo que quizás ellos están sintiendo en el momento justo en que abrimos la boca, pero no sabían cómo expresarlo, o tal vez juguemos un poco con sus memorias y le robemos una sonrisa, o aunque sea una lágrima, a su pasado.
            Todo está listo; como cada noche impecable. Me detengo un segundo y respiro, dejo mi mente tranquila, sé que todo saldrá bien, como ayer, como antier, como siempre. Me planto a sólo un milímetro de la línea amarilla y espero la señal. Entonces sucede, sé que ya no hay vuelta atrás, se abre el escenario, ingreso pausadamente, espero unos cuantos segundos más, atiendo el cierre de puertas y empiezo:

“Muy buenas noches señores pasajeros, espero no ser una molestia, sólo soy un cantante callejero, que se presenta ante ustedes con el único afán de hacer un poco más ameno su trayecto, y ganarme la vida honradamente. Si al final a alguien le gustó mi trabajo, o simplemente quiere compartir una moneda, un dulce, un boleto del metro o una sonrisa, se los agradeceré infinitamente.”

Viejo

Perdido entre esta maraña de personas que van y vienen sin parar, me regalo un par de segundos para observar mis manos huesudas, cansadas y arrugadas. No, definitivamente ya nada es como antes; ahora me cuesta más trabajo subirme al trolebús, sujetarme de los pasamanos y conservar el paso en las escaleras del metro, pero fuera de eso me encuentro de maravilla. La verdad no me quejo, podría, pero no suelo mirar las grietas del suelo cuando aún brilla la luna en el firmamento. Sin embargo, tengo que admitir que el mundo ha perdido un poco de nitidez, o al menos últimamente se me ha estado presentando cada vez más borroso y oscuro; como una mancha roja que ha encontrado placer en dejar su firma en mi pupila.
            Dejo que el barullo se disipe y me tomo un respiro para contemplar mi propia imagen proyectada en el cristal del vagón; ya no me parezco al de antes, pero me sigo reconociendo, así como me identifico con la edad fugaz y pasajera de los demás. Por ejemplo esos chicos que acompañan mi marcha en este convoy; “pobres”; a veces siento que caminan como ciegos, ensimismados o apáticos, con la mirada perdida en un sinfín de pantallas diminutas, donde pareciera que esconden su propia existencia, para desconectarse de todo…, o quizás para no reconocerse en la antipatía de los otros. Tal vez como lo haría yo, de no haber nacido en el siglo pasado.
            Por otro lado, más allá veo un grupo de contemporáneos, los cuales temo decir que tampoco son mejores que los primeros; la inmensa mayoría andan por ahí, con los ojos enfadados, el seño fruncido, las cabezas agachadas, y una mueca que parece gritar: “vete al diablo mundo”, muy poco semejante a la que seguramente tendré yo ahora mismo, que sonrío para mis adentros y susurro: “al diablo con todos”. “Pobres viejos”, parecen regodearse en su propia miseria. Cada vez que hablo con alguno de ellos, me queda muy claro que ponderan el pequeño río de sus malestares, frente al magno océano de sus bendiciones. Cada uno parece estar en peor estado que el otro, e incluso se molestan cada vez que alguien se atreve a decirle a alguno de ellos: “Oye viejo, pero qué bien te ves”.

Ahora se me viene a la memoria que en una ocasión se me ocurrió mandar a bordar mi vieja chaqueta con la frase: “La juventud es una enfermedad que se cura con los años”, pero después me pareció una mala idea, y pensé cambiarla por: “Más sabe el Diablo por viejo que por Diablo”. Pero ya no pienso usar ninguna de las dos, a ambas las deseché por una que he estado cocinando desde el día de mi cumpleaños. Recuerdo que después de que me reí como loco al encender y apagar de un par de soplidos las ochenta y cuatro velitas de mi pastel, tomé un poco de aliento redentor y pensé: “A mis ochenta y tantos, no me cabe duda de que prefiero la muerte, antes que llegar a viejo”. 

Cabos sueltos

A Julián se le solían desatar las agujetas de los zapatos con demasiada frecuencia, pero él lo veía con optimismo, ya que aseguraba que cada vez que ocurría esto, el Universo le estaba advirtiendo de algo negativo, es más, estaba seguro de que si no detenía su marcha para anudar sus cordeles, algo “fatal” habría de ocurrirle. Por tal motivo, sus allegados le decían torpe, descuidado y supersticioso, pero a él parecía no importarle; decía que siempre había sido así y que nunca antes eso le había ocasionado alguna desavenencia que tuviese que lamentar, “todo lo contrario”, ya que seguía “sano y salvo”, aunque implicase llegar tarde a casi cualquier parte.
            Julián nunca supo dar razón de los supuestos peligros que las agujetas rebeldes anunciaban, pero eso no evitó que dejara de atarlas; ya fuese que se encontrase en medio de una avenida o subiendo las escaleras, lo cual para muchos realmente ponía en peligro su integridad, e incluso su vida.
Su esposa se ofreció en varias ocasiones a amarrar sus zapatos, pero el resultado siempre fue el mismo; porque sin importar el tipo de nudo que se le hiciera, o la firmeza de los amarres, los cordeles se desataban y Julián tenía que detener su marcha para anudárselos de nuevo, sin prestar atención el lugar donde estuviese.

            Así siempre fue, hasta el día en que un conductor con demasiada prisa atropellara a Julián a sólo unas cuadras de su casa, justo el día de su cumpleaños. Tal vez era de esperarse, salvo por un pequeño detalle, ese día Julián había decidido hacer a un lado aquello que tanto le criticaban y se propuso empezar de nuevo; dejó en un rincón sus viejos zapatos de agujetas, y se calzó un par de mocasines que sus amigos le habían regalado. 

¿Mami?

–¿Mami? Sé que no te gusta que te pregunte algunas cosas pero… bueno, hay algo que realmente quisiera saber…
            –Por favor Sara, ahora no, ¿qué no ves que estoy ocupada y que ya casi tengo que salir a trabajar?
            –Es una pregunta chiquitita, mamá, ¿sí?
            –Bueno, ¿qué es lo que quieres saber?
            –Mamá, ¿por qué esa mujer que vemos todos los días camino al colegio se pinta de esa manera tan exagerada, por qué viste con esas ropas tan incómodas y por qué se queda parada en la esquina de ese hotel? No creo que sea una mujer policía, porque dudo que quepa un arma en un uniforme tan diminuto como el que ella lleva, o que siquiera pueda correr con los tacones que tienen sus zapatillas. Tampoco creo que sea una periodista, aunque la he visto interrogando a muchas personas. Pensé que podría ser una vendedora, porque he escuchado en más de una ocasión que negocian con ella “la tarifa”, pero no me imagino qué podría estar vendiendo con esas “fachas”.

Anda mamá, dime, no me mires con esa cara, no me dejes con la duda. Te juro que si me respondes esta preguntita, prometo no volver a cuestionarte por qué cada noche entras con un hombre diferente a tu recámara. 

Flores para Soledad

Coqueta, inteligente, simpática, de mirada encantadora y una boca que hechizaba hasta al más cauto, invitándole a probar lo inalcanzable. Soledad parecía ser la encarnación de la más hermosa de las Diosas; de piel delicada, formas perfectas, e igual de inaccesible que ellas; como una flama que atrae y quema, como el viento que se escapa sin avisar, o la noche que se marcha entre destellos de madrugada.
            Día a día un hermoso arreglo de flores rojas, blancas y amarillas, llegaba a la puerta de su hogar, el cual era recibido por ella como el más preciado de los tesoros, provocando el celo de los hombres, que sólo se limitaban a sospechar la identidad del afortunado remitente, y la envidia de las damas, que soñaban con recibir un presente semejante, al menos una vez en sus vidas.
             No faltó el soñador, incauto, poeta y atrevido que se aventuró a tocar a su puerta, pero ella jamás le abrió a nadie que no trajese sus preciadas flores. Nadie sabía cómo, pero si alguien más trataba de entregarle un arreglo que no fuese el que ella esperara, Soledad lo distinguía de inmediato y no atendía al llamado de la puerta.
            Le dedicaron centenares de versos, melodías, esculturas, retratos, pero ningún arte parecía ser suficiente para ella. Diariamente le ofrecían joyas, propiedades, autos, vidas, pero la respuesta era la misma; el silencio y una puerta que no se abría.
            Era una Diosa que, como tal, sólo podía ser venerada, pero jamás poseída; como la más bella de las lunas; eterna y brillante, hasta que un mal día se le encontró muerta, y al igual que nuestra Luna, completamente sola.

Sólo entonces supieron la identidad de su amante, aquél que cada día le iluminara la vista con sus detalles, opacara y enardeciera al resto de los hombres, al tiempo que alimentara la curiosidad sinfín de las mujeres: “Nadie”. Porque nadie, más que ella misma, era quien se enviaba diariamente esas flores rojas, blancas y amarillas.  

El encuentro

Nueve y media de la noche, pero el vagón luce como si fuesen las siete de la mañana; poblado por docenas de personas que regresan a casa, cansadas de una larga jornada laboral y hartas de una ciudad que asfixia y seduce al mismo tiempo. Cientos de pupilas que parecen no mirar nada, salvo el reloj, y de reojo el nombre de cada estación.
Yo suelo ser como ellos, pero hoy una silueta ha cautivado mi atención; en medio de un sinfín de desconocidos, las delicadas formas de una mujer me impiden caer en el trance en que parecen estar los demás. Ella porta un pantalón de mezclilla, un saco oscuro, botas bajas, y una delicada blusa rosa. No es muy alta y su melena apenas le rosa sus hombros. Carga una pequeña maleta y parece que no se ha percatado de mi existencia.
            Su presencia me emboba, pero aún así soy consciente de que tendré que trasbordar en la siguiente estación, pese a que eso signifique privarme de su encantadora belleza y privarla a ella de un par de ojos que la contemplan como si fuese una diosa.
Pero tan pronto llegamos a la parada, ella también se baja, de hecho se ha adelantado a mis pasos, lo cual hace que por un segundo me sienta como un acosador, o un cazador en asecho de su presa.
            Una vez más, coincidimos en el andén y abordamos el convoy, casi simultáneamente. No sé cuánto durará mi buena fortuna, pero no pierdo el tiempo calculando la ley de probabilidades, y me vuelvo a perder entre sus pliegues, que cómplices de mi asecho, me invitan a imaginar la magnitud de sus laderas.
            Mis ojos se rehúsan a dejar de observarla, pero mi destino está próximo y dudo correr con la misma suerte que antes. Mas contrariando a mi pesimismo, ella se vuelve a adelantar a mis pasos y desciende un segundo antes que yo.
            Entre un mar de gente, la veo subir las escaleras eléctricas, cruzar los torniquetes y abandonar la estación, con dirección al mismo paradero en el que suelo esperar el microbús. Incrédulo, no pierdo detalle de su persona, ignorando por completo al reloj, y por poco también al vehículo que llega con la radio a todo volumen. Ella lo aborda, y yo la sigo, hipnotizado por su andar pausado y cadencioso, hasta que varias cuadras después aprieta el timbre que anuncia su parada, justo en la calle donde también lo oprimiría yo.
            Descendemos y me parece increíble que de toda esa multitud que hasta hace un rato nos hiciera compañía, sólo estemos caminando ella y yo; por la misma calle, los mismos callejones, bajo las mismas farolas, hasta la puerta de mi casa.
Entonces ella se detiene, me mira curiosa, se sonríe, sin timidez se acerca hasta que las puntas de nuestros calzados se rozan, me besa en la boca y pregunta: “¿Qué esperas para abrir la puerta, Corazón?”
Yo le sonrío, echo abajo la charada, saco las llaves y entramos de la mano, como cada noche, a nuestra casa.

            No hay nada como regresar a mi hogar, después de un día interminable, y reencontrarme nuevamente con ella: “mi esposa”.   

El juego

Orondo, con paso firme y llevándose la mano a la billetera, un hombre llega al mostrador de la juguetería más exclusiva de la ciudad, solicitando a la encargada que le den la consola de videojuegos más potente y moderna que tengan. Los ojos de la vendedora se iluminan y de forma expedita le enseña al comprador el catálogo con todos los modelos disponibles; las mejores marcas, colores, formas y equipos más sofisticados. Hasta que aquel hombre señala uno; el más costoso de todos, el cual es solicitado al almacén y en cuestión de segundos es presentado al caballero, quien sin chistear paga con una tarjeta platino y se marcha.
            Ya con la mercancía en su poder, rostro impávido y sin prisa, camina hasta el estacionamiento, donde lo espera su hijo, un niño de no más de seis años, quien aburrido ve cómo su padre guarda el costoso regalo en la cajuela, se acomoda en la cabina y echa a andar el vehículo.
            Durante todo el recorrido no se dicen ni una sola palabra; el padre conduce con determinación matemática y el hijo bosteza frente al cristal de la ventana, hasta que el cielo se ilumina con un colosal relámpago, que es seguido por un ejército de gotas de agua que se precipitan contra la ciudad.
            Rápidamente el tránsito se vuelve lento; el padre se desespera y golpea el volante enfadado, mientras el niño pierde su mirada en la gente que corre para guarecerse de la lluvia. En eso, una burbuja de jabón, que pareciera desafiar la severidad de las ráfagas de gotas que se impactan contra el pavimento, flota plácidamente hasta reventar contra la ventanilla del pequeño. Una niña y su madre juegan haciendo pompas de jabón en la parada del trolebús, mientras el resto de las personas lucen agobiadas por el congestionamiento vehicular.
Entonces los ojos del niño se iluminan y voltea a ver a su padre.
–Papá…
– ¿Ahora qué quieres? –responde tajante.

–…nada –replica el niño, tímidamente. Luego vuelve la mirada a la niña y a su madre, quienes siguen jugando con las burbujas de jabón, al tiempo que él deja escapar una solitaria lágrima que seguramente no será notada por nadie.  

El globo

Hay días que nunca quisiéramos haber vivido; pruebas que parecen haber sido impuestas por un Dios malévolo que disfruta de nuestro sufrimiento, o simplemente solemos “exagerar la nota”, y terminamos por hacer que la orquesta entera pierda el “compás”, cuando en realidad los sucesos adversos no suelen ser tan “importantes”.
            Hace unas semanas tuve un día que jamás me hubiese gustado experimentar, pero que al mismo tiempo me dejó una gran enseñanza. Después de cinco años en una relación que jamás pensé que terminaría, vi naufragar mis expectativas en un océano de mentiras, resumido en un beso apasionado entre ella, la mujer de mi vida, y su amante. No dejé que me explicara nada, no era necesario, pese a que mentalmente trataba de buscar una razón que le diera sentido a ese suceso; desde un momento de debilidad, un malentendido, hasta hipnosis. Justificaciones que caían como bólidos ante su recuerdo; frágil y hermosa, derritiéndose entre los brazos de aquel desconocido.
            El mundo se me vino abajo, incluso ese día ni siquiera fui a trabajar, no tenía caso, ya que el motor que mantenía en marcha mi existencia se había detenido. Mi vida carecía de sentido y la oscuridad se apoderó de un mundo de proyectos que había edificado a su lado. Sólo quedaba el silencio y las huellas de mis pisadas grabadas en un mar de cenizas.
            Caminé por horas, vagué sin destino, como si quisiera desaparecer del mundo, o incluso de mí mismo. Hasta que el azar me llevó hasta el metro. Sin pensarlo, empecé a bajar las escaleras de la estación, sumido en mi miseria y con ganas de terminar con todo de una maldita vez, quizás entre las mismas vías. Entonces una sombra llamó mi atención y me obligó a detener mis pasos. Un globo se había escapado de las manos de un pequeño, de no más de cinco años. El niño trató de brincar lo más alto que pudo, sin alcanzar su objetivo. Luego bajó la mirada, como lamentando el hecho, no sé, tal vez incluso se culpó por haber soltado el hilo. Después miró una vez más al elusivo fugitivo, que se alejaba cada vez más de su alcance, sonrió para sí mismo y en su media lengua dijo: “Adiósh gobo, adiósh”.

El pequeño maestro había “hablado” y ese día aprendí la lección más importante de mi vida, hasta el día de hoy.    

Detalles

Ella tiene los ojos claros, las cejas delgadas, el cabello rubio y la piel blanca; atributos que no sólo heredó de mí, sino de su padre; el hombre que hace sólo seis años abusara de mi amor y confianza, y me dejara mancillada, perdida y con su semilla en mi vientre.
            Cada vez que la observo, un cúmulo de sentimientos y memorias se apoderan de mi cabeza. Ella es mi hija y así será hasta el último día de mi vida, pero a veces me resulta imposible dejar de cuestionarme algunas cosas.
Sé que me podré arrepentir de mil decisiones tomadas u omitidas, pero jamás de ella, ni de haberla concebido, ni de ser su madre. Mas debo admitir que cada vez que la observo y me detengo a pensar en esos detalles que me evocan al “hombre” que abusara de mi confianza y amor, me desconozco; la piel se me eriza y debo tomar una bocanada de aire que evite que pierda la cordura.
            Sé que ella no tiene la culpa de nada y por eso la cuido como el tesoro más preciado que poseo. Mi niña es un ángel que ha iluminado mi vida con la melodía de su voz, sus manitas curiosas, sus gestos infantiles, sus besos y abrazos, por no hablar de su sonrisa y mirada. ¡Esa mirada! Idéntica a la de mi madre; tan llena de vida, serenidad y decisión.

Aún recuerdo hasta el más ínfimo detalle de aquella tarde en la que, después de haberle confesado a mi madre el ultraje del cual había sido víctima, ella regresó a mi habitación con un cuchillo ensangrentado y me dijo: “Hijita, no te preocupes por nada; tu padre jamás volverá a molestarte…”

El regreso

Ha sido una jornada pesada, aunque tal vez siempre piense lo mismo. Con toda esta gente aglomerándose en la estación del metro, como insectos en colmena. Miradas vacías y llenas de silencio, deseosas de que el convoy arribe. Cansados cuerpos urgentes de ser los primeros en abordarlo, como si fuese una carrera, como si al primero que entrase se le otorgara un premio especial que recompensara su poca paciencia. Sin embargo, no los culpo, después de todo yo estoy aquí, haciendo lo mismo, pero ya sin la expectativa de encontrar un asiento vacío. Ahora simplemente me conformo con un lugar que me evite quedarme otra vez afuera, en espera del siguiente tren, que seguramente también llegará lleno y vomitando gente.
            Las puertas del vagón se abren, como el telón de un espectáculo, tan hermoso como grotesco. Estación tras estación, de haber cargado con suficiente dinero, llegaría a casa con un sinfín de inutilidades de dudosa calidad y aún más dudosa procedencia, las cuales circulan sin parar y prometen mucho más de lo que valen, por unas cuantas monedas. Pero no todo es así, también hay arte callejero; payasos, malabaristas, artesanos, poetas, músicos, cantantes, cuentistas, en fin, todos ellos deseosos de salir del vagón con una moneda en su bolsillo, conscientes o no, de que a cambio de ésta habrán dejado una sonrisa de satisfacción en el rostro de al menos un pasajero. 
            Afuera, por encima de las arterias y venas subterráneas que envuelven esta ciudad, las cosas no son distintas. Sé que me espera ese mar de vehículos que se agolpan, como glóbulos rojos que se integran sin parar en el torrente sanguíneo, con sus luces destellantes y cegadoras, hipnotizando a los peatones, quienes no ven el momento de evadir a esa enorme bestia de mil ojos brillantes, que llega como olas y ruge como un demonio.
            Por un segundo cierro los párpados e imagino los diferentes sonidos que componen el entorno; el agudo claxon del taxi, el escandaloso concierto de bocinas del microbús, el estruendoso desafío del camión, y hasta el intimidante bramido de un tráiler. Cada uno tan ruidoso e insoportable, como las voces deformes que llegan a mi cabeza, carcajadas vecinas que me obligan a aislarme con un par de audífonos, que me ocultan toda esa gama de notas musicales que chillan y laceran mis oídos, por su falta de armonía, y que juntas son una pesadilla que prefiero ignorar, al menos por unos minutos.
            Me duelen los hombros, como si el mítico Atlas se hubiese cansado de soportar al mundo sobre su espalda, y me hubiera dejado esa pesada carga a mí solo. Me cuesta trabajo mantenerme en pie, las piernas me duelen, los pies me arden, como si en vez de concreto y asfalto, hubiese caminado descalzo sobre brasas ardientes. Mi espalda parece colapsar, vértebra por vértebra, mientras en mis oídos suena una canción sobre un soldado que vuelve a casa hecho pedazos.
            Sin embargo, no es la gente, ni el tráfico lo que se apodera de mi pensamiento, ni siquiera es la música que resuena en mi cabeza, o el implacable reloj, el frío o la oscuridad del cielo, o saber que mañana me espera la promesa de un día como hoy, o incluso más arduo. Lo que me mantiene concentrado es la esperanza de que cada paso me lleve un poco más lejos de todo esto…

…hasta ti.

Ella sueña

Ella sueña con ballenas que navegan por el espacio infinito, entre un planeta y otro, entre las paredes y el techo, entre sus retratos familiares y aquel ángel andrógino; que vela su sueño con dulzura y deseo, mientras los cetáceos cantan como ninfas que hicieran el amor con Dionisio y Apolo.
            Ella sueña con cielos abiertos, como océanos eternos, sin costas, montañas ni horizontes; cielos sin nubes, soles, ni luceros, sólo la Luna, como un espejo silente, testigo y cómplice de su vida, amores, desvelos y fantasías.
            Ella sueña con relojes sin manecillas, besos apasionados sin mentiras ni culpas, oleajes de espuma blanca sin despedidas, melodías tormentosas sin nostalgia, despertares sin presiones ni prisas, mensajes de amor sin reproches, ciudades azuladas sin calles ni avenidas, luces sin bombillos, canciones sin finales, y farolas blancas en cada esquina.
            Ella sueña con jardines celestiales, aves multicolores, lechuzas vespertinas, religiones sin deidades, mapamundis sin letras, naciones sin banderas, trabajo sin rutina, en fin; fe sin ataduras.
            Ella se sueña desnuda, entre suaves sábanas de algodón y lino. Sueña con la frescura de la noche acariciándole su cuerpo, el canto de las ballenas arrullándola en su lecho, las olas de sus pensamientos reventando contra sus senos, y la fragancia de los rosales endulzándole los sentidos, mientras tanto yo…

…sueño con ella.   

Bajo la lluvia

Las gotas caen; una a una, como un latido, y el cielo parece llorar conmigo; lavando mi dolor, refrescando la memoria, opacando la vista, agudizando mis oídos y silenciando a mi reloj. Mientras la ciudad me regala el perfume de la tierra mojada, entremezclada con el hedor a cemento y asfalto, al tiempo que el pasto me devuelve ese olor a vida que se desborda.
            Ya no brinco sobre los charcos como cuando era un niño, pero sigo mojando mi calzado a la menor provocación. Mas no demasiado, ya no tengo edad para eso, y tampoco tiempo. Tal vez sólo me deje llevar un poco, por lo que aprovecho las primeras gotas, antes de que el turbio aceite de los autos, sus llantas y el humo las corrompa a ellas también.
            Por un instante soy un árbol, las bancas del parque, los faroles apagados, los columpios vacíos, el viejo tablero de baloncesto, y hasta aquel perro callejero que parece tener más prisa que yo.
            El agua está helada, como el frío beso de la muerte, pero no me molesta, todo lo contrario; refresca mis sentidos, vuelvo a estar vivo y vulnerable, me regresa a la realidad, me desdobla y se convierte en mi espejo; me desnuda, me rodea con su humedad… por un segundo…, un minuto…, no sé…, horas. No encuentro placer en medir el tiempo…, hoy no…, tal vez luego.

Por el momento sólo me dejo llevar por el viento; vuelo entre las palabras, chapoteo entre las hojas de mi cuaderno y por un latido me pierdo en ese abismal silencio, al menos el tiempo suficiente para cerrar los ojos, abrazar a la ausencia y seguir adelante. 

La llamada

Recuerdo que fue un viernes por la mañana, un poco antes de amanecer, y como casi siempre, la acera era prácticamente mía, y sólo la compartía con la penumbra que escapaba de los faroles. Iba camino a esperar el colectivo, cuando repentinamente sonó mi teléfono. Eso no era poco habitual, pero en ese momento sentí que algo no estaba bien. El detector de llamadas no pudo reconocer la procedencia de la misma, por lo que respondí con cautela.
            –Ni se te ocurra subirte al trolebús –me dijo una voz masculina, algo familiar.
            –Disculpe ¿quién habla?
–Si te lo digo no me lo vas a creer –replicó.
–Lo siento, pero no tengo tiempo para este tipo de bromas.
–No es una broma, pero no te culpo, yo tampoco me creí la primera vez que me llamé para pedirme que no subiera a ese trolebús –respondió.
– ¿Quién habla?
–Yo soy tú, pero en otro tiempo.
–Disculpe, pero voy a colgar –advertí.
–Fíjate en la mujer que pasará a tu lado, se le caerá su sombrilla, tú se la recogerás y ella te dirá que caballeros como tú ya no hay en esta ciudad.
–Buena broma, pero no hay nadie a mi lado, por lo que pienso que debe dejar de beber tan temprano, o moleste a alguien más –dije y colgué enfadado.
En ese momento pasó una mujer, a la que se le cayó su sombrilla. Inconscientemente me agaché a recogerla, y en ese momento relacioné la llamada, sobre todo cuando ella me dijo: “Gracias, es muy amable, justo cuando pensé que ya no había caballeros como usted en esta ciudad”.
Me quedé helado, y justo en ese momento llegó el trolebús. Al cual no abordé. Sabía que tendría que esperar más de veinte minutos antes de que llegara el siguiente, pero no me arriesgué, aunque en el fondo sintiera que todo esto era una locura.
Mientras observaba cómo se alejaba mi transporte y suspiraba resignado, vi que un árbol se colapsaba encima de la unidad, justo en el área donde acostumbro sentarme.
Yo estaba conmocionado, no sabía si socorrer a los posibles lesionados o salir corriendo, cuando volvió a sonar mi teléfono. Respondí rápidamente y del otro lado de la línea me habló la misma voz.
–Parece que al final sí me hiciste caso –me dijo.
– ¿Qué es todo esto? ¿Cómo es que pudo saber que algo así ocurriría?
–Ya te lo dije. Yo soy tú, pero yo no escuché la advertencia y ahora estoy en el hospital, con las piernas rotas.
–Pero eso es imposible –le advertí, pero ya no obtuve respuesta, y la pantalla del teléfono estaba como si no hubiese recibido llamada alguna. 
Sabía que eso no tenía sentido, y más que agradecido por la advertencia me sentí temeroso, confundido y hasta paranoico. Para entonces ya habían llegado las ambulancias y al parecer no había víctimas qué lamentar.
Respiré profundamente y traté de aclarar mis ideas. Por lo que opté por tomar un taxi para ir al trabajo.
Llegué con varios minutos de adelanto, entre al edificio donde se localiza mi oficina, y delante del ascensor volvió a sonar mi teléfono.
–Hagas lo que hagas, no entres a ese ascensor –me dijo la misma voz que me advirtió lo del trolebús.
Yo no dije nada, sólo me hice a un lado y dejé que otras personas lo abordaran.
– ¿No sube? –me preguntó uno de los que ya estaban dentro.
–No, creo que olvidé algo en el coche –respondí y las puertas se cerraron.
No sabía qué esperar, ni si debía de haberles advertido del peligro latente, pero es que en realidad ignoraba cómo explicarles. Sólo esperaba que esta vez tampoco hubiera lastimados. Pero de repente hubo un apagón, escuché un par de detonaciones, seguidas de gritos de angustia, y vi a los guardias del edificio subir a toda velocidad por las escaleras de emergencia. Entonces volvió a sonar mi teléfono.
– ¿Cómo estás? –preguntó la misma voz.
–Supongo que bien, pero ¿qué es lo que está pasando? –pregunté desesperado.
–Uno de los que abordaron el ascensor estaba armado, y al verse atrapado en un elevador sin luz, entró en crisis nerviosa y disparó contra todos. Yo ahora estoy en cama, con una bala alojada en el muslo y una herida que destrozó mi mano derecha. No sabes lo difícil que fue responderte.
–Pero ¿cómo es que me puedes hablar desde el futuro? ¿Qué pasó con tus piernas rotas?
–En sentido estricto, eres tú quien te está hablando desde otro tiempo. Pero te entiendo, recuerdo lo incrédulo que estaba cuando hoy en la mañana recibí la llamada, en la que alguien que decía ser yo, me pedía que no abordara el trolebús, por eso, tan pronto sucedió esto, no dudé en responder de la misma manera.
– ¿Cómo que “responder”? Pero si eres tú quien ha estado hablando.
–Sí, yo también pensé eso, pero no es así, al parecer ninguno es emisor de la llamada, pero al tiempo de responder recordamos la que en su momento recibimos, o al menos eso me pasó a mí –dijo y se cortó la línea.
Yo no sabía cómo asimilar esa información. Nada parecía tener sentido y la sola idea hacía que me doliera la cabeza. 
Salí lo más rápido que pude del edificio, pero antes de cruzar la acera, volvió a sonar mi teléfono. De nueva cuenta era esa voz, que me decía que no cruzara la calle. Me detuve y volvió a sonar, pero ahora me advertía que no me podía quedar parado en ese lugar. Seguí caminando, iba a entrar al subterráneo, cuando me volvieron a llamar, diciéndome que no entrara a la estación.
Me estaba volviendo loco, todo era una pesadilla, cerré por un segundo los ojos, y eso fue suficiente para que un conductor borracho me arrollara con su automóvil y me quebrara la espina dorsal.
No quiero describirte el dolor que siento, pese a los calmantes que apenas me dejan estar consciente. Pero por suerte hoy volvió a sonar mi teléfono, lo respondí dificultosamente, pero lo logré, miré la fecha y vi que era justo del día anterior a que empezara esta locura, y decidí advertirte.  ¡No salgas mañana! ¡Por lo que más quieras, no salgas!
* * * * *
            –Oye, me tomé la libertad de responder tu teléfono mientras archivabas lo que hicimos hoy –me dice un compañero del trabajo.
            –Pues qué raro, porque en la pantalla no aparece que hubieran llamado. Por cierto ¿quién fue?
            –La señal no era muy buena, además, parecía decir puras incongruencias, pero no te preocupes, tal vez fue un borracho que dio contigo por azar, un loco o un número equivocado. A propósito, no se te olvide venir mañana temprano, recuerda que el jefe quiere que tengamos listo todo para el medio día.

            – ¡Es cierto! Y yo que mañana no quería venir, pero bueno. ¡Hasta mañana!